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Leibniz y Hume
I. Episteme y textura
Al dirigir la mirada al horizonte es fácil notar que nuestra vista, además de estar incapacitada para
percibir ondas luminosas infrarrojas y ultravioletas, no puede llegar más allá de unos cuantos
kilómetros si el punto de observación es favorable; de igual manera, nuestra audición está limitada
dentro de un rango de frecuencia de onda; el olfato se pierde más allá de unos metros; el gusto y el
tacto requieren de la inmediatez. A pesar de estas limitaciones, el hombre intenta explicar lo que
ocurre en otra galaxia, al interior de una célula o del otro lado del mundo. Microscopios,
telescopios y teorías: lo humano está lleno de prótesis. El conocimiento, el pensamiento teórico, es
tal vez la máxima de todas ellas, la de mayor ambición, alcance y potencia; ante su incapacidad
espacial y temporal, porque además de todo está la muerte, el hombre tiende una especie de manto
sobre el mundo, con el cual espera conocer las cosas que lo habitan, cómo se relacionan y, a veces
incluso, por qué están ahí. Es un manto tejido con conceptos, ideas, nociones, teorías, y si se miran
con lupa o microscopio las fibras más finas, también incluye anhelos, prejuicios, deseos y
programas políticos.
Es de llamar la atención que a lo largo de la historia lo único constante en las formas de ver e
interpretar el mundo es que siempre cambian, mutan, se bifurcan, desaparecen o se incorporan en
alguna otra; ese manto epistémico nunca es el mismo de una época a otra, el que sea cambiado por
otro responde a una gran cantidad de variables: pudo haberse roto por haber sido estirado y llevado
hasta el límite de sus capacidades, su longitud pudo resultar insuficiente para cubrir algún nuevo
descubrimiento físico, natural o humano, pudo ser inventado un nuevo textil, más resistente o
flexible, o simplemente se encontraron nuevas formas para trabajar los mismos materiales, nuevas
técnicas de tejido, entrelazamiento y trenzado de los filamentos, fibras e hilos que componen el
textil en cuestión.
Más allá de la inmediatez de los sentidos, lo que se sabe en una época histórica determinada
del mundo –no sólo del mundo presente, sino proyectado con relación al porvenir y su pasado– está
mediado por su episteme, “en la que los conocimientos, considerados fuera de cualquier criterio que
se refiera a su valor racional o a sus formas objetivas, hunden su positividad y manifiestan así una
historia que no es la de su perfección creciente, sino la de sus condiciones de posibilidad” 1. La
episteme, como condición de posibilidad, ofrece las cosas al saber desde un espacio de orden en el
cual se establecen criterios previos, en otras palabras, la episteme configura lo que es posible
conocer y las formas de conocerlo –en la metáfora propuesta por este ensayo los criterios previos
son las fibras, el orden la manera de tejerlas, y la episteme la forma observable del tejido que se
tiende sobre el mundo, elementos que en su conjunto pueden tener distintas propiedades como
longitud, firmeza o textura.
Este planteamiento de Foucault sin duda puede resultar chocante para algunos, pues lleva a
concluir que no podemos librarnos de un conocimiento estructurado con criterios previos, pre-
De esta manera, tanto los cambios en el tejido de la episteme como su relación con las cosas y
el mundo se inscriben más en un movimiento de discontinuidad y contingencia que en uno
rectilíneo y duradero; la discontinuidad se pone de relieve en “el hecho de que en unos cuantos
años quizá una cultura deje de pensar como lo había hecho hasta entonces y se ponga a pensar en
otra cosa y de manera diferente”4. Mientras dura, una episteme integra y entreteje enunciados y
discursos teóricos, los cuales tienen positividad –en tanto modo de conocer e instancia de
posibilidad para que aparezcan objetos de conocimiento y maneras de abordarlos–, misma que
desempeña el papel de un a priori histórico; “el a priori de las positividades no es solamente el
sistema de una dispersión temporal; él mismo es un conjunto transformable”5.
