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El árbol de Martín

El árbol de Martín
Ruth Ramasco de Monzón

H abía una vez dos hermanitas que se querían mucho y siempre estaban jugando y
riéndose: sus nombres eran Inés y Conti. Inesita tenía siete años, usaba anteojitos y
le encantaba dibujar y pintar. Constanza tenía seis, amaba las computadoras,
bailaba música tropical y se enojaba por cualquier cosa. Ambas estaban muy contentas con
su colegio, un antiguo edificio lleno de patios y muchas plantas, cuyo nombre era Santa
Catalina.

Una tarde, la mamá de las chiquitas llamó muy preocupada al colegio y pidió hablar
con la directora. Le explicó que su hijito menor, un gordito muy travieso, se había caído en
la plaza y parecía haberse quebrado el brazo. Tenía que llevarlo urgente al médico y no
podía pasar a recoger a las niñas. Preguntó si habría algún problema en que se quedaran en
el colegio hasta que el papá pudiera retirarlas. La directora, que también tenía varios hijitos
traviesos, le respondió que podían quedarse.

Cuando las chiquitas recibieron la noticia, se preocuparon un poquito y se alegraron


otro poquito. ¡Les encantaba quedarse a jugar en el colegio y tener los patios casi sólo para
ellas!. Sobre todo, les fascinaba la idea de irse a jugar a uno de los patios de adentro, donde
había un árbol muy grande y muchas, muchas flores. Partieron hacia allí corriendo.

Conti propuso:
¡Corramos alrededor del árbol! Yo pillo. Prenda si te agarro

Inesita comenzó a dar vueltas chillando sin parar: les encantaba gritar mientras
corrían. Finalmente Conti la atrapó. Como sabía que a su hermanita no le gustaba tocar lo
que fuera áspero ni con tierra, le dijo:
Ahora tienes que besar al árbol y decirle que lo quieres mucho, mucho,
muchísimo.

Inés se moría de la impresión, porque no le gustaba la idea de tocar la superficie del


árbol con su boca; pero sabía que Conti iba a tirarle del cabello si no lo hacía; así que lo
besó.

Al instante, las dos advirtieron que un montón de luces de colores comenzaba a


brillar en las ramas y en el tronco. Había luces rojas, verdes, amarillas, violetas, azules,
…… el árbol parecía ser una fuente de colores. En especial, había una parte del tronco en
la que todas las luces se juntaban y bailaban, daban vueltas y vueltas como si no pudieran
quedarse quietas. Justo en ese lugar, tal como si las luces hubieran hecho una puertita en la
corteza, ésta se abrió. Las chiquitas estaban tan calladas que ni su mamá las hubiera
reconocido. La madera de la corteza se había levantado como si fuera una tapa redonda
situada en el centro del tronco. ¡Y bajo ella asomaba el rostro de un niño!. Las dos
chiquitas se agarraron de las manos sin saber qué hacer.

- No tengan miedo; no, por favor, no tengan miedo de mí. Soy sólo un árbol y me
encantan las niñitas. Una de Uds. me ha besado, y mi solitaria alma de árbol se ha sentido
tan feliz que ha comenzado a brincar de alegría. Todos esos colores que han visto son los
saltos de felicidad de mi alma. ¡Hace ya tanto tiempo que un niño no me besa!

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El árbol de Martín

Inés estiró su manita y tocó la superficie rugosa; Conti se acercó de un salto, le dio
otro beso y con un nuevo salto retornó a su lugar: la voz triste del árbol les había dado
pena. Ellas nunca estaban solas.
- No vamos a tenerte miedo, -dijeron- no pareces malo. Nuestra mamá siempre nos
dice que hay que hacer que se alegren los que están tristes, y que nadie es mejor que
nosotras dos para hacer que se escape la Sra. Tristeza.

