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Michael Sorkin

La cantinela del contenedor


La idea de los “contenedores” me produce una mala impresión. Me parece una palabra
desesperada, un eslabón de una cadena etimológica desalentadora: contenedores, contención,
contaminación... La palabra problematiza el contenido y privilegia la membrana y su
impermeabilidad, provocándonos ansiedad por las filtraciones, por lo incontenido, por
acontecimientos demasiado espontáneos.

La palabra parece también pertenecer a un léxico crítico que ha pasado a sobrecaracterizar el


discurso del urbanismo. Ansiamos describir la ciudad con una cierta fatalidad. Efectivamente,
nuestro urbanismo está fuera de control, impulsado por sistemas globalizantes y saltos de
escala exponencial. La metrópolis se convierte en la megalópolis, y ésta en la urbanización
continua del planeta. Acudimos de nuevo a la comodidad de los sistemas, definiendo a la
ciudad en el lenguaje tecnocrático que es la muerte de los accidentes y de las diferencias que la
hacen hermosa, democrática, y productiva.

Intentaré desarrollar brevemente mis sentimientos acerca de esta palabra, y jugar con algunas
asociaciones. Pienso en primer lugar en Chernobil, en su nave de contención resquebrajada por
la explosión, dejando que sus venenos invisibles flotaran libres por el aire de todo el planeta. El
fallo del contenedor tiene como resultado no sólo miles de muertes lentas, sino también la
injustificable destrucción de un enorme territorio, al que se va a privar de la posibilidad de ser
habitado o productivo durante generaciones. El fallo del sistema, incapaz de mantener en su
lugar a su dañino subproducto, significa la ruina del entorno natural. Gueto del estroncio, el
reactor funciona como cualquier otro gueto. Su fuerza —continuamente señalada como
peligrosa— sólo es útil si es contenida. Liberada, su inefable potencia poluciona.

El desastre de Chernobil —que tuvo lugar en el momento del colapso del sistema soviético—
fue el reverso vindicativo del éxito de otro contenedor, el de la política exterior de los Estados
Unidos desde la posguerra. Ésta, como saben, se basó largo tiempo en la idea de la
“contención”, la erección de una membrana impermeable diseñada para frenar el
expansionismo soviético, el crecimiento del “imperio del mal”. Chernobil fue una metáfora,
escalofriantemente reveladora, de esta empresa. Instruidos desde la guerra para creer que el
telón de acero (quizá hubiera sido más adecuado de plomo) ocultaba la producción de
demotoxinas malignas, los occidentales pudieron ver sin trabas cómo cuando se desmoronaba
el imperio comunista (por supuesto, nuestros misiles —producto de un sistema diferente— no
significaban una amenaza comparable) se producía la fuga inevitable de las toxinas que habían
constituido el mismo sustrato del poder soviético.

Abandonemos por un momento la hipocresía de esta metáfora para considerar un sistema de


contenedores con un carácter arquitectónico incluso más directo. Estoy pensando, por
supuesto, en los contenedores de transporte, cuyo sistema modular es uno de los grandes
artífices de la economía global. Este impresionante sistema, diseñado para integrar de forma
eficiente los transportes por carretera, ferrocarril, mar y (en una modularización diferente) aire
es el modelo quintaesenciado de la modernidad. Existenzminima para los productos, estas cajas
alzables y apilables —que, abandonadas, a menudo se convierten en refugio para los
desesperadamente pobres— colman un sueño histórico de una especie de democracia.
Asentadas sobre una meticulosa fidelidad a una apariencia exterior idéntica, definen el territorio
de la diferencia con exactitud inviolable. Absolutamente cualquier color mientras sea negro; ese
era el lema de la Ford Motor Company. Absolutamente cualquier contenido, mientras quepa.

El urbanismo —al menos, su discurso actualmente autorizado— se está recuperando de la


misma fantasía. Hay que hacer, sin embargo, una pequeña distinción: en los sueños de Le
Corbusier o Hilbesheimer, la igualdad cartesiana simplemente se reproducía a sí misma en
todas partes: la transmisión de ideas resultaba en la transformación de la cultura, y ésta en la
inevitabilidad de la construcción. El sistema de contenedores supera esta idea al colapsar al
menos dos de sus términos. La creación de una partícula espacial universal que puede ella
misma ser transmitida libremente comunica al sistema una especie de física. El circuito de las
ideas, el circuito del capital, y el circuito del espacio se homologan, en una gran ensoñación de
consumo globalizado, una vindicación del módulo.