La Modernidad significó todo un giro en la interpretación del mundo; hacia finales del siglo
XVI el orden que organizaba la trama del saber en Occidente era el de la Semejanza, el cual tenía
cuatro figuras principales que prescriben las articulaciones al saber ordenado bajo dicha episteme:
Quizás pocas obras expresen este punto de inflexión como la Monadología de Leibniz, donde
el acomodamiento de cada sustancia simple tiene relaciones que expresan todas las demás, es un
espejo viviente y perpetuo del universo; esto parecería situarse, en primera instancia, en la episteme
de las semejanzas al decir que el universo está contenido en cada Mónada. Sin embargo, poco a
poco el discurso de Leibniz –el mismo texto, la textura– se deslinda de aquella y muestra la manera
en que participa del tejido epistémico de la representación; Dios tiene en cuenta “a cada una de las
Mónadas, cuya naturaleza, por ser representativa, no podría limitarla nada a representar solamente
una parte de las cosas”13, sin embargo, la representación de cada Mónada es en cierto grado
confusa respecto al detalle del Universo, sólo puede ser distinta en relación con las cosas que le son
más próximas. Todas las Mónadas van confusamente al Todo, pero son limitadas por los grados de
percepciones distintas que puedan tener. La representación clara y distinta de todo el universo sólo
puede estar en una Mónada, la que está al inicio de la serie, a diferencia del Renacimiento, donde
sin preocuparse por la claridad, dicha lectura del universo estaba potencialmente en y desde
prácticamente cualquier cosa.
A pesar de haber roto con el lazo de la semejanza, hay unidad entre los distintos tipos de
Mónadas, el alma sigue sus propias leyes y el cuerpo las suyas, pero “se encuentran en virtud de la
armonía preestablecida entre todas las sustancias, puesto que todas ellas son representaciones de un
mismo universo”14. Por otro lado, si la mónada no tiene ventanas, surgen varios problemas, entre
otros, ¿cómo es posible conocer el mundo?: tendría que estar representado previamente en el
interior de la Mónada, por ello las ideas innatas son fundamentales para sostener el sistema de
Leibniz. Las verdades originarias y derivadas están todas en nosotros –con respecto al empirismo
se da una relación invertida, para Leibniz lo particular brota del análisis de principios generales,
mientras que para Hume las ideas abstractas se dan sobre la base de ideas e impresiones simples,
10 Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 34.
11 Ibid., p. 57.
12 Ibid., p. 50
13 Gottfried Leibniz, Monadología, §60, p. 46.
14 Ibid., § 78, p. 52.
son dos maneras distintas de desplegar la representación, la misma vía pero en diferentes sentidos.
De acuerdo con la lectura que Deleuze ofrece de Leibniz, alma y materia son dos pliegues del
mismo tejido; el “continuo” de Leibniz no es una línea que se divida en puntos independientes,
“sino que es un tejido o una hoja de papel que se divide en pliegues hasta el infinito” 15. La materia,
la vida y el alma sólo difieren por la manera en que están plegadas y el lugar que ocupen con
relación a la Mónada increada; plegar no se opone a desplegar, se trata de tensar-destensar,
contraer-dilatar, comprimir-explotar, pero no condensar o enrarecer, ya que esto implicaría el vacío.
“El Leibniz barroco no cree en el vacío, que siempre le parece lleno de una materia replegada”16. Ya
en sus Nuevos ensayos, en voz de Teófilo (el que ama a Dios), califica como absurdas las ideas del
vacío y los átomos al defender la teoría de las ideas innatas17.
Para Leibniz, las condiciones del predicado de toda verdad están contenidas ya en las del
sujeto, por lo que se trata de un des-pliegue, un análisis –a diferencia de Kant, quien busca
construir conocimiento, es decir, sintetizar–, todo el material del conocimiento está previamente
“cifrado y preparado en nosotros mismos; la Scientia generalis sólo se propone trazar el camino por
el que podemos llegar progresivamente y por medio de un método riguroso a adquirir este nuestro
propio y genuino patrimonio”18. Para que este procedimiento de análisis y esclarecimiento sea
posible se requiere de una representación clara (que distinga el contenido de esa representación del
de cualquier otra) y distinta (distingue claramente sus elementos); el conocimiento es adecuado
cuando puede ser llevado hasta el final de esos elementos; las representaciones primitivas conllevan
un conocimiento intuitivo y las complejas uno simbólico.
