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GEORGE SAND HISTORIA DE MI VIDA

Historia de mi Vida
George Sand
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GEORGE SAND HISTORIA DE MI VIDA

A MANDINA AURORA LUCÍA DUPIN, BARONESA DE DUDEVANT,


conocida en las letras francesas por el seudónimo de
George Sand (1803-1876), universalmente acreditado,
descendía por línea paterna de Mauricio de Saionila y por parte
de madre de una familia plebeya. Debió heredar de su progeni-
tor y de su abuela en opinión de los hermanos Tharaud un alto
sentido del estilo (no solamente del literario) y de su madre una
viva imaginación, prodigiosamente activa, una naturaleza sen-
sual que no hizo más que reforzar la herencia que ya tenía en la
sangre, de sus antecesores Maurice de Saxe, Augusto de Polonia
y de su abuelo Dupin de Francmeil, importante galanteador en
su época. Sus aventuras amorosas –Jules Sandeau, Prosper
Merimée, Alfred de Musset, Michel de Bourges, Franz Litz, Fe-
derico Chopin...–, divulgadas en abundancia, no deben olvidar-
nos de que la responsable de El marqués de Villemer fue crea-
dora en Francia de la novela rural y de la novela idealista, en una
etapa de enlace entre el romanticismo y el naturalismo. George
Sand, a pesar de haber pasado a la historia como una gran
amadora, acentuó menos las tintas cuando trató de sus amantes,
que al referirse a personas de su amistad con Balzac, Sainte-
Beuve, Lamenniais, De Latouche o el pintor Eugenio Delacroix.
«Sin duda alguna, porque cuando hablaba de sus amigos, no se

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encontraba turbada por escrúpulos femeninos que llegaban a lución europea en los finales del siglo XVIII. Una nueva palabra
helarla al hacerlo de sus amantes». Probablemente –como se ha se escuchaba con absoluta claridad; habían surgido nuevas es-
apuntado– porque quien en la vida se arriesgaba a todo, en la peranzas; algunos proclamaban a gritos que el progreso estaba
confidencia literaria, resultaba más circunspecta... detenido, convertido en algo inútil y estéril, ya que nada se había
En la Historia de mi vida, su trabajo capital, George Sand, conseguido con el cambio político de los vencedores. Era preci-
sin embargo, se nos presenta «escandalosamente» sincera, sobre so continuar, la regeneración de la humanidad debía ser radical y
todo en lo que se refiere a sus sentimientos religiosos. Las pági- completa. Y es George Sand quien está a la cabeza de tal evolu-
nas que esta brillante escritora consagra a sus años conventuales, ción».
siguen siendo extraordinarias por encima de tendencias y crite- Nadie para el lector moderno puede garantizar lo que George
rios. El misticismo de la primera George Sand, iba a convertirse Sand ha supuesto en la plural familia literaria, como Fiodor
más tarde en un misticismo social y humanitario. Que si actual- Dostoievski. Aunque desde hace tiempo no se lean ciertas no-
mente no interesa demasiado, constituyó un gran suceso, parti- velas suyas en las que, se mantienen teorías humanas y sociales
cularmente en Rusia. Los escritores eslavos del siglo XIX –Gogol, que hoy nos resultan un tanto pueriles, en Historia de mi vida,
Dostoievski, Tolstoi, Turgueniev...– recibieron su indudable in- que se leerá siempre, encontramos descrito con la máxima juste-
fluencia. Parentesco manifestado por el autor de Crimen y casti- za y vigor cómo se operó en un espíritu el paso de la filosofía del
go, cuando escribió: «La aparición de George Sand en la literatu- siglo XVIII a la del XIX. Su tono confidencial dentro de lo nove-
ra, coincide con mis primeros años juveniles. Es preciso señalar lesco no disimula la estructura ideológica de quien muchas ve-
que en esta epoca lejana, las novelas eran las únicas obras per- ces sólo suele ser recordada por sus aventuras amorosas y por
mitidas en Rusia, mientras que todo el resto, como casi todo el sus extravagancias. Un libro cuyas páginas nos complacen por
pensamiento llegado de Francia, estaba severamente prohibido. su nobleza literaria y por su indiscutible atractivo, se convierte
¿Qué es lo que ocurrió entonces? Todo lo que penetró en Rusia en un trabajo literario con categorías de testimonio. Como es
bajo la forma novelesca no sólo influyó hondamente, sino quizá natural en una escritora de su talla, lo que significa la influencia
de la manera más peligrosa, al menos desde el punto de vista de novelesca sin necesidad de perturbarla, no incurre como en tan-
la época, puesto que si las personas deseosas de leer a Louis tas obras testimoniales de nuestra hora– en lo ensayístico des-
Reybaud no eran muchas, los devotos de George Sand se podían centrado. Penetrándonos del indudable mensaje derivado del
contar por millares. Los lectores supieron extraer de las novelas desarrollo novelesco correspondiente, sin necesidad de encajar-
mismas lo que con tanto celo se nos prohibía. Una gran parte de lo como esos sermones pseudo-filosóficos con que los malos
ellos sabía, al menos entre nosotros y hacia la mitad del 40, qué novelistas modernos nos asestan golpes mortales.
George Sand era uno de los campeones más representativos, más El gran interés de Historia de mi vida, por consiguiente, es
inflexible y más perfecto de la categoría de los escritores occi- asistir conducidos por la sugestión del ritmo novelístico al desa-
dentales que, desde su aparición, habían negado todas «las con- rrollo de un pensamiento, que partiendo de las ideas corrientes
quistas reales» que originaron como consecuencia la sangrienta en la época de Voltaire, se abre al sueño de una humanidad
revolución francesa, o para decirlo con mayor exactitud, la revo- dignificada por la fraternidad y la justicia. Este libro importante

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de la literatura francesa de su tiempo, integra en su tono confi-


dencial y literariamente persuasiva todo lo que a una George
Sand muy distante de la que protagonizó su liberal leyenda amo-
rosa, la preocupó como escritora representativa de una etapa
evidente de transición. Aunque el romanticismo y el naturalismo
hayan sido momentos literarios de una grandeza tal como para
disminuir la importancia de quienes figuran en la historia litera-
ria entre uno y otro, una obra como esta Historia resulta más que
suficiente para inmortalizar a la aurora de Valentina, Mauprat,
Cartas de un viajero, etcétera. Puesto que aparte su condición
de testimonio, pone de manifiesto los valores de penetración,
síntesis y delicadeza, perfectamente asimilados por un estilo fe-
menino y templado. HISTORIA DE MI VIDA
La escritora que es capaz de reunir en Historia de mi vida
tantos enfoques religiosos, confidenciales, biográficos, críticos,

V
etc., personifica un momento en el que se comenzó a despreciar INE AL MUNDO UN 5 DE JULIO DE 1804, mientras mi padre
la «amena y vaga literatura». Desde que George Sand supuso en tocaba el violín y mi madre usaba un bello vestido
la historia literaria lo señalado por Dostoievski escribir no ha rosa. Fue cuestión de un instante. Tuve al menos la
sido en los escritores importantes un ejercicio retórico, sino un suerte, que ya había predicho mi tía Lucía, de no hacer sufrir
esfuerzo por sembrar en la conciencia del prójimo esa experien- mucho tiempo a mi madre. Llegue al mundo como hija legítima,
cia donde se resume el compromiso de un espíritu con la verdad. cosa que bien no habría podido ocurrir si mi padre no hubiese
Si George Sand no hubiera sido más que el amor de Chopin, su ignorado resueltamente los prejuicios de su familia (y esto fue
figura pertenecía a la pequeña historia o a lo social pintoresco. también una felicidad, puesto que sin esa condición mi abuela
Como la autora de Historia de mi vida fue, sobre todas las cosas, no se habría ocupado de mi posteriormente con tanto amor y me
una escritora comprometida con la verdad y con el mundo, leer habría visto privada del pequeño fardo de ideas y conocimientos
Historia de mi vida permite, entre otras cosas, diferenciar la lite- que ha constituido mi consuelo en los momentos cruciales de
ratura que disipa, de la que esencialmente rehumaniza. mi vida).
Estaba muy bien constituida, y durante toda mi infancia pro-
metía ser una belleza, esperanza que no se ha cumplido. Proba-
blemente ha sido culpa mía, ya que a la edad que la belleza flo-
rece, me pasaba las noches leyendo y escribiendo. Siendo hija de
dos seres de una belleza perfecta, no debería haber degenerado,
y mi pobre madre, que estimaba la belleza más que nada, me

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hacía frecuentemente ingenuos reproches. Por mi parte, jamás Mi abuela se presentó en París precipitadamente con la in-
pude detenerme en el cuidado de mi persona. Amo la limpieza tención de romper el casamiento de su hijo, esperando que él
extrema, pero siempre me han parecido insoportables los artifi- consentiría, puesto que jamás había sido capaz de resistirse a
cios femeniles. sus lágrimas. Llegó a París sin que él lo supiera, no habiendo
Privarse de trabajar por tener los ojos bellos, no correr al sol fijado día para su partida ni avisándole de su llegada, como tenía
cuando el buen sol de Dios atrae irresistiblemente, no utilizar por costumbre hacer. Comenzó por ir a consultar al señor Deséze
buenos botines por temor a deformarse el tobillo, usar guantes, sobre la validez del casamiento. El señor Deséze opinó que el
vale decir: renunciar al manejo y a la fuerza de las manos, con- asunto era raro, como la legislación que lo había hecho posible.
denarse a una eterna torpeza, a una eterna debilidad, no fatigar- Llamó a otros dos abogados célebres, y el resultado de la consul-
se jamás cuando todo nos ordena entregarnos, vivir al fin, den- ta fue que en el dichoso asunto había materia para un proceso,
tro de una campana, para no ser ni quemados, ni agrietados, ni porque siempre hay materia para un proceso en todos los asun-
marchitados antes de tiempo; todo esto es lo que jamás he podi- tos de este mundo, pero que el casamiento tenía nueve probabi-
do hacer. Mi abuela aumentaba todavía las reprimendas de mi lidades contra diez de considerarse válido para los tribunales,
madre, y el capitulo de los sombreros y guantes fue la desespera- que mi partida de nacimiento me constituía legitima, y que aun
ción de mi infancia; a pesar de que no fui voluntariamente rebel- suponiendo en la ruptura del matrimonio, la intención, así como
de, la sujección no me alcanzó. Sólo tuve un momento de fres- el deber de mi padre, sería infaliblemente llenar las formalidades
cura, pero nunca belleza. Sin embargo, mis rasgos no eran grose- requeridas y contraer un nuevo matrimonio con la madre de la
ros, aunque jamás me preocupó de refinarlos. La costumbre de criatura que él había deseado legitimar.
soñar, adquirida desde la cuna, sin darme ni yo misma cuenta de Mi abuela no habría tenido seguramente jamás la intención
ello, me otorgó tempranamente una apariencia tonta. Utilizo se- de querellarse contra su hijo. Aunque ella hubiera concebido el
mejante palabra, porque toda mi vida, en la infancia, en el con- proyecto, no hubiera tenido valor.
vento, en la intimidad de la familia, me lo han dicho siempre y Posiblemente, se quedó aliviada de la mitad de su dolor al
debe ser evidentemente cierto. renunciar a sus hostilidades, porque la infelicidad es mucho ma-
En suma, con cabellos, con dientes y ninguna deformación, yor cuando se sigue considerando con rigor lo que se ama. Quiso,
no fui ni fea ni bella en mi juventud; ventaja que yo considere sin embargo, pasar todavía algunos días sin ver a su hijo, sin duda
importante desde mi punto de vista, ya que la fealdad inspira alguna, con el propósito de debilitar las resistencias de su propio
ciertas prevenciones en algún sentido, y la belleza, en otro. Se espíritus y de tomar nuevos informes sobre su nuera. Pero mi pa-
espera demasiado de un exterior brillante y se desconfía en de- dre descubrió que su madre estaba en París, comprendió que se
masía de un exterior que repugna. Es mucho más conveniente había enterado de todo y me «encargó» de solucionar el problema.
poseer una figura que no eclipsa ni disminuye a nadie, tal vez Me tomó en sus brazos, subió a un coche de alquiler, se paró
debido a esto me he encontrado siempre muy bien entre mis delante de la puerta de la casa en donde mi abuela vivía, se ganó
amigos de uno u otro sexo. con pocas palabras los buenos oficios de la portera y me confió a
esta mujer, quien cumplió con la comisión de la siguiente manera:
***

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La mujer subió al cuarto de mi abuela, y con un pretexto casa tenía entre mis manos una bella sortija con un grueso rubí,
cualquiera pidió hablar con ella. Llevada a su presencia, le habló que mi buena abuela se había sacado de su dedo encargándome
de no se que cosas, y sin dejar de hacerlo se permitió decirle: de colocarla en el de mi madre, cosa que mi padre me hizo cum-
–Mire usted, señora, qué bonita nieta tengo. La nodriza me plir religiosamente.
la ha traído hoy, y soy tan feliz, que no puedo separarme de ella Pasó algún tiempo todavía antes que mi abuela consintiera
ni un instante. en conocer a su nuera; pero ya corría el rumor de que su hijo se
Si, parece muy saludable y fuerte –dijo mi abuela mientras había casado desventajosamente, y el negarse a verlo debía ne-
buscaba su bombonera. cesariamente encerrar pensamientos molestos hacia mi madre y,
De inmediato, la buena mujer, que hacía su papel a maravi- por consiguiente, hacia mi padre. Mi abuela se asustó del dolor
lla, me depositó en las rodillas de mi abuela, quien me, ofreció que su repugnancia podía causar a su hijo. Recibió a la temblo-
unas golosinas y comenzó a mirarme con una especie de asom- rosa Sophie, quien la desarmó por su sumisión ingenua y sus
bro y de emoción. De repente, me rechazó, diciendo: tiernas caricias. El casamiento religioso fue celebrado bajo la
–Usted me engaña, esta criatura no es suya; no se parece a mirada de mi abuela, después del cual, un almuerzo en familia
usted... ¡Yo soy, yo sé de quién es! ... selló oficialmente la adopción de mi madre y de mi.
Posiblemente, asustada por el movimiento que me separó Días más tarde, al consultar mis propios recuerdos, que no
del seno materno, me puse a llorar verdaderas lágrimas que hi- pueden equivocarse, la impresión que estas dos mujeres tan di-
cieron mucho efecto. ferentes en opiniones y costumbres producían la una sobre la
–Ven, pobrecita mía –dijo la portera–; no te quieren, vámo- otra. Bastará saber ahora que, por ambas partes, los procedi-
nos. mientos fueron excelentes, que los dulces nombres de madre e
Mi pobre abuela fue vencida. hija fueron intercambiados, y que si el casamiento de mi padre
–Devuélvamela –dijo–. ¡Pobre criatura, ella no tiene la cul- originó un pequeño escándalo entre las personas de intimidad
pa de todo esto! ¿Quién la ha traído? bastante restringida, el mundo que mi padre frecuentaba no se
–Vuestro propio hijo, señora está esperando abajo, voy a de- ocupó en absoluto y acogió a mi madre sin pedirle cuentas de
volverle su hija. Perdóneme si la he ofendido; no sabía nada, yo sus antepasados ni de su fortuna. Pero ella no amó jamás al mundo
no sé nada. Creí que le gustaría recibir una hermosa sorpresa... y no fue presentada en la corte de Murat a la cual estaba sujeta y
–Vaya, vaya, querida, no os preciso más –dijo mi abuela–, forzada, por así decirlo, debido a los servicios que mi padre rea-
vaya a buscar a mi hijo y déjeme a la criatura. lizó más tarde para este príncipe.
Mi padre subió las escaleras de cuatro en cuatro. Me encon- Mi madre no se sintió jamás humillada ni honrada por en-
tró sobre las rodillas de mi abuela, que lloraba al tratar de hacer- contrarse entre personas que pudieron creerse que estaban por
me reir. No me han contado lo que pasó entre los dos, y como yo encima de ella. Chanceaba con finura, con el orgullo de los ton-
no tenía más de ocho o nueve meses, es muy probable que no tos y la vanidad de los advenedizos; sabiéndose popular hasta la
me diera cuenta. Mi madre, quien me contó esta primera aven- punta de las uñas, se creía más noble que todos los patricios y
tura de mi vida, me ha dicho que cuando mi padre me llevó a aristócratas de la tierra. Tenía por costumbre decir que los de su

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raza poseían la sangre más roja y las venas mucho más largas ellos me han legado esta secreta rebeldía, que me ha hecho sen-
que los otros, cosa que yo llegué a creer, porque si la energía tir siempre al mundo insoportable, y al home (1), indispensable.
moral y física constituye en realidad la excelencia de las razas, Todos los trabajos que mi padre había comenzado tediosa-
no podrá negarse que esta energía llegará a desaparecer en las mente, preciso es confesarlo, no terminaron en nada. Había te-
razas que pierden la costumbre del trabajo y el valor del sufri- nido mil veces razón al manifestar que no estaba hecho para
miento. Este aforismo no puede considerarse ciertamente ex- ceñir sus espuelas en tiempos de paz, y las «guerrillas sociales»
cepcional, aunque también puede agregarse que el exceso del no le atraían. Sólo la guerra podía hacerle salir del ambiente del
trabajo y el sufrimiento enervan a la sociedad tanto como el estado mayor.
exceso de los placeres y la ociosidad. Pero es cierto, en general, Volvió al campo de Montreuil con Dupont. Mi madre lo si-
que la vida comienza en los cimientos de la sociedad y se pierde guió en la primavera de 1805 y pasó dos o tres meses con él,
a medida que sube a la cima, como la savia de las plantas. durante los cuales mi tía Lucie se hizo cargo de mi hermana y de
Mi madre no era de esas intrigantes ingeniosas, cuya pasión mi. Esta hermana, de la cual hablaron más tarde y cuya existen-
secreta consiste en luchar contra los prejuicios de su tiempo y cia ya he señalado, no era hija de mi padre. Tenía cinco o seis
que creen engrandecerse al sumarse, con el riesgo de millares de años más que yo y se llamaba Carolina. De mi buena y menuda
afrentas, a la falsa grandeza del mundo. Era mil veces demasia- tía Lucie, ya he dicho que se había casado con el señor Maréchal,
do orgullosa como para exponerse a frialdades. Su actitud era oficial retirado, en la misma época en que mi madre se casó con
tan reservada que parecía tímida, pero si trataban de animarla mi padre. De esa unión, vino una hija, cinco o seis meses des-
con aires protectores, se volvía más reservada aun, se mostraba pués de mi nacimiento. Es mi querida prima Clotilde; tal vez la
fría y taciturna. Sus relaciones eran excelentes con las personas mejor amiga que yo he tenido. Mi tía vivía entonces en Chaillot,
que le inspiraban un respeto fundado; entonces aparecía encan- en donde mi tía había comprado una casita; en aquellos tiempos
tadora y cortés. Pero su verdadera naturaleza era jovial, inquie- se hallaba en pleno campo, pero hoy en día estaría en plena ciu-
ta, activa, vibrando ante lo que intentaba sujetarla. Las grandes dad. Para pasearnos, alquilaba un asno a un jardinero vecino.
comidas, las prolongadas veladas, las visitas insustanciales, el Nos metía en las canastas forradas de heno, destinadas a trans-
mismo baile, le resultaban odiosos. Era una mujer para estar al portar la fruta y las legumbres Al mercado: Caroline en una,
lado del fuego o para pasear rápida y juguetonamente, pero, en Clotilde y yo en la otra. Parece ser que nos gustaba mucho esta
su interior y para sus acciones necesitaba la intimidad, la con- manera de pasear.
fianza, relaciones de una sinceridad absoluta, libertad completa
de sus costumbres y del empleo de su tiempo. Vivió, entonces, ***
siempre retirada y cuidándose más en abstenerse de conocimien-
tos embarazosos que de aprenderlos. Esto mismo constituía el Mi madre se ocupó bien temprano de mi educación, y mi
fondo del carácter de mi padre, y por ello, jamás hubo esposos cerebro no opuso ninguna resistencia, aunque no avanzó nada;
mejor compenetrados. No eran felices si no estaban en el hogar.
Por todos lados trataban de remediar melancólicos bostezos, y (1) En inglés, en el original.

