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POWER AND RESISTANCE:

CRITICAL REFLECTIONS, POSSIBLE FUTURES


Boston, Massachusetts, USA. August 3, 2008

CRITICAL SOCIOLOGY CONFERENCE


(Co-sponsored by the ASA Marxist Section,
SSSP Global Division and SAGE Publications)

Presents:
POWER AND RESISTANCE:
CRITICAL REFLECTIONS, POSSIBLE FUTURES

The Boston Park Plaza Hotel & Towers


Boston, Massachusetts, USA
August 3, 2008

QUINCE AÑOS DE TLC.


SU LEGADO EN EL MEDIO RURAL MEXICANO

Irma Lorena Acosta Reveles


Universidad Autónoma de Zacatecas, México.

Han pasado más de dos décadas desde que México se propuso crecer y desarrollarse
valiéndose de los impulsos de la globalización; fue entonces que tomó el riesgo de
alterar de modo radical la estructura productiva agraria con políticas públicas afines al
liberalismo. Parte medular de ese proceso consistió en estrechar relaciones con los
países que históricamente fueron sus clientes y proveedores más, próximos mediante de
acuerdos de comercio multilaterales. Con la ejecución de tales instrumentos se esperaba
(al menos así se manifestó) expandir el mercado regional; hacer más regulares y
ordenadas las transacciones; operar en un contexto de certidumbre institucional, y al
cabo del tiempo, obtener notables beneficios.
México ha firmado hasta ahora doce acuerdos comerciales con cuarenta y cuatro
países, además de su inclusión en la OMC; pero sin duda, el más importante es el
Tratado de Libre Comercio (TLC o NAFTA). A casi quince años de vigencia se

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reconoce que su impacto ha sido vasto en la agricultura y el medio rural mexicano. En


este documento sólo intentaremos mostrar su incidencia sobre los ingresos y la
ocupación rural; y también, por la actualidad del tema, haremos una breve referencia a
la crisis alimentaria.
Recordemos primero el contenido del TLC en lo que concierne directamente al
medio rural; esto es, las disposiciones que regulan en lo general el comercio agrícola
entre Estados Unidos, México y Canadá, a partir del 1994.
El TLC establece el acceso preferente de bienes agropecuario en los territorios
de los tres países socios respecto a productos venidos de otras naciones. Para ello se
dispone que desde la fecha de entrada en vigor del acuerdo se supriman todas las
barreras no arancelarias, y gradualmente eliminar por completo los aranceles.
Asumiendo que cada país tenía productos más sensibles a la competencia, se
concedieron periodos de gracia para desgravar esos bienes, de conformidad a un
calendario de tres quinquenios. México contaría —formalmente— con un plazo mayor
que sus socios para adaptarse a las condiciones del mercado libre. También tendría a su
favor un mecanismo de cuotas máximas de importación sin gravámenes. Los privilegios
terminarían para los tres países en un plazo de quince años.
Conviene aclarar que antes del TLC, el mercado agrícola mexicano había
avanzado en desmontar el régimen proteccionista de las décadas precedentes. Pues a
raíz de la incorporación de México al GATT (en 1986) se reemplazó el sistema de
permisos previos de importación por un régimen arancelario; y a su vez, el nivel medio
de aranceles se deslizó de 24.8% en 1985, hasta un 12.5% al comienzo de los noventa.1
Una vez en marcha el TLC, las importaciones de granos básicos fueron, en todos los
años, superiores respecto a lo que se determinó originalmente.
Estamos ya en el año 2008 y, en efecto, el comercio regional se expandió con el
TLC, pero para México los saldos son cuestionables: La balanza comercial del sector es
negativa en lo general y con Estados Unidos particularmente; el PIB agrícola se sigue
estrechando respecto al global y la brecha en productividad agrícola respecto a sus
competidores persiste. También ha caído la participación de las exportaciones agrarias
en el total. La especialización regional sí se ha cumplido relativamente; y sin embargo,

1
Por razones de espacio todas las fuentes estadísticas y las referencias bibliográficas se incluirán en el
documento en extenso.