Podemos observar que la estrategia general de Leibniz, casi su estilo, consiste en hacer
pliegues y repliegues del tejido moderno; a su vez, conjura el mundo hiperconectado del
Renacimiento, su obra significa una reposición a la pérdida del vínculo con el mundo que
representaba la Semejanza. En su cálculo infinitesimal, expresión de una red tan fina como el
mundo no conoció antes, tanto que busca no dejar espacios vacíos, “la validez y la fuerza del
método lógico por virtud del cual relacionamos entre sí las dos series [de la función] no sufre
menoscabo aunque desaparezcan la analogía y la semejanza por la vía de los sentidos” 20; en la
episteme renacentista las semejanzas estaban actual y realmente en el mundo, eran asequibles a los
sentidos, la propuesta de Leibniz busca sobreponerse a la caída de esos vínculos y demostrar que
Con Leibniz las ideas se refieren a un ser, pero ya no se considera que lo copien, en otras
palabras, no lo presentan sino que lo re-presentan, y la representación no necesariamente tiene las
mismas leyes que lo presentado –cosa que demostraría Kant posteriormente. En el cálculo, “lo
diferencial, sin ser semejante ni homogéneo a la forma de que se deriva, puede presentarlo en
cuanto a su significación conceptual en conjunto” 24, expresa de modo exacto todas las relaciones
que puede asumir con otras magnitudes. Se hace una “traducción” del fenómeno sensible,
“representando, de este modo, todo acaecer especial por un valor numérico fijo, hemos encontrado
al mismo tiempo el símbolo exacto, único medio por el cual podemos llegar a conocerlo
plenamente”25.
21 Ibid., p. 130
22 Ibid., p. 104.
23 Cfr. Michel Foucault, “La prosa del mundo”, en Las palabras y las cosas.
24 Ernst Cassirer, op. cit., p. 107.
25 Ibid., p. 110.
26 Ibid., p. 114.
27 John Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, p. 20.
racionalistas y empiristas por delimitar y dejar de lado lo que está más allá del entendimiento, se
asume como estandarte el abandonarlo, pero pocas veces se dice por qué, y nunca de manera clara
y distinta.
Para los racionalistas, las ideas innatas están impresas en el alma, aunque no se tenga
conciencia de ellas necesariamente, como es el caso de los niños, los idiotas, o personas sin
instrucción; Locke critica esto, “ser en el entendimiento y no ser entendido; ser en la mente y nunca
ser percibido, es tanto como decir que una cosa es y no es en la mente o en el entendimiento” 28, al
leer con atención la crítica de Locke encontramos que su reproche consiste en que las ideas innatas
no pueden ser representadas clara y distintamente a la hora de ser sometidas como objeto de
conocimiento, es decir, radicaliza el criterio de la representación al llevarlo a las ideas innatas
mismas, en otras palabras, toma el punto de partida del racionalismo y al aplicarlo a su base, las
ideas innatas, genera una discontinuidad dentro del tejido moderno mismo.
Hume se preocupará básicamente por este problema, esclarecer cómo es posible la generación
de ideas complejas que sirven de base a la ciencia moderna –tenidas como innatas por los
racionalistas–, tales como el principio de no contradicción o que la suma de los ángulos internos de
un triángulo sea igual a dos rectos. El que Hume pliegue sobre sí mismo el tejido de la
representación, queda manifiesto en el prefacio de su Treatise, donde señala que lo primordial para
el avance de la ciencia es el estudio sobre el origen del conocimiento humano, es decir, llevar el
corpus conceptual de la representación al lugar mismo de su génesis, el hombre.
Sin embargo, de inmediato retrocede Hume ante el abismo abierto, al plantear que en el caso
de las ideas simples la regla se mantiene sin excepciones, por lo que posteriormente buscará saber
cómo las ideas complejas se pueden derivar de impresiones e ideas simples. De esta manera llega a
una primera conclusión, “all our simple ideas in their first appearance are deriv'd from simple
impressiones, which are correspondent to them, and which they exactly represent”30. Si las ideas
son copias de nuestras impresiones no pueden contener nada tan oscuro e intrincado ni implicar
gran misterio, a pesar de lo cual, siempre son más débiles que la impresión, “if its weakness render
it obscure, 'tis our business to remedy that defect, as much as possible, by keeping the idea steady
and precise”31. Al proceder de esta manera, se busca llenar los vacíos, sin explicar por qué se da esa
falta de información entre una impresión y una idea, sólo se trata de llenar esos huecos que se van
dejando en el camino.