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pero si lo hubieran dejado tranquilo, habría resultado con seguri- nelas y los magos, los diablejos del teatro y los santos de la igle-
dad un poco lerdo. Ya caminaba a los diez meses; comencé a ha- sia se, confundían en mi cerebro y me producían el más extraño
blar bastante tarde, pero una vez que empecé a decir algunas pala- batiburrillo poético que imaginarse pueda.
bras, aprendí todas muy de prisa, y a los cuatro años sabía leer Mi madre poseía unas ideas religiosas firmes, en las que la
muy bien. Lo mismo sucedió con mi prima Clotilde, a la que edu- duda no entró jamás, porque no se paraba a considerarlas. Ni
caron, como a mí, su madre y la mía, alternativamente. Nos ense- siquiera se tomaba el trabajo de aclararme si eran verdaderas o
ñaban también plegarias, y me acuerdo que yo las recitaba, de alegóricas las nociones que me enseñaba a manos llenas, ya que,
memoria, desde el comienzo hasta el final sin comprender nada, artista y poeta sin ella misma darse cuenta, creyendo su religión
salvo aquellas palabras que nos hacían pronunciar cuando ponía- en todo lo que tenía de bueno y bello, rechazando todo le que
mos la cabeza sobre la almohada: «Dios mío, os entrego mi cora- era sombrío y amenazador, me hablaba de las tres gracias y de
zón.» No se por qué yo comprendí esta oración mejor que el resto las nueve musas tan seriamente como si se hubiera tratado de
de la plegaria, ya que en estas pocas palabras hay mucho de meta- las virtudes teologales o de vírgenes santas.
física; el caso es que yo entendía lo que quería decir y era la única Ya por la educación, por lo que me enseñaron o por la pre-
parte de mi plegaria que me daba una idea acerca de Dios y de mi. disposición, lo cierto es que el amor a la novela se apoderó de mí
apasionadamente antes que yo hubiera terminado de aprender a
*** leer.
Sucedió así: yo no comprendía todavía la lectura de los cuen-
En la calle Grange-Bateliere fue donde tuve entre mis ma- tos de hadas. Las palabras impresas, aun en el estilo más ele-
nos un viejo manual de mitología, que todavía poseo, lleno de mental, no me ofrecían un gran sentido., recitando llegué a com-
grandes grabados tan cómicos como puedan imaginarse. Cuan- prender lo que me hacían leer. Yo no leía por iniciativa propia;
do me acuerdo del interés y la admiración con que yo contem- era de naturaleza perezosa y no podía vencerla sino haciendo
plaba estas imágenes grotescas, me parece verlas todavía tal y grandes esfuerzos. En los libros, yo no buscaba otra cosa que
como las veía en aquellos tiempos. Sin leer el texto, comprendí imágenes; pero todo lo que aprendía con los ojos y con los oídos
con rapidez, y gracias a las estampas, las principales acciones de entraba tumultuosamente en mi pequeña cabeza y soñaba hasta
la fábula antigua, y todo eso me interesaba prodigiosamente. el punto de perder con frecuencia la noción de la realidad en el
Algunas veces, me llevaban a ver las sombras chinescas del eter- medio en que yo me encontraba. Como había tenido por largo
no Séraphin y las obras de feria. Mi madre y mi hermana me tiempo la costumbre de hurgar el fuego con el atizador, mi ma-
contaban los cuentos de Perrault, y cuando ya no tenían más dre, que no tenía criada, y a quien recuerdo siempre ocupada en
repertorio, no se privaban de inventar otros que me parecían coser o en cuidar el puchero, no podía desembarazarse de mi si
tanto o más bonitos que los anteriores. no era reteniéndome, en la prisión que ella me había inventado,
Así, me hablaban del paraíso, y me regalaban con lo que a saber: cuatro sillas con un calientapiés en el medio, apagado,
existe de más hermoso y bello en la religión católica. Sin embar- para sentarme cuando me fatigase, ya que no teníamos ni el lujo
go, los ángeles y los cupidos, la santa virgen y la fe, los polichi- de un cojín. Eran sillas de paja y yo me dedicaba a sacárselas

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con las uñas; está claro que las habían sacrificado para mi uso. –Ojalá tranquila –decía mi madre–; sólo puede trabajar en
Recuerdo que para dedicarme a ese juego me veía obligada a paz cuando esté entre cuatro sillas haciendo sus novelas.
subirme en el calientapiés; entonces podía apoyar mis codos en Más claramente recuerdos el ardor que yo ponía en los jue-
los asientos y jugaba a tener garras, con una paciencia milagrosa; gos que simulaban una verdadera acción. Yo era caprichosa.
pero, cediendo a la necesidad de ocupar en algo mis manos, ne- Cuando mi hermana o la hija mayor del vidriero venían y me
cesidad que me ha acompañadas siempre, no se me ocurría pen- invitaban a los juegos clásicos, no encontraba ninguno de mi
sar que así destruía la paja de las sillas; también componía en agrado o me cansaba rápidamente de ellos. Pero con mi prima
voz alta interminables cuentos que mi madre llamaba mis nove- Clotilde o con los otros niños de mi edad, me entregaba total-
las. No tengo ningún recuerdo de esas composiciones; mi madre mente a los juegos que mi fantasía creaba. Simulábamos batallas
me ha hablado de ellas mil veces, mucho tiempo antes que yo y huidas a través de bosques que afectaban profundamente mi
tuviera el pensamiento de escribir. Ella las declaraba soberana- imaginación. Y después, una de nosotras se perdía y las demás la
mente aburridas, por la longitud de las mismas y por el desenla- buscaban o llamaban. Generalmente estaba dormida en un ár-
ce que yo otorgaba a la historia de que se tratara. Es un defecto bol, es decir, en un canapé. Se iba en su ayuda; una de nosotras
que he conservado, según dicen; porque yo me doy cuenta de era la madre de las otras, o el general, porque la influencia mili-
que a veces no tengo ni idea de lo que hago, y todavía hoy me tar del exterior penetraba forzosamente en nuestro nido, y más
invade, como a los cuatro años, una necesidad de dejar correr la de una vez hice de emperador y dirigí acciones en el campo de
pluma en este género de creación. batalla. Despedazábamos las muñecas, los muñecos y las casas,
Parece que mis historias eran una especie de lío con todo lo y parece ser que mi padre tenía una mente bastante impresiona-
que obsesionaba a mi pequeñito cerebro. Siempre había un es- ble, porque no podía soportar esta diminuta representación de
quema al gusto de los cuentos de hadas: un príncipe bueno y una las escenas de horror que él mismo vivía en la guerra. Le decía a
princesa encantadora. Había muy pocos seres malos, pero nun- mi madre:
ca malhechores. Todo se unía bajo la influencia del pensamiento –Por favor, barre el campo de batalla de estos niños, es una
jocoso y optimista infantil. Lo que en ellas había de curioso era manía, pero me hace daño ver en el suelo esos brazos, esas pier-
la duración de estas historias y cierta capacidad de continuidad, nas y todos esos despojos colorados.
porque yo retomaba el hilo en el lugar exacto que en el día ante- No nos dábamos cuenta de nuestra ferocidad, ya que las
rior lo había abandonado. Es muy probable que mi madre, al muñecas y los muñecos sufrían pacientemente la carnicería. Pero,
escuchar maquinalmente y como a pesar suyo estas largas diva- galopando sobre nuestros corceles imaginarios y batiéndonos con
gaciones, me ayudase por su cuenta a retomarlo. nuestros sables invisibles, contra los muebles y los juguetes, nos
Mi tía recuerda también estas historias y se distrae con este dejábamos llevar por un entusiasmo febricitante. Nos reprocha-
recuerdos. A menudo, me decía: ban nuestros juegos de muchachos, y es cierto que mi prima y yo
–Y bien, Aurore, no ha salido todavía tu príncipe del bos- teníamos un espíritu ávido de emociones viriles. Vuelvo a recor-
que? ¿Terminará pronto tu princesa de ponerse su vestido de dar particularmente un día de otoño en el que la cena estaba
cola y su corona de oro? servida y la noche había entrado en la habitación. No era en mi

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casa, era en Chaillot, en casa de mi tía, según creo, pues había Tuileres para evitar que viesen las toilettes que teníamos, o para
doseles en las camas y en mi casa no existían. Clotilde y yo nos que no me amanerase jugando al aro o a la cuerda bajo las mira-
perseguíamos la una a la otra, a través de los árboles, vale decir, das de los curiosos. No salíamos de nuestro triste reducto, si no
entre los pliegues de las cortinas del dosel; la habitación había era para ir alguna vez al teatro, que mi madre adoraba tanto como
desaparecido para nuestros ojos y estábamos realmente en un yo, y más a menudo a Chaillot, en donde siempre éramos recibi-
paisaje sombrío, del que se adueñaba la noche. Nos llamaban das con grandes alegrías. El viaje a pie y el tener que pasar por la
para cenar, pero no escuchábamos nada. Mi madre fue a tomar- estación de bomberos me contrariaba, pero una vez que ponía el
me entre sus brazos para llevarme a la mesa, y siempre recordaré pie en el jardín, ya me creía en la isla encantada de mis cuentos.
mi asombro Al contemplar las luces, la mesa y los objetos reales Clotilde, que podía estarse allí todo el día al sol, parecía más
que me rodeaban. Salía positivamente de una alucinación com- lozana y más sonrosada que yo. Me hacía los honores de su edén
pleta y me costaba librarme de ella bruscamente. A veces, es- con ese buen corazón y esa alegría franca que nunca la han aban-
tando en Chaillot, creía estar en mi casa, y recíprocamente. Con donado. Era la mejor de las dos, la más saludable y la menos
frecuencia tenía que hacer un esfuerzo para asegurarme del lu- caprichosa: yo la adoraba, a pesar de las salidas inesperadas por
gar en que estaba, y he visto también vivir en mi hija esta ilusión mí provocadas y a las cuales ella siempre respondía con burla
de una manera acentuada. que me mortificaban mucho. Cuando ella estaba descontenta de
No creo haber vuelto a ver esta casa de Chaillot después del mí, jugaba con mi nombre, Aurore, y me llamaba Horreur (1),
año 1808, porque, desde el viaje a España, no abandoné Nohant, injuria que me exasperaba. Pero, ¿podía acaso quedarme por
y esto ocurrió en la época en que mi tío vendió al estado su mucho tiempo mohína, teniendo un escenario de gramilla verde
pequeña propiedad, que se encontraba en el lugar destinado al y una terraza bordada con tiestos llenos de flores? Fue entonces
palacio del rey de Roma. No sé si será exacto, pero diré aquí algo cuando yo vi los primeros hilos de la virgen, todos blancos y
sobre esta casa, que en aquel entonces era una verdadera casa brillantes en el sol otoñal; mi hermana estaba allí ese día, pues
de campo, pues Chaillot no estaba trazado como lo está actual- fue quien me explicó doctamente cómo la virgen santa hilvana-
mente. ba ella misma esos bellos hilos en la corola de marfil. No me
Era la casa más modesta del mundo; esto lo comprendo hoy, atrevía a cortarlos y trataba de hacerme pequeñita para pasar
cuando los objetos que han quedado en mi memoria se me apa- debajo de ellos.
recen en su valor real. Más para la edad que yo tenía entonces El jardín era un rectángulo, no muy grande, en realidad, pero
era un paraíso. que me parecía inmenso, aunque lo recorriese doscientas veces
Podría dibujar el piano de la casa y el del jardín, tan graba- por día. Estaba regularmente trazado a la moda de aquellos tiem-
dos los tengo actualmente. El jardín era, sobre todo para mi, un pos; había flores y legumbres; desde afuera no se veía nada por-
lugar lleno de delicias, quizá por ser lo único que yo conocí. Mi que estaba rodeado de muros; pero, en el fondo, había una terra-
madre, a pesar de lo que sobre ella le decían a mi abuela, vivía za llena de arena, con un gran tiesto de barro cocido, a la cual se
en un estado vecino a la pobreza, con una economía y un trabajo
hogareño dignos de una mujer del pueblo; no me llevaba a las (1) Horror: Juego de palabras basado en la pronunciación francesa.

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llegaba subiendo unos escalones de piedra. Era en esta terraza, quede como hipnotizada por esa mirada clara, tan dura en el
lugar ideal para mí, en donde se llevaban a cabo nuestros gran- primer momento y de repente tan protectora y tan dulce. Lo he
des juegos de batalla, de huida y de persecución. vuelto a ver otras veces, pero confusamente, porque estuve siem-
Fue allí, también, en donde vi por primera vez mariposas y pre más lejos y él pasó muy rápidamente.
grandes girasoles, que me parecían poseer cien pies de altura. He visto también al rey de Roma, niño, en los brazos de su
Un día fuimos interrumpidas en nuestros juegos por un gran ru- nodriza. Estaba en una ventana de las Tuileries y sonreía a los
mor que provenía del exterior. Gritaban «¡viva el emperador!», paseantes; al verme, se rió mucho más, por ese efecto simpático
caminaban con precipitación, se alejaban y los gritos persistían. que los niños producen los unos sobre los otros. Tenía un gran
En efecto, el emperador pasó a poca distancia y escuchamos el bombón en su pequeña mano y me lo tiró. Mi madre quiso reco-
trote de los caballos y la emoción de la muchedumbre. No po- gerlo para dármelo, pero el funcionario que vigilaba la ventana
díamos ver a través de los muros, pero fue algo hermoso en nues- no le permitió dar un paso más allí de la línea que él guardaba.
tra imaginación, según mis recuerdos, y gritamos con todas nues- La gobernanta le hizo inútilmente señales de que el bombón era
tras fuerzas: «¡Viva el emperador!», transportadas por un entu- para mí y que me lo tenía que dar. Esto no entraba probable-
siasmo simpático. mente en la consigna del militar, que se hizo el sordo. Me sentí
¿Sabíamos lo que era el emperador? No lo recuerdo, pero lo muy herida y regresé al lado de mi madre. Le pregunté por qué el
más probable es que oyésemos hablar de él continuamente. militar era tan desatento. Ella me explicó que su deber era guar-
Poco tiempo después me hice una idea distinta; no sabría de- dar el precioso niño e impedir que se le acercaran, porque las
cir precisamente la época, pero debió de ser a finales del año 1807. gentes mal intencionadas podían dañarlo. La idea de que cual-
El emperador pasaba revista en el bulevar, no muy lejos de quiera pudiese hacer algo malo a un niño me pareció exorbitan-
la Madeleine. Mi madre y Pierret no quisieron estar cerca de los te; pero en aquella época tenía nueve o diez años, porque el
soldados. Entonces Pierret me colocó sobre sus hombros para pequeño rey in partibus tenía dos como máximo, y esta anécdota
que yo pudiese ver. Mi cabeza, que sobresalía por encima de las no es nada más que una disgresión anticipada.
demás, hizo que los ojos del emperador se fijasen en mi. Uno de los recuerdos que se centra en mis cuatro primeros
Entonces mi madre exclamó: años, es el de mi primera emoción musical.
–¡Te ha mirado, acuérdate de esto, te traerá suerte! Mi madre había ido a ver a una persona en un pueblo cerca
Sospecho que el emperador escuchó estas ingenuas pala- de París, no sé exactamente cual. El piso estaba muy alto, y des-
bras, porque me miró nuevamente, y todavía creo ver una espe- de la ventana, como yo era muy pequeña todavía para poder ver
cie de sonrisa flotando en su cara pálida, cuya severidad no me la calle, no distinguía otra cosa que la techumbre de las casas
asustó. Nunca olvidaré su figura y, sobre todo, esa expresión de circundantes y mucho cielo. Pasamos allí buena parte del día,
su mirada que ningún retrato ha podido reflejar. En aquella épo- pero yo no me fijé en nada. Estaba preocupada por los dulces
ca estaba bastante gordo y lívido. Llevaba un abrigo sobre su efluvios de una flauta que durante todo el tiempo ejecutó una
uniforme, pero no sabría decir si era gris; en el momento en que cantidad de tonadas que me parecieron admirables. El sonido
le vi, llevaba su sombrero en la mano, y por un momento me venía de una de las ventanas que estaban por encima de la nues-

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tra y un poco distante, puesto que mi madre, a quien yo pregun- su servilleta, anudada y enrollada de distintas formas, figuras de
té de qué se trataba, no lo oía apenas. En cuanto a mi, posible- pájaros, de conejos y de payasos que me hacían reír mucho. Creo
mente por ser mi oído más fino y más sensible en aquella época, que me mimaba horriblemente, pues mi madre se veía obligada
no me perdía una sola modulación de ese pequeño instrumento, a interponerse entre nosotros porque mi papá me apoyaba en
tan agudo de cerca y tan dulce en la distancia, y estaba encanta- todos mis caprichos en lugar de regañarme. Me han dicho que
da. Me parecía estar escuchando entre sueños. El cielo era puro, durante el poco tiempo que podía pasar con su familia se sentía
de un azul brillante; y esas delicadas melodías parecían deslizar- tan feliz, que no quería perder de vista a su mujer y a sus hijos,
se sobre los tejados y perderse en el firmamento. ¿Quién sabe si que jugaba conmigo días enteros, y que en uniforme de gala no
no se trataba de un artista con una inspiración superior y que no tenía vergüenza de llevarme en brazos en medio de la calle o por
tenía en ese momento otro auditor más atento que yo? También los bulevares.
podía ser un aprendiz cualquiera que estudiaba la tonada Mónaco Seguramente, yo era muy feliz porque me amaban; éramos
o Delirios de España. Quienquiera que fuese, yo experimentaba pobres pero yo no me daba cuenta de ello. Sin embargo, por
unos goces musicales inenarrables y me encontraba verdadera- aquel entonces, mi padre tenía unos ingresos que podían haber-
mente extasiada delante de esta ventana, en donde por primera nos procurado un buen pasar si los gastos que le ocasionaban
vez yo comprendía vagamente la armonía de las cosas exterio- sus funciones de ayuda de campo de Murat, no hubiesen sobre-
res, estando mi alma igualmente transportada, tanto por la músi- pasado sus cálculos. Mi abuela se privaba de muchas cosas para
ca como por la belleza celeste. sostener un tren de lujo insensato, y a pesar de todo, dejó deudas
Todos los recuerdos de mi infancia son bastante pueriles, por compras de caballos, vestimentas y equipo. A mi madre se la
como puede verse, pero si cada uno de mis lectores recupera su acusó a menudo de haber contribuido con su desorden al caos
experiencia al leerme, si vuelve a recordar con placer las prime- económico de la familia. Recuerdo tan patentemente nuestro
ras emociones de su vida, si se siente niño otra vez durante una interior de aquella época, que puedo afirmar que ella no merecía
hora, ni él ni yo habremos perdido nuestro tiempo; porque la esos reproches. Se hacía ella misma su cama, limpiaba las habi-
infancia es buena, cándida, y los más grandes seres son aquellos taciones, las ordenaba y cocinaba. Fue una mujer de una activi-
que guardan la máxima sensibilidad y conservan la mayor parte dad y de una energía extraordinaria. Toda su vida se levantó con
de ese candor primitivo. el día y se acostó hacia la una de la mañana, y no recuerdos
Recuerdo muy poco de mi padre antes de las operaciones haberla visto ociosa jamás. No recibíamos a nadie con excep-
militares en España. Estaba tan a menudo ausente, que durante ción de nuestra familia y del excelente amigo Pierret, que tenía
prolongados periodos no lo vi. Sin embargo, pasó con nosotras para mi la ternura de un padre y los cuidados de una madre.
el invierno de 1807 a 1808, porque me acuerdo vagamente de Es el momento de contar la historia y hacer el retrato de
unas cenas tranquilas con luz y un plato de golosinas, bastante este hombre inapreciable que yo recordaré toda mi vida. Pierret
modesto, consistente en unas pastas cocidas en leche azucara- era hijo de un propietario rural, y desde los dieciocho años había
da, que, mi padre simulaba tragarse todas para divertirse con mi estado empleado en el tesoro, en donde siempre ha ocupado un
glotonería decepcionada. Me acuerdo también que él hacía con lugar modesto. Era el mas feo de los hombres, pero esta fealdad

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era tan bonachona que se atraía la confianza y la amistad. Tenía llegó a herir a nadie. La cantidad de enojos y algaradas que, yo le
una gruesa nariz chafada, una boca carnosa y unos ojos muy ocasionaba no tienen nombre. Dábale una patada, revoleaba sus
pequeños; sus cabellos rubios se rizaban obstinadamente y su pequeños ojos, se ponía rojo y se entregaba a las muecas más
piel era tan blanca y tan rosada que parecía siempre joven. Cuan- fantásticas, hablando al mismo tiempo en una lengua poco par-
do tenía cuarenta años se puso furioso, porque un empleado de lamentaria y haciendo unos reproches vehementes. Mi madre
la alcaldía, adonde él había concurrido como testigo del casa- tenía por costumbre no prestar la mínima atención. Ella se con-
miento de mi hermana, le preguntó con muy buena fe si había tentaba diciendo:
cumplido la mayoría de edad. Sin embargo, era grande y bastan- –¡Ah! ¡Ya está, Pierret furioso! ¡Vamos a ver nuevas mue-
te gordo; su rostro se movía siempre a causa de un tic nervioso cas!
traducido perpetuamente por unas muecas impresionantes. Es De inmediato, Pierret olvidaba el tono trágico y se reía. Ella
probable que por este tic, nadie se podía hacer una idea aproxi- lo soliviantaba mucho y no es sorprendente que él perdiese con-
mada sobre la cara que poseía. Creo yo que era sobre todo la tinuamente la paciencia. En los últimos años se había vuelto
expresión cándida e ingenua de esta fisonomía la que se presta- cada vez más irascible y no transcurría un día que no tomara su
ba a la ilusión en sus raros momentos de reposo. No tenía la sombrero y saliera de casa declarando que no volvería a poner
menor idea de eso que llaman espíritu, pero, como juzgaba todo los pies en ella, pero volvía por la tarde sin recordar la solemni-
con su corazón y su conciencia, se le podía siempre pedir conse- dad de sus adioses anteriores.
jo sobre los más delicados asuntos de la vida. No creo que haya En cuanto a mi respecta, se adjudicaba un derecho de pater-
existido jamás un hombre más puro, más leal, más devoto, más nidad que hubiese desembocado en una tiranía, si le hubiera sido
generoso y más justo, su alma era tan hermosa que no conocía ni posible llevar a cabo todas sus amenazas. Me había visto nacer y
la belleza ni la fealdad. Como creía en la bondad de los hombres, me había destetado, esto es bastante curioso como para dar una
siempre pensó que él no era una excepción. idea de su carácter. Mi madre, estando agotada por la fatiga,
Tenía gustos bastante prosaicos. Amaba el vino, la cerveza, pero no pudiendo ignorar mis gritos y mis lamentos, y pensando
la pipa, el billar y el dominó. Todo el tiempo que pasaba con también que yo estaría mal cuidada durante la noche por una
nosotros, se alojaba en una pensión de la calle del Faubourg- criada, había llegado a no dormir, en un momento en que era lo
Poissonnire, llamada El Caballo Blanco. Allí estaba como en fa- que más necesitaba. Al ver esto una tarde, por su propia iniciati-
milia, porque la frecuentó durante treinta años y porque hasta el va, Pierret me tomó de mi cuna y me llevó a su casa, en donde
final conservó su eterna alegría y su incomparable bondad. Su me cobijó durante quince o veinte noches, durmiendo apenas,
vida se desarrolló, a pesar de todo, en un círculo bien oscuro y por los cuidados que me prodigaba, y haciéndome beber leche y
nada variado. Él era feliz. ¿Y cómo no serlo? Todo el mundo que agua azucarada con tanta solicitud, cuidado y limpieza, que una
le ha conocido lo ha amado, y la idea del mal no aflojó jamás en nodriza no lo habría hecho mejor. Me entregaba a mi madre to-
su alma honesta y simple. das las mañanas, para irse a su oficina y después a El Caballo
Era, con todo, bastante nervioso, y en consecuencia, coléri- Blanco; y cada tarde volvía a buscarme, llevándome por todo el
co y susceptible, pero su bondad era tan irresistible, que jamás barrio sin preocuparse de que lo vieran, a pesar de sus veintidós