De alguna manera, estoy sobreestimando la originalidad de este sistema y debo referirme a


una conocida producción de la cúspide de la posmodernidad. Especialmente en los años
sesenta y setenta, muchos de nosotros colaboramos en formas variadas en la invención de
imágenes de viviendas celulares, arrancadas desde Los Ángeles a Marsella para caer en las
fauces vacías de megaestructuras acechantes. Aquella fantasía murió embarrancada en la
banalidad de su visión formal, los costos de trasladar tanto peso, y un mercado que no estaba
preparado para que la propiedad fuera tan móvil —pese a que la idea de que la propiedad
pueda tener una vida independiente del suelo tiene un encanto al que se va a volver. Una de
sus reencarnaciones contemporáneas más sugestivas es el modelo de las unidades
residenciales de tiempo compartido. En ellas la movilidad del capital va de la mano no de la
movilidad del espacio, sino del propietario. El espacio es compartido a través del instrumento
tiempo en una fórmula mágica de relatividad inmobiliaria que nos sitúa en la mansión de Boca
en marzo y en el chalet de Vail a finales de mayo (sin nieve, maldición, pero barato de verdad).

Es cierto que la noción del contenedor existe para oponerse al aumento, vacilante pero claro,
de la movilidad personal. A medida que atravesamos el globo cada vez más deprisa, hemos de
organizarnos en relación a los acontecimientos y a las actividades. Una posibilidad —sugerida
por el contenedor de transporte— es la de vincularnos a una especie de partícula de espacio
personal que llevamos —como una tortuga— con nosotros, lista para ser insertada en alguna
ranura disponible de nuestro lugar de destino. La lógica de este sistema debe basarse ya en la
existencia de un conjunto de diferencias significativas en ese lugar de destino, bien en una
religión de la movilidad pura, quizá extensión de ese tótem actual de autoimportancia, los
kilómetros por año del pasajero de avión habitual, a los kilómetros por año de quien se muda
habitualmente; bien, finalmente, en una física de la agregación que permite a estas partículas
móviles ensamblarse en moléculas de espacio con forma y función significativamente variables.

Lo que me lleva a otro contenedor, el que contiene leche en el frigorífico del supermercado
americano. En los últimos años, estos contenedores han llevado impresas conmovedoras
fotografías de niños desaparecidos, acompañadas por descripciones y detalles de su
desaparición. Estos contenedores anuncian lo que será sin duda un delito característico de ese
futuro de contenedores en movimiento y partículas rastreables, la pérdida de un sujeto en el
espacio. Por supuesto, tales delitos poseen un doble filo: el secuestro y la rebelión desembocan
ambos en la desaparición a los ojos del sistema, la pérdida del rastro. El contenedor (con su
runa de código de barras) es el instrumento que asegura que las cosas y la gente están en su
lugar. La posmodernidad, en el esplendor de sus simulaciones, en sus evisceraciones de
diferencia y sus confusiones geográficas, ha propiciado un inmenso desprecio al espacio. Los
contenedores parecen ser el medio para arreglarlo, sustituyendo una ciencia monofuncional de
la actividad por la filtración incontrolable de los lugares de la tradición. Sabemos que estás en
el mall porque has utilizado tu mastercard para comprar esos pantalones de talla 34 en The
Gap. ¿No usabas una 32 el mes pasado? ¿A cuánto espacio te crees que tienes derecho?

Si alguien intentó dar respuesta a esta última pregunta, ése fue Walter Hudson. En el momento
de su muerte, hace tres años, Hudson pesaba cerca de 550 kilos, algo menos de los 635 que le
hacen figurar en el Libro Guiness como la persona más gorda del mundo. Hudson era tan ancho
que cuando murió hubo que derribar una pared de su casa y traer un elevador hidráulico para
sacar el cadáver.

Hudson es el ciudadano paradigmático de la posmodernidad. Lo que lo hace ejemplar, sin


embargo, no es tanto su mole como su inmovilidad: durante años, a excepción de un período
de adelgazamiento, trágicamente corto, no pudo salir de su casa, ni siquiera de su cama. Lo
mantenía en esta estasis una especie de configuración mínima de la personalidad
contemporánea: a cada lado de su cama, construida especialmente para él, había una nevera y
un lavabo; un ordenador y un televisor. Con un Big Mac en una mano y el mando a distancia de
la tele en la otra vivía Hudson su constreñida vida.

Para mí, Hudson representa el paso siguiente en la cultura de la contenedorización. En cierto


sentido, su masa es fortuita. Desde luego, era “tan grande como una casa” (de hecho, ocupaba
más espacio que ninguna otra persona en la historia), pero esto no es más que una ironía. En
su enormidad, Hudson no hace más que hacernos ver un tipo de contenedorización al que
todos somos susceptibles, la idea de que el cuerpo, situado en un nudo de control, inmovilizado
por la posibilidad de observación y regulación continuas, se convierte en el grado cero
modularizado de la arquitectura.