28 Ibid., p. 24.
29 David Hume, A treatise of human nature, p. 50.
30 Ibid., p. 52, las cursivas son de Hume.
31 Ibid., p. 120.
Una impresión se convierte en idea cuando una reflexión sobre una sensación es “copiada” de
nuevo por la memoria y la imaginación. Sin embargo, esto deja abierto el tema de la imaginación
en el argumento cartesiano sobre la existencia de Dios32, pues si nos imaginamos un ser infinito, de
acuerdo con lo establecido por Hume, tendría que derivarse de una impresión-sensación de lo
infinito –haber conocido a Dios antes de nacer o que él haya puesto la idea–; o bien, que sea una
suma de todas las sensaciones posibles, de todas las cosas, en todos los tiempos, lo cual es
imposible para un ser finito; o finalmente, que la imaginación tenga otro origen no determinado por
el pensamiento o la sensibilidad. Llama la atención que racionalistas y empiristas eluden
frecuentemente problematizar sobre la imaginación, la mayoría de las veces es simplificada o
rechazada; vemos que uno de los problemas que imposibilita abordar la episteme moderna es
precisamente el de la imaginación.
Ahora bien, cuando la impresión aparece en la mente como idea, lo puede hacer de dos
maneras: cuando retiene algo de la vivacidad de la impresión original, o cuando pierde por
completo esa vivacidad para ser enteramente una idea; “the faculy by which we repeat our
impressions in the first manner, is called the MEMORY, and the other the IMAGINATION” 33; de
esta manera la imaginación no es más que repetición –representación– de la impresión; juega un
papel de instancia de unión para llegar a conformar ideas abstractas, “the idea of a substance, as
well as that of a mode, is nothing but a collection of simle ideas, that are united by the imagination,
and have a aprticular name assigned them”34. Hume termina por mostrar cómo es posible llegar a
ideas abstractas a partir de impresiones simples, es decir, continúa la labor identificada por Locke
de encontrar la manera de representar clara y distintamente cómo se producen los principios
universales, pero lo hace al precio de llevar al límite la representación, de desgarrar su tejido; al
hacerlo se encontró de frente con el mismo demonio que enfrentó Descartes al inicio de la
Modernidad: la imaginación.
32 Cfr. René Descartes, Meditaciones metafísicas y otros textos, en particular la Meditación tercera.
33 David Hume, op. cit., p. 56.
34 Ibid., p. 63.
35 Ibid., p. 79.
tangible”36. Al igual que Leibniz, busca llenar el vacío; si no existe el vacío tendría que haber
extensión sin materia, condición con la cual cumplen las Mónadas, en cambio, si existe, extensión y
materia deben ser coincidentes. “If you are pleas'd to give to the invisible and intangible distance,
or in other words, to the capacity of becoming a visible and tangible distance, the name of a
vacuum, extension and matter are the same and yet there is a vacuum” 37. De esta manera, Leibniz
por la vía de los límites, y Hume por la vía de los puntos, niegan la posibilidad del vacío.
Hume repite el gesto moderno que desde Descartes busca un punto fijo y de certeza para el
conocimiento; para ello, pone a prueba los siete tipos de relación, la cualidad por la que dos ideas
son conectadas en la imaginación, que había identificado –relación de semejanza, identidad,
espacio y tiempo, cantidad y número, de cualidad, contrariedad y causalidad–, de las cuales
descarta en primer lugar las que pueden variar sin que haya cambio en las ideas –relación de tiempo
y lugar, identidad y causalidad–; restan las otras cuatro que dependen sólo de las ideas, de las que
tres pueden ser descubiertas a simple vista, por lo que pertenecen más a la intuición que a la
demostración, éstas son la semejanza, contrariedad y cualidad –vemos que, de las descartadas, las
primeras son inestables y las segundas insuficientes.
Sólo quedan las relaciones de cantidad o número, las cuales, salvo en pequeñas extensiones
numéricas requieren proceder de una manera más artificial –posteriormente dicho artificio sería
para Kant la síntesis, la cual demostraría que también aplica para cantidades más pequeñas, 1+1 es
ya una síntesis. Hume encuentra, al igual que Leibniz o Descartes, la certeza esperada en el
conocimiento numérico, las matemáticas, a pesar de lo cual no evade el reto que plantean las
primeras tres relaciones descartadas (identidad, tiempo-lugar y causalidad), no se conforma con la
certeza hallada –sin duda, en esto radica buena parte de su valor histórico. En ninguna de ellas la
mente puede ir más allá de lo que le es presentado en los sentidos –en términos de Kant, no
permiten hacer ningún juicio sintético–, ni descubrir la existencia real o relaciones de los objetos.