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por sus implicaciones en reconcentración del suelo y sobre-explotación de recursos


naturales, no es deseable seguir por ese camino.
En cuanto a la evolución del ingreso rural medio, el trabajo agrícola y el abasto
domestico de agroalimentos en el periodo que sigue a la entrada en vigor del TLC, es
necesario abordar los tres procesos como parte de un mismo nudo problemático.
Lo primero que debemos tener presente es que en México la cuarta parte de la
población reside de zonas rurales, que el sector agropecuario y silvícola es responsable
del mantenimiento de la tercera parte de los habitantes del país, y que en estas
actividades económicas participan directamente diez millones de personas (sea como
propietarios, trabajadores o productores). La mayor parte de las unidades productivas
agrarias son de tipo familiar, minifundistas por la dimensión de sus predios y Cultivan
tradiconalmente granos básicos. La estructura productiva y social se caracteriza —
también históricamente— por su extrema polarización en diferentes sentidos: calidad de
suelo, infraestructura y tecnología, productividad y rendimientos, organización del
trabajo… Lo anterior, reflejo de la coexistencia de un núcleo reducido de empresas
rentables y competitivas, asistidas en su progreso por el sector público; frente a un
amplio sector de campesinos empobrecidos, y con apoyos gubernamentales que por su
cuantía devienen en subsidio al consumo familiar.
Estos son los dos extremos de un mosaico diverso de explotaciones rurales,
obligadas todas a responder a las exigencias de la competencia internacional. Era
previsible, entonces, que la mayor parte de los productores del país no estuviera en
condiciones de responder a tales exigencias. En ese sentido, el proceso de liberalización
del comercio agropecuario (donde el TLC es piedra angular) sólo podía derivar en
exclusión económica y social, mayor empobrecimiento y erosión de la base productiva
agroalimentaria.
Un variable útil para explicar estos procesos es el precio de los bienes agrarios,
pues lo que se espera en un mercado regional abierto es la nivelación de los mismos.
Así podemos observar que con el TLC (y una vez que se eliminan en México los
precios de garantía para todos los granos básicos, en 1993), los precios al productor
acentúan su tendencia a la baja. El declive de los precios agrarios no era novedad, la
diferencia es que en adelante no habría políticas para proteger los ingresos del pequeño

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productor, y las importaciones —principalmente las de origen estadounidense—


jugarían un papel central en la evolución de los precios.
Los productos agrícolas de Estados Unidos no sólo son más baratos que los de
México por razones estructurales y de productividad; lo son también porque la política
agraria estadounidense no es liberal en modo alguno, ya que gran parte del presupuesto
sectorial se destina a subsidios. En contrapartida, los productores mexicanos tuvieron
que asimilar en el mismo lapso de la liberalización, una escalada en los costos de
producción: recorte de inversión pública, retiro de créditos preferenciales, cancelación
de servicios de acopio, almacenamiento y comercialización, encarecimiento de los
insumos... Desde luego, los productores más perjudicados por la conjunción de estos
eventos fueron los campesinos, al no poder reducir costos y precios. Tampoco contaron
con los recursos para emigrar hacia cultivos más rentables.
El Estado mexicano no fue indiferente a la contracción de los precios
agroalimentarios, por el contrario, la respaldó para contener presiones inflacionarias,
estrechar la oferta doméstica de granos básicos y dejar espacio a los excedentes
norteamericanos. El propósito se ha cumplido con creces, pues actualmente una parte de
la demanda interna se satisface con la producción de empresarios del noroeste mexicano
que hasta hace pocos años no se interesaron por cultivos como el maíz. Otro segmento
importante se cubre con importaciones a precios incluso inferiores a sus costos de
producción. Y el pequeño productor tradicional tiende a ocupar una posición
decreciente en un mercado en el que antes fue protagonista.
La posición marginal del campesino en el abasto interno se traduce finalmente
en el deterioro del ingreso familiar en las zonas rurales, y en un mayor
empobrecimiento. El campesino sabe por experiencia que sus productos valen cada vez
menos y que las oportunidades para comercializarlos se reducen. Está conciente que del
cultivo de su predio no obtendrá lo necesario para vivir y aumenta la presión por
obtener otros ingresos. Esto se aprecia en su incorporación al mercado laboral. Una
evidencia al respecto es que la población ocupada en el medio rural que no recibe
ingresos —que nosotros identificamos como campesinos— pasó de 3,030,629 personas
del año 1998 a 1,554,790 en el año 2004. Mientras que el número de trabajadores
rurales remunerados hasta con tres salarios mínimos aumentó de 3,846,278 a 4,823,304
personas. Ello ocurre en el contexto de una reducción neta de la ocupación en este tipo