El árbol rió:
- Sí, seguro que hasta la Sra. Tristeza empieza a reír al escucharlas jugar. ¿Quieren
quedarse conmigo un rato y que les cuente una historia?
- ¡¡Sí!!. Nos encantan las historias, y nunca un árbol nos ha contado ninguna. -
contestó Inés.
- Entonces, voy a contarles algo que llevo siempre dentro de mi corazón. Es una
historia de verdad.
-¡Cuenta, cuenta! – dijeron las niñas al unísono, mientras aplaudían.

-¿Se han fijado en el rostro de niño que están viendo?. No es mi rostro: es la carita
del niño a quien quiero más que a nadie en el mundo. Se llama Martín y ha sido mi mejor
amiguito. Los árboles no tenemos rostro. Pero si alguno de nosotros quiere profundamente
a alguien, Dios le concede grabar su imagen en su interior. Mi voz, en cambio, no es la de
un niño. Es la mía, pero si miran a mi corazón, éste tiene las facciones de Martín.

Sus maestras deben haberles enseñado que este edificio no fue siempre un colegio.
Antes era un asilo para niños huérfanos, o sea, para niños que no tienen papá y mamá.
Martín era uno de ellos: su papá y su mamá habían muerto en un accidente y no tenía
ningún familiar que lo recogiera, así que vino a vivir aquí. Tenía seis años y era muy
delgadito y muy, pero muy triste. A menudo venía a llorar detrás de mí, escondiéndose
para que nadie lo viera. Extrañaba mucho su casa y no encontraba aquí ningún amigo.
Para colmo, como era tan chiquito, los más grandes se le burlaban y le pegaban cuando
los celadores no los veían. Martín se sentía muy desgraciado.

Una tarde, estaba aquí escondido llorando, cuando escuché que se acercaba un
grupo de chicos. Al verlo, empezaron a hacerle burla y a decirle “mariquita”. Me dio
tanta furia, que hice algo que jamás había hecho hasta entonces, y que además no podía
hacer. Tratando de que nadie se diera cuenta, bajé una de mis ramas hasta la mano de
uno de los muchachos que se acercaba para pegarle. Cuando lanzó el puño contra Martín,
se golpeó con mi rama.

Los árboles no podemos movernos cuando queremos. El buen Dios ha querido que
nuestra vida sea inmóvil para que los pájaros puedan refugiarse en nosotros sin temor,
para que en los patios florezcan nuestras sombras y los hombres tengan donde cubrirse
del sol, para que alguien pueda apoyar su espalda sobre nuestro tronco y descansar, para
que los chicos jueguen a la escondida y a treparnos; en una palabra: para que todos
recuerden que, así como nosotros permanecemos en nuestro lugar, Dios también
permanece a su lado y les da sombra y refugio y alegría. No me estaba permitido
moverme, ni mover una de mis ramas. Pero pensé que Dios hace también a veces cosas
que nadie espera y que seguramente tampoco Él querría que pegaran a este pobre niño. Y
me moví. Y no sólo esa vez.

Cuando los chicos salieron huyendo, Martín me abrazó y me besó. Yo era un árbol
jovencito y los bracitos de Martín podían rodearme. Era la primera vez que un niño me
besaba, y comprendí porqué Dios ama tanto a los chicos, y porqué ama más a los que
están solos, sin papá ni mamá.

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El árbol de Martín

-¡Tengo un amigo, tengo un amigo! - repetía Martín. -Ya no estoy solo. Siempre voy
a venir aquí. Y te voy a poner un nombre, porque no puedo tener un amigo sin nombre.
Vas a llamarte Pila, mi amigo Pila. Un vecino mío se llamaba así. ¡Ya no estoy solo

A partir de ese día, éste fue su sitio preferido. Cuando alguien quería pegarle, salía
corriendo hasta aquí. Yo me las arreglaba siempre para mover la tierra pegada a mis
raíces y hacer tropezar al que lo perseguía, o para que alguna de mis hojas con algún
bichito se introdujera en la boca del compañero, o para que mis ramas se interpusieran
entre Martín y los golpes. Tanto fue así que ya nadie se animaba a hacerle nada cuando
estaba cerca de mí. Y a mí comenzaron a llamarme "el árbol de Martín". Y aunque Martín
seguía siendo delgadito y menudo, ya nadie se burlaba de él: era importante, era el único
niño del asilo que tenía un árbol. Dejé de moverme porque ya no era necesario.