De estas tres ideas “the only one, that can be trace'd beyond our seneses, and informs us of
existences and objects, which we do not see or feel, is causation”38. Por esto es la que tiene un
mayor horizonte metafísico. Hume se pregunta qué impresión produce una idea tan prodigiosa; para
una relación de causalidad se necesita contigüidad y prioridad en el tiempo de la causa sobre el
efecto, pero un objeto puede ser contiguo y anterior a otro sin ser su causa, por lo que no hay
ninguna experiencia o representación que sea capaz de sostenerla. Este es el gran descubrimiento
de Hume, la causalidad escapa a los principios válidos para la Modernidad, escapa a lo que su
manto epistémico puede cubrir. Para Kant, este hallazgo de Hume mostró que la razón se engaña
completamente con el concepto de causalidad, al cual “equivocadamente lo tiene por su hijo, pues
no es sino un bastardo de la imaginación, la cual, fecundada por la experiencia, ha conducido
ciertas representaciones bajo la ley de la asociación”39, haciendo pasar la necesidad subjetiva por la
necesidad objetiva que surge de la inteligencia.
Hume analiza los argumentos a favor de la necesidad de la causa. Uno de ellos es que si no
hubiera causa, las cosas se producirían a sí mismas, lo que equivale a existir antes de haber
existido; y recuerda un argumento de Locke: “whatever is produc'd without any cause, is produced
by noting; or in other words, has nothing for its cause. But nothing can never be a cause, no more
than it can be something”40, niega, al igual que Leibniz, que algo pueda ser producido desde cero.
36 Ibid., p. 102.
37 Ibid., p. 113.
38 Ibid., p. 122.
39 Immanuel Kant, op. cit., p. 125.
40 David Hume, op. cit., p. 129.
En realidad Hume no niega la causalidad, simplemente demuestra que el conocimiento y el
razonamiento no pueden fundarla, en el mejor de los casos está basada en la experiencia; pero abre
un enorme hueco al mostrar que no tiene un lugar en la razón. Esto significaría, si no el primero, el
más significativo desgarre del tejido moderno. Y como señala Deleuze, “quizá sea en el límite
donde mejor aparece la textura, antes de la ruptura o el desgarro, cuando el estiramiento ya no se
opone al pliegue, sino que lo expresa en estado puro”41.
Posteriormente Kant lograría, con un admirable esfuerzo, suturar el desgarre, pero al precio
de limitar definitivamente el alcance del tejido de la representación –al zurcir un orificio en una
tela, si no se quiere recurrir al parche, un elemento ajeno al tejido original, la totalidad de la misma
se contraerá–, en ese momento occidente renunciaría definitivamente a conocer las cosas en sí
mismas. El tejido renacentista abarcaba más cosas, era más amplio, todo cuanto pudiera imaginarse
el hombre, en contraste, la Modernidad elabora un tejido más fino y preciso, al precio de reducir su
alcance. Dicha reducción coincide con la interpretación de Toulmin, para quien la transición del
siglo XVI al XVII “supuso la angostura del centro de las preocupaciones y una clausura de los
horizontes intelectuales, incluso el <<horizonte de expectativas>>” 42. Al comparar las ideas del s.
XVI con las del XVII “podemos incluso opinar que las innovaciones habidas en el terreno de la
ciencia y la filosofía del s. XVII se parecen menos a unos avances revolucionarios y más a una
contrarrevolución defensiva”43. Ahora es preciso analizar, a la luz del mismo marco conceptual
seguido hasta este punto, es decir, el del tejido epistémico, en qué consiste tal reacción
conservadora señalada por Toulmin.
A pesar de todo, la Semejanza permanecería, ya no como ordenadora del saber sino como
límite, condición para que el conocimiento establezca sus medidas e identidades, se sitúa al lado de
la imaginación. “Si no existiera en la representación el oscuro poder de hacerse presente de nuevo
una impresión pasada, ninguna podría aparecer jamás como semejante a una precedente o
desemejante a ella”44, en ese oscuro poder se inscribe la imaginación. La hipótesis de este ensayo es
que los rasgos y varias ideas del Renacimiento no son negados u ocultados por la Representación
sino más bien apropiados, domesticados y despotenciados en sus continuos pliegues y despliegues.
