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E l kitsch nuestro de cada día:

Por una crítica sociológica


de la cultura cinematográfica,
radial y televisiva*

El kitsch hace que fluyan dos lágrimas en


rápida sucesión. La primera lágrima dice:
¡Qué lindo es ver unos niños sobre la hierba!
La segunda lágrima dice: ¡Qué lindo es ser
conmovido, junto con toda la humanidad, por
unos niños que corren sobre la hierba! Es la
segunda lágrima la que hace kitsch al kitsch.

Milan Kundera, 1984

Del carácter sociológico y socialmente transformador de la crítica marxista


se desprende una nueva concepción de ésta en el dominio que aquí nos
concierne: la crítica de cine, radio y televisión como crítica de la cultura
cinematográfica, radial y televisiva en su conjunto y no exclusivamente
de las obras de cine, radio y televisión.
*
Segunda parte de la ponencia “Las funciones de la crítica de cine, radio y televisión en la
sociedad socialista”, leída el 23 de octubre de 1987 en el IV Festival de Cine, Radio y
Televisión Caracol 87, organizado por la UNEAC. Publicada, con adiciones y modifi-
caciones, en: Unión, La Habana, núm. 2, abril-junio de 1988, pp. 22-28.
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Cuando hablamos aquí de “cultura cinematográfica, radial y televisiva”


no nos referimos a los conocimientos, las capacidades receptivas y el gusto
adquirido por cada cual en materia de cine, radio y televisión, sino que
estamos empleando esa expresión en un sentido análogo a los que el estéti-
co Moisei Kagan y el sociólogo literario Stefan Zólkiewski les confieren,
respectivamente, a los términos “cultura artística” y “cultura literaria”: el
conjunto de los fenómenos y procesos que participan en la comunicación
social cinematográfica, radial y televisiva de una sociedad dada. Esto
es, no sólo las obras, sino también la difusión de las mismas, las condi-
ciones sociales de la producción y las condiciones sociales de la recep-
ción. Las obras de cine, radio y televisión no son más que un eslabón —
cierto es que el principal— de esa cultura, de ese sistema dinámico de
interrelaciones socioculturales. Resulta evidente que no debemos esperar
por la aparición de los sociólogos cubanos del cine, la radio y la televisión
que harían del estudio de esas interrelaciones su propia especialidad, pues
el crítico marxista, interesado en influir sobre los procesos de la producción
y recepción de obras, y consciente, al propio tiempo, de la necesidad de
tomar en cuenta el condicionamiento social de esos procesos para explicar-
los y orientarlos, está en la obligación de ocuparse también de esa media-
ción sociológica entre las obras de cine, radio y televisión y el resto de la
vida social.
¿Está correctamente fundamentado y funciona bien nuestro sistema de
estímulos a la creación (concursos, premios de popularidad, etcétera)? ¿Qué
peso y efectos tiene en la recepción masiva el circuito paralelo
extrainstitucional de videofilmes? ¿Es adecuado y eficiente el mecanismo
de selección y formación de nuevos creadores cinematográficos, radiales y
televisivos? Éstos son sólo algunos ejemplos del tipo de interrogantes que
van más allá de las obras mismas y conciernen a la cultura cinematográfica,
radial y televisiva. A diferencia de nuestra crítica literaria, la crítica de cine,
la de radio y, sobre todo, la de televisión, aunque no han formulado explíci-
tamente esa nueva concepción de la crítica, sí la han ejercido en cierta
medida. Así pues, sólo cabe demandar una mucho más consciente y siste-
mática atención de las mismas a los aspectos sociales de todos los eslabo-
nes de la comunicación cinematográfica, radial y televisiva.
Lamentablemente, en momentos en que hasta teóricos y críticos no
marxistas de todo el mundo están reconociendo la esterilidad de una crítica
“ergocéntrica” —esto es, concentrada en las obras como si éstas estuvie-
ran suspendidas en un vacío comunicacional social— y la necesidad de
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investigar esas obras en el contexto de los procesos de producción, difusión