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o veintitrés años. Cuando mi madre intentaba resistirse y se in- Había conocido a mis padres en los primeros días de mi exis-
quietaba, él se ponía todo colorado, le reprochaba su «debilidad tencia y en una forma que los había atado en seguida. Una pa-
imbécil» porque no escogía sus epítetos, él mismo lo aseguraba– riente suyo vivía en la calle Meslay, en la misma manzana que mi
, con un gran contento por su elección; y cuando me traía a casa, madre. Esta mujer tenía un niño de mi edad, al que descuidaba y
mi madre se asombraba al mirar mi limpieza, mi lozanía y mi privaba de su leche por lo que lloraba todo el día. Mi madre
buen humor. Cuidar a una criatura de diez meses es algo tan entró en la habitación, en donde el pequeño desgraciado moría
ajeno a los gustos y a las habilidades de un hombre, y sobre todo de necesidad y le dio su pecho y continuó socorriéndolo así, sin
en un hombre de «pensión» como Pierret, que resultaba más decir nada. Pero Pierret, al ir a ver a su pariente, sorprendió a mi
maravilloso que se le ocurriese hacerlo, que el hecho de realizar- madre en esa ocupación, se enterneció y se dio a ella y a los
lo. Al fin, fui destetada por él y se sintió en el colmo de su orgu- suyos para siempre.
llo, como ya lo había anunciado. Apenas conoció a mi padre, ya sintió por él un afecto inmen-
Siempre me consideró como una pequeña criatura, pues so. Se encargó de todos sus asuntos, puso orden, alejó a los acree-
cuando tenía yo cerca de los cuarenta años, seguía hablándome dores de mala fe, lo ayudó con su buen sentido a satisfacer poco a
como a un niño. Era muy exigente en lo que se refiere a la amis- poco a los demás; por fin, lo liberó de todos esos cuidados mate-
tad; no así al agradecimiento, ya que jamás había pensado en riales los cuales era incapaz de llevar a cabo sin la ayuda de un
hacerse valer. Y cuando le preguntaban por qué razón quería ser espíritu acostumbrado a los detalles, por estar siempre ocupado
amado, no sabía responder otra cosa que: «Porque os amo.» Y en el bienestar de los demás. Pierret le escogía sus domésticos, le
decía esta dulce palabra con un tono furioso y con una contrac- arreglaba sus cuentas, le ponía en regla sus dietas y le hacía llegar
ción que le hacía chirriar los dientes. Si cuando yo le escribía tres dinero seguro a cualquier lugar en donde la guerra lo encontrara.
palabras a mi madre olvidaba una sola vez enviar saludos a Pierret, Mi padre no partía jamás a una campaña sin decirle:
cuando lo volvía a encontrar no me miraba y rehusaba darme los –Pierret, te encargo el cuidado de mi mujer y de mis hijos. Si
buenos días. Las explicaciones y las excusas no servían de nada. no vuelvo, piensa que es para toda la vida.
Me trataba de malvada, de mala criatura y me juraba un rencor y Pierret tomó en serio esta recomendación, porque nos con-
un odio eternos. Decía todo esto con una expresión tan cómica, sagró toda su vida después de la muerte de mi padre. Pretendie-
que cualquiera hubiese creído que estaba representando, si no le ron recriminarle sus relaciones domésticas, porque, ¿qué es lo
hubieran visto las gruesas lágrimas que se le escapaban de los que hay de sagrado en este mundo y qué alma puede ser juzgada
ojos. Mi madre, que conocía este estado nervioso, le decía: en su pureza por aquellas que no la poseen? Pero a cualquiera
–Cállese, Pierret. Usted está loco –y hasta lo pinchaba fuer- que haya conocido a Pierret, una suposición semejante le pare-
temente para que terminara más rápido. cerá siempre un ultraje a su memoria. No era lo bastante seduc-
Entonces, volvía a ser el mismo y se dignaba escuchar mis tor como para hacer de mi madre una infiel, ni aun con el pensa-
justificaciones. Sólo era precisa una palabra tierna y una caricia miento. Era demasiado consciente y demasiado probo para no
para enternecerlo y hacerlo feliz, después de renunciar a un po- alejarse de ella, si él hubiera sentido el peligro de traicionar, aun
sible entendimiento. mentalmente, la confianza que le enorgullecía y que retribuía

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celosamente. Por otra parte, se casó con la hija de un general sin bre el tipo de existencia de ese ser inerte que se les coloca entre
fortuna, y los dos fueron muy felices, pues esta mujer era buena las manos y que debe iniciar en ellas el sentimiento vivo de la
y estimable, según lo que siempre le he oído decir a mi madre, a maternidad, por así decirlo. Al menos, respecto a mí, no recuer-
quien he visto en relaciones afectuosas con ella. do jamás haber creído que mi muñeca fuese un ser vivo; sin
Cuando se decidió nuestro viaje a España Pierret hizo los embargo, he sentido por centenares de muñecas que poseí un
preparativos. El proyecto de mi madre no era prudente, pues verdadero afecto maternal. No era precisamente una especie de
estaba encinta de siete u ocho meses. Quería llevarme con ella, idolatría, pues la costumbre de hacer adorar estos tipos de feti-
y yo era un personaje que todavía creaba dificultades. Pero mi ches a los niños es un poco salvaje. Yo no me daba cuenta muy
padre había anunciado una permanencia prolongada en Madrid, bien de este afecto, pero creo que si hubiera podido analizarlo
y mi madre tenía, creo yo, celos. Por el motivo que fuese, se habría encontrado alguna analogía con lo que los fervientes ca-
obstinó en reunirse con mi padre; la ocasión se la proporcionó la tólicos sienten por ciertas imágenes de su devoción. Saben que
mujer de un proveedor de la armada, conocida de mi madre, que la imagen no es el objeto mismo de su adoración, y sin embargo
iba a emprender un viaje y le ofreció un lugar en su calesa para se arrodillan ante ella, le hablan, la inciensan y le hacen ofren-
conducirla hasta Madrid. das. Las personas de la antigüedad, a pesar de lo que se ha dicho,
Esta señora llevaba como postillón a un muchacho de doce no eran más idólatras que nosotros. En ninguna época los hom-
años. Henos, pues, de viaje dos mujeres, una de ellas embaraza- bres inteligentes han adorado la estatua de Júpiter o el ídolo de
da, y dos criaturas, de las cuales yo no era la más rebelde ni la Mammon, sino que han sabido ver a Júpiter y a Mammon en
más molesta. esos símbolos. Pero, en todos los tiempos, en nuestros días como
No creo haberme apenado Al separarme de mi hermana, en los pasados, los espíritus incultos no han podido hacer una
que se quedaba en una pensión, la de mi prima Clotilde ; como clara distinción entre el dios y la imagen.
yo no las veía todos los días, y esto sucedía cada semana, no Tuve también juguetes predilectos. Entre ellos había uno
calibraba el sentimiento que me produciría una separación más que no he olvidado nunca y que se ha debido perder, a mi pesar,
o menos duradera. Tampoco me importó dejar el piso, a pesar de porque yo no lo rompí de pequeña, y podría resultar ahora tan
que había sido mi único mundo y de que no conocía nada fuera bonito como aparece en mis recuerdos. Era una pieza de una
de él, ni siquiera imaginario. Lo que me hizo sufrir realmente en vajilla muy antigua, que ya había servido también de juguete
los primeros momentos del viaje, fue la necesidad de abandonar para mi padre en su infancia; posiblemente, la vajilla completa
a mi muñeca en aquel piso vacío, en donde ella debería de abu- ya no existía en aquella época. él lo había encontrado revolvien-
rrirse tanto. do en un armario de la casa de mi abuela, y al acordarse de cómo
El afecto que las niñas pequeñas sienten por su muñeca es le había gustado a él en su niñez, me lo había traído. Era una
verdaderamente muy complejo, y yo lo he experimentado tan pequeña Venus de Sévres, con dos palomas en sus manos. Esta-
vivamente y durante tanto tiempo que, sin muchas explicacio- ba sobre un pedestal, que representaba un pequeño plato ovala-
nes, puedo fácilmente definirlo. No existe ningún momento en do de vidrio ondulado, guarnecido con un aro de cobre brillante,
la infancia de las niñas en el que se equivoquen plenamente so- lleno de pequeñas muescas, sosteniendo unos tulipanes que ser-

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vían de candeleros, y cuando se encendían las pequeñas bujías, ras. La imaginación infantil es tan rica y tan confusa como eses
el vidrio, que parecía un pedazo de agua viva, reflejaba las luces, brillantes sueños del cuentista alemán.
la estatua y los hermosos ornamentos dorados de la guarnición. Salvo el pensamiento sobre mi muñeca, que me persiguió
Este juguete era para mí un mundo encantador, y cuando mi durante algún tiempo. No recuerdos nada del viaje hasta las mon-
madre me contaba por undécima vez el cuento precioso de tañas de Asturias. Pero vuelvo a sentir todavía el asombro y el
Percinet y Graciosa, yo me imaginaba unos paisajes con jardines terror que estas grandes montañas me causaron. Los recodos brus-
mágicos y con lagos. ¿Dónde encontrarán los niños la inspira- cos del camino en el medio de este anfiteatro y en el que las cimas
ción sobre ciertas cosas que jamás han visto?... cerraban el horizonte, me traían a cada momento sorpresas llenas
Una vez que nuestro equipaje para el viaje a España estuvo de angustia. Me parecía que estábamos encerradas entre esas mon-
listo, me acordé de mi muñeca preferida. No tuve uintención de tañas, que ya no habría más camino y que no podríamos conti-
llevármela, aunque me lo habían consentido. Me imaginé que se nuar, ni volver. Vi por primera vez, a ambos lados del camino,
podría romper, o que me la robarían cuando la dejase en mi ha- campanillas en flor. Esas florecillas rosadas y blancas me choca-
bitación, y después de haberla desnudado y haberle puesto la ron mucho. Mi madre me abría instintivamente e ingenuamente el
ropa de dormir, la acosté en mi pequeña cama y le arreglé las mundo de la belleza al asociarme, desde pequeña, en todas sus
sábanas con mucho cuidado. En el momento de la partida, corrí impresiones. Así, cuando aparecía alguna hermosa nube, un gran
a mirarla por última vez, y como Pierret me había prometido ir a efecto solar, unas aguas claras, me hacía mirar diciéndome: «¡Mira
darle de comer todas las mañanas, comenzó a caer en la duda qué bonito!» De inmediato, esos objetos que yo habría sido inca-
que todos los niños tienen sobre la realidad de esos seres. Es un paz de notar por mi misma, me revelaban su belleza, como si mi
estado verdaderamente singular, en el cual la naciente razón por madre hubiese tenido una llave mágica para abrir mi espíritu al
una parte y la necesidad de lo ilusorio por otra combaten en los sentimiento inculto pero profundo que ella misma experimenta-
corazones ávidos de amor maternal. Tomó las dos manos de mi ba. Recuerdo que nuestra compañera de viaje no comprendía las
muñeca y las unió sobre su pecho. Pierret me dijo que tenía la ingenuas admiraciones que mi madre me hacía compartir y decía:
actitud de una muerta. Entonces hice girar sus brazos hasta que «¡Oh señora Dupin, qué extraña es usted con su hijita!»
las manos se juntaron por encima de la cabeza, actitud de deses- Sin embargo, no recuerdo que mi madre me haya dicho ja-
peración o de invocación, a la cual yo atribuía muy seriamente más una frase completa. Sospecho que le debía ser bastante difí-
una idea supersticiosa. Pensaba que era un llamamiento Al hada cil, porque en aquella época apenas sabía escribir y no se pre-
buena, y que la muñeca, si se quedaba en esa postura, estaría ocupaba de una vaga e inútil ortografía. A pesar de esto, hablaba
protegida durante todo el tiempo de mi ausencia. Pierret con con pureza, como los pájaros, que cantan sin haber aprendido a
seguridad me prometió cuidarla para que no se perdiese. hacerlo. Tenía una voz dulce y una pronunciación distinguida.
No hay nada más verdadero en el mundo que esa loca y Sus pocas palabras me encantaban o me persuadían. Como su
poética historia de Hoffmann llamada Cascanueces. Es la vida memoria era muy frágil y jamás había podido relacionar dos he-
intelectual del niño, tomada de la misma realidad. Amo asimis- chos en su espíritu, se esforzaba en combatir en mi esa fragilidad
mo ese final embrollado que se pierde en el mundo de las quime- que era ya hereditaria. A cada momento me decía:

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–Es preciso que te acuerdes de lo que has visto. su terror, creyó distinguir unos sombreros puntiagudos y los tomó
Y en efecto, cada vez que se tomaba esa precaución, yo no por militares. Pero cuando los caballos, excitados y también asus-
me olvidaba. Al ver las campanillas en flor, me dijo: tados, salvaron una distancia considerable, el conductor los puso
–Respiralas, a eso huele la miel; ¡y no las olvides! al paso y bajó a conversar con sus pasajeros.
Fue la primera revelación del olfato que yo recuerdo y por –Y bien, señoras –dijo riendo siempre–, habéis visto los
ese encadenamiento de los recuerdos y las sensaciones que todo arcabuces. Debían tener alguna intención porque se mantuvie-
el mundo conoce sin poderlo explicar, cuando huelo campani- ron a la expectativa cuando nos vieron. Pero yo ya sabía que mis
llas, siempre veo las montañas españolas y el borde del camino caballos no harían tonterías. Si nos hubieran conducido a donde
en donde las cogí por primera vez. estaban, lo hubiésemos pasado mal.
Pero qué lugar era ese, sólo Dios lo sabe. Si lo volviese a ver –Pero –dijo mi madre– ¿Quienes eran?
lo reconocería. Creo que estaba cerca de Pancorbo. –En vuestro respeto, mi pequeña dama, eran tres grandes
Otra circunstancia que no olvidaré jamás, y que habría sor- osos serranos.
prendido a cualquier otra criatura, fue la que sigue: estábamos Mi madre sintió aún más miedo y suplicó al conductor que
en una pequeña llanura, no lejos de la población. La noche era azotase a sus caballos y que nos condujera rápidamente hasta el
clara, pero unos árboles frondosos bordeaban el camino y por próximo albergue, pero el hombre estaba aparentemente acos-
momentos arrojaban mucha sombra. Yo estaba en el pescante tumbrado a esos encuentros, que hoy en día serían extrañísimos
del carruaje con el postillón. El conductor apaciguó a sus caba- en plena primavera sobre todo, a lo largo de las grandes vías de
llos, se dio vuelta y gritó a mi compañero: comunicación. Nos dijo que esos animales eran sólo temibles
–¡Diles a esas damas que no tengan miedo; llevo buenos cuando se ponían a cuatro patas y nos condujo tranquilamente
caballos! sin preocuparse.
Mi madre no tuvo necesidad de que le repitieran esta frase; Yo no tuve ningún miedo; había conocido ya a varios osos
ya la había escuchado, y al asomarse por la ventanilla vio a tres en mis fantasías les había hecho devorar a personajes malignos
personajes, lo mismo que los veía yo. Dos en el costado del ca- de mis improvisadas novelas, pero jamás se habían atrevido a
mino y uno en el medio, a diez pasos más o menos de nosotros. devorar a mi buena princesa, en cuyas aventuras yo me identifi-
Parecían pequeños y estaban inmóviles. caba sin darme cuenta.
–¡Son ladrones, conductor –gritó mi madre–; no avance más, No hay que esperar un orden en estos recuerdos de hace
vuelva, vuelva! ¡Veo sus arcabuces! tanto tiempo. Están demasiado deshilvanados en mi memoria y
El conductor, que era francés, se puso a reir porque esta mi madre no ha podido ayudarme a encadenarlos, porque ella
visión de arcabuces le probaba que mi madre no tenía ni idea de los recuerda todavía menos que yo. Diré solamente, y según las
la clase de enemigos que nos iban a tocar. Juzgó prudente el no recuerde, aquellas circunstancias importantes que de una mane-
desengañarla, azotó a sus caballos y pasó resueltamente delante ra u otra me impresionaron o influyeron sobre mi.
de los tres flemáticos personajes, quienes ni se inmutaron y a Mi madre tuvo otro temor, menos fundado, en una posada
quienes yo vi con poca nitidez. Mi madre, que los había visto en que, sin embargo, tenía un buen aspecto. Recuerdo este albergue

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porque vi por primera vez en él esas bonitas alfombras de paja temente de su falda, y el joven postillón, que era un malvado,
anudada, de gran colorido, que reemplazan a los tapices en los que no tenía miedo de nada y que se burlaba de todo el mundo y
pueblos meridionales. Yo estaba muy cansada, viajábamos con de todas las cosas, nos siguió con otra antorcha. Nos fuimos a
un calor espantoso, y mi primera intención fue la de echarme escudriñar, de puntillas, para no despertar la desconfianza de los
estirada sobre la alfombra, al entrar en nuestra habitación. Segu- hoteleros, a quienes oíamos reir y charlar en la cocina. Mi madre
ramente ya habríamos estado en posadas peores de esa tierra nos mostró la mancha de sangre cerca de una puerta, en la que
española convulsionada por la insurrección, porque mi madre aplicó su oreja para escuchar. Y su imaginación debía estar tan
exclamó: excitada que creyó oír lamentos.
–¡Bendita hora, estas habitaciones parecen bastante limpias –Estoy segura –le dijo al mozo—de que aquí están unos
y espero que podremos dormir! soldados franceses decapitados por los malvados españoles.
Pero al cabo de unos instantes y habiendo salido al pasillo Y con una mano temblorosa pero resuelta abrió la puerta y
dio un grito y entró precipitadamente. Había visto una mancha se encontró en presencia de tres enormes cadáveres... de unos
grande de sangre en el suelo y había sido suficiente para que cerdos sacrificados para la provisión de la casa y el consumo de
creyese estar en un matadero. los viajeros.
La señora Fontanier (así se llamaba nuestra compañera de Mi madre comenzó a reír y fue a burlarse de sus temores con
viaje) se burló de ella, pero ni esto la hizo renunciar a examinar la señora Fontanier. En cuanto a mi, tuve más miedo al ver esos
furtivamente la casa antes de acostarse. Mi madre poseía una cerdos abiertos en canal, tan villanamente colgados en la pared,
cobardía bastante particular. Su viva imaginación le hacia sos- con sus hocicos rozando el suelo, que de cualquier cosa que pueda
pechar en todo momento peligros inmensos; pero, al mismo tiem- imaginarse.
po, su naturaleza activa y su presencia de ánimo le inspiraban el Sin embargo, ni aun por lo que vi me hice una idea de la
coraje de reaccionar, de examinar, de ver de cerca los objetos muerte, y fue preciso que sucediese otro acontecimiento para
que la asustaban con el fin de evitar el peligro, cosa que habrá que yo comprendiera de lo que se trataba. Es curioso, porque, a
conseguido bastante mal, según creo. Era de esa clase de muje- pesar de todo, yo ya había matado a mucha gente en mis novelas
res que teniendo siempre miedo de alguna cosa porque temen a creadas entre cuatro sillas y en mis juegos militares con Clotilde.
la muerte, no pierden nunca la cabeza, poseyendo, por así decir- Conocía la palabra, pero no su significado. Me había hecho la
lo, un fuerte instinto de conservación. muerta en el campo de batalla con mis compañeras «amazónicas»,
Por ello, provista de una antorcha, quiso incorporar a la se- y no había sentido ninguna molestia al estar acostada en el suelo
ñora Fontanier a su investigación; esta mujer, que no era ni tan y al cerrar los ojos durante algunos instantes. Aprendí en seguida
temerosa ni tan valiente, no se preocupaba en absoluto. Enton- lo que era durante nuestra estancia en otra posada, en donde me
ces me sentí invadida por un gran valor, que no tenía ningún habían dado una paloma viva de entre cuatro o cinco que se
otro mérito porque no había comprendido la razón de que mi habían destinado para el almuerzo; porque en España, lo princi-
madre tuviese tanto miedo. Pero al verla lanzarse sola en una pal en las comidas de los viajeros era el cerdo, y en esos tiempos
expedición que hacía retroceder a su compañera, me agarré fuer- de guerra y miseria resultaba un lujo encontrarlos. Esta paloma