Múltiples focos nos incitan a la inmovilidad que encarnaba Walter Hudson: tribalismo, miedo a
las epidemias y a la delincuencia, crecimiento demográfico incontrolado y disminución de los
recursos, y especialmente la afirmación continuada de la equivalencia entre la vida en la Red y
las antiguas experiencias de la espacialidad; todos sugieren la reducción del territorio de la
libertad a los confines de la piel, una neutralización de la idea de la ciudad que amenaza —si
ello fuera técnicamente posible— con hacer irrelevantes incluso nuestros cuerpos. Nuestra
familiaridad con la Red, nuestro sometimiento voluntario a la supervisión constante del sistema
electrónico global, hace presagiar un día en que se eliminará por fin la línea entre el último
bastión de espacio privado —el cuerpo— y la esfera pública.

Quizá me esté adelantando un tanto a los acontecimientos. Por el momento, la inmovilización


de Walter Hudson debida a una espacialidad excesiva se refleja irónicamente en nuestra propia
enorme movilidad. Estamos aquí, en Barcelona, personas que procedemos de todos los
rincones del mundo, para lanzarnos mutuamente advertencias acerca de los mecanismos
genéricos de la ciudad mundial. En tanto que miembros de una clase que disfruta los privilegios
tanto del antiguo estilo newtoniano de movilidad como de las nuevas formas, electrónicas y
virtuales, experimentamos esta condición intermedia como una especie de placer, un añadido y
no una constricción. Sin embargo, parece indudable el carácter de suma nula de la ecuación.
Conforme aumenta el grado de persuasión y conveniencia de las relaciones virtuales, se
produce la consecuente reducción de las diferencias significativas del espacio físico. La
metáfora de la ubicuidad —vemos la CNN tanto a bordo de un avión como en el Hilton— está
demasiado presente y es demasiado cierta.

Como sugerí antes, un contenedor se define por el carácter de su membrana. Algunos están
diseñados para evitar que entren cosas en ellos, y otros para guardarlas en su interior. Si da la
impresión de que me estoy dejando llevar por el modelo panóptico y carcelario es porque es
éste el que está más cerca de mi propia experiencia. Seguramente, la reemergencia de una
cultura del separatismo nacional, étnico, y sectario es también una proyección de esta idea del
contenedor en el espacio político. Tanto la desmembración de Yugoslavia en enclaves étnicos
como los esfuerzos paralelos de las Naciones Unidas por crear una serie de “zonas seguras”,
impermeables a la violencia (si no al odio), sugieren ese carácter, paranoico y regulatorio, de la
noción de contención, así como el desdibujamiento de la diferencia entre utopía y prisión.

Todos conocemos el rápido auge en los Estados Unidos de comunidades de alta seguridad,
tapiadas y encerradas en sí mismas, cuyo objetivo es la protección de la tranquilidad de sus
habitantes mediante la erección de un cordón sanitario frente a la maloliente población exterior.
Una versión más ambiciosa de ese contenedor ha sido durante mucho tiempo privilegiado
caballo de batalla de la derecha estadounidense más lunática, la misma subcultura que está
detrás del atentado de Oklahoma. Los motivos de su paranoia no son del todo diferentes de los
nuestros. Inquietos por la cultura “mestiza” del “nuevo orden mundial”, estos sociópatas
proponen que se les dé una Patria Aria en la costa del noroeste de los Estados Unidos, así
como la creación de contenedores geográficos —bantustanes— para los negros, judíos y otros
indeseables. Desde luego, estos fascistas no se equivocan al afirmar la existencia de una
cultura global que inevitablemente eliminará las diferencias. Su programa, no obstante, se basa
en la combinación de la separación y la diferencia, en la noción de un contenedor
suficientemente grande (y la idea de la grandeza es precisamente uno de los instrumentos de
esta paranoia) para asegurar la preservación de un patrón fijo de diferencias y que se evitará
tanto la posibilidad de “igualación” como, del mismo modo, la posibilidad incontenida de
apareamientos y mutaciones, ampliaciones del catálogo de diferencias.

Las circunvoluciones de tales estrategias de contención pueden resultar fascinantes. Uno de los
contenedores geopolíticos históricos —y trágicos— de la experiencia americana es la reserva
india. Dentro de estos territorios, los nativos americanos siguen teniendo un cierto grado de
soberanía legal. Esta autonomía limitada permite, entre otras cosas, que los indios instalen
casinos en sus tierras, situadas en muchos estados en los que el juego es ilegal. Recientemente
la ciudad de Detroit, una metrópolis que se halla en una grave situación financiera, ha iniciado
un proceso por el que cederá a la tribu Chippewa una porción de su centro urbano, creando así
una pequeña reserva en la que sería posible construir un casino. El ayuntamiento confía en que
ello pueda crear un buen número de puestos de trabajo, así como en aumentar sus ingresos en
concepto de impuestos sobre el juego.