y recepción y, por ende, de sus instituciones, en nuestro país se han dejado
oír voces que demandan que la crítica no se inmiscuya en cuestiones “ad-
ministrativas”, institucionales, y se limite a juzgar el producto acabado.
Tras esa exigencia se descubre, en más de un caso, la aspiración de ciertas
instancias de tales o cuales instituciones productoras y difusoras a estar a
salvo de toda crítica. Sólo un irracional arranque del instinto de
autoconservación burocrático o, en el mejor de los casos, una insuficiente
y apresurada reflexión sobre el asunto, puede explicar que, en el seno del
socialismo, alguien llegue a exigirle a la crítica marxista que no investigue
los aspectos sociales de la comunicación social artística, que sea menos
sociológica, en fin, que sea menos marxista o que deje de serlo.
A continuación me ocuparé precisamente de uno de esos fenómenos
concretos que involucran no sólo a las obras de cine, radio y televisión,
sino a toda la cultura cinematográfica, radial y televisiva como comunica-
ción e institución social: el kitsch.

Los avatares locales del populismo


Entre nosotros la crítica de los fenómenos kitsch fue intensa en los años
60, en el marco de la crítica de la cultura capitalista prerrevolucionaria y de
sus supervivencias en el presente. En los inicios de la década de los 70 la
crítica del kitsch comenzó a ser desplazada por un populismo que se hizo
hegemónico rápidamente y que aún hoy muestra una extraordinaria fuerza
ante las esporádicas críticas de que es objeto.1
Pero ese populismo ha tenido dos sucesivas oleadas de diversa natura-
leza y de orientación divergente y hasta opuesta. La primera presentó como
valor indispensable —junto con la agitación y la propaganda políticas— la
máxima comprensibilidad masiva de la obra artística, la máxima facili-
dad para la recepción, tanto en el terreno de la forma como en el del
contenido. En vez de la educación cultural de los sectores masivos con
bajos niveles de cultura artística según la máxima “esta obra es buena, por
lo tanto debemos hacerla comprensible para todo el pueblo”, se propug-
nó la nivelación cultural a ras del más bajo escalón según el principio “esta

1
En este párrafo y en los tres siguientes aprovecho formulaciones que ya hice en el artículo
“El kitsch. Populismo demagógico vs. educación estética popular”, publicado en La
Gaceta de Cuba, enero de 1987, pág. 6.
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obra es comprensible para todo el pueblo, por lo tanto es buena”. Así, las
elevadas tareas político-ideológicas del arte a menudo se vieron malamente
realizadas en la contraproducente forma de un kitsch didáctico-politizante
(“tecoso”), que, aunque era muy comprensible para todos, ni gustaba ni
interesaba a muchos. (En esta época se instaura el culto del número de
“actividades”, obras y artistas profesionales y aficionados participantes como
criterio del desarrollo cultural.)
Años más tarde, fue cobrando auge otra variedad de populismo, que
presentó como valor necesario y suficiente, no ya la mera comprensibilidad
masiva, sino la máxima popularidad, la máxima correspondencia a los
gustos e intereses culturales establecidos de la mayor cantidad posible de
personas, tanto en el terreno de la forma como en el del contenido. Ahora,
en vez de la máxima “esta obra es buena, por lo tanto debemos hacerla
popular”, se propugna el principio “esta obra es popular, por lo tanto es
buena”. Y así, debido a la supervivencia (y el renacimiento) de gustos e
intereses culturales de bajo nivel en amplios sectores de la población, se
propicia el desarrollo de un kitsch nacional, eminentemente lúdicro, orien-
tado a entretener y divertir a cualquier precio (estético o intelectual), que
resulta extraordinariamente parecido a cierto kitsch del pasado
prerrevolucionario cubano y del presente de las sociedades capitalistas oc-
cidentales, semejanza que a menudo resulta de una imitación consciente.
Al mismo tiempo, el kitsch del mundo capitalista —en sus variedades poli-
cíaca, erótico-sentimental, melodramática, ornamental, etcétera— empie-
za a ganar un espacio cada vez mayor en la distribución y el consumo
nacionales, porque si al primer tipo de populismo (el politizante) le resulta-
ba intolerable, al segundo (el lúdicro) le resulta más que tolerable: amplia-
mente aprovechable y hasta ejemplar, con la sola condición de que no
aparezcan en su superficie evidentes elementos políticos y morales
antisocialistas de cierta gravedad. (En esta época se establece el culto del
número de espectadores, oyentes y lectores como criterio del desarrollo
cultural.)
Lamentablemente, salvo casos aislados de distribución directa de los
resultados de una producción artística y artesanal individual (ciertas flores
artificiales, figuritas de yeso, etcétera), han sido las instituciones sociales y
organismos estatales los financiadores y distribuidores del kitsch, pero tam-
bién los productores —en la medida en que han determinado la orientación
kitsch de la actividad de ciertos “creadores”— y los estimuladores —en la
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medida en que han premiado y dado prestigio público a obras kitsch y a


“creadores” kitsch.