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me causó gran alegría y ternura, jamás había tenido un juguete cerrar un ojo y yo dormí sobre la mesa, en donde ellas me habían
tan bonito y, sobre todo, un juguete vivo. ¡Qué tesoro! Pero com- hecho una cama bastante buena con los cojines de la calesa.
prendí en seguida que un ser vivo es un juguete muy incómodo, Me es imposible asegurar el momento preciso de la guerra de
porque siempre quería irse, y cuando la dejaba un momento en España en que nos encontrábamos. No me ocupé jamás de saber-
libertad se escapaba y era preciso perseguirla por toda la habita- lo en el tiempo en que mis padres hubieran podido ordenar mis
ción. Era insensible a mis besos, y aunque la llamara con los recuerdos y ya no tengo ningún pariente en el mundo que pueda
nombres más dulces, no me entendía. Me cansé y pregunté en ayudarme. Creo que partimos de París durante el mes de abril de
dónde estaban las otras palomas. Nuestro postillón respondió 1808, y que el terrible acontecimiento del 2 de mayo sucedió en
que las iban a matar. Madrid mientras nosotras estábamos atravesando toda España para
–Bien –dije yo–, quiero que también maten a la mía. llegar allí. Mi padre había llegado a Bayona el 27 de febrero. Escri-
Mi madre quiso hacerme renunciar a semejante idea cruel, bió algunas líneas a mi madre desde los alrededores de Madrid, el
pero yo me obstiné hasta el punto de llorar y gritar, cosa que le 18 de marzo, y debió ser en aquel tiempo cuando yo vi al empera-
causó una gran sorpresa. dor en París, a su retorno de Venecia y antes de su partida hacia
–Debe de ser –dijo ella a la señora Fontanier –que no se da Bayona; porque, cuando le vi, el sol ya se ponía y me daba en los
cuenta de lo que pide. Ella cree que morir es dormir. ojos, y además volvíamos a casa para cenar. Cuando nos fuimos
Me tomó de la mano y me llevó con mi paloma a la cocina, de París no hacía calor; en cambio, apenas llegar a España el calor
en donde estaban acogotando a sus hermanas. No recuerdo cómo nos torturó. Si yo hubiese estado en Madrid durante los aconteci-
lo hacían, pero vi la convulsión final del ave que moría violenta- mientos del 2 de mayo, semejante catástrofe me habría quedado,
mente. Gritó de manera desgarradora, y creyendo que mi palo- sin duda, vivamente grabada, porque todavía recuerdos los deta-
ma amada ya había corrido la misma suerte, lloré con amargura. lles menos importantes de aquel período.
Mi madre, que la tenía entre sus brazos, me la mostró viva. Casi He aquí uno que se me ha quedado un poco en el aire. Se
enloquecí de alegría. Pero cuando nos sirvieron en el almuerzo trata del encuentro que tuvimos en Burgos o en Vitoria, con una
los cadáveres de las otras palomas y me dijeron que eran los reina que posiblemente fuese la de Etruria. Además, es sabido
mismos animales que yo había visto tan bellos con sus plumas que la partida de esta princesa fue la primera causa del movi-
lustrosas y su dulce mirada, me horroricé del alimento y no lo miento del 2 de mayo en Madrid. La encontramos probablemen-
quise tomar. te pocos días más tarde, cuando ella se dirigía a Bayona, desde
Cuanto más avanzábamos en nuestro trayecto, mayor y más donde el rey Carlos IV la había reclamado para reunir así a toda
terrible se presentaba el espectáculo de la guerra. Pasamos una su familia bajo la garra del águila imperial.
noche en un pueblo que había sido quemado el día anterior y en Como este encuentro me impresionó mucho, puedo relatar-
donde no quedaba en el albergue otra cosa que una sala con un lo con algunos detalles. No sabría decir en qué lugar exacto ocu-
banco y una mesa. Para comer sólo había cebollas crudas, con rrió, pero sé que era una aldea en donde nos detuvimos para
las que yo me contenté, pero mi madre y su compañera no pu- cenar. En el albergue había un patio para los coches, y al fondo
dieron comerlas. Temían viajar durante la noche. La pasaron sin de este patio, un jardín bastante grande, en donde yo vi unos

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girasoles que me recordaron los de Chaillot. Por primera vez vi Para mi fue una emoción enorme, porque en mis novelas siem-
recoger las semillas de girasol y me dijeron que se podía comer. pre incluía reyes y reinos que yo me figuraba hermosísimos y cu-
En un rincón de ese mismo patio había una urraca en una jaula, biertos de una brillantez y un lujo extraordinarios. Pero la pobre
y esta urraca hablaba, cosa que me asombró muchísimo. Decía reina con la que me encontré estaba vestida con un traje blanco
en español algo que probablemente significaba: «Muerte a los muy estrecho, a la moda de aquellas épocas, y muy amarillento
franceses», o tal vez: «Muerte a Godoy». Yo sólo entendía clara- por el polvo. Su hija, que me pareció tener ocho o diez años, esta-
mente la primera palabra que la urraca repetía con afectación y ba vestida como la madre, y las dos me parecieron muy morenas y
con un acento verdaderamente diabólico: «Muera, muera» (1). bastante feas; al menos, es la impresión que recibí. Tenían un aire
El postillón de la señora Fontanier me explicaba que el pájaro triste e inquieto. En mis recuerdos no poseían ni escolta. En lugar
estaba colérico contra mi y que me deseaba la muerte. Yo estaba de partir, huía y escuché a mi madre murmurar con un tono apáti-
tan asombrada al escuchar hablar a un pájaro, que mis cuentos co: «Otra reina que se salva.» Estas pobres reinas se salvaban en
de hadas me parecieron más importantes y serios que nunca. No efecto, cediendo España al extranjero. Iban a Bayona para buscar
me di cuenta realmente del significado de esa palabra mecánica cerca de Napoleón una protección que no les faltó, así como tam-
que el pobre pájaro pronunciaba sin entenderla: ya que él habla- poco seguridad material; aunque fuera la culminación de su deca-
ba, debía pensar y razonar, según mi opinión, y tuve mucho mie- dencia política. Se sabía que esta reina de Etruria era hija de Car-
do de esta especie de genio maligno que golpeaba con el pico los los IV e infanta de España. Se había casado con su primo, hijo del
barrotes de su jaula repitiendo siempre: «¡Muera, muera!» viejo duque de Parma. Napoleón, queriendo apoderarse del duca-
do, había entregado en retribución a los jóvenes esposos la Toscana,
*** con el título de reino. Habían llegado a París en 1801, para agasa-
jar al primer cónsul, siendo acogidos con grandes festejos. Se sa-
Pero otro acontecimiento me distrajo. Un gran carruaje, al bía también que la joven reina, habiendo abdicado en favor de su
que seguían dos o tres más, acababa de llegar al patio, donde hijo, había vuelto a Madrid en los comienzos de 1804 para tomar
desengancharon los caballos y los sustituyeron por otros con una posesión del nuevo reinado de Lusitania, que la victoria debía
rapidez extraordinaria. Los aldeanos intentaban entrar al patio asegurarle en el norte de Portugal. Pero todo se tambaleó más
gritando «¡La reina, la reina!» Pero el dueño de la posada y otras adelante, gracias a la impotencia rectora de Carlos IV y a la escasa
personas los rechazaban diciendo: «No, no, no es la reina.» Todo lealtad de la política llevada a cabo por el príncipe de la Paz. Iba-
sucedió con tal rapidez, que mi madre, que estaba en la ventana, mos a mezclarnos en esa guerra formidable contra la nación espa-
no tuvo ni el tiempo de bajar a informarse de que se trataba. Por ñola, que nos llegaba como por una decisión de la fatalidad y que
otra parte, no dejaban acercarse a los carruajes, y los dueños de crearía espontáneamente a Napoleón la necesidad de ampararse
la posada parecían estar en el secreto, porque aseguraban a la en todas esas personas reales, en el momento justo en que ellas
gente de afuera que no se trataba de la reina. Sin embargo, una mismas imploraban su apoyo. La reina de Etruria y sus hijos si-
mujer de la casa me condujo cerca del carruaje principal dicién- guieron al anciano Carlos IV, a la reina María Luisa y al príncipe de
dome: «¡mira a la reina!» la Paz a Compiegne.

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Cuando yo vi a esta reina, ya estaba bajo la protección fran- nea protegida por el ejército francés, pero ni aun los mismos
cesa. Extraña protección que la arrancaba del amor tradicional franceses estaban seguros contra esas nuevas hordas sicilianas,
del pueblo español, consternado al ver partir a todos los miem- y mi madre, llevando a un niño en su seno y a otro en sus brazos,
bros de la familia real en medio de una lucha decisiva y terrible tenía sobrada razón para asustarse.
con el extranjero. En Aranjuez, a pesar de su odio contra Godoy, Olvidó sus terrores y sufrimientos al ver a mi padre. La fati-
el pueblo había querido detener a Carlos IV el 17 de marzo; el 2 ga que me rendía se disipó en un instante al contemplar el aspec-
de mayo, en Madrid, había querido retener también al infante to de las habitaciones, magníficas, en las que nos íbamos a insta-
don Francisco de Paula y a la reina de Etruria. El 1 de abril, en lar. Era en el palacio del príncipe de la Paz, y yo entraba allí
Vitoria, intentó hacer lo mismo con Fernando. En todas las oca- convencida de la plena realización de mis cuentos de hadas.
siones había tratado de desenganchar los caballos y de quedarse Murat ocupaba el piso bajo del mismo palacio, el más rico y el
con esos príncipes pusilánimes que lo desconocían y que le aban- más confortable de Madrid, ya que había protegido los amores
donaban poseídos por el pánico; pero, arrastrados por el destino, de la reina y de su favorito y en él reinaba más lujo que en la
habían resistido; los unos a las amenazas, los otros a las plega- misma casa de los reyes. Nuestras habitaciones estaban situa-
rias del pueblo. ¿Hacia dónde corrían? A la esclavitud de das, según creo, en el tercer piso. Eran inmensas, tapizadas con
Compidgne y de Valengay. damasco de seda. Las cornisas, los lechos, los sillones, los diva-
Hay que pensar que, en la época en que contemplo la esce- nes, todo era dorado y todo me pareció oro macizo, siempre como
na, yo no comprendía nada sobre la incógnita actitud de la reina en los cuentos de hadas. Las gruesas cabezas que parecían salir-
fugitiva, pero siempre recordaré su rostro sombrío que parecía se de los marcos y seguirme con sus ojos, me atormentaron bas-
traicionar el miedo de quedarse y el temor de partir al mismo tante. Pero bien pronto me acostumbré. Otra maravilla para mi
tiempo. Estaba en la misma situación de su madre y de su padre fue el espejo del tocador, en el que yo me veía caminar sobre los
en Aranjuez, cuando estuvieron en presencia de un pueblo que tapices y en el cual yo no me reconocí al principio, porque jamás
no quería que se quedaran, pero que tampoco quería dejarlos me había podido reflejar en un espejo de la cabeza a los pies, y
marchar. La nación española estaba cansada de sus imbéciles no me había hecho nunca una idea sobre mi estatura, que era, de
soberanos; pero, a pesar de que lo eran, les preferían al hombre acuerdo a mi edad, bastante pequeña. De todas maneras, yo me
gentil que no era español. Parecía haber tornado por divisa, como encontré tan enorme que hasta me asusté.
nación, la frase enérgica que Napoleón pronunciara en un senti- Es muy posible que el bello palacio y las bellas habitaciones
do más restringido: «Hay que lavar la ropa sucia en familia.» fueran de un pésimo gusto a pesar de la admiración que me pro-
Llegamos a Madrid durante el mes de mayo, habíamos sufri- dujeron. Por lo menos, estaban bastante sucios y repletos de
do tanto en el viaje, que recuerdos poquísimo o casi nada de los animales domésticos, de conejos entre otros, que corrían y en-
últimas días del mismo. Pero, al menos, llegamos a nuestro des- traban en todas partes sin que nadie les prestara la menor aten-
tino sin ninguna catástrofe, lo que ya fue casi milagroso, porque ción. Estos tranquilos anfitriones, los únicos que encontramos,
España se había levantado ya en varios de sus puntos y por to- tenían la costumbre de ser admitidos en las habitaciones o, tal
dos lados rugía la tempestad lista para explotar. Seguimos la lí- vez, podían haberse aprovechado de la preocupación general y

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se habían pasado de la cocina al salón. Había uno, blanco como Conocí a Murat en París; había jugado con sus hijos, pero no
la nieve, con dos ojos como rubíes, que en seguida me tomó un lo recordaba. Probablemente lo había visto vestido como todo
gran cariño. Se había instalado en el ángulo del dormitorio, de- el mundo. Pero, en Madrid, tan dorado y engalanado se me apa-
trás del tocador, y nuestra intimidad se estableció de inmediato reció, que me impresionó muchísimo. Lo llamaban «el príncipe»
sin ningún regateo. Sin embargo y a pesar de todo era bastante y, como en los dramas de feria y en los cuentos, los príncipes
maligno, y varias veces arañó la cara de aquellas personas que desempeñan siempre el primer papel, creí ver al famoso príncipe
intentaron desalojarlo; pero jamás se rebeló contra mi, y se dor- Fonfarinet. Así lo llamaba yo naturalmente, sin darme cuenta de
mía sobre mis rodillas o sobre el borde de mi vestido durante que usaba un epigrama. Mi madre trató de impedirme que lo
horas enteras, mientras que yo le contaba mis mejores historias. llamara de esa manera, aunque siempre lo hacía así al verlo en
Tuve pronto a mi disposición los más bellos juguetes del las galerías del palacio. Me habituaron a llamarlo «mi príncipe»
mundo: muñecas, ovejas, juegos de cocina, camas, caballos, todo al dirigirle la palabra y él me dedicó un gran cariño.
cubierto de oro fino, de flecos, gualdrapas y lentejuelas, eran los Es muy posible que estuviera disgustado al ver que uno de
juguetes abandonados por los infantes de España y estaban ya sus ayudantes de campo le traía, en las circunstancias terribles
medio rotos por ellos mismos. Los descuidé y no les di impor- en que se encontraba, a su mujer y a sus hijos, y tal vez preten-
tancia al principio, porque esos juguetes me impresionaron gro- dieran que todo tuviese ante sus ojos un aspecto militar. Cierto
tesca y desagradablemente. Sin embargo, debían de ser muy cos- es que siempre que estuve en su presencia, me hicieron vestir
tosos, porque mi padre se guardó dos o tres pequeños persona- uniforme. Ese uniforme era una maravilla. Lo guardamos con
jes en madera pintada, que regaló a mi abuela como objetos de nosotros hasta que yo fui ya demasiado grande para usarlo. To-
arte. Ella los conservó algún tiempo, para admiración de todo el davía puedo recordarlo minuciosamente. Consistía en un dolman
mundo. Pero después de la muerte de mi padre, no sé cómo vol- de casimir blanco, con galones y botones de oro fino; una pehiza
vieron a caer en mis manos, y recuerdo a un viejecito cubierto forrada en negro, y un pantalón de casimir amaranto, con orna-
de harapos que debía de tener una expresión notable por el mie- mentos y bordados de oro al estilo húngaro. Tenía también botas
do que me producía. Esta representación habilidosa de un pobre de piel, de color rojo, con bordes dorados; el sable, el cinturón
viejo mendigo, descarnado y tendiendo la mano, se habría desli- con presillas de seda y agujas de malla dorada; el guardasable,
zado por azar entre las brillantes chucherías de los infantes de con un águila bordada en perlas finas; nada le faltaba. Al verme
España la personificación de la miseria es siempre un juguete equipada exactamente como mi padre, o me tomó por un mu-
extraño en las manos del hijo de un rey y siempre también da chacho o quiso ser cómplice del pequeño engaño de mi madre;
qué pensar. el caso es que Murat me presentó a los demás riéndose como su
Por otra parte, los juguetes no me interesaron en Madrid ayuda de campo y nos admitió en su intimidad.
tanto como en París. Había cambiado de medio. Los objetos ex- No tuvo mucho atractivo para mi, porque el hermoso uni-
teriores me absorbían y mi propia existencia comenzó a tener forme era un suplicio. Había aprendido a llevarlo muy bien, es
para mi una apariencia tan maravillosa que hasta olvidé los cuen- cierto, a arrastrar mi pequeño sable, sobre las losas del palacio, a
tos de hadas. hacer flotar mi pelliza sobre mi espalda de la forma más conve-

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niente. Pero tenía calor con ese traje, me sentía aplastada bajo con el cervatillo durmiendo juntos y él había querido vernos. En
los galones y era feliz, cuando al entrar en nuestras habitaciones, efecto: el pobre animal, que no tenía sino pocos días de existen-
mi madre me vestía con el vestido español de la época, el traje cia y a quien los perros habían perseguido la víspera, estaba tan
de seda negra bordeado por una redecilla fina, que se ajustaba agotado por la fatiga que se había arreglado para dormir en mi
en las rodillas y caía en cascada sobre los tobillos, además de la cama, como lo hubiera podido hacer un perrito. Estaba acurru-
mantilla negra. Con esa vestimenta, mi madre estaba bellísima. cado, con la cabeza sobre la almohada, mostrando sus patitas
Jamás una verdadera española habrá tenido una piel oscura tan replegadas como si hubiera temido herirme con ellas. Mis dos
fina, unos ojos negros tan aterciopelados, un pie tan pequeño y brazos enlazaban su cuello, tal y como yo los había puesto al
una cintura tan cimbreada. Murat se enfermó; se dijo que fue a volverme a dormir. Mi madre me ha dicho que Murat lamentó
causa de sus desarreglos, pero no era cierto. Tuvo una inflama- en aquellos momentos no poder mostrar un grupo tan tierno a
ción de los intestinos, como la mayoría de nuestros soldados en un artista. Su voz me despertó, pero a los cuatro años no se es
España, y sufría de dolores violentísimos, que no, le hicieron sin nada cortés y mis primeras caricias fueron para el cervatillo, que
embargo guardar cama. Creía estar envenenado y no llevaba su parecía pretender devolvérmelas por el calor que mi pequeño
mal con mucha paciencia, porque sus gritos retumbaban en el lecho le había proporcionado.
triste palacio, en donde no se dormía por otra parte más que con Lo retuve conmigo durante algunos días y lo amé apasiona-
un solo ojo. Recuerdo haberme despertado por el temor de mi damente. Pero creo con seguridad que la ausencia de su madre
padre y de mi madre, la primera vez que rugió en medio, de la lo mató, porque una mañana ya no lo vi más y me dijeron que
noche. Pensaron que lo estaban asesinando. Mi padre saltó de la estaba ya a salvo. Me consolaron asegurándome que encontraría
cama, tomó su sable y corrió, casi desnudo, hacia las habitacio- otra vez a su madre y que sería feliz en los bosques.
nes del príncipe. Yo escuché los gritos de este pobre hombre, Nuestras vacaciones en Madrid no duraron nada más que
tan temible en la guerra y tan pusilánime fuera del campo de dos meses, y sin embargo me parecieron una eternidad. No ha-
batalla: tuve mucho miedo y comenzé también a gritar. Parece bía ningún niño de mi edad para jugar y muy a menudo me que-
ser que yo había por fin comprendido lo que era la muerte, por- daba sola durante una gran parte del día. Mi madre se veía obli-
que entre sollozos, exclamaba: gada a salir con mi padre y me confiaba a una criada madrileña
–¡Matan a mi príncipe Fonfarinet! que le habían recomendado como segura, pero que se tomaba
Supo de mi dolor y me amó más aún. Unos días después, las de Villadiego en cuanto mis padres desaparecían. Mi padre
subió a nuestras habitaciones, hacia la medianoche, y se acercó tenía un criado que se llamaba Weber y que era el mejor hombre
a mi cama. Mi padre y mi madre estaban con él. Volvían de una del mundo; con frecuencia, venía a cuidarme en lugar de Teresa,
partida de caza y traían con ellos un pequeño cervatillo, que pero este valiente alemán que no sabía casi ninguna palabra en
Murat puso a mi lado. Yo abracé al cervatillo y me volví a dor- francés, me hablaba en una lengua ininteligible y olía además
mir sin poder agradecérselo Al príncipe. Pero al día siguiente por tan mal, que sin darme yo cuenta del motivo de mi malestar,
la mañana, al despertarme, vi a Murat a mi lado. casi me desmayaba cuando él me llevaba en sus brazos. No co-
Mi padre le había comentado el espectáculo que yo ofrecía mentaba nunca la desatención de la criada y a mi ni se me ocu-