Había pasado ya un año de la llegada de Martín al asilo. Yo estaba muy contento


porque, aunque seguía siendo su mejor amigo, ahora tenía también otros amiguitos y lo
veía jugar y reír. ¡Qué poco conocía yo en ese entonces los corazones de los hombres y de
los niños! Por eso, no entendía nada cuando veía que sus ojos seguían siendo tristes, y
mucho menos cuando a veces los veía brillantes, como si hubiese llorado.

Una tarde de primavera se sentó a mi lado:


-¿Sabés, Pila, que hoy han venido a visitarnos los chicos de una escuela?. Me hice
amigo de uno de ellos, jugamos mucho a la pelota y nos mojamos después porque nos
hacía mucho calor. Y mi amigo me preguntó de qué equipo de fútbol era mi papá. Le dije
que no tenía. Me miró raro, y me preguntó entonces si tenía mamá. Le tuve que decir que
tampoco tenía mamá. Y él me dijo que eso era muy raro, que la mayoría tiene papá y
mamá, o al menos uno de los dos. ¡Pero no es verdad, porque yo no tengo, ni tampoco
tienen los otros chicos del asilo!

Y se largó a llorar.

Entendí entonces lo que aún no había entendido: Martín quería un papá y una
mamá. Sabía que los suyos habían muerto; sabía que, aunque los extrañaba, ya no podían
estar con él. Pero quería ser un chico como todos, un chico que viviera en una casa y no
en un asilo. No sabía qué podía hacer. Al asilo no venía casi nadie y, si lo hacían, iban a
visitar las salitas donde estaban los bebés o los niños de 1, 2 o 3 años. Casi todos los niños
que habían llegado ya de más de 5 años se quedaban en el asilo hasta que eran grandes.
Eso era lo que le esperaba a Martín. ¿Cómo encontrar un papá y una mamá?
Seguramente en el mundo habría un papá y una mamá para Martín, ¿pero cómo podían
venir al asilo?. Pensaba y pensaba, y no se me ocurría nada. Hasta que al fin encontré la
solución: yo iba a ser el motivo.

Decidí transformarme en un árbol tan extraño y tan maravilloso, tan hermoso y tan
raro, que de todas partes del mundo vinieran a verme. Tenía que proyectar y dibujar cada
una de mis hojas y de mis flores, cada pliegue de mi corteza, y también tendría que crecer.
Pero soy un árbol, y un árbol no es un pintor. ¿Cómo podía ser la combinación de los
colores y las líneas de mis flores y de mis hojas?. Me sentía un fracasado.

Pero una tarde vino a sentarse bajo mi sombra la directora del asilo. Traía un
hermoso libro en las manos: era una historia del arte. Por primera vez veía algo así.
Hasta ese momento, sólo había conocido los colores de mi patio, y las formas de sus
objetos cotidianos. Pedí al viento que soplara despacio, a las flores que mostraran sus
colores y exhalaran sus perfumes, a las hormigas que no molestaran las piernas de la
directora: pedí a todo el jardín que fuera tan hermoso y fresco, tan dulce y perfumado, que
nadie quisiera irse. Quería ver los colores y las formas, los rojos y los verdes, el amarillo
intenso y el celeste que parece esfumarse; quería ver cada una de las hojas de ese libro e

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El árbol de Martín

imaginar cómo podría ser yo. El jardín entero me ayudó y la directora permaneció
durante largo tiempo: ya sabía cómo quería ser. Ahora me faltaba pedírselo a Dios.

A la noche, a la hora en que el buen Dios consuela los llantos de los huérfanos, le
conté mi proyecto, y le pedí que mirara mi dibujo en mi corazón. Todos nosotros, cuando
queremos contarle a Dios nuestros sueños, nos volvemos hacia Él y le pedimos que los vea
dentro de nosotros.