Para una tipología de


los críticos y apologistas del kitsch
En estos momentos en que la crítica del kitsch ha resurgido entre nosotros
como una reacción contra los efectos empobrecedores y esterilizantes del
populismo demagógico, y en vista de que este populismo se resiste a morir
y contraataca, me parece muy necesario introducir una serie de diferencia-
ciones en lo que respecta a las actitudes de condena y de defensa del
kitsch; en otras palabras: una tipología de las actitudes hacia el kitsch.
Ante todo, hay que tener siempre presente que, además de la crítica
genuinamente materialista-histórica del kitsch representada por teóricos
y críticos del campo socialista, de Occidente y de nuestro país, como Slávov,
Pospisil, Ueding, Waldmann, Mosquera, Segre y otros, existe una crítica
elitista del kitsch y, sobre todo, del receptor kitsch: ésta, primeramente,
condena las obras kitsch como manifestaciones de un pésimo gusto, y,
después, con más energía aún, condena al kitschman, al público de “inhe-
rente” gusto kitsch, como el principal causante de la existencia de la pro-
ducción kitsch por su demanda de tales obras. Felizmente, esta actitud
raras veces se manifiesta de manera explícita entre nosotros, y creo que
nunca se deja oír en los medios de comunicación masiva o en foros intelec-
tuales.
Por cierto, la existencia de esta condena elitista del kitsch ha sido esgri-
mida como un argumento en defensa del kitsch por algunos apologistas de
éste, y ello conforme a la “lógica” de lo que Engels llamó burlonamente
“política de Gribul”, consistente en la supuesta obligación que tendría todo
pensador marxista de afirmar automáticamente lo contrario de lo que afir-
me cualquier autor no-marxista. Habrá que ver cómo salen del dilema en
que los colocará la noticia de que buena parte de la intelectualidad postmo-
dernista occidental, también no-marxista, ha defendido el kitsch en los
últimos tiempos.
Pero tampoco la defensa del kitsch es realizada desde una única posi-
ción. Sobre la base de mi experiencia cotidiana, creo poder distinguir, entre
nosotros, cuatro tipos de actitudes apologéticas hacia el kitsch: el cinismo
criptoelitista, el nihilismo pequeñoburgués, el melodramatismo
demagógico, y el funcionalismo miope.
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Me parece que en ciertas defensas del kitsch asoma oscuramente, por