Todo esto nos obliga a dar la vuelta a una serie de planteamientos previos. Mientras que,
históricamente, el contenedor de las reservas indias ha erigido una membrana que devaluaba
sistemáticamente el territorio que contenía, la estrategia de Detroit se basa en la idea de que
las nuevas reservas indias se revalorizan tan radicalmente que van a entrañar transformaciones
espectaculares de las economías de su periferia. Es ésta una clara destilación de la lógica
pública relativa a lo que más generalmente se llama “contenedores”. La inserción de campos de
béisbol, estadios de fútbol, grandes centros comerciales y multicines en el tejido urbano y —
más frecuentemente— suburbano existente se basa precisamente en la creación de territorios a
los que se cauteriza respecto a la textura continua de lo urbano. Estos lugares —como las
reservas indias— son entornos conceptualmente herméticos y distanciados cuyas lógicas
periféricas no son espaciales —como las de toda buena arquitectura urbana— sino financieras.
El flujo de capital que generan es incorpóreo y conceptual, es improbable que se detenga,
desvinculado de las virtudes de la contigüidad física y de esa clase de desarrollo —progresivo,
recíproco, impulsor— que es crucial para la salud de la ciudad.

En el metro de Nueva York hay señales que prohiben llevar contenedores de alcohol abiertos.
La estrategia tradicional para soslayar esta interdicción era envolver la botella con una bolsa de
papel marrón, colocando el contenedor en el interior de un contenedor, camuflando su carácter
y legitimando así —por medio de una cierta discreción— su decantación. Las señales del metro
—que se adelantan a esta estratagema— anuncian explícitamente que está igualmente
prohibido beber de una botella en el interior de un cartón. Pero hay aquí una lección para lo
urbano, que radica exactamente en la condición que el sistema intenta prohibir: el contenedor
abierto.

El genio de la ciudad —que yo distinguiría del genio de una pieza de arquitectura discreta— se
basa en la maleabilidad de sus límites, en su permeabilidad, en ser lugar de lo fortuito. Como
combinación de territorios y recintos cerrados, creación de fronteras y sistema de medida,
laberinto de espacios, la ciudad depende de una cierta legibilidad, de la posibilidad de ser leída
más allá de los pormenores de cualquier contenedor individual —incluso de un complejo de
contenedores. Los lugares a describir son, desde luego, a veces físicos, a veces convencionales,
a veces imaginarios; y tales zonas dependen tanto de los precedentes y de la costumbre como
de las instigaciones de la construcción. Los matices de esta definición urbana —de la creación
de fronteras— son y deben ser ricos, tan ricos como sea posible.

La ciudad no es simplemente un fenómeno de extensión, es una ecología, un locus tanto de lo


fijo como de relaciones complejas y cambiantes. La cháchara sobre contenedores urbanos
participa de una fantasía funcionalista de relaciones racionalizadas en las que se ofrece un
conjunto de previsibilidades como defensa frente a la disfunción. En el curso del reciente brote
del virus ebola, en Zaire, el personal médico impuso una especie de “barrera sanitaria” para
intentar contener esa enfermedad mortal. El urbanismo funcionalista —que sigue siendo
nuestro discurso por defecto— impone una fantasía sobre la profilaxis similar, una especie de
teoría embrionaria de la subjetividad urbana. Ello se ajusta eficientemente al sistema monádico
del consumo global, las disciplinas de la uniformidad que crean sujetos como partículas,
víctimas de un margen de elección cada vez más restringido.
Es hora de dejar de pensar y hablar de esa manera. Tanto el urbanismo del tradicionalismo
ciego como el urbanismo contemporizador de lo grande, de los contenedores reproducibles,
están desfasados. Si el contenedor es una barrera frente a la contaminación accidental o
incontrolada, un medio de manipulación y control, la rectificación de una noción tan degradante
del espacio se halla en la lucha por espacios íntimos, plurales y maleables, en los que las
diferencias sean inventadas y celebradas. La ciudad debería ser el invernáculo tanto de lo
accidental como de lo convenido, zona de experimentos y lugar de una infinita variedad de
formas consensuales. La misión del urbanismo es ayudar a producir esas fantasías: la esquina y
el barrio, la fila de restaurantes que ha crecido a lo largo del paseo serpenteante, donde se
encuentran también tantos talleres de carpintería (cuya parte trasera da al canal), los bloques
de pisos heliotrópicos, que han brotado en el límite meridional de la ciudad, y rotan
lentamente...

La tarea de inventar las formas de la ciudad —el marco para su vida social y económica— se
mantiene fresca y prometedora. Aunque debemos abordar con energía la cuestión de los límites
urbanos sostenibles, la imaginación urbana debe permanecer incontenida.

(Publicado en el catálogo de la exposición “Presente y futuros. Arquitectura en las ciudades”,


Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona 1996)

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