Hemos visto un continuo trabajo de Leibniz contra el vacío, tal vez no el de carácter físico
pero sí el de tipo ontológico. En 1644, seis años antes de la muerte de Descartes, Torricelli
comprobó experimentalmente la existencia del vacío; la aceptación del concepto como tal se daría
en 1648, con un experimento de Pascal. Con respecto a estos experimentos, circula la anécdota de
que Descartes opinaba que Pascal tenía demasiado vacío en su cabeza, esta actitud contra el vacío
parece recorrer todo el tejido moderno, y llega incluso al más radical de sus exponentes, Hume. En
su aritmética binaria, Leibniz “superpone los pliegues que el sistema decimal, y la misma
Naturaleza, oculta en vacíos aparentes”45, y como se vio antes, la Mónada misma representaría la
negación final del vacío.
Hay un gran parecido entre la idea de la Semejanza de que el universo puede estar escrito en
41 Gilles Deleuze, op. cit. p. 52.
42 Stephen Toulmin, op. cit., p. 46.
43 Ibid., p. 42.
44 Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 75.
45 Gilles Deleuze, op. cit. p. 52.
cada una de las cosas que lo componen y el planteamiento leibniziano de que todas las Mónadas
contienen en sí mismas una imagen del universo entero, sin embargo, existe una diferencia
fundamental. Dios, “aquél que todo lo ve podría leer en cada uno lo que ocurre en todas las
partes”46, lo que ocurre y ocurrirá, esta lectura sólo puede ser hecha desde un lugar privilegiado. En
cambio, en la episteme renacentista, podía leerse el mundo desde cualquiera de sus partes, a cambio
de que no fuera con la misma claridad y distinción que en la Modernidad –los huecos eran llenados
con la imaginación–, en cierta manera, el centro del universo podría estar en todos lados, una idea
peligrosa política y religiosamente hablando que abrió el Renacimiento.
Para Leibniz, el Alma sólo puede leer “lo que se le representa distintamente, no sabría
desplegar de una vez todos sus repliegues porque se extienden al infinito” 47, lo que esté fuera de esa
representación distinta será denunciado como arbitrario, un ídolo o mera fantasía sin fundamento.
Desde Descartes, la representación es el campo de lo que se presenta clara y distintamente; más allá
de lo cual está el terreno de la imaginación, la cual puede moverse no sólo en lo claro y distinto, y
sería la única facultad en condiciones de realizar la lectura global buscada por el Renacimiento y
calificada como imposible por la Modernidad.
Leibniz y Hume representan los dos lados o extremos del mismo pharmakon moderno contra
algunos resultados indeseados del Renacimiento; en tanto que pharmakon, emplean el mismo
veneno que desean neutralizar, en este caso, la imaginación y el vacío, lo incorporan a sus temáticas
y sistemas donde son despojados de sus consecuencias conceptuales y de su indeterminación. Esta
versión de la Modernidad se ubica en una corriente central de la filosofía que considera al ser como
determinado; “lo que no procede de la razón y del ser determinado siempre fue asignado, en esta
corriente central, a lo infrapensable o a lo suprepensable, a la indeterminación entendida como
simple privación, como déficit de determinación” 51, o se le atribuye a un origen trascendente e
inaccesible a toda determinación posible. La imaginación se mueve sin duda en esos campos
marginales.
Sin embargo, al realizar tan descomunal estiramiento una de las cosas que mejor demostró la
textura de la historia fue la arbitrariedad de cada momento histórico, de su epistemología, su
ontología, su política, su estética; es la historia de los desgarres y discontinuidades como muestra
Foucault. Esta perspectiva ha roto la esperanza de una unidad orgánica de la historia, donde cada
paso supera al anterior. Lo que llega a nuestros días son los pedazos de distintos tejidos, y podemos
ver tanto la insuficiencia de cada uno, como su belleza y méritos que alcanzó. Un pequeño gesto de
desesperanza se asoma, pues queda claro que no podremos construir algo mejor, más claro y
cercano a la perfección, porque tenemos nuestros prejuicios, nuestras determinantes históricas. Sin
embargo, queda una posibilidad, la de la sutura, el détournement, el collage con los pedazos a
nuestro alcance; así como un collage, un détournement situacionista, o un ready-made de Duchamp
muestran cosas inesperadas que los objetos particulares no podrían, se podría coser, armar y
desarmar los viejos pedazos de prótesis epistémicas para mostrar algo que por sí solas,
desarticuladas, no podrían dejar-ver; a través del desplazamiento, la desarticulación y
desestructuración sacar a la luz lo no visto, lo no pensado.
52 Idem.
53 Ibid., p. 150.
54 Immanuel Kant, op. cit., p. 177.
55 Michel Foucault, “Los límites de la representación”, en Las palabras y las cosas, p. 215.
BIBLIOGRAFÍA