momentos, otro tipo de actitud: el relativismo subjetivista (lo que para
unos es kitsch, para otros no lo es; por lo tanto, la cuestión del kitsch sería
puramente subjetiva). Pero el carácter incidental, fugaz y vago de su apari-
ción nos exime, por ahora, de considerarlo junto a los tipos plenamente
manifiestos e influyentes que hemos distinguido. A propósito de éstos,
debo subrayar que se trata de tipos de actitudes que, independientemente
de su compatibilidad o incompatibilidad lógica, pueden coexistir en el mar-
co de un mismo texto o del conjunto de los escritos o declaraciones de un
mismo autor; de hecho, ya han venido coexistiendo, en diverso número y
proporción, de manera coherente o incoherente, en la mayoría de las inter-
venciones en favor del kitsch que se han dejado oír en nuestro país.
El cinismo criptoelitista no es más que un elitismo disfrazado de
populismo paternalista. He aquí el monólogo exterior o interior que lo ca-
racteriza: “yo, crítico, creador o funcionario, inteligente y sensible, entien-
do y disfruto el gran arte (el clásico y/o el moderno), pero, ¡oh!, lamenta-
blemente, aunque se lo demos al pueblo en cantidades industriales, éste ni
lo entiende, ni lo disfruta; la única salida del problema del arte para el
pueblo es el kitsch, que, aunque es un sub-, para- o seudo-arte, constituye
un fenómeno muy positivo, un valioso sustituto del gran arte, porque se
adapta a esa incapacidad del pueblo y satisface sus limitadas necesidades
culturales”. Bien visto, esto no es otra cosa que lo que Brecht llamó “lo
popular desde arriba”. Así representaba él este punto de vista: “Hay que
hacer algo por el pueblo, ¡fuera el caviar! Algo que el pueblo comprenda,
puesto que es algo lerdo. El pueblo está atrasado. Hay que darle las cosas
en bandeja, como está acostumbrado. Le cuesta aprender, no es accesible
a lo nuevo.”
A estos criptoelitistas les gusta defender su posición poniendo a sus
interlocutores ante una falsa alternativa como única salida del problema del
arte para el pueblo: Félix B. Caignet o Bergman y Tarkovski; Rodney y
Tropicana o Maurice Béjart; Julio Iglesias o la música dodecafónica; las
“morcillas” del teatro bufo o los diálogos de Ionesco; el cuadro de los
cisnes y nenúfares o Picasso, y así sucesivamente. Todo esto como si el
público masivo no estuviera estratificado, internamente diferenciado en lo
que respecta a conocimientos, capacidades y gustos artísticos; como si el
arte masivo mismo no estuviera también internamente diferenciado y
estratificado (lo que los teóricos elitistas se han visto obligados a reconocer,
abandonando la división binaria de la cultura para adoptar un todavía insu-
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ficiente sistema ternario, constituido por las culturas high-, middle- y low-
brow, de alto, mediano y bajo vuelo); como si el pueblo fuera totalmente
refractario a la educación artística (incluida la que se realiza a través de la
recepción misma del arte); como si la historia de la cultura universal no
demostrara que un arte (una obra, un estilo, una corriente, un género, etc.)
que inicialmente no fue popular, posteriormente puede llegar a serlo; pero,
sobre todo, como si, además de un arte no masivo y un arte masivo
adaptativo, que se ajusta oportunistamente al “mínimo común denomina-
dor” de las necesidades existentes en amplios círculos de lectores, no exis-
tiera —ni pudiera existir— un arte masivo sublimativo que, al tiempo que
va al encuentro de la cultura artística de los más amplios círculos de espec-
tadores y oyentes, no se adapta a su “mínimo común denominador” en
materia de conocimientos, capacidades y gustos, sino que opera una mode-
rada elevación de la cultura artística del destinatario hipotético inscrito en la
obra con respecto al nivel cultural-artístico promedio del espectador u oyente
masivo en el momento dado. Empleando palabras de Lenin, diríamos que
la falsa alternativa del populismo criptoelitista entre un arte masivo adaptativo
que “va detrás del lector” y un arte no masivo que va mucho más adelante,
es deshecha por un arte masivo sublimativo que se sitúa “un poquito más
adelante”.
La segunda actitud apologética criolla que mencionamos, el nihilismo
pequeñoburgués, está emparentada con fenómenos ideológico-estéticos tan
distantes entre sí como el Art Brut del francés Jean Dubuffet y el Proletkult
soviético de los años 10 y 20. En efecto, los une su negación más o menos
total y explícita de los valores de la alta cultura artística universal de todos
los tiempos. Según este punto de vista, todo el llamado gran arte no es más
que un retorcido y perverso juego intelectual, superficial y vacío, carente
de vida y ajeno a la vida, libresco, mientras que el kitsch es una producción
que corresponde a una sensibilidad o espiritualidad popular, ingenua,
virginalmente pura, no deformada por la alta cultural “oficial”. Estamos
aquí de nuevo ante el mito del “buen salvaje”, del ser humano en estado
edénico, sólo que esta vez no situado en Tahití, sino en las casas de La
Habana, Holguín y Bolondrón. Todo esto como si la Revolución Cubana
hubiera heredado un receptor masivo “en estado de gracia”; como si la
producción kitsch fuera una auténtica creación popular —al igual que el
folclor— y no una producción profesional comercial —o una imitación
popular de ésta—, que, por cierto, a veces usurpa elementos al folclor,
tiende a desplazarlo y llega a autopresentarse como “folclor”; como si esa
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producción industrial kitsch, nacional y extranjera, no hubiera creado du-


