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En este párrafo y en los tres siguientes aprovecho formulaciones que ya hice en el artículo
“El kitsch. Populismo demagógico vs. educación estética popular”, publicado en La
Gaceta de Cuba, enero de 1987, pág. 6.
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obra es comprensible para todo el pueblo, por lo tanto es buena”. Así, las
elevadas tareas político-ideológicas del arte a menudo se vieron malamente
realizadas en la contraproducente forma de un kitsch didáctico-politizante
(“tecoso”), que, aunque era muy comprensible para todos, ni gustaba ni
interesaba a muchos. (En esta época se instaura el culto del número de
“actividades”, obras y artistas profesionales y aficionados participantes como
criterio del desarrollo cultural.)
Años más tarde, fue cobrando auge otra variedad de populismo, que
presentó como valor necesario y suficiente, no ya la mera comprensibilidad
masiva, sino la máxima popularidad, la máxima correspondencia a los
gustos e intereses culturales establecidos de la mayor cantidad posible de
personas, tanto en el terreno de la forma como en el del contenido. Ahora,
en vez de la máxima “esta obra es buena, por lo tanto debemos hacerla
popular”, se propugna el principio “esta obra es popular, por lo tanto es
buena”. Y así, debido a la supervivencia (y el renacimiento) de gustos e
intereses culturales de bajo nivel en amplios sectores de la población, se
propicia el desarrollo de un kitsch nacional, eminentemente lúdicro, orien-
tado a entretener y divertir a cualquier precio (estético o intelectual), que
resulta extraordinariamente parecido a cierto kitsch del pasado
prerrevolucionario cubano y del presente de las sociedades capitalistas oc-
cidentales, semejanza que a menudo resulta de una imitación consciente.
Al mismo tiempo, el kitsch del mundo capitalista —en sus variedades poli-
cíaca, erótico-sentimental, melodramática, ornamental, etcétera— empie-
za a ganar un espacio cada vez mayor en la distribución y el consumo
nacionales, porque si al primer tipo de populismo (el politizante) le resulta-
ba intolerable, al segundo (el lúdicro) le resulta más que tolerable: amplia-
mente aprovechable y hasta ejemplar, con la sola condición de que no
aparezcan en su superficie evidentes elementos políticos y morales
antisocialistas de cierta gravedad. (En esta época se establece el culto del
número de espectadores, oyentes y lectores como criterio del desarrollo
cultural.)
Lamentablemente, salvo casos aislados de distribución directa de los
resultados de una producción artística y artesanal individual (ciertas flores
artificiales, figuritas de yeso, etcétera), han sido las instituciones sociales y
organismos estatales los financiadores y distribuidores del kitsch, pero tam-
bién los productores —en la medida en que han determinado la orientación
kitsch de la actividad de ciertos “creadores”— y los estimuladores —en la
El kitsch nuestro de cada día 141
ficiente sistema ternario, constituido por las culturas high-, middle- y low-
brow, de alto, mediano y bajo vuelo); como si el pueblo fuera totalmente
refractario a la educación artística (incluida la que se realiza a través de la
recepción misma del arte); como si la historia de la cultura universal no
demostrara que un arte (una obra, un estilo, una corriente, un género, etc.)
que inicialmente no fue popular, posteriormente puede llegar a serlo; pero,
sobre todo, como si, además de un arte no masivo y un arte masivo
adaptativo, que se ajusta oportunistamente al “mínimo común denomina-
dor” de las necesidades existentes en amplios círculos de lectores, no exis-
tiera —ni pudiera existir— un arte masivo sublimativo que, al tiempo que
va al encuentro de la cultura artística de los más amplios círculos de espec-
tadores y oyentes, no se adapta a su “mínimo común denominador” en
materia de conocimientos, capacidades y gustos, sino que opera una mode-
rada elevación de la cultura artística del destinatario hipotético inscrito en la
obra con respecto al nivel cultural-artístico promedio del espectador u oyente
masivo en el momento dado. Empleando palabras de Lenin, diríamos que
la falsa alternativa del populismo criptoelitista entre un arte masivo adaptativo
que “va detrás del lector” y un arte no masivo que va mucho más adelante,
es deshecha por un arte masivo sublimativo que se sitúa “un poquito más
adelante”.
