Pero no es suficiente para lavar la sangre... ¡Cuánta sangre
tenía ese cuerpo!...y aquel... y todos. No es el delirio sonámbulo de Lady Macbeth, sino algo menos poético, más ordinario: Soldados caídos en un campo de batalla. Peleada con especial denuedo y no demasiada sofisticación de armamento pero para la época, era tecnología de vanguardia: había artillería ligera y fusiles cuyos proyectiles alcanzaban a penetrar, atravesar y desgarrar músculos, romper arterias y huesos. Pero la muerte no llegaba instantáneamente, mientras late el corazón, la sangre fluye por las heridas. Más aun, la carga desorganizada de invasores y el agrupamiento y arrojo de los defensores, obligó a un enfrentamiento cuerpo a cuerpo en el que el uso de palos, bayonetas, espadas y machetes convirtió aquello en una verdadera carnicería en la que ningún bando podía reclamar la jornada. Para la mayoría de los caídos, la guerra había terminado. Pero muchos infelices yacían en dolorosa agonía, entre la hierba mojada y el fango teñido de sangre.
La guerra es un pecado, pero la gente buena suele decir que
dar la vida por tu semejante es un acto supremo de amor. No lo sé de cierto pero intuyo que debe ser verdad. Con todo, no puedo dejar de pensar que la joven que aquella mañana salió de su casa era una tonta, una loca. Salió para ayudar a sus hermanos, a nuestros hombres. Arrostrando el peligro sin nada más que una canasta con vendas, agua y linimentos curativos. Poca cosa para la ardua e ingrata tarea de atender a los heridos, ponerles vendas y darles a beber un poco de agua fresca para reconfortar su espíritu, que sus cuerpos lacerados en su mayoría ya estaban desahuciados. En silencio, los caídos del bando enemigo miraban anhelando que aquella doncella se compadeciera de ellos. La joven se acercó para ayudarlos. Hizo de su regazo una almohada para recostar sus cabezas, limpiar sus rostros, darles un poco de alivio y reconfortar a aquellos jóvenes. ¿Y eso era todo? … Sí, para ellos era TODO: madre, esposa, hermana; un ángel de consuelo en su sufrimiento. La miraban con ternura y con gratitud infinita, y con el último aliento musitaban una oración para bendecirla. Pero no muy lejos la lucha continuaba. La joven alzó la mirada exclamando: ¡Dios mío, esto es la guerra!, cuando una bala perdida segó su vida, cayendo junto a aquellos a quienes había socorrido. Su muerte no fue en vano, los sobrevivientes dieron testimonio del heroísmo y bondad generosa de aquella muchacha cuyo nombre quedó en el olvido. No hay un monumento ni registro en la historia oficial. Pero quedan las crónicas de la época que últimamente se han rescatado.
P.S. Hacía tiempo que quería escribir sobre este tema como un modesto tributo a una verdadera heroína: La Doncella de Monterrey.