rante décadas, para decirlo parafraseando a Marx, un sujeto para sus obje-
tos, un individuo, una masa con gustos deformados; en fin, como si el
serial jabonero y el cuadrito de los cisnes y nenúfares hubieran sido crea-
dos por el pueblo o por encargo del pueblo y no hubieran influido sobre el
gusto del pueblo. Tal como algunos etnógrafos reaccionarios se han opues-
to a que el progreso social destruya, no la identidad étnica, sino la “encan-
tadora ingenuidad” de la misérrima vida cotidiana de los pueblos primitivos
que han sobrevivido hasta nuestros días, asimismo estos apologistas del
kitsch pretenden, en última instancia, que en la sociedad socialista el pue-
blo sea mantenido libre de toda contaminación por los “perversos refina-
mientos” del gran acervo artístico de la humanidad, y que nada ni nadie lo
moleste en su consumo y producción de obras kitsch.
La tercera actitud apologética, el melodramatismo demagógico, se
distingue de las restantes por su total carencia de argumentación y
contrargumentación estética, sociológica y de otra índole. Sus representan-
tes no discuten razonadamente con los críticos del kitsch, sino que simple-
mente se vuelven por completo hacia el gran público y apelan a los senti-
mientos de éste: procuran que sufra y se indigne por el hecho de que esos
críticos llaman “mal gusto” al gusto kitsch existente en el pueblo y luchan
contra ese fenómeno. Con ese fin, presentan toda crítica semejante como
una falta de respeto, una ofensa al pueblo, una manifestación de desprecio
elitista hacia éste, y toda lucha semejante como un inhumano empeño de
arrancarle al pueblo algunas de sus más entrañables inclinaciones y goces,
de sus más inocentes y pequeñas debilidades humanas, a las que él se
entrega con las más nobles intenciones. Empleando un lenguaje emotivo,
presentan cuadros maniqueos y patéticos que favorecen la identificación
simpática, compasiva, del lector u oyente popular: de un lado, el humilde y
laborioso campesino que alegra la salita de su bohío con un elefantico de
yeso pintado, el honrado y diligente funcionario que ideó un calendario con
imágenes de sensuales criollas en tanguita para ayudar a vender productos
cubanos en el extranjero, el sencillo obrero de vanguardia que disfruta de
su merecido descanso escuchando melodramas amorosos en forma de
bolero, tango o corrido, la anciana federada que llora con la telenovela
mexicana poco antes de salir hacia la guardia cederista... y del otro lado, el
crítico aristocratizante, deshumanizado, sofisticado y frívolo, que ultraja a
los representantes del pueblo. Lo más característico e importante es que,
en su defensa del kitsch, estos autores no realizan el más mínimo análisis
estético del objeto y el gusto criticados, sino que se dedican a hablar patéti-
camente de los nobles sentimientos e intenciones del sujeto, de sus grandes
virtudes morales y psicológicas, cuya sola mención debería bastar para
santificar sus gustos estéticos y volver tabú toda discusión sobre los mis-
mos. Y así, estos apologistas del kitsch llegan a tiempo para el rescate de la
víctima, para que se reconozcan públicamente las virtudes despreciadas y
se restaure finalmente el orden cósmico. Estamos, pues, ante los recursos
del melodrama clásico, tal como los ha descrito recientemente Peter Brooks:
no sólo el esquematismo maniqueo de “los buenos” y “el villano” hechos
de una sola pieza y el “uso de un vocabulario de absolutos morales y
psicológicos claros y simples”, sino también “la dramaturgia de la virtud
ultrajada” y del reconocimiento de esa virtud”. Se trata, en verdad, de una
defensa kitsch del kitsch.
Ahora bien, tal como inicialmente la revolución Cubana no se dejó
enredar por melodramatismos demagógicos y llamó “analfabetos” y “faltos
de instrucción política” a los miles y miles de hombres de pueblo que
realmente lo eran, para de inmediato emprender la Campaña Nacional de
Alfabetización y crear las Escuelas Básicas de Instrucción Revolucionaria,
tampoco hoy día puede abstenerse de señalar por su nombre el mal gusto,
la falta de instrucción artística que sobrevive en amplios sectores de la
población, ni de luchar de frente con ese fenómeno. Respeto al pueblo no
puede significar respeto a las deficiencias de su cultura estética, mentiras
piadosas o silencio diplomáticos sobre las lagunas y deformaciones de ésta.
No es el señalamiento de una deficiencia realmente existente lo que podría
herir la sensibilidad de un verdadero revolucionario del pueblo, sino el
hecho de que ese señalamiento estuviera acompañado de una expresión de
desprecio hacia el criticado y no de una orientación a promover el perfec-
cionamiento y autoperfeccionamiento de éste como ser humano.
Por otra parte, el marcado carácter político-social de los tipos y virtu-
des con que representan estos apologistas del kitsch a los portadores de ese
gusto deja ver que, al realizar esas descripciones, también están contando
con que el lector u oyente popular comparta un presupuesto demagógico
nunca explicitado en el texto: que en la sociedad socialista los “buenos” en
el orden político-social son también los “buenos” en el orden estético. Pero
ese supuesto no tiene ningún fundamento, ni teórico ni histórico. Ya Brecht
en su tiempo pudo observar que “el gusto de mucha gente políticamente
bien formada está deformado y, por consiguiente, no puede servir de pau-
ta”. Décadas después, Iván Slávov ha podido hacer la siguiente generaliza-
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ción histórica: “En las épocas de viraje, la conciencia de las masas se