Dios me miró con ternura y dijo:


- Es hermoso. Has imaginado un árbol maravilloso, digno de mis pinceles. Pero
para hacerlo tengo que hacerte crecer en una noche, y dibujar y pintar tantas cosas y
hacerlo todo tan rápido que va a dolerte mucho. Lo que en el universo tarda en surgir
miles de años, quieres que se haga en una noche. ¿Crees que vas a poder?

Yo era un árbol joven e inexperto, no conocía nada sobre el universo ni sobre sus
leyes. Sólo quería que Martín fuera feliz. Expuse entonces mi razón:
- Señor Dios, Martín me ha hecho conocer algo por lo que yo aceptaría todo dolor:
el beso confiado de un niño. ¿No aceptarías también Tú todo el dolor para darle la
posibilidad de ser feliz? ¿No lo harías por la misma razón que yo?

Dios sonrió y me dijo:


-Pila, Martín te ha dado la llave para entender el corazón del mismo Dios. No
puedo negarte lo que me pides.

Esa noche Dios hizo en mí su obra, y en recuerdo del amor que me había sostenido,
trazó sobre mi corazón el rostro de Martín.

A la mañana siguiente, todo el asilo vino a verme. Yo era el árbol más extraño y
hermoso de la Tierra. Mis hojas eran de todos los colores, de cada una de mis ramas
colgaban manojos de flores nunca vistas, mi corteza era suave y firme y la luz del sol la
pintaba con todas las tonalidades. Había crecido mucho: mi tronco delgado se había
vuelto grueso, mis ramas rondaban las alturas, mi sombra abrazaba todo el patio y
parecía brotar de ella la frescura de un viento suave y travieso.

La directora habló por teléfono a un sobrino suyo que era periodista. Éste vino al
asilo, más por no decirle que no a su tía que por un interés real. Sin embargo, no pudo
contener la admiración cuando me vio. Inmediatamente llamó al periódico y pidió un
fotógrafo. Al otro día, mi foto estaba en la primera página del diario y toda la gente
quería verme. Aún no había televisión y nadie podía filmarme, pero mi foto ya recorría el
país y pronto llegó fuera de él. Botánicos de todo el mundo venían a verme. Pero, por un
extraño regalo que me había concedido Dios sin que yo se lo hubiese pedido, mis flores no
podían cortarse, ni mis hojas abandonarme. Sólo era posible verme, no estudiarme. Me
habían transformado para la belleza y el amor, no para la ciencia.

Yo observaba los rostros de la gente que me visitaba, pero no encontraba a los


padres de Martín. Además, nadie se fijaba en Martín. Empecé a pensar que me había
equivocado. En esas colas de gentes que buscaban verme, no había ninguna posibilidad de
que nadie se fijara en él. El tiempo pasaba. Poco a poco, había dejado de ser una
atracción. En parte eso me alegraba, porque así los niños podían volver a acercarse.

Una mañana, una joven llegó al asilo. Era una pintora de un país lejano. Había
conocido de mí por los periódicos y quería permiso para pintarme. Quería también
conversar con las personas que me habían visto el primer día, para saber si había habido
algún cambio en mi apariencia o en las tonalidades de mis hojas. Habló con todas las
personas del asilo. Pero como los niños y los empleados del asilo le daban pocos detalles

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El árbol de Martín

sobre los primeros días de mi transformación, pidió conocer al periodista que había
informado sobre mí.

La directora llamó a su sobrino. Juan era observador y curioso, me describió con


lujo de detalles, y recordó también que en el asilo todos me conocían como el árbol de
Martín. Ana, así era su nombre, se asombró y pidió conocerlo. Me di cuenta de que ella
era la única que quería penetrar en el secreto de mi belleza por el camino correcto.