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rría quejarme. Creía que Weber estaba encargado de velar por niños para imitar lo que ven hacer. Entonces, olvidaba por com-
mi y sólo deseaba que se quedase en la antecámara y me dejase pleto que la figura que bailaba en el espejo era la mía y me asom-
sola en la habitación. Mis primeras palabras cuando se me acer- braba que se detuviese cuando yo me detenía.
caba eran: «Weber, te quiero mucho, vete.» Y Weber, dócil como Cuando ya me había entretenido lo suficiente con esos bai-
buen alemán, se iba. Cuando vio que yo me quedaba tranquila en les de mi invención, me iba a soñar a la terraza. Esta terraza que
mi soledad, se le ocurrió encerrarme a veces e irse a ver sus caba- se extendía sobre toda la fachada del palacio, era muy grande y
llos, que probablemente lo recibirían con mayor amabilidad. Co- muy bonita. El sol calentaba su balaustrada de mármol blanco
nocí, pues, por primera vez, el placer un poco extraño para un que no podía ni tocarla. Era demasiado pequeña para poder mi-
niño, pero vivamente sentido por mi, de encontrarme sola. Lejos rar por encima de ella, pero a su través podía distinguir todo lo
de contrariarme o asustarme, me daba un poco de rabia ver vol- que pasaba en la plaza. En mis recuerdos, este lugar quedó gra-
ver el coche de mi madre. Debí quedar bien impresionada de mis bado como algo magnífico. Alrededor había otros palacios o gran-
contemplaciones, porque las recuerdo patentemente, mientras que des y bellas casas, pero jamás visité la ciudad y creo no haber
me he olvidado de miles de circunstancias exteriores probable- visto nunca nada de ella durante todo el tiempo que pasé en
mente mucho más interesantes. En las que acabo de relatar, los Madrid. Es probable que después del levantamiento del 2 de
recuerdos de mi madre han ayudado a mi memoria; pero, en los mayo no se permitiera a los habitantes circular por los alrededo-
que referiré de inmediato, nadie me pudo ayudar. res del palacio del general en jefe. No vi, entonces, otra cosa que
Cuando lograba verme sola en la gran habitación donde po- uniformes franceses y algo mucho más bello para mi imagina-
día moverme a mi gusto, me colocaba delante del tocador y en- ción: los mamelucos de la guardia, acuartelados en el edificio
sayaba poses teatrales. Después, cogía mi conejo blanco y pre- situado enfrente del nuestro. Esos hombres bronceados, con sus
tendía que hiciera lo mismo que yo; o también efectuaba el si- turbantes y su rica vestimenta oriental, formaban grupos que yo
mulacro de ofrecerlo en sacrificio a los dioses, sobre un taburete no me cansaba de mirar.
que me servía de altar. Yo no sé si había visto algo parecido en Llevaban a beber a sus caballos a un gran abrevadero situa-
algún teatro o en algún grabado. Me envolvía en una mantilla do en medio de la plaza y constituían un espectáculo que, sin
para sentirme una sacerdotisa y contemplaba en el espejo todos darme cuenta, me cautivaba con su poesía.
mis movimientos. Hay que pensar que yo no tenía la menor idea A mi derecha, todo un costado de la plaza estaba ocupado
sobre lo que era la coquetería; mi emoción y placer se debían a por una iglesia de una arquitectura maciza, al menos así la re-
verme reflejada con el conejo en el espejo y llegaba en mi ilusión cuerdo, coronada por una cruz sobre un globo dorado. Esta cruz
a convencerme de que representaba una escena con cuatro per- y este globo brillante cuando el sol desaparecía –destacándose
sonas: dos niñas y dos conejos. El conejo y yo nos saludábamos, en un cielo azul como jamás he vuelto a ver–, constituían un
nos amenazábamos, dialogando con los personajes del espejo. paisaje que nunca olvidaré y que yo contemplaba hasta que en
Bailábamos juntos el bolero, porque después de los bailes del mis ojos se formaban esas bolitas rojas y azules que con una
teatro, las danzas españolas me habían encantado y ensayaba las palabra derivada del latín, llamamos en nuestra lengua del Berry
posturas y los pasos de éstas, con la facilidad que tienen los orblutes. Esta palabra debería usarse en el lenguaje moderno. Debe

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haber sido francesa, a pesar de que no la he encontrado en nin- repetido con mi propia voz. Entonces, se me ocurrió una tonta
gún autor. No tiene equivalentes y explica perfectamente un fe- explicación. Yo debía ser doble y cerca de mí debía estar mi otro
nómeno que todo el mundo conoce y que se manifiesta y trata yo, a quien no podía ver, pero que me veía siempre, puesto que
de explicarse con perífrasis inexactas. siempre me respondía. Esto se grabó en mi cerebro como algo
Estas orblutes me divertían mucho y no podía explicármelas que debía ser, que siempre había sido y de lo cual yo nunca me
naturalmente. Sentía un gran placer al ver flotar delante de mis había dado cuenta; comparaba ese fenómeno con el de mis orblites,
ojos esos colores ardientes que se pegaban a todos los objetos y que tanto me había asombrado anteriormente y al que yo me
que persistían cuando yo cerraba los ojos. Cuando la órbita es había acostumbrado sin comprenderlo. Deduje que todas las cosas
completa, representa exactamente la forma del objeto que la y todas las gentes tenían un reflejo, un doble, un otro yo y desea-
produce; es una especie de espejismo. Veía, entonces, al globo y ba vivamente ver al mío. Lo llamé cien veces, siempre le decía
a la cruz de fuego dibujarse en cualquier lugar en donde mis ojos que viniese cerca de mi. Él respondía: «Ven aquí, ven», y me
y mis miradas se detenían y me asombra el haber repetido tanto parecía que se alejaba o se acercaba cuando yo cambiaba de
e impunemente este juego, muy peligroso para los ojos de un lugar. Lo busqué y lo llamé en la habitación y ya no me respon-
niño. Pero bien pronto descubrí en la terraza otro fenómeno que dió; fui al otro extremo de la terraza y se quedó mudo; volví
yo ignoraba. La plaza estaba con frecuencia vacía y, aun en ple- hacia el medio y después hasta la extremidad del lado de la igle-
no día, un silencio melancólico reinaba en el palacio y en sus sia. En ese momento él volvió a responder al mi «Ven aquí» con
alrededores. Un día, este silencio me asustó y llamé a Weber, a un «Ven aquí» tierno e inquieto. Mi otro yo debía encontrarse sin
quien vi pasar por la plaza. Weber no me escuchó, pero una voz duda en algún lugar del aire o de la muralla; pero, cómo esperar-
idéntica a la mía repitió su nombre en el otro extremo del bal- lo y cómo verlo? Me volvía loca con semejante enigma.
cón. La llegada de mi madre me interrumpió y no sabría decir por
Esta voz me tranquilizó, ya no estaba sola, pero curiosa por qué, lejos de preguntarle, le oculté lo que me inquietaba tanto.
saber quién repetía mis palabras, entré en la habitación, creyen- Hay que creer que los niños aman el misterio de sus sueños y es
do encontrar a alguien. Estaba completamente sola como de cierto que yo jamás quise averiguar el misterio de mis orblites.
costumbre. Volví a la terraza y llamé a mi madre; la voz repitió Quería descubrir el problema sola, quizá, por haberme sentido
la palabra con mucha dulzura, pero muy claramente y eso me desilusionada ante la explicación de cualquier cosa que me ha-
dio mucho que pensar. Bajando la voz, pronuncié mi nombre, bía privado de su secreto encanto. Guardad silencio sobre el
que volví a escuchar inmediatamente de manera confusa. Lo nuevo prodigio y durante algunos días, olvidando los bailes, dejé
repetí más dulcemente y la voz se dulcificó, pero distinta, como dormir tranquilo a mi pobre conejo y al espejo representar y re-
si me hablase al oído. Yo no comprendía nada, estaba convenci- petir tan sólo la imagen inmóvil de los grandes personajes retra-
da de que alguien estaba conmigo en la terraza; pero al no ver a tados en los cuadros. Tenía paciencia para esperar a estar otra
nadie y mirando inútilmente a todas las ventanas que estaban vez sola, para recomenzar mi experiencia; pero, al fin, mi madre
cerradas, estudié ese prodigio con un placer enorme. La impre- entró en la terraza sin que yo me diese cuenta y al escucharme,
sión más extraña para mí era la de escuchar mi propio nombre sorprendió el secreto de mi amor por el ser de la terraza. No

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había posibilidad de ocultarle ya nada; le pregunté en dónde es- dre soportaba con valor sus dolores y traía a sus hijos al mundo
taba quien repetía todas mis palabras, y ella me dijo: «Es el eco». con rapidez; sin embargo, en aquella ocasión sufrió durante va-
Afortunadamente para mi, no me explicó semejante miste- rias horas, pero a mi me alejaron de ella unos instantes, después
rio. Probablemente nunca se le había ocurrido pensar en una de los cuales mi padre me llamó y me mostró un niño.
cosa así; me dijo que se trataba de una voz que estaba en el aire Apenas le presté atención. Mi madre estaba recostada sobre
y lo desconocido guardó para mí su poesía. Durante varios días un canapé, tenía su rostro tan pálido y los rasgos tan contraídos
mis, pude continuar lanzando mis palabras al viento. Esta voz que me fue dificil reconocerla. Después, un gran miedo me inva-
aérea no me asombraba ya más, pero todavía me encantaba; me dió y corrí hacia ella llorando, mientras la abrazaba. Quería que
sentía muy satisfecha de poder darle un nombre y de gritarle: me hablara, que respondiese a mis caricias, y como me alejaron
«¡eco! ¿Estás ahí? ¿Me escuchas? ¡Buenos días, eco!» otra vez para dejarla reposar, me sentí desolada por mucho tiempo,
Mientras que la vida imaginativa esta tan desarrollada entre creyendo que se iba a morir y que pretendían ocultármelo. Me
los niños, ¿los sentimientos se retrasan? No recuerdos haber pen- fui a la terraza llorando y no pudieron interesarme en el recién
sado en mi hermana, ni en mi buena tía, ni en Pierret, ni aún en nacido. Este pobre niño tenía los ojos de un color azul claro. Al
mi querida Clotilde durante toda mi estancia en Madrid. Y sin cabo de algunos días, mi madre comenzó a atormentarse por la
embargo, ya era capaz de amar, puesto que ya sentía una gran palidez de sus pupilas y yo escuché con frecuencia hablar a mi
ternura hacia ciertas muñecas y por determinados animales. Creo padre y a otras personas con mucha ansiedad de la palabra cris-
que la indiferencia con la cual los niños abandonan a las perso- talino. Al fin, después de quince días, ya no cupo ninguna duda,
nas que les son queridas, se debe a la imposibilidad e incapaci- el niño era ciego. No quisieron decírselo a mi madre y la dejaron
dad que tienen de apreciar la duración del tiempo. Cuando se les en una especie de incertidumbre. Delante de ella, hablaban tími-
habla de un año de ausencia, no saben si un año es algo mucho damente y con esperanza de que el cristalino se reforzaría en el
más largo que un día; recurriendo a las cifras se les aclararía la ojo del niño. Ella se dejaba consolar y el pobre enfermo fue amado
cuestión inútilmente, porque tampoco lo llegarían a entender. y mimado con tanta alegría, como si su existencia no hubiera
Creo que las cifras no les dicen nada en absoluto. Cuando mi constituido una desgracia para él y para los suyos. Mi madre lo
madre me hablaba de mi hermana, yo creía haberla abandonado alimentaba y no habían pasado dos semanas todavía cuando hubo
el día anterior y, sin embargo, el tiempo me parecía eterno. En el que ponerse en camino hacia Francia a través de toda una Espa-
defecto de equilibrio del niño, hay mil contradicciones que se ña incendiada.
nos hace muy dificil explicar una vez equilibrados...
Creo que la vida sentimental no se reveló en mi hasta el ***
momento en que mi madre dio a luz en Madrid. Me habían ya
anunciado la llegada cercana de un hermanito o de una herma- Partimos en la primera quincena de julio. Murat iba a tomar
nita y desde hacía unos días veía a mi madre acostada en un posesión del trono de Nápoles. Mi padre disfrutaba licencia. Ig-
diván. Un día me enviaron a jugar a la terraza y cerraron las noro si acompañó a Murat hasta la frontera y si viajamos con él.
puertas de la habitación; no escuché el menor lamento; mi ma- Recuerdo que estábamos en una calesa y creo que seguimos a

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los equipajes de Murat, pero no tengo idea clara de mi padre ese campo de lucha y no es muy probable que allí se encontrara.
hasta Bayona. Pero mi madre se imaginaba, sin duda, que podía haber sido
Lo que recuerdo mucho es el estado de sufrimientos, de sed, enviado para una misión.
de calor devorante y de fiebre en el que yo estuve durante todo Ya fuese el asunto de Río Seco o la toma de Torquemada, lo
el tiempo que duró el viaje. Avanzábamos muy lentamente a cierto es que nuestro coche fue requisado para llevar heridos o a
través de las colonias de la armada. Ahora me viene a la memo- personas más estimables que nosotras y que hicimos una parte del
ria que mi padre estaba con nosotras, porque, como seguíamos camino en una carreta con las maletas, proveedores y soldados
un camino bastante estrecho entre montañas, vimos a una enor- enfermos. También es cierto que pasamos por el campo de batalla
me serpiente que lo atravesaba casi por completo como una lí- al día siguiente o al subsiguiente y que yo vi una vasta planicie
nea negra. Mi padre nos hizo detener, corrió y la cortó en dos cubierta de miembros informes bastante parecidos, en grande, a
con su sable. Mi madre quiso en vano retenerlo. Tenía miedo la carnicería de muñecas, caballos y carromatos que yo organiza-
como de costumbre. ba con Clotilde en Chaillot o en la casa de la calle Grange Batelidre.
Sin embargo, otra circunstancia me hace pensar que mi pa- Mi madre ocultaba el rostro porque hasta el aire estaba infectado.
dre no estuvo con nosotras, sino a ratos y que se volvía a encon- No pasamos lo suficientemente cerca de esos objetos siniestros
trar con Murat de cuando en cuando. Este detalle es bastante para que yo me pudiese dar cuenta de lo que se trataba y pregunté
sorprendente como para haberse grabado en mi memoria, pero por qué habían sembrado allí tantos andrajos. Al fin, la rueda pisó
como la fiebre me mantenía en una especie de sopor casi conti- algo que se rompió con un chasquido extraño. Mi madre me retu-
nuo, esta imagen predomina sobre todo lo que aún puede preci- vo en el fondo de la carreta para impedirme mirar: era un cadáver.
sar de aquel acontecimiento. Estando una tarde en la ventana Después vi varios esparcidos por el camino, pero me encontraba
con mi madre, vimos el cielo todavía alumbrado por el sol que tan enferma que no recuerdo haberme sentido muy impresionada
declinaba, atravesado por fuegos cruzados, y mi madre me dijo: por esos horribles espectáculos.
«Mira, es una batalla; tu padre debe estar allí.» Con la fiebre, experimenté en seguida otro sufrimiento aje-
Yo no tenía ni idea de lo que era una batalla verdadera. Lo no a los desórdenes de la vida y que los soldados enfermos con
que contemplaba se me aparecía como un inmenso fuego de ar- los cuales viajábamos, también sentían: se trataba del hambre,
tificio, algo como divertido y triunfante, una fiesta o un torneo. un hambre excesiva, enfermiza, casi animal. Esas pobres gen-
El ruido del cañón y las grandes luminarias de fuego me regoci- tes, que tantos cuidados y solicitudes habían tenido para con
jaban. Asistía a ello como ante un espectáculo, comiendo una nosotras, me habían contagiado un mal que explica ese fenóme-
manzana verde. No sé a quién dijo mi madre: «¡que felices son no y que cualquier ama de casa un poco melindrosa no habrá
los niños aunque no comprendan!» Como desconozco la ruta podido evitar en su infancia. Pero la vida tiene sus vueltas y
que las operaciones de guerra nos obligaron a seguir, no sabría cuando mi madre se desesperaba al ver a mi pequeño hermano y
decir si esta batalla fue la de Medina del Río Seco, o un episodio a mí en ese estado, los soldados y las cantineras le decían riendo:
menos importante de la hermosa campaña de Bessidres. Mi pa- «¡Bah!, señora, no es nada; se trata de un certificado de salud
dre, ligado a la persona de Murat, no tenía nada que hacer sobre para toda la vida.»

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La sarna, puesto que es preciso llamarla por su nombre, ha- Recuerdo también una magnífica catedral en la que los hombres
bía comenzado conmigo, se extendió a mi hermano, después pasó del pueblo ponían una rodilla en el suelo para orar, el sombrero
a mi madre y a otras personas, a quienes llevamos este triste sobre la otra y una pequeña estera redonda para no tocar el sue-
fruto de la guerra y de la miseria, afortunadamente debilitada en lo. Asimismo, me acuerdo de Vitoria y de una criada cuyos lar-
nosotros por los cuidados extremos y la pureza de sangre. gos cabellos negros llenos de piojos flotaban sobre su espalda.
En pocos días, nuestra suerte había cambiado por comple- Estuve un día o dos bastante mejor en la frontera de España. El
to. Ya no estaba el palacio de Madrid, los lechos dorados, los tiempo había refrescado, la fiebre y la miseria habían concluido.
tapices de oriente y las cortinas de seda; ahora se trataba de Mi padre se encontraba decididamente entre nosotras. Había-
carretas inmundas, de pueblos incendiados, de ciudades bom- mos vuelto a conseguir la calesa para terminar el viaje, les alber-
bardeadas, de caminos cubiertos de muertos, de brechas en las gues eran limpios y había camas y todo tipo de alimentos de los
que buscábamos encontrar una cota de agua para calmar una cuales nos habíamos privado desde hacía bastante tiempo, por-
sed abrasadora y en donde se veían surgir de repente coágulos que me pareció todo, una novedad, entre otras cosas los pasteles
de sangre. Sobre todo, dominaban un hambre horrible y una y los quesos. Mi madre me aseó en Fuenterrabía y sentí un placer
disentería cada vez más amenazadoras. enorme al poder tomar un baño. Me cuidaba a su manera y al
Mi madre soportaba todo eso con un gran coraje, pero no salir del baño me embadurnaba con azufre de la cabeza a los
podía vencer el asco que le inspiraban las cebollas crudas, los pies y después me hacía tragar unas pastillas de azufre mezclado
limones verdes y las semillas de girasol, con las que yo me con- con manteca y azúcar. Ese sabor y olor que me obsesionaron
tentaba sin repugnancia; por otro lado, ¡qué alimentos para una durante dos meses me han dejado una gran repugnancia para
mujer que daba el pecho a un recién nacido! todo lo que me los hace recordar.
Atravesamos un campo francés, no sé cuál, y a la entrada de Encontramos algunas personas conocidas en la frontera,
una tienda vimos a un grupo de soldados que comían una sopa porque recuerdo un gran almuerzo y algunas delicadezas que me
con gran apetito. Mi madre me colocó en medio de ellos, rogán- aburrieron mucho. Había vuelto a recuperar mis facultades y mi
doles que me dejaran comer un poco. Esa gente valiente me gusto par los objetos exteriores. No sé par qué mi madre tuvo la
colocó inmediatamente entre ellos y me hicieron comer todo lo idea de volver en barco a Bordeaux. Tal vez estaba cansada por
que quise, sonriendo tiernamente. La sopa me pareció excelente la fatiga del viaje en coche; tal vez se imaginaba, obediente a su
y cuando ya había comido un poco, un soldado le dijo a mi ma- instinto, que el aire del mar ahuyentaría de sus hijos y de ella
dre dudando: «Le daríamos a usted también, pero a lo mejor no misma el veneno de la pobre España.
le gusta, porque el sabores un poco fuerte.» Mi madre se acercó Parece ser que el tiempo era bueno y el océano estaba tran-
y miró dentro de la olla. Con el pan y sobre el caldo grasoso, quilo, porque era una nueva imprudencia el arriesgarse en chalu-
flotaban restos extraños... Se trataba de una sopa de cabos de pa par las costas de Gascuña, en ese golfo de Vizcaya tan agita-
vela. do siempre. Cualquiera que fuese el motivo, el caso es que se
Me acuerdo de Burgos y de una ciudad (esa u otra) en la que alquiló una chalupa, se embarcó a la calesa y partimos como
las aventuras del Cid estaban pintadas al fresco en las murallas. para una salida de placer. No sé en dónde nos embarcamos ni