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de actividades. Lo que viene a confirmar que “en la mayor parte de los hogares rurales,
sobre todo en los más pobres los ingresos derivados de las actividades agrícolas han
dejado de ser la principal fuente de ingresos.”
El escenario planteado no es positivo porque en el medio rural las opciones
laborales son escasas, particularmente en la agricultura. Ni los nuevos emprendimientos
rurales que las políticas públicas impulsan, ni los polos agrícolas con cultivos de
reciente de exportación (hortalizas, frutas no tropicales y flores) neutralizar la expulsión
de mano de obra campesina o logran contener el éxodo rural. Por añadidura las zonas
urbanas de México están en su peor momento para captar estos excedentes de fuerza de
trabajo.
Por otra parte, los empleos del sector agropecuario siguen registrando el nivel
salarial más bajo entre todas las actividades económicas no obstante que la
productividad en el ramo tuvo un comportamiento muy positivo. En el período 1994-
2004, cuando el salario medio agropecuario se ubicó 40% por abajo del salario medio
nacional.
Sobre la crisis alimentaria creemos que el asunto no entraña, literalmente, un
déficit en las existencias de granos básicos a nivel internacional, sino la manipulación
de la oferta por las corporaciones agroalimentarias, como estrategia para avanzar en el
control del mercado mundial de cereales. Convenientemente –y con la complicidad de
los gobiernos- estas corporaciones propagan una alerta de escasez, magnificando su
trascendencia, para profundizar la erosión de la base productiva agroalimentaria en el
subdesarrollo. Con esta maniobra también se está beneficiando un segmento del capital
financiero a través de la especulación en los mercados de futuros.
El aumento del precio de granos básicos no tiene sustento productivo ni la
escasez es apremiante. Es cierto que con el impulso de los agrocombustibles se desvía
parcialmente el destino de los productos y que las reservas internacionales de granos
cayeron en los dos últimos años. También es verdad que la superficie destinada a granos
se redujo con la reconversión de las explotaciones agrarias. No es ficción el acceso
limitado a los alimentos por el aumento de la pobreza en muchas regiones, ni el
crecimiento de la demanda asiática o las contingencias climatológicas como factor de
pérdida de las cosechas.

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De hecho, la conmoción en el mercado mundial de alimentos es real en cuanto


oferta y demanda se aproximan. Lo que no es verdad es que deba desembocar en un
aumento drástico de precios cuando las existencias sí podrían responder a la demanda.
Si los precios se han disparado es porque el grueso de la oferta de estos bienes procede
de un grupo de productores y países, que en esta coyuntura ven la oportunidad de
obtener ganancias extraordinarias y reforzar su posición.
La tendencia al aumento de la producción y productividad agraria a escala global
ha sido ininterrumpida en los últimos cincuenta años, así que no obstante la retracción
de las reservas de cereales, la FAO sostiene que se podría alimentar hasta 12 billones de
personas en el futuro. “La producción mundial de grano en 2007/2008 está estimada en
2108 millones de toneladas: un crecimiento de 4,7 por ciento comparado a la del
2006/2007. Esto supera bastante la media de crecimiento del 2,0 por ciento en la pasada
década.” Otra prueba de que esos alimentos existen, es el afán de organismos como el
BM por otorgar préstamos a los países subdesarrollados para que sigan importando
alimentos, y contrarrestar el alza de los precios internos.
Hay otros argumentos. Por ejemplo, que los bienes agrícolas más
comprometidos en la elaboración de biocombustibles no son los granos básicos, sino las
oleaginosas –particularmente la soja- porque es el biodiesel y no el etanol el que en este
momento recibe mayor impulso.
No podemos detenernos más en el tema, pero vale la pena señalar que la crisis
de los alimentos puede ser en poco tiempo una dura realidad si, como lo hemos hecho
hasta ahora, seguimos cediendo a la gran empresa la responsabilidad de producir
nuestros alimentos. Todavía es posible desandar el camino.

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