Desde ese día, Ana comenzó a venir todas las mañanas para pintarme. Martín se
asomaba a la hora de los recreos y conversaba con ella. Al principio, hablaban de mí, y
Ana sonreía llena de ternura cuando Martín me llamaba Pila. El niño empezó luego a
pasar tempranito, antes de ir a clase, para darle un beso de buenos días, y Ana tomó la
costumbre de traer una canasta con su almuerzo y pidió permiso para comer con Martín.
También casi todos los días, a una hora o a otra, Juan daba una vuelta por el asilo y se
quedaba en mi patio viéndola pintar. Ya casi no hablaban sobre mí. Juan hablaba de su
trabajo, o de lo hermosas que eran las manos de Ana, o de lo triste que había sido la vida
de Martín. Ana describía su país, se sonrojaba con los piropos de Juan y abrazaba al niño
contra su cuerpo. Lo más hermoso era verlos reírse juntos a las carcajadas. Supe que todo
estaba bien ya.

Ana casi había terminado su pintura y tenía que volverse a su casa. Esa última
semana no escuché la risa de ninguno de los tres. No querían dejar de estar juntos y no
sabían cómo hacer. Yo veía las tristes miradas que se dirigían. Entonces decidí actuar.
Pedí a mis flores que bajaran de las ramas y armaran en la noche un colchón de todos
colores. Pedí a todas mis hojas que abandonaran la seguridad de mi cuerpo y formaran un
mensaje sobre el colchón de flores. A la mañana siguiente, yo estaba desnudo y opaco.

Cuando Ana, Juan y Martín llegaron, vieron lo que mis flores y mis hojas habían
escrito sobre el piso: Ana, Juan y Martín se quieren y quieren vivir juntos. Entonces los
tres se abrazaron riendo y llorando a la vez. Mi obra estaba hecha, y pedí al viento que
sembrara mi cuerpo por toda la ciudad. Su mensaje ya había llegado a su destino.

Al mes siguiente, Ana y Juan se casaron aquí, en el asilo. El sacerdote los bendijo
en el mismo lugar donde mis hojas y flores habían dejado su mensaje. Martín llevó los
anillos; cuando llegó el momento en que cada uno de los novios debía colocar la alianza
en el dedo del otro, tomaron la manita de Martín y la colocaron entre las de ambos.

Luego, hicieron todos los trámites para adoptarlo. Cuando lo consiguieron, los tres
viajaron al país de Ana para que ella pudiera despedirse y traer todas sus cosas: habían
decidido quedarse a vivir aquí.

Los árboles no podemos trasladarnos cuando somos grandes. Yo no podía ir a vivir


con ellos. Por eso, aunque estaba muy feliz, también estaba un poco triste.

Esa noche, el buen Dios me visitó:


¿Estás triste?
Casi me enojo. ¿Podía no estarlo? Le contesté molesto:
¿Cómo puedo no estarlo? Los extraño mucho. Quiero vivir con ellos, pero soy un
árbol, no puedo moverme.
Dios sonrió:
Árbol bueno y fiel, mira cerca de ti. ¿Crees, acaso, que me son indiferentes tu
corazón y tu amor?

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El árbol de Martín

Los ojos de mi corazón miraron hacia el jardín. A la par de mi tronco había brotado
un retoño, un retoño pequeño y verde, de esos a los que es fácil transplantar y llevar a otro
lado.

Tu retoño crecerá con Martín y habitará en su casa, tu retoño crecerá y dará
sombra al amor de Ana y Juan, tu retoño vivirá con su amor.

Mi alma de árbol sollozaba de gozo.

Tú vivirás aquí hasta que acabe tu tiempo: tu tarea ya está cumplida. Todos los
árboles la conocen, y anhelan encontrar a alguien a quien amar, tal como tú has amado a
Martín. Sus troncos jóvenes crecen con fuerza y sus ramas buscan el cielo. Cuando tienen
miedo, se acuerdan de ti y piensan: “Yo también quiero llevar en mi corazón el rostro de
la persona amada.” Y vuelven a animarse.
Ahora, sólo te falta esperar a que mi amor venga a buscarte. Sabrás que ya he
llegado cuando algún niño pueda ver tu rostro.

¡Nosotras lo hemos visto!  gritaron las pequeñas. ¡Ya llega a buscarte!

Ya ha llegado suspiró feliz el árbol. Y su voz calló, despidiéndose de Constanza


e Inés con un beso de vientos y hojas.

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