La segunda actitud apologética criolla que mencionamos, el nihilismo
pequeñoburgués, está emparentada con fenómenos ideológico-estéticos tan
distantes entre sí como el Art Brut del francés Jean Dubuffet y el Proletkult
soviético de los años 10 y 20. En efecto, los une su negación más o menos
total y explícita de los valores de la alta cultura artística universal de todos
los tiempos. Según este punto de vista, todo el llamado gran arte no es más
que un retorcido y perverso juego intelectual, superficial y vacío, carente
de vida y ajeno a la vida, libresco, mientras que el kitsch es una producción
que corresponde a una sensibilidad o espiritualidad popular, ingenua,
virginalmente pura, no deformada por la alta cultural “oficial”. Estamos
aquí de nuevo ante el mito del “buen salvaje”, del ser humano en estado
edénico, sólo que esta vez no situado en Tahití, sino en las casas de La
Habana, Holguín y Bolondrón. Todo esto como si la Revolución Cubana
hubiera heredado un receptor masivo “en estado de gracia”; como si la
producción kitsch fuera una auténtica creación popular —al igual que el
folclor— y no una producción profesional comercial —o una imitación
popular de ésta—, que, por cierto, a veces usurpa elementos al folclor,
tiende a desplazarlo y llega a autopresentarse como “folclor”; como si esa
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capitalista en que viven, esa necesidad está determinada por una intensa
experiencia de autoextrañamiento, de limitación de la subjetividad propia,
que en esa sociedad tienen los seres humanos, experiencia que, según ellos,
está condicionada por factores sociales como el control por una administra-
ción altamente burocratizada que procede tecnocráticamente; la
instrumentalización en los procesos de producción; la limitación y obstacu-
lización de la influencia real en los procesos de toma de decisiones políti-
cas; la producción de lealtad de las masas mediante la industria de la con-
ciencia; el control externo en la conducta del consumo y del tiempo libre;
la uniformación y normación de la formación de la opinión social, política y
cultural, etcétera.
Así pues, también para nosotros, mejor aún: sobre todo para nosotros,
teóricos y críticos marxistas de un país socialista, tiene plena validez de
principio la exigencia del sociólogo germanoccidental Günther Waldmann:
“En vez de ‘despreciar’ a los receptores kitsch (...) ‘como los parias del
buen gusto’, se ha de reflexionar sobre las condiciones y relaciones que
producen su conducta receptiva.” También nosotros debemos establecer
cuáles son los factores sociales que en nuestro contexto determinan la
necesidad de obras sentimentales en amplios círculos de nuestra población.
Pero aún sin haber alcanzado el necesario conocimiento de las causas,
podemos y debemos reflexionar también sobre los efectos. Hoy día es bien
sabido que la sentimentalidad en la obra narrativa o dramática, cinemato-
gráfica, radial o televisiva, se basa en una identificación simpática regresiva
con el héroe, que no puede ser confundida con la identificación catártica, la
admirativa y otras tan bien distinguidas por Hans Robert Jauss. A diferen-
cia de la identificación catártica con el héroe sufriente o acosado, la identi-
ficación sentimental con el héroe imperfecto no le permite al espectador u
oyente separarse de la inmediatez de su identificación y elevarse al juicio y
la reflexión sobre lo representado. Con toda razón opuso Kant el sentimen-
talismo al dominio de sí.
Por otra parte, la función compensativa del kitsch parece constituir
una función sustitutiva: la reiterada confirmación de la propia subjetividad
en la esfera íntima del sentimiento resta fuerzas a todo movimiento hacia la
afirmación racional y emocional de sí mismo en la práctica social.
Así pues, el kitsch conforma receptores acríticos y pasivos, tanto en la
experiencia estética como en la vida social. Queda claro, entonces, que no
es preciso ser un partidario de la estética del distanciamiento para afirmar,
con el lúcido Brecht, que “hay que satisfacer las necesidades de la pobla-
ción. Pero luchando contra la necesidad de cursilerías”.