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qué gentes nos acompañaron hasta la orilla prodigándonos gran- cia y la resolución del joven oficial que después de haber salva-
des cuidados. Me dieron un gran ramo de rosas, que guardé du- do a su familia, no quiso abandonar al patrón en el salvamento
rante todo el tiempo de la travesía para protegerme del olor al de su barca y que dirigía el pequeño zafarrancho más acertada-
azufre. mente que ellos. Cierto es que su aprendizaje lo había hecho en
No sé cuanto tiempo tardamos en separarnos de la orilla; el campo de Boulogne; pero en todas las cosas sabía aplicar una
volví a caer en mi sopor letárgico y la travesía no me dejó otros sangre fría y una rara presencia de ánimo. Se servía de su sable
recuerdos que los de la partida y los de la llegada. En el momen- como de un hacha o una cuchilla para cortar y romper, y sentía
to en que nos acercábamos, un golpe de viento nos alejó de la por ese sable (probablemente era el sable africano del que habla-
orilla y vi al piloto y a sus dos ayudantes dominados por una ba en su última carta) un amor extraordinario. En los primeros
gran ansiedad. Mi madre volvió a tener miedo y mi padre se momentos de incertidumbre de nuestro desembarco, mi madre
puso a maniobrar: pero como habíamos entrado al fin en la había tratado de impedirle que descendiera, diciéndole: «¡Eh!,
Gironde, chocamos con una roca y el agua comenzó a entrar en deja que se vaya todo lo que tenemos al fondo del mar, en vez
la barca. Nos dirijimos precipitadamente hacia la orilla, pero el de correr el peligro de ahogarte.» Y el le respondió: «Preferiría
casco se llenaba continuamente y la chalupa se iba hundiendo correr ese riesgo, antes que abandonar mi sable.»
de una manera visible. Mi madre, protegiéndonos, había entrado En efecto, fue la primera cosa que salvó. Mi madre se sentía
en la calesa; mi padre trataba de tranquilizarla decidiéndole que muy satisfecha teniendo a su hija al costado y a su hijo en los
teníamos tiempo suficiente para abordar antes de que nos hun- brazos. Yo había salvado mi ramo de rosas con el mismo amor
diéramos. Sin embargo, el puente comenzó a mojarse y mi padre que mi padre había puesto para salvarnos a todos. Me había cui-
se quitó su abrigo y preparó un chal para atar a sus dos hijos dado de no perderlo al salir de la calesa media sumergida y al
sobre su espalda: «Quédate tranquila –le decía a mi madre–, te subir por la escala de salvamento; mi sentimiento hacia las rosas
tomaré con un brazo, nadaré con el otro y los salvaré a los tres.» era como el de mi padre hacia su sable.
Al fin, tocamos tierra, o más bien, un gran muro de piedras No recuerdo haber sentido el menor temor durante lo ocu-
secas. rrido. El miedo puede ser de dos clases. Hay uno que depende
A nuestra llegada, varios hombres salieron para socorrernos. del temperamento, otro de la imaginación. No conocí jamás el
Oportunísimamente, porque la calesa se hundía también con la primero; estaba dotada de una sangre fría muy parecida a la de
chalupa, mientras nos proporcionaban una escala. No sé lo que mi padre. Estas palabras, «sangre fría», explican claramente cier-
hicieron para salvar la embarcación; lo cierto es que lo lograron. ta tranquilidad o disposición física, por la que no debemos enva-
La operación duró varias horas, durante las cuales mi madre no necernos. El terror derivado de una excitación malsana de la
quiso abandonar la orilla; porque mi padre, después de habernos imaginación, que no tiene por alimento otra cosa que fantasmas,
puesto a buen recaudo, había vuelto a bajar a la chalupa para me obsesionó durante toda mi infancia. Pero cuando la edad y la
tratar de salvar nuestras cosas, el coche y la embarcación. Me razón disiparon esas quimeras, encontré el equilibrio de mis fa-
sorprendió mucho su coraje, su rapidez y su fuerza. A pesar de la cultades y no conocí jamás ningún tipo de miedo.
experiencia de vecinos y marineros, todos admiraron la diligen- Llegamos a Nohant en los últimos días de agosto. Me había

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vuelto la fiebre y ya no tenía hambre. La sarna progresaba, una zón, yo me encargo de ésta–. Veo bien que los niños están enfer-
pequeña criada española que habíamos tomado en el camino y mos; los dos tienen una fiebre muy alta. Hija mía, vete a reposar
que se llamaba Cecilia, comenzó también a volver a sentir los rápidamente con el pequeño. Hiciste una campaña superior a
efectos del contagio y me tocaba con mucha repugnancia. Mi cualquier fuerza humana; yo curaré y cuidaré a la pequeña. Dos
madre ya estaba casi curada, pero mi pobre hermano, a quien ya niños, son mucho para el estado en que te encuentras.
no le salían ni costras, estaba todavía más enfermo y débil que Me llevó a su habitación y sin ninguna prevención por el
yo. Eramos dos masas inertes sofocadas, sin conciencia para lo estado horrible en que me encontraba, esta excelente mujer, de-
que pasó a nuestro alrededor después del naufragio de la Gironde. licadísima, por otra parte, me depositó sobre su cama. Este le-
Recuperé el sentido el entrar en el patio de Nohant. cho y esta habitación, todavía frescos en aquella época, me hi-
No era tan bello, seguramente, como el del palacio de Ma- cieron el efecto de un paraíso. Los muros estaban tapizados con
drid, pero me hizo la misma impresión; de tal manera se impone telas estampadas de Persia; todos los muebles eran del tiempo
una casa grande sobre los niños educados en pequeñas alcobas. de Luis XV. La cama redonda con grandes penachos en sus es-
No era la primera vez que yo veía a mi abuela, pero no la quinas, tenía cortinas dobles y muchos adornos, almohadas y
recuerdo antes de ese día. Me pareció muy grande, a pesar de detalles cuyo lujo me pasmó. No me atrevía a instalarme en un
que no tenía más de cinco pies y su figura blanca y rosada, su lugar tan bello, pues me daba cuenta de la repulsión que debía
aire imponente, su invariable traje compuesto de un vestido de inspirar y ya había tenido oportunidad de sentirme humillada.
seda pardo de talle largo y mangas pegadas que ella no había Pero me la hicieron olvidar con los cuidados y las caricias que
querido modificar según las exigencias de la moda del imperio, me prodigaron. La primera figura que vi después de la de mi
así como su peluca rubia y rizada en la frente, su pequeña cofia abuela fue la de un grueso muchacho de nueve años, que entró
redonda con un borde de puntilla en el medio, me la mostraron con un enorme ramo de flores y que me lo tiró a la cara con
como un ser aparte que no se parecía en nada a lo que yo había intenciones amigables y alegres. Mi abuela me dijo:
visto y conocido. –Es Hippolyte, abrazaos hijos míos.
Era la primera vez que mi madre y yo éramos recibidas en Nos abrazamos sin preguntar nada y pasé muchos años con
Nohant. Después que mi abuela abrazó a mi padre, intentó abra- él sin saber que era mi hermano. Era un hijo del amor...
zar a su nuera, pero ésta se lo impidió, diciéndole: «¡Ah!, querida Mi padre lo agarró del brazo y lo condujo hasta mi madre,
mamá, no me toques a mí ni a estos pobres niños. No puedes quien lo abrazó, lo encontró muy bien y le dijo:
figurarte las miserias que hemos pasado; estamos todos enfer- –Y bien, es mío también, así como Carolina es tuya.
mos.» Y fuimos educados juntos; unas veces bajo la vigilancia de
Mi padre, que era siempre optimista, se puso a reir y pen- mis padres, otras bajo la de mi abuela.
diéndome en brazos de mi abuela, dijo: Deschartes se me apareció también ese día por primera vez.
–La pequeña erupción de los niños se convierte para la ima- Llevaba unas calzas cortas, medias blancas, polainas, una cha-
ginativa Sophie, un poco alterada, nada menos que en sarna. queta marrón a cuadros muy larga y una gorra. Me vino a exami-
–Sarnosa o no –dijo mi abuela abrazándome contra su cora- nar gravemente y como era muy buen médico, hizo falta que le

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creyeran cuando declaró que yo tenía evidentemente sarna. Pero vejaciones, siendo yo tan simple como para tomarlos en serio y
la enfermedad había perdido en intensidad y mi fiebre sólo era llorar verdaderamente. Confieso que lo detesté a veces: pero ja-
debida a un gran exceso de fatiga. Recomendó a mis padres que más he sido capaz de guardar rencor y cuando él me venía a
negaran el que nosotros tuviéramos sarna, con el propósito de buscar para jugar, no sabía resistirme.
que el miedo y la consternación no inundasen la casa. Declaró El hermoso jardín y los aires de Nohant me devolvieron
delante de los criados que se trataba de una inocente erupción y pronto la salud. Mi madre me llenaba de azufre, y yo me sometía
ésta sólo se extendió hacia otros dos niños, quienes, cuidados y al tratamiento porque ella tenía sobre mí un ascendente persua-
vigilados a tiempo, sanaron rápidamente desconociendo el mal sivo absoluto. Y sin embargo, yo odiaba el azufre y le decía que
que los había atacado. me cerrara los ojos y me apretara la nariz para poder tragarlo.
Al cabo de dos horas de reposo en el lecho de mi abuela, en Para sacarme después ese sabor de encima, buscaba los más áci-
esa habitación fresca y aireada en la cual ya no oía el horrible dos alimentos y mi madre, que tenía toda una medicina instinti-
bisbiseo de los mosquitos españoles, me sentí tan bien que me va o prejuiciosa en la cabeza, creía que los niños adivinan lo que
fui a correr al jardín con Hippolyte. Recuerdo que él no me daba les conviene. Viendo que yo siempre estaba royendo frutos ver-
la mano con una solicitud exagerada, creyendo que a cada paso des, me dio limones y tanto me gustaban y necesitaba, que los
que yo daba iría a caerme; yo estaba un poco humillada al ser comía con piel y pipas, como si hubieran sido fresas. Mi hambre
considerada tan pequeña y pronto le demostré que yo era un había cesado y durante cinco o seis días me alimenté exclusiva-
chico muy resuelto. Esto le gustó y me inició en varios juegos mente de limones. Mi abuela se asustaba del extraño régimen,
muy agradables, entre otros al de hacer pasteles de tierra. Aga- pero esa vez, Deschartes, observándome con atención y viendo
rrábamos arena fina o barro que sumergíamos en agua y que que yo iba cada vez mejor, pensó que la naturaleza me había
modelábamos, después de haberlo endurecido bastante, dándo- hecho adivinar efectivamente lo que podía salvar.
le la forma de pasteles. En seguida él los llevaba furtivamente al Es cierto que me curé en seguida y que jamás he vuelto a
horno y como era muy pícaro, gozaba con la cólera de los cria- estar enferma. No sé si la sarna es, en efecto, como nuestros
dos, quienes al ir a retirar el pan y las tortas, juraban y nos tira- soldados dicen, un certificado de salud, pero lo que es cierto es
ban los extraños guisos cocidos en su punto. que durante toda mi vida he podido curar enfermedades conta-
Yo no había sido nunca maliciosa, porque naturalmente no giosas y hasta a pobres sarnosos que nadie quería tocar, sin que
era nada avispada. Fantástica e imperiosa, si, porque fui muy yo me haya contagiado nunca. Creo que hasta podría curar im-
mimada por mi padre. Pero no pensaba jamás premeditada o punemente leprosos y pienso que las enfermedades son algo
disimuladamente sobre nada. Hippolyte se dio cuenta rápida- bueno, al menos moralmente, porque siempre que he visto mise-
mente de mi debilidad y para castigarme por mis caprichos y mis rias física he podido vencer en mi el asco. Esta repugnancia ha
cóleras, se puso a burlarse de mi con crueldad. Me quitaba mis sido siempre violenta y a menudo he estado muy cerca del des-
muñecas y las enterraba en el jardín, después colocaba una pe- mayo al contemplar las plagas y algunas operaciones, pero siem-
queña cruz y me las hacía desenterrar. Las colgaba de las ramas pre me he puesto a pensar en esos momentos en mi sarna y en el
de los árboles con la cabeza hacia abajo y les sometía a miles de primer beso de mi abuela, y verdaderamente he llegado a la con-

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clusión de que la voluntad y la fe pueden dominar a los sentidos. noche, después de las doce, mi madre y mi padre, retirados en su
Pero mientras yo me reponía, mi pobre hermano Louis em- habitación, lloraban juntos. Entonces ocurrió entre ellos una
peoraba. La sarna había desaparecido, pero la fiebre lo consu- escena extraña que mi madre me ha contado con detalles veinte
mía. Estaba lívido y sus pobres ojos apagados tenían una expre- años más tarde. Escena que yo había contemplado entre sueños.
sión de tristeza indecible. Comenzé a amarlo al verlo sufrir. Has- En su dolor, y con el ánimo sacudido por las reflexiones de mi
ta ese momento no le había prestado mayor atención, pero cuan- abuela, mi padre le dijo a mi madre:
do lo veía acostado sobre las rodillas de mi madre, tan desfalle- –Este viaje a España ha sido bastante funesto, mi pobre
ciente y tan débil que ella apenas se atrevía a tocarlo, yo me Sophie. Cuando tu me escribía que querías reunirte conmigo y
entristecía junto con mi madre y comprendía vagamente la in- yo te suplicaba que no hicieras tal cosa, creías ver en mi infide-
quietud, cosa no muy de niños. lidad o en un enfriamiento por mi parte. Yo tenía simplemente el
Mi madre se reprochaba el desfallecimiento de su hijo. Creía presentimiento de alguna desgracia. ¿Existía algo más temerario
que su leche era un veneno y se esforzaba por recuperar su salud y más insensato que sortear, embarazada, tantos peligros, priva-
para dársela. Pasaba todos sus días al aire libre, con el niño colo- ciones, sufrimientos y terrores? Es un milagro que hayas resisti-
cado a la sombra cerca de ella en unos cojines y chales bien do; es un milagro que Aurore esté viva. Nuestro pobre niño a lo
arreglados. Deschartres le aconsejó hacer mucho ejercicio, para mejor no hubiese nacido ciego si hubiera nacido en París. El
volver a tener apetito y así poder mejorar su leche con los ali- médico de Madrid me explicó que por la posición del niño en el
mentos sanos. Comenzó inmediatamente un pequeño jardín en seno de su madre, los dos puños cerrados y apoyados contra los
un ángulo del gran jardín de Nohant, al pie de un gran peral que ojos, la larga presión a que estuvo sometido por tu propia posi-
todavía existe. Este árbol tiene una historia tan extraña que po- ción en el coche, con tu hija sentada a menudo en tus rodillas,
dría parecer una novela y que yo ignoré basta mucho tiempos ha impedido necesariamente el desarrollo de los órganos visua-
después. les.
El 8 de septiembre, un viernes, el pobre y pequeño ciego, –Todo reproche resulta inútil –dijo mi madre–. Estoy deses-
después de haber gemido largo tiempo sobre las rodillas de mi perada. En cuanto al cirujano, es un mentiroso y un crápula. No
madre, se enfrió y nada pudo calentarlo. No se movía, vino estaba soñando cuando le vi aplastar los ojos del niño.
Deschartres, se lo sacó a mi madre de sus brazos: estaba muerto. Hablaron durante largo tiempo de su desgracia y poco a poco,
Corta y tristísima existencia, de la cual, gracias a Dios, él ni si- mi madre se fue exaltando mucho por el insomnio y las lágrimas.
quiera se dio cuenta. No quería creer que su hijo había muerto por un mal y por la
Al día siguiente se lo enterró y mi madre me ocultó sus lágri- fatiga; pretendía que en la víspera, todavía estaba en franca me-
mas. A Hippolyte se le encargó entretenerme en el jardín duran- joría y que había sido atacado por una convulsión nerviosa.
te todo el día. Supe poco de lo que había ocurrido y no compren- –¡Y ahora –decía llorando– está bajo tierra el pobre hijo!
dí nada más que débil y vagamente lo que ocurría en la casa. ¡Qué cosa horrible el que os arranquen así lo que amáis y sepa-
Parece ser que mi padre se sintió vivamente afectado y que al rarse para siempre de un cuerpo infantil al cual, un instante an-
niño, a pesar de su deformidad, lo quería como a los otros. Por la tes, se cuidaba y acariciaba con tanto amor! ¡Os lo roban, lo

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clavan en un cajón, lo arrojan en un agujero, lo cubren de tierra, de que era demasiado grande para ser la de un niño. Era la de un
como si creyeran que no va a salir! ¡Ah!, ¡es horrible y no debería hombre de nuestra ciudad que se había muerto unos días antes.
haber dejado que me arrancaran así a mi hijo; debería haberlo Sólo cavando incansablemente, mi padre encontró el pequeño
guardado, haberlo perfumado! ataúd. Pero, cuando estaba tratando de retirarlo, se apoyó con fuer-
–Y pensar—dijo mi padre– que muchas veces se entierran za en el cajón del paisano y este ataúd, atraído por el vacío pro-
personas que no están muertas! ¡Ah!, ¡encuentro que la costumbre fundo que mi padre habla hecho al lado, se movió hacia adelante,
cristiana de amortajar los cadáveres es lo más salvaje del mundo! le golpeó en un hombro y le hizo caer dentro de la fosa. Después,
–Los salvajes –dijo mi madre– no pueden compararse con mi padre dijo a mi madre que por un instante había sentido un
nosotros. ¿No me has contado tú que extienden a sus muertos terror y una angustia inexplicables al encontrarse empujado por el
sobre esterillas y que los suspenden disecados de las ramas de muerto y enviado a la tierra sobre los despojos de su hijo. Era muy
los árboles? Preferiría ver la cuna de mi pequeño hijo muerto valiente, como ya lo he dicho, y no tenía ningún tipo de supersti-
atada a uno de los árboles del jardín, antes que verlo enterrado! ción. Sin embargo, tuvo un movimiento de terror y la frente se le
–atreviéndose a preguntar–: ¿Estaría verdaderamente muerto...? inundó de sudor frío. Ocho días después, debía ocupar su lugar al
¿Habremos creído agonía una convulsión cualquiera...? ¿No se lado del paisano, en la misma tierra que había profanado para arran-
habrá equivocado el señor Deschartres...? Porque me lo arrancó, carle el cuerpo de su hijo.
me impidió que lo frotase y que lo abrigase, diciendo que le esta- Recuperó rápidamente su sangre fría y disimuló tan bien el
ba apresurando la muerte. ¡Es tan rudo tu Deschartres! ¡Le ten- desorden que nadie lo advirtió. Llevó el pequeño ataúd a mi
go miedo y no me atrevo a contradecirle! Pero, puede ser un madre y lo abrió apresuradamente. El pobre niño estaba bien
ignorante que no ha sabido distinguir un letargo de la muerte. muerto, pero mí madre se empeño en hacerle ella misma un últi-
Estoy tan atormentada que me volveré loca... Daría cualquier mo arreglo. Se habían aprovechado de su primer abatimiento
cosa por volver a ver a mi niño con vida. para impedírselo. Ahora exaltaba y como reanimada por sus lá-
Al principio, mi padre combatió esa idea, pero poco a poco, grimas, perfumó el pequeño cadáver, lo vistió con su ropa más
lo ganó a él también y mirando su reloj: linda y lo volvió a colocar en su cuna para entregarse a la doloro-
–No hay tiempo que perder –dijo–, es preciso que vaya a sa ilusión de contemplarlo como si estuviera dormido.
buscar al niño; no hagas ruido, no despertemos a nadie, te ase- Lo contempló así oculta y encerrada en su habitación du-
guro que en una hora lo tendrás. rante todo el día siguiente, pero a la noche, disipada las esperan-
Se levanta, se viste, abre dulcemente las puertas, toma una zas, mi padre escribió con cuidado el nombre del niño y la fecha
pala y corre hacia el cementerio que estaba cerca de nuestra casa de su nacimiento y de su muerte en un papel que colocó entre
y separado del jardín por un muro; se acerca a la tierra removida dos vidrios, que cerró con cera caliente.
todavía y comienza a cavar. A pesar de la oscuridad mi padre no Estas extrañas precauciones fueron tomadas con una apa-
había llevado linterna. No pudo ver lo suficiente como para dis- rente sangre fría, bajo el imperio de un dolor exaltado. Una vez
tinguir la tumba que volvía a descubrir y cuando ya la había vacia- colocada la inscripción en el ataúd, mi madre cubrió al niño con
do por completo, asombrado por lo que había tardado, se dio cuenta hojas de rosa y el cajoncito fue remachado, llevado al jardín, en

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el lugar que mi madre cultivaba ella misma y enterrado al pie del hablar y no tardó mucho en decirnos el secreto que había descu-
viejo peral. bierto. Algunos años atrás, al plantar las higueras, su azadón se
Al día siguiente mi madre volvió con ardor a la jardinería y había clavado en un pequeño ataúd. Había separado la tierra,
mi padre la ayudó. Todo el mundo se asombró al verlos dedica- mirado y abierto. Había encontrado los huesos de un niño pe-
dos a ese entretenimiento pueril, a pesar de su tristeza. Ellos queño. Al principio, habla creído que allí se debía haber oculta-
solos sabían el secreto de su amor por ese, rincón de tierra. Re- do un infanticidio, pero había encontrado el cartón escrito intac-
cuerdo haberlo visto cultivado por ellos durante los pocos días to entre los dos vidrios y había leído los nombres del pobre Louis
que separaron el extraño incidente de la muerte de mi padre. y las fechas tan cercanas de su nacimiento y de su muerte. No
Habían plantado unas hermosas margaritas que florecieron du- había comprendido, devoto y supersticioso, por qué extraña manía
rante más de un mes. Al pie del peral habían levantado un poyo habían robado de la tierra consagrada el cuerpo que él había
de césped con un sendero en caracol para que yo pudiese subir y visto llevar al cementerio, pero al fin, había respetado el secreto;
sentarme. ¡Cuántas veces habrá subido, cuantas habrá jugado y se había limitado a contárselo a mi abuela y nos lo decía ahora a
trabajado sin pensar nunca en que era una tumba! Alrededor, nosotros para que le dijéramos lo que pensábamos. Nosotros
había bonitas alamedas sinuosas bordeadas con pasto, con ma- juzgamos que no había nada que hacer. Llevar otra vez los hue-
cizos de flores y con bancos; era un jardín pequeño, pero com- sos al cementerio hubiera sido descubrir un hecho que nadie
pleto, creado como por arte de magia, por mi padre, mi madre, hubiese comprendido y que, bajo la restauración, podría haber
Hippolyte y yo, trabajando sin cesar durante cinco o seis días, sido explotado contra mi familia por los curas. Mi madre vivía y
los –últimos de la vida de mi padre, los más tranquilos segura- su secreto debía ser guardado y respetado. Mi madre me ha con-
mente que él viviera y los más tiernos en su melancolía. Recuer- tado todo después y le pareció muy bien que los huesos no se
dos que él traía sin parar tierra y pasto en carretillas y que cuan- hubieran retirado de su segunda sepultura.
do se iba a buscar sus fardos, nos ponía a Hippolyte y a mi sobre El niño se quedó, pues, debajo del peral y éste todavía exis-
ellas, gozando al contemplarnos y conduciéndonos, para vernos te. Es muy bello y en primavera deja caer infinidad de flores
gritar o reír, según fuese nuestro humor del momento. rosadas sobre la sepultura ignorada. No veo hoy ningún incon-
Quince años más tarde mi marido hizo cambiar la disposi- veniente para dejar de hablar de ello. Las flores primaverales le
ción general de nuestro jardín. El pequeño jardín de mi madre tejen una sombra menos siniestra que los cipreses de las tumbas.
había desaparecido ya desde hacía tiempo. Fue abandonado du- La hierba y las flores son el verdadero mausoleo de los niños y
rante mi estancia en el convento y en él habían plantado higue- yo detesto los monumentos y las inscripciones; he heredado esto
ras. El peral había crecido y fue cuestión de sacarlo porque en- de mi abuela, que jamás quiso para su querido hijo, ningún mo-
traba un poco en un paseo cuyo trayecto no se podía cambiar. Se numento, diciendo con razón que los grandes dolores no tienen
cavó el paseo y un macizo de flores figuró sobre la sepultura del expresión y que los árboles y las flores son los únicos adornos
niño. Cuando la alameda se terminó, bastante tiempo después, que no irritan al pensamiento.
el jardinero dijo un día con un aire misterioso, a mi marido y a Me queda todavía por contar cosas bastante tristes y que a
mi, que deberíamos hacer respetar aquel árbol. Tenía ganas de pesar de que no afectaron mis facultades limitadas de niña por el