desarrolla de una manera increíblemente rápida, pero en algunos aspectos
lo hace de manera desigual: entre las ideas políticas del obrero y su gusto
estético no hay un nexo obligatorio, o, por lo menos, no funciona impeca-
blemente en los primeros tiempos.” Resulta indiscutible que el desarrollo
de la conciencia de nuestras masas no constituye una excepción de esa
regularidad histórica.
Por último, la actitud apologética que hemos llamado funcionalismo
miope argumenta en favor del kitsch desde un punto de vista psicológico-
social: el de una concepción funcionalista conservadora que plantea que
todo fenómeno cultural es legítimo si satisface una determinada necesidad
social en bien del equilibrio o del manejo de conflictos, sin tomar en cuenta
que la satisfacción de tal o cual necesidad social puede resultar contrapro-
ducente desde el punto de vista de la transformación de la realidad en el
sentido de un proyecto social global (socialista en nuestro caso).
Según este tipo de apologistas, las obras kitsch satisfacen la necesidad
de obras sentimentales que sigue existiendo en el pueblo, quiéranlo o no los
estéticos, los políticos y los propios sociólogos, y es por ello que se sigue y
se seguirá produciéndolas, y más aún: se debe seguir produciéndolas, si se
quiere evitar fenómenos sociales disfuncionales. Parece un poco más difí-
cil polemizar con esta defensa del kitsch, porque, aunque no existen inves-
tigaciones psicológico-sociales y sociológicas concretas sobre la presencia e
influencia del sentimentalismo en la recepción, la producción y la difusión
televisivas, radiales, musicales, etc. en nuestro país, resulta evidente e in-
negable la supervivencia de la necesidad de sentimentalidad, de vivencias
y goces sentimentales, en amplios sectores de la población, así como el
hecho de que esa necesidad se satisface a través del consumo masivo de
amarillentas novelas de Corín Tellado, Trini de Figueroa..., canciones de
Julio Iglesias, Lupita de Alesio..., seriales televisivos como El árabe, Goti-
ta de gente o La esclava, para mencionar solamente algunos ejemplos de
obras extranjeras.
Una observación atenta permite ver cómo, en buena parte de la recep-
ción masiva, esas obras posibilitan un tipo especial de goce, diferente del
estético: si en este último predomina la conciencia distanciada de las cuali-
dades del objeto que suministran el goce, en el goce kitsch —como ya ha
señalado Ludwig Giesz— predomina el goce como goce de sí y la concien-
cia aparece principalmente como conciencia del goce del objeto. El recep-
tor se goza a sí mismo como gozante, tiene una autoexperiencia de su
intimidad emocional, esto es, no experimenta el contenido emocional, diga-
mos, de un argumento dramático, sino la intensidad de su propio sentir; por
ejemplo, se abandona a su propia tristeza y disfruta, exaltado e ilusionado,
la fuerza de esa aflicción. Así pues, estamos ante la satisfacción de la
necesidad de cubrir un déficit de emocionalidad y sentimiento profundo, o
sea, de lograr una subjetivización de la situación vital. Nadie ha revelado
más claramente que Félix B. Caignet la orientación de las obras kitsch a
proporcionar el goce sentimental que permite cubrir ese déficit. Cuenta
García Márquez que en una ocasión le preguntó al célebre autor de El
derecho de nacer: “Maestro, ¿a qué atribuye usted su éxito?”. Y éste le
contestó: “Mira, mijo, yo parto de la base de que la gente quiere llorar. Yo
sólo le doy el pretexto.”
Pero la actitud sociológica que ve en esa necesidad una explicación
legitimadora del kitsch, difiere de una genuina actitud sociológica marxista
en dos puntos esenciales: primero, no se pregunta por las causas y
condicionamientos de esa necesidad, y segundo, tampoco se pregunta si
esa necesidad social y su satisfacción son fenómenos que deben ser mante-
nidos o eliminados en bien de la transformación global de la sociedad en el
sentido del socialismo.
Replicando a los críticos metafísicos del sentimentalismo que “no pien-
san en investigar la utilidad social del sentimentalismo”, Brecht escribió:
“Mientras sólo combatamos los efectos de unas causas para nosotros des-
conocidas y critiquemos solamente síntomas en un mundo puramente abs-
tracto, nuestras pretensiones en el terreno de la práctica, donde lo que
combatimos tiene una sólida función social (...) en el mejor de los casos
pueden ser calificadas de inofensivas.” Resulta obvio que un marxista no
puede aceptar la idea de que la necesidad masiva de sentimentalismo tiene
una génesis psicológico-individual. Con su excepcional agudeza sociológi-
ca, hace más de medio siglo Brecht comprendió que “el mal gusto de las
masas está más profundamente arraigado en la realidad que el buen gusto
de los intelectuales”. Hasta tal punto le parecía decisiva la determinación
social del sentimentalismo, por encima de factores opuestos a él, como la
educación estética popular mediante el propio arte, que en 1931 llegó a
afirmar: “se puede modificar el gusto del público, no con mejores películas,
sino sólo modificando su situación”.
Ya hace años que sociólogos materialistas-históricos de Occidente han
venido subrayando que la necesidad masiva de vivencias y goces senti-
mentales está condicionada sobre todo socialmente, y que, en la sociedad
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capitalista en que viven, esa necesidad está determinada por una intensa
experiencia de autoextrañamiento, de limitación de la subjetividad propia,
que en esa sociedad tienen los seres humanos, experiencia que, según ellos,
está condicionada por factores sociales como el control por una administra-
ción altamente burocratizada que procede tecnocráticamente; la
instrumentalización en los procesos de producción; la limitación y obstacu-
lización de la influencia real en los procesos de toma de decisiones políti-
cas; la producción de lealtad de las masas mediante la industria de la con-
ciencia; el control externo en la conducta del consumo y del tiempo libre;
la uniformación y normación de la formación de la opinión social, política y
cultural, etcétera.
Así pues, también para nosotros, mejor aún: sobre todo para nosotros,
teóricos y críticos marxistas de un país socialista, tiene plena validez de
principio la exigencia del sociólogo germanoccidental Günther Waldmann:
“En vez de ‘despreciar’ a los receptores kitsch (...) ‘como los parias del
buen gusto’, se ha de reflexionar sobre las condiciones y relaciones que
producen su conducta receptiva.” También nosotros debemos establecer
cuáles son los factores sociales que en nuestro contexto determinan la
necesidad de obras sentimentales en amplios círculos de nuestra población.
Pero aún sin haber alcanzado el necesario conocimiento de las causas,
podemos y debemos reflexionar también sobre los efectos. Hoy día es bien
sabido que la sentimentalidad en la obra narrativa o dramática, cinemato-
gráfica, radial o televisiva, se basa en una identificación simpática regresiva
con el héroe, que no puede ser confundida con la identificación catártica, la
admirativa y otras tan bien distinguidas por Hans Robert Jauss. A diferen-
cia de la identificación catártica con el héroe sufriente o acosado, la identi-
ficación sentimental con el héroe imperfecto no le permite al espectador u
oyente separarse de la inmediatez de su identificación y elevarse al juicio y
la reflexión sobre lo representado. Con toda razón opuso Kant el sentimen-
talismo al dominio de sí.
Por otra parte, la función compensativa del kitsch parece constituir
una función sustitutiva: la reiterada confirmación de la propia subjetividad
en la esfera íntima del sentimiento resta fuerzas a todo movimiento hacia la
afirmación racional y emocional de sí mismo en la práctica social.
Así pues, el kitsch conforma receptores acríticos y pasivos, tanto en la
experiencia estética como en la vida social. Queda claro, entonces, que no
es preciso ser un partidario de la estética del distanciamiento para afirmar,
con el lúcido Brecht, que “hay que satisfacer las necesidades de la pobla-
ción. Pero luchando contra la necesidad de cursilerías”.

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