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dolor, las he tenido siempre tan presentes entre los recuerdos y Esa noche, la reprendió diciéndole que si atormentaba así a
pensamientos de mi familia, que he sentido el contragolpe du- Maurice, Maurice se alejaría de ella y buscaría con seguridad
rante toda mi vida. fuera de su hogar, la felicidad que ella no le proporcionaba. Mi
Cuando el pequeño jardín mortuorio quedó terminado dos madre lloró y después de pensarlo se sometió y prometió acos-
días antes de su muerte, mi padre le pidió a mi abuela que con- tarse tranquilamente, no ir a buscar a su marido al camino y de,
sintiera en derribar los muros que rodeaban al grande y cuando no enfermarse con sus celos, ya que había estado tan mal por la
ella consintió, él se puso manos a la obra a la cabeza de los fatiga y la pena. Todavía tenía mucha leche, pedía, en medio de
obreros. Todavía lo veo en medio del polvo, un pico de hierro en sus agitaciones morales, caer enferma, sufrir algún accidente que
la mano, haciendo caer los viejos muros que se desmoronaban a la privaría de un sólo golpe de la belleza y las apariencias de la
pesar y casi por sí mismos con un ruido que me aterrorizaba. juventud. Esta última consideración la asustó e hizo reflexionar
Pero los obreros terminaron la obra sin él. El viernes, 17 de más que toda la filosofía de mi abuela. Cedió al argumento. Quería
septiembre, montó en su terrible caballo para ira visitar a nues- estar bella para gustarle a su marido. Se acostó y se durmió como
tros amigos de La Châtre. Comió y pasó la tarde con ellos. Se una persona razonable. ¡Pobre mujer, qué despertar le esperaba!
dieron cuenta de que se esforzaba un poco por estar alegre como Hacia la medianoche, mi abuela comenzó, sin embargo, a
de costumbre y que, por momentos, estaba sombrío y como pre- inquietarse sin decirle nada a Deschartres, con el que prolonga-
ocupado. La reciente muerte de su hijo le volvía al pensamiento ba su partida de piquet, pues quería abrazar a su hijo antes de
y hacía generosamente lo posible por no comunicar su tristeza a irse a dormir. Al fin, sonaron las doce y ella ya estaba retirada en
sus amigos. Se trataba de los mismos con los que había jugado sus habitaciones, cuando le pareció escuchar un movimiento
bajo el directorio a «Policías y ladrones». Cenaba con el señor y inusitado en la casa. Obraban con precaución y Deschartres, a
la señora Duvernet. quien lo había llamado Saint-Jean, salió haciendo el menor rui-
Mi madre estaba siempre celosa, sobre todo, como suele do posible; pero algunas puertas abiertas, un cierto desconcierto
ocurrir en esta clase de enfermos, de aquellas personas que no en la doncella que había llamado a Deschartres sin saber de que
conocía. Se sintió muy decepcionada al no verlo volver tempra- se trataba, el rostro de Saint-Jean presintiendo alguna cosa gra-
no, como le había prometido y demostró ingenuamente su pena ve, y más aun que todo eso, la inquietud ya experimentada, pre-
a mi abuela. Ya le había confesado esa debilidad y mi abuela la cipitaron el espanto de mi abuela. La noche era oscura y lluviosa
había ya razonado. Mi abuela no había conocido las pasiones, y y ya he dicho que mi abuela, aunque de una hermosa y fuerte
los temores de mi madre le parecían muy tontos. Sin embargo, constitución, ya por una debilidad natural en las piernas, ya por
ella debió haberlos compartido un poco, puesto que en su amor una pereza excesiva en su primera educación, no había podido
maternal había sido bastante celosa; pero le hablaba a su impe- jamás caminar, sino una sola vez en su vida, para ir a sorprender
tuosa nuera tan gravemente, que ésta se sentía a menudo a su hijo en Passy cuando salió de la prisión. Volvió a caminar
acoquinada. La regañaba también, siempre de una manera dulce por segunda vez el 17 de septiembre de 1808. Fue para recoger
y medida, pero con una cierta frialdad que la humillaba y la re- su cadáver en un lugar de la casa, en la entrada de La Châtre.
ducía sin herirla. Partió sola, en zapatillas, sin chal, como se encontraba en ese

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momento. Como ya había pasado un poco de tiempo antes de que me contó todo esto, toda esa noche de desesperación, por-
que ella se diera cuenta de la agitación que cundía en la casa, que mi abuela jamás habló de ella. Me dijo que todo lo que el
Deschartres había llegado antes que ella. Cerca de mi pobre pa- alma humana puede sufrir sin romperse, lo había sufrido él du-
dre, había constatado su muerte. rante el trayecto en el que la madre, volteada sobre el cuerpo de
He aquí cómo ocurrió el accidente funesto: su hijo, no escuchaba otra cosa que un gemido agónico.
Al salir de la ciudad, a cien pasos del puente de la entrada, el No sé exactamente lo que pasó en el momento en que mi
camino hace un ángulo. En ese lugar, en el decimotercero ála- madre se enteró de la espantosa nueva. Eran las seis de la maña-
mo, habían dejado ese día un montón de piedras y desechos. Mi na y yo ya estaba levantada; mi madre se estaba colocando una
padre se había lanzado al galope al dejar el puente. Montaba al falda y una camisa blanca y se peinaba. Todavía la veo en el
fatal Leopardo. Weber, también a caballo, le seguía diez pasos momento en que Deschartres entró en su habitación sin llamar,
atrás. Al volver el camino, el caballo de mi padre chocó con el con el rostro pálido y descompuesto.
montón de piedras en la oscuridad. No se cayó, pero asustado y ¡Maurice! Gritó mi madre. ¿Dónde está Maurice?
estimulado sin duda por la espuela, se levantó con un movi- Deschartres no lloró. Tenía los dientes apretados, sólo po-
miento de tal violencia, que el caballero fue despedido y cayó día pronunciar algunas palabras entrecortadas:
diez pies más atrás. Weber sólo escuchó estas palabras: « ¡A mi, –Se ha caído..., si., es grave, muy grave...
Weber! ... ¡Soy hombre muerto!» Encontró a su amo echado so- Al fin, haciendo un esfuerzo que pudo parecerse a una cruel-
bre la espalda. No tenía ninguna herida aparente; pero se había dad brutal, pero que era y resultó algo completamente indepen-
roto las vértebras del cuello, ya no existía. Creo que lo llevaron a diente de la reflexión, dijo con un acento que jamás olvidaré:
la posada cercana y que los socorros le llegaron rápidamente de –¡Está muerto!
la ciudad, mientras que Weber, poseído de un tremendo terror, Después tuvo como una especie de risa convulsa, se sentó y
había ido a buscar galopando a Deschartres. No era ya necesa- se deshizo en lágrimas.
rio; mi padre no tuvo tiempo ni para sufrir. Sólo había tenido lo Veo todavía el lugar de la habitación en el que nos encontrá-
suficiente para darse cuenta de la muerte súbita e implacable bamos. Es la misma que actualmente ocupo y en la que escribo
que llegaba para llevárselo en el momento en que su carrera mi- el relato de esta historia lamentable. Mi madre cayó sobre una
litar se le ofrecía, brillante y sin obstáculos; o, después de una silla detrás de la cama. Veo su figura lívida, sus largos cabellos
lucha de ocho años, su madre, su mujer y sus hijos al fin acepta- negros esparcidos sobre su pecho, sus brazos desnudos que yo
dos entre si y reunidos bajo el mismo techo, el combate terrible cubría de besos; escucho sus gritos desgarradores. Estaba sorda
y doloroso de sus efectos iba a terminar para permitirle ser feliz. a los míos y no se daba cuenta de mis caricias. Deschartres le
En el lugar fatal, término de su carrera desesperada, mi po- dijo:
bre abuela cayó como desmayada sobre el cuerpo de su hijo. –Reparad en la niña y vivid para ella.
Saint–Jean se había ya encargado de colocar los caballos en la Ya no sé lo que pasó. Sin duda los gritos y las lágrimas me
berlina y llegó para colocar en ella a Deschartres, el cadáver y a habrán agotado en seguida. La infancia no tiene capacidad de
mi abuela, quien no quería separarse de él. Deschartres fue el sufrimiento. El exceso del dolor y del espanto me aplacó y me

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privó de sentir y vivir lo que pasaba a mi alrededor. No vuelvo a una especie de terror y no hacía otra cosa que llorar y gritar du-
recordar sino varios días después, cuando me pusieron los vesti- rante la noche. Los criados, confundiendo sus supersticiones y
dos del duelo. El negro me impresionó vivamente. Lloré para su pena, pretendían haber visto a mi padre paseándose por la
someterme y eso que ya había llevado el vestido y el velo negro casa después de su muerte. La vieja mujer de Saint–Jean afirma-
de las españolas. Pero jamás había usado medias negras, porque ba con testarudez haberlo visto a medianoche atravesar el co-
éstas me causaron un terror enorme. Creía que me estaban colo- rredor y bajar por la escalera. Llevaba su uniforme, seguía di-
cando las piernas de un muerto y fue preciso que mi madre me ciendo, y caminaba lentamente sin parecer darse cuenta de nada
mostrara las que ella usaba también. Aquel día, vi a mi abuela, ni de nadie. Había pasado cerca de ella sin mirarla ni hablarla.
Deschartres, Hippolyte y a toda la casa de luto. Me tuvieron que Otro lo había visto en la antecámara de las habitaciones de mi
explicar que era por la muerte de mi padre y entonces le dije a mi madre. Por aquel entonces era una gran sala desnuda, destinada
madre una frase que le hirió en exceso: «Mi papá –le dije– se ha para un billar y en la cual sólo había una mesa y algunas sillas. Al
muerto hoy» atravesar esta habitación una noche, una criada lo había visto
Y, sin embargo, ya había comprendido la muerte, pero apa- sentado, los codos apoyados sobre la mesa y la cabeza entre las
rentemente no la creía eterna. No podía hacerme a la idea de manos. Lo cierto es que algún criado ladrón ensayó aterrorizar a
una separación absoluta y poco a poco volví a retomar mis jue- nuestra gente, porque un fantasma blanco erró por el patio du-
gos y mi alegría con la inconsciencia de mi edad. De tiempo en rante varias noches. Cuando Hippolyte lo vio se puso enfermo
tiempo, viendo a mi madre llorar, la interrumpía para decirle de miedo. Deschartres lo vio también y lo amenazó con un fusil:
tonterías inocentes que la herían: «Pero cuando mi papá haya no volvió más.
terminado de estar muerto, ¡volverá a verte!». La pobre mujer no Felizmente para mí, fui lo suficientemente vigilada como
quería desengañarme por completo. Me decía solamente que para no enterarme de semejantes tonterías y la muerte no se me
estaríamos mucho tiempo esperándolo y les prohibía a los cria- presentó todavía bajo el aspecto horroroso que tiene para cier-
dos que me explicaran algo. Tenía un alto respeto por la infan- tas mentes supersticiosas. Mi abuela me separó durante algunos
cia, que a veces se deja de lado en las educaciones más comple- días de Hippolyte, que perdía la cabeza y que por otra parte era
tas y sabias. para mi un camarada demasiado impetuoso. Pero pronto se in-
La casa estaba sumergida en una tristeza lánguida y la ciu- quietó al verme demasiado sola y con una especie de satisfac-
dad también, porque todo aquel que había conocido a mi padre ción pasiva con la que yo estaba muy tranquila ante sus ojos y
lo había amado. Su muerte constituyó una gran consternación sumergida en mis ensueños que eran además una necesidad para
en el país y las gentes que no lo conocía nada más que de vista se mi y que ella no podía explicarse nunca. Parece ser que me que-
mostraron vivamente afectadas por la catástrofe. daba horas enteras sentada en un taburete a los pies de mi madre
Hippolyte se sintió estremecido por un espectáculo que no o a los de mi abuela, sin decir nada, colgándome los brazos, los
le habían evitado con el cuidado que a mi. Tenía ya nueve años ojos fijos, la boca entreabierta y que por momento parecía idio-
y todavía no sabía que su padre era también el mío. Tuvo mucha ta.
pena, pero ante su tristeza la imagen de la muerte se mezcló con –Siempre la he visto así –decía mi madre—; es su naturale-

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za; no es tontería. Estoy segura que siempre está rumiando algo. se encontraba con ella, olvidaba el mal que acababa de hacerle y
En otros tiempos hablaba como soñando, ahora no dice ya nada, le demostraba una confianza y una simpatía de las cuales he sido
pero, como decía su pobre padre, no por ello piensa menos. mil veces testigo y que no eran falsas, porque mi abuela era la
–Es probable –respondía mi abuela–, pero no es bueno que persona más franca sincera y leal que yo he conocido. Pero a
los niños sueñen tanto. He visto también así a su padre cuando pesar de lo seria y fría que parecía, era impresionable; tenía ne-
era niño, cayendo en una especie de éxtasis; después de eso tuvo cesidad de ser amada y las menores atenciones la volvían sensi-
una enfermedad depresiva. Es preciso que esta pequeña esté ble y atenta.
distraída y sacudida a pesar de ella. Nuestras penas la harán morir Cuantas veces la he, escuchado decir, hablando de mi madre:
sin darnos cuenta; persisten en ella, aunque no lo advierta. Hija –Tiene grandeza de carácter. Es encantadora. Tiene una
mía, tienes que distraerte tú también, aunque sólo sea física- apostura perfecta. Es generosa y daría su camisa a los pobres. Es
mente. Eres naturalmente robusta, el ejercicio te es necesario. liberal como una gran dama y simple como una niña.
Hace falta que vuelvas a comenzar tu trabajo de jardinería, la Pero, en otros momentos, acordándose de todos los celos
niña le tomará el gusto con nosotras. maternales y sintiéndolos vivos en el objeto que los había causa-
do, decía:
*** –Es un demonio, lo dominaba. Es una lora. Jamás amó a mi
hijo; lo hacía infeliz. No lo extraña.
Para dar una idea exacta de la comunicación que se estable- Y mil quejas infundadas que la consolaban de una secreta e
ció entre mi madre y mi abuela después de la muerte de mi pa- incurable amargura.
dre, debo decir que la especie de antipatía natural que sentían Mi madre reaccionaba de la misma manera. Cuando el tiem-
entre ellas no fue jamás ni medio vencida, o mejor, fue vencida po era cordial entre ellas, decía:
enteramente a intervalos, seguidos de reacciones vivísimas. De –Es una mujer superior. Todavía es bella como un ángel;
lejos, siempre se odiaban y no podían evitar hablar mal la una de sabe mucho. Es tan dulce y tan educada que una nunca se puede
la otra. De cerca, no podía evitar quejarse juntas, porque cada enfadar con ella y si alguna vez os dice algo que os sienta mal, en
una poseía un encanto poderoso, opuesto en todo a su enemigo. el momento en que montéis en cólera, os dice otra que os impul-
Procedía la aversión, del fondo de justicia y de rectitud que cada sa a abrazarla. Si pudiera librársela de sus viejas condesas sería
una poseía y de su gran inteligencia, que no les permitía desco- adorable.
nocer lo que tenían ambas de bueno. Los prejuicios de mi abuela Pero cuando la tempestad rugía en el alma impetuosa de mi
no eran tanto suyos, como de los que la rodeaban. Tenía una madre, todo era distinto. La vieja suegra era una mojigata y una
gran debilidad por ciertas personas y compartía con ellas unas hipócrita. Estaba seca y no tenía piedad. Era presa de las ideas
opiniones que en el fondo de su alma no compartía. Así, delante del antiguo régimen, etc. Y, entonces, desgraciadas las viejas
de sus viejas amigas, dejaba a mi madre ausente presa de sus amigas que habían sido la causa de un altercado doméstico con
anatemas y parecía querer justificarse por haberla acogido en su sus propósitos y reflexiones! Las viejas condesas eran las bestias
intimidad y haberla tratado como una hija. Y después, cuando del apocalipsis para mi madre, y las retrataba de la cabeza a los

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pies con una gracia y una causticidad que hacían reir inclusive a –¡Debería tirároslas a la nariz para enseñaros a ganar a pesar
mi abuela. de lo mal que jugáis!
Deschartres, preciso es decirlo, era el principal obstáculo en Mi madre se puso de pie encolerizada y ya iba a responderle,
su completo encuentro. No pudo jamás tomar partido y no deja- cuando mi buena abuela dijo con su gran aire calmo y su voz
ba pasar ocasión para reavivar los viejos y pasados dolores. Era dulce:
su destino. Siempre fue rudo y desobediente ante los seres que –Deschartres, si volvéis a hacer algo parecido, os aseguro
amaba. Cómo no lo iba a serlo con los que odiaba? No perdona- que os doy un bofetón.
ba a mi madre haber separado de él a su querido Maurice, con la La amenaza hecha con tono apacible de un bofetón, vinien-
influencia maléfica que le atribuía. La contradecía y trataba de do de una bella mano medio paralizada, tan débil que apenas
molestarla a propósito; después, se arrepentía y se esforzaba en podía sostener sus cartas, era la cosa más cómica que se podía
reparar sus groserías con atenciones tontas y ridículas. A veces imaginar. La cuestión fue que mi madre comenzó a reírse sin
parecía estar enamorado de ella. ¿Y quién sabe si no lo estaba parar y se volvió a sentar, incapaz de agregar nada a la estupe-
...? ¡El corazón humano es tan extraño y los hombres austeros facción y a la mortificación del pobre pedagogo.
tan inflamables! Pero, hubiera sido capaz de devorar a cualquie- Pero esta anécdota tuvo lugar mucho después de la muerte
ra que se lo hubiera dicho. Pretendía estar por encima de cual- de mi padre. Largos años pasaron antes de que en aquella casa
quier debilidad humana. Además, mi madre recibía tan mal sus se escucharan otras risas que las de los niños.
atenciones expiatorias y le hacía arrepentirse de sus malas inten- Durante esos años, una vida calma y regulada, un bienestar
ciones con unas chanzas tan crueles, que el viejo odio volvía físico como jamás yo había sentido, un aire puro que raramente
siempre, aumentado con el incentivo de las nuevas luchas. yo había respirado a pleno pulmón, me llenaron poco a poco de
Cuando parecía que los dos congeniaban y que Deschartres una salud robusta y una vez que la excitación nerviosa cesó, mi
hacía todos los esfuerzos posibles para ser menos ramplón, él humor se igualó alegrándose mi carácter. Se dieron cuenta de
ensayaba y trataba de ser encantador y gentil, y ¡sólo Dios sabe que yo no era una criatura peor que otra; en la mayoría de las
cómo se las arreglaba el pobre hombre! Entonces mi madre se ocasiones, los niños no son ásperos y fantásticos, sino víctimas
burlaba de él con tanta malicia y gracia que él perdía la cabeza, de un sufrimiento que no pueden o no quieren expresar.
se volvía brutal, hiriente y mi abuela se veía obligada a hacerlo
sufrir y a mandarlo callar. ***
Jugaban los tres a las cartas todas las noches y Deschartres,
que pretendía conocer muy bien todo tipo de juegos y que juga- La permanencia en Nohant de mi tío el abate de Beaumont
ba, sin embargo, mal, perdía siempre. Recuerdos que una noche, fue para mis dos madres un gran consuelo, una especie de retor-
exasperado por haber sido ganado por mi madre varias veces, no a la vida. Era un espíritu alegre, un poco inconsciente, como
quien nunca calculaba nada, pero que, por instinto y por inspira- lo son los solterones, un espíritu singular lleno de recursos y de
ción siempre era feliz, se levantó presa de un furor espantoso y fecundidad, un carácter a la vez egoísta y generoso; la naturale-
tirándole las cartas sobre la mesa, le dijo: za lo había hecho sensible y ardiente; el celibato lo había vuelto

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personal, pero su personalidad era tan amable, tan graciosa y raro en nuestro país, de unas proporciones enormes. El serval
seductora, que uno se complacía viéndole dispuesto a no com- de Catherine era su orgullo y su gloria y habla todavía de él como
partir las penas, sin necesidad de entretenerlo. Era el viejo más un cicerone hablaría de un monumento espléndido. Tuvo una
encantador que he visto en mi vida. Tenía la piel blanca y fina, la familia numerosa y bastantes disgustos en consecuencia. A me-
mirada dulce y los rasgos regulares y nobles de mi abuela: pero nudo he tenido ocasión de hacerle algún favor. Hace feliz poder
además una pureza de líneas y un rostro mucho más animado. atender la vejez del ser que ha cuidado nuestra infancia. No ha-
En esa época, todavía usaba una peluca empolvada con la cole- bía nada más dulce y más paciente en el mundo que Catherine.
tilla a la moda prusiana. Siempre usaba unos calzones de satín Toleraba, admiraba un tanto ingenuamente mis imbecilidades.
negro, zapatos con lazos, y, cuando colocaba por encima de su Me mimó horriblemente, pero no me quejo; porque no debería
chaqueta su bata de seda violeta pespunteada y guatada, tenía el serlo más por mucho tiempo entre las criadas y tuve pronto que
aire solemne de un retrato de familia. expiar la tolerancia y la ternura que había ignorado un poco.
Me abandonó llorando, pero por un marido excelente, de
*** bella planta, de gran probidad, inteligente y rico, compañía mu-
cho más preferible que la de una niña llorosa y fantástica, pero el
Por fin, los arreglos de familia terminaron y mi madre firmó buen corazón de esta joven no calculaba y sus lágrimas me die-
el acuerdo de dejarme ir con mi abuela, quien quería encargarse ron la primera noción de ausencia.
por completo de mi educación. Yo demostré una repugnancia –¿Por qué lloras? –le decía yo–; ¡nos volveremos a ver!
tan enorme por el acuerdo, que por el momento no me hablaron –Sí –me decía ella–, ¡pero me voy a un lugar muy lejano y no
más de él. Se determinó separarme poco a poco de mi madre, podré verte todos los días!
sin que yo me diese cuenta; y, para comenzar, partió sola a París, Esto me hizo reflexionar y comenzó a atormentarme por la
impaciente por volver a ver a Carolina. ausencia de mi madre. No estuve, por otra parte, nada más que
Como yo debía ir a París quince días después con mi abuela quince días separada de ella, pero esos quince días son los que
y como yo misma veía la preparación del coche y los paquetes, más se han fijado en mi memoria; más aún que los tres años que
no sentí ni mucho miedo ni mucha pena por la separación. Me acababan de pasar, y tal vez mis que los tres que siguieron y que
decían que en París yo iba a vivir muy cerca de mi madre y que la mi madre pasó conmigo. ¡Qué gran verdad la de que sólo el do-
vería todos los días. Sin embargo, yo sentía una especie de terror lor marca en la infancia el sentimiento de la vida!
cuando me encontraba sola en la casa, comenzando a parecer- En esos quince días no pasó nada extraordinario. Mi abuela,
me tan enorme como en los primeros días de mi llegada. Me fue notando mi melancolía, se esforzaba en distraerme con el traba-
preciso separarme también de mi criada, a quien yo amaba tier- jo. Me daba lecciones y se mostraba mucho más indulgente que
namente, pues se casaba. Era una campesina que mi madre ha- mi madre ante mi escritura y con el recitado de mis fábulas. Más
bía admitido en lugar de la española Cecilia después de la muer- reprimendas y mis castigos. Siempre había sido muy sobria, y,
te de mi padre. Esta excelente mujer todavía vive y a menudo queriendo hacerse querer, me elogiaba y me entusiasmaba, dán-
me viene a ver para traerme frutos de su serval, árbol bastante dome más bombones que de costumbre. Todo eso debería ha-

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berme parecido muy dulce, ya que mi madre era rígida y dura visitaban. Ya no podía ir a la cocina ni tutear a los criados para
con mis languideces y mis distracciones. Y bien, el corazón in- que ellos perdiesen la costumbre de tutearme. Ya no podía tu-
fantil es un pequeño mundo tan complicado y tan inconstante tear a mi abuela. No se la podía hablar ni de usted. Había que
como el de los hombres. Yo encontraba a mi abuela más severa hablarle en tercera persona: «¿Me permitiría la abuela ir al jar-
y más odiosa a pesar de sus atenciones que a mi intemperante dín?»
madre. Hasta allí, yo la había amado y me había mostrado con- Ciertamente la buena mujer tenía razón al pretender imbuir-
fiada y tierna con ella. Desde ese momento, y duró esto bastante me de un gran respeto moral hacia su persona y hacia el código de
tiempo, me sentí fría y reservada en su presencia. Sus caricias las costumbres civilizadas que quería imponerme. Se había adue-
me incomodaban o me daban ganas de llorar, porque me hacían ñado de mi persona, y tenía que vérselas con una niña caprichosa
recordar los abruptos apasionados de mi madre. Además, con y dificil de manejar. Había visto a mi madre conducirse conmigo
ella no se hacía una vida plena, no había familiaridad, ni expan- enérgicamente y pensaba que en lugar de calmar sus accesos de
sión. El exceso de respeto helaba todo. El terror que a veces mi irritación malsana, mi madre, excitando demasiado mi sensibili-
madre me causaba sólo era un momento doloroso que después dad, me sometía sin corregirme. Es muy probable. La criatura
pasaba. Un instante después, ya estaba sobre sus rodillas, sobre demasiado protegida en su sistema nervioso, se vuelve rápida-
su seno, la tuteaba, mientras que con mi abuela las caricias eran mente hacia un desbordamiento impetuoso que aumenta al pre-
siempre, ¿cómo diría yo?, ceremoniosas. Me abrazaba solemne- tender suprimirlo de un sólo golpe. Mi abuela sabía muy bien que
mente y como recompensándome por mi buena conducta, no se al someterme a continuas observaciones apacibles, me obligaba a
trataba como a una niña, porque deseaba sobre todas las cosas una obediencia instintiva, sin combates, sin lágrimas y que me
darme cierto empaque, esforzándose en corregir esa naturalidad llevaría hasta a olvidar la sola idea de una resistencia. En efecto,
que a mi madre no importaba. Ya no se podía rodar por tierra, éste fue su trabajo durante algunos días. Jamás se me había ocurri-
reír locamente, hablar como un loro. Era preciso estar derecha, do rebelarme contra ella; pero tampoco había olvidado rebelarme
llevar guantes, estar callada o bisbisear por lo bajo en un rincón contra los demás en su presencia. Desde que se encargó de mi,
con Ursulette. A cada manifestación de mi naturaleza se oponía sentí que haciendo tonterías en su presencia, aumentaría su dis-
una represión dulce, pero constante. No me regañaban, pero me gusto y esta censura versada tan educadamente, pero tan fríamen-
trataban de usted y con eso era bastante. te, me helaba hasta la medula de los huesos. Violentaba de tal
–Hija mía, pareces una jorobada; hija mía, caminas como manera mis instintos, que por momentos me invadían unos tem-
una pueblerina; hija mía, ¡has perdido otra vez los guantes! ; hija blores convulsivos que la inquietaban al no comprenderlas.
mía, eres ya muy mayor para hacer ciertas cosas... Había llegado a su meta, que era ante todo volverme disci-
¡Demasiado grande! Tenía siete años y jamás me lo habían plinada y se asombraba de haberlo logrado tan rápidamente.
dicho. Me causaba un miedo espantoso, haberme vuelto de re- –¡Mirad –decía– qué dulce y qué tranquila se ha vuelto!
pente tan grande después de la partida de mi madre. Y después, Y se congratulaba por haber conseguido con tan poco es-
era preciso aprender todo tipo de costumbres que me resultaba fuerzo mi transformación, con un sistema tan opuesto al de mi
ridículas. Había que hacer la reverencia a las personas que nos madre, tan esclavo y tiránico.

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Pero mi querida abuela comenzó pronto a asombrarse. Que- abandono paralítico de mi abuela era algo que yo no podía expli-
ría ser respetada religiosamente y al mismo tiempo ser amada apa- carme, e incluso pensaba que era voluntario. Algo de esto había
sionadamente. Se acordaba de la infancia de su hijo y soñaba con en su aire, culpa de su primera educación. Había vivido demasia-
reiniciarla en mi persona. ¡Ay!, eso no dependía ni de mí ni de ella do dentro de una cámara, su sangre había perdido la energía nece-
misma. No tenía en cuenta las diferencias generacionales que nos saria para circular; cuando querían sangrarla, no podían extraerle
separaba a la distancia enorme de nuestras edades. La naturaleza ni una gota, tan secas tenía sus venas. Yo tenía un miedo horroro-
no se equivoca; y a pesar de las bondades infinitas las buenas so de volverme como ella y cuando me ordenaba que a su lado no
intenciones sin limite de mi abuela en mi educación, no dudo en estuviese agitada o juguetona, me parecía que me condenaba a la
afirmar que un familiar viejo y enfermo no puede ser nunca una muerte.
madre; el gobierno absoluto sobre un niño por una mujer anciana Todos mis instintos se rebelaban contra esta organización
es algo que contraria a la naturaleza en todo momento. Sólo Dios diferente y no he amado verdaderamente a mi abuela hasta que
sabe lo que hace al detener en una cierta edad las posibilidades he sabido razonar. Hasta ese momento, lo confieso, tuve por ella
maternales. Para un pequeño ser que comienza a vivir, hace falta una especie de veneración moral, unida a un disgusto físico in-
otro ser joven y todavía en su plenitud vital. La solemnidad en las vencible. Se dio pronto cuenta de mi frialdad, la pobre mujer, y
costumbres de, mi abuela, me entristecía el alma. Su habitación quiso vencerla con reproches que no sirvieron para otra cosa
sombría y perfumada me ocasionaba jaquecas y bostezos que para aumentarla, afirmando ante mis propios ojos un senti-
espasmódicos. Mi abuela tenía miedo del calor, del frío, de una miento del cual yo no me daba cuenta. Ella ha sufrido y yo tal
corriente de aire, de un rayo de sol. Me parecía que cuando me vez más todavía, sin poderme defender. Después, cuando mi
decía: «Diviértete a tus anchas», me encerraba con ella en una caja inteligencia se desarrolló, una gran reacción se produjo en mi y
enorme. Me daba estampas para que las mirase, pero yo no podía mi abuela reconoció haberse equivocado al haberme juzgado
verlas; me daba vértigo. Un perro que ladraba afuera un pájaro ingrata y obstinada.
que cantara en el jardín, me estremecían. Y cuando estaba en el
jardín con ella, a pesar de que no ejercía sobre mi ninguna presión, ***
me sentía encadenada a su lado por el sentimiento de los respetos
que había sabido inspirarme. Caminaba dificultosamente, yo me Creo que partimos para París en los comienzos del invierno
quedaba cerca de ella para recogerle su tabaquera o su guante que de 1810 a 1811, porque Napoleón había entrado vencedor en
a menudo dejaba caer y que no podía recoger, porque jamás en mi Viena y se había casado con María Luisa mientras yo estaba en
vida he visto un cuerpo tan débil y flojo; y como además ella esta- Nohant. Recuerdos los lugares del jardín en los que oí las dos
ba gruesa, enferma y, sin embargo, rozagante, su incapacidad de novedades que ocupaban a mi familia. Me despedí de Ursula; la
movimientos me impacientaba interiormente hasta lo indecible. pobre niña estaba desolada, pero yo la iba a volver a ver cuando
Yo había visto cien veces a mi madre doblada por jaquecas vio- volviese y además me sentía tan feliz al ir a ver a mi madre que
lentas, extendida sobre su cama como una muerta, las mejillas prácticamente me sentía insensible a todo lo demás. Había sen-
pálidas y los dientes rechinandole; eso me desesperaba; pero el tido la primera experiencia de una separación y comenzaba a

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tener una noción del tiempo. Había contado los días y las horas No hay nada más triste, ni más tosco que el trayecto de
que habían pasado para mi, lejos del único objeto de mi amor. Chateauroux a Orleans. Hace falta atravesar todo Sologne, país
Amaba a Hippolyte también, a pesar de su tacañería, él también árido, sin grandeza y sin poesía. Eugene Sue nos ha cantado las
lloraba por quedarse sólo en la gran casa por primera vez. Yo lo bellezas incultas y las gracias salvajes de este lugar de Francia.
sentí y hubiera querido que viniese con nosotros; pero, en reali- Es sincero en su admiración, porque le he escuchado hablar como
dad yo no tenía lágrimas para nadie, sólo tenía a mi madre en la ha escrito. Pero, ya sea porque los lugares de un país que se des-
cabeza; y mi abuela, que se pasaba la vida estudiándome, dijo en cubren en el camino son particularmente aburridos, ya porque
voz baja a Deschartres, ignorando que los niños oyen todo: «Esta un país absolutamente llano me es naturalmente antipático,
pequeña no es tan sensible como yo había pensado.» Sologne, que he atravesado tal vez más de cien veces, a toda
En aquellos tiempos, para ir a París se empleaban tres días, hora del día y de la noche y en todas las estaciones del año, me
a veces cuatro. Y sin embargo, mi abuela viajaba en coche de ha parecido siempre mortalmente tosco y vulgar.
postas. Pero no podía pasar la noche en el carruaje y cuando su La vegetación salvaje es tan pobre como los productos de la
berlina había hecho veinticinco millas por día, se quedaba ago- cultura. Los bosques de pinos poco crecidos, son demasiado jó-
tada. Ese carruaje de viaje era una verdadera casa rodante. Ya venes y sin carácter. Son como charcos de un verde gritón sobre
se sabe la cantidad de paquetes, detalles y de comodidad de todo un suelo incoloro. La tierra es pálida, los arbustos, la corteza de
tipo que los ancianos y sobre todo las personas finas cargaban los árboles viejos, las zarzas, los animales, los habitantes, sobre
incómodamente para sus viajes. Los innumerables bolsillos del todo, son pálidos y lívidos igualmente, desgraciado y vasto país
vehículo estaban repletos de provisiones de boca, de dulces, de que se seca, insalubre, en una especie de marasmo moral y físico
perfumes, de juegos de cartas, de libros, de itinerarios, de dine- del hombre y de la naturaleza.
ro, ¡qué sé yo! ; cualquiera hubiera dicho que nos embarcábamos Atravesar el bosque de Orleans no dice nada tampoco. En
para un viaje de un mes. Mi abuela y su doncella, empaquetadas mi infancia, todavía tenía algo de imponente y de notable. Los
con sus cubrepiés y sus almohadas, estaban recostadas en el fon- grandes árboles, sombreaban todavía el camino durante un re-
do: yo ocupaba la banqueta de adelante y a pesar de que me corrido de dos horas y los carruajes se veían obligados a dete-
encontraba cómoda, me costaba reprimir mi petulancia en tan nerse con frecuencia por los bandidos, elementos obligados para
pequeño espacio y no poder dar patadas al asiento de enfrente. las emociones de un viaje. Hacía falta fustigar a los caballos
Me había vuelto muy turbulenta en Nohant y comenzaba a go- para llegar antes de la noche; pero a pesar de todos los intentos
zar de una salud perfecta; pero no tardaría en sentirme menos que hicimos, nos encontramos en plena noche, en este primer
viva y más lacerada en el clima de París, que siempre me ha viaje con mi abuela. Ella no era nada temerosa y cuando había
sentado muy mal. llevado a cabo todo lo que la prudencia le ordenaba, si sus pre-
Sin embargo, el viaje no me aburrió. Era la primera vez que cauciones no fructificaban por alguna circunstancia imprevista,
no me sentía vencida por el sueño que el rodar de los coches sabía perfectamente comportarse. Su doncella no era tan calmo-
provoca en la primera infancia y la sucesión de objetos nuevos sa, pero se guardaba muy bien de parecerlo y las dos se entrete-
me hacía mantener mis ojos abiertos y alerta mi espíritu. nían conversando sobre el objeto de sus aprensiones con mucha

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filosofía. No sé por qué los bandidos no me inspiraban preocu- negros, todo lo oído hizo desfilar en mi cerebro tan horribles
paciones; pero de repente me invadió un terror espantoso, cuan- imágenes que tiritaba de miedo.
do le escuchó decir a mi abuela a la señorita Julie: No pensaba en lo más mínimo en el peligro de ser atacada o
–Ahora, los ataques de los ladrones no son muy frecuentes, matada en el bosque; pero veía a los colgados flotar en las ramas
y el bosque está bastante clareado en el borde del camino, en de las viejas encinas y me imaginaba su aspecto horroroso. Este
comparación de como estaba antes de la revolución. Había un terror me ha durado bastante tiempo, y todas las veces que atra-
monte muy espeso con pocos claros, de tal manera que uno era vesábamos el bosque, hasta la edad de quince o dieciséis años,
atacado sin saber por quién y sin haber tenido tiempo de defen- me volvía a invadir viva y dolorosamente. Qué verdad es que las
derse. He tenido la suerte de que jamás me han atacado en mis emociones de la realidad no son nada, comparadas con las pro-
viajes a Chateauroux, y sin embargo el señor Dupin siempre iba ducidas por la imaginación.
armado como en la guerra, así como todos sus criados, para po- Llegamos a París, a la calle Neuve-des-Mathurins, a un pre-
der evitar la posible encerrona. Los robos y las muertes eran cioso apartamiento que daba a unos jardines enormes situados
muy frecuentes y teníamos una curiosa manera de contarlos y al otro lado de la calle y que contemplábamos en toda su ampli-
detallárselos a los viajeros. Cuando atrapábamos a los bandidos, tud desde nuestras ventanas. El apartamiento de mi abuela esta-
después de juzgarlos y condenarlos, se los colgaba en los árboles ba amueblado como antes de la revolución. Era lo que ella había
del camino, en el mismo lugar del crimen: de tal forma que podía podido salvar del naufragio y todo estaba todavía muy nuevo y
verse a los costados del camino y muy de cerca, cadáveres col- muy confortable. Su habitación estaba tapizada y amueblada en
gando de las ramas, que el viento balanceaba sobre nuestras ca- damasco azul cielo; había tapices por todas partes y un fuego
bezas. Cuando se iba con frecuencia por el camino, se conocía a infernal en todas las chimeneas.
todos los colgados y cada año se podían contar los nuevos, lo Nunca había estado tan bien alojada. El bienestar pretendi-
que prueba que el ejemplo no servía para mucho. Recuerdo ha- do me asombraba, comparándolo con el de Nohant. Pero yo no
ber visto en invierno a una mujer grande que durante bastante tenía necesidad de todo eso, educada en la pobre habitación de
tiempo se mantuvo entera y cuyos largos cabellos negros flota- madera en la calle Grange Batelióre, y no disfrutaba en absoluto
ban al viento, mientras que los cuervos volaban alrededor dis- de todas esas comodidades de la vida, hacia las cuales mi abuela
putándose su carne. Era un espectáculo horrible y una infección hubiera preferido verme más inclinada. Yo no vivía, no sonreía
que os seguía hasta las puertas de la ciudad. hasta que mi madre estaba conmigo. Durante su visita diaria, mi
Mi abuela debía creer que yo dormía mientras que ella con- alegría aumentaba. La devoraba a caricias, y la pobre mujer, Al
taba tan lúgubre cuento. Yo estaba muda de horror y un sudor ver que todo eso hacía sufrir a mi abuela, se veía obligada a
frío me corría por todos mis miembros. Era la primera vez que contenerme y a abstenerse ella misma de ciertas expansiones.
me hacía de la muerte una imagen espantosa; cosa que jamás Nos permitieron salir juntas y esto fue preciso, aunque no se
había estado en mi ánimo, como ha podido verse, ya que nunca llegó a la meta que se habían propuesto para separarme de ella.
me he preocupado de la forma con que me vendría a buscar. Mi abuela no caminaba jamás, no podía pasarse sin la presencia
Pero esos colgados, esos árboles, esos cuervos, esos cabellos de la señorita Julie, que por aturdida, distraída y miope, hubiera

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sido capaz de perderme en las calles o dejarme atropellar por les mujer. Para mis trajes, aprovechaban las batas un poco gastadas
carruajes. No habría yo caminado nunca si mi madre no me hu- pero en buen uso de mi abuela, por lo que siempre o casi siem-
biese llevado todos los días a dar largos paseos; aunque yo tenía pre iba vestida con colores sombríos, con unos talles lisos que
todavía unas piernas muy débiles, habría estado de pie hasta el descendían sobre las caderas. Esto resultaba espantoso en el tiem-
fin del mundo con tal de haber tenido el placer de tener su mano, po en que se debía llevar la cintura debajo de las axilas. Era, sin
de tocar su vestido y de mirar en su compañía lo que me señala- embargo, mucho mejor. Comencé a dejarme largos mis cabellos
ba. Todo me parecía bello a través de sus ojos. Los bulevares castaños que flotaban sobre mi espalda y se rizaban naturalmen-
eran un lugar encantado; los bailes chinos, con su horrible reca y te, por más que yo me pasase una esponja mojada sobre la cabe-
sus estúpidos monos, un palacio de cuentos de hadas; los perros za. Mi madre atormentó tan bien a mi abuela que la dejó encar-
sabios que bailaban sobre el bulevar, los comercios de juguetes, garse de mi pobre cabeza para peinarme al estilo japonés.
los vendedores de estampas y los de pájaros me volvían loca, y Era el más horrendo peinado que uno pueda imaginarse y
mi madre, parándose delante de todo lo que me interesaba y fue inventado con seguridad para aquellos rostros que tuviesen
gozando conmigo, pues también era una niña, multiplicaba mis poca frente. Me levantaban el cabello peinándolo a contra-pelo
alegrías compartiéndolas. hasta que tuviese una posición perpendicular, y entonces me
Mi abuela poseía un espíritu de discernimiento muy grande retorcían la mata de pelo en la punta de la cabeza, para hacer de
y una elevación natural. Quería formar mi gusto y criticaba la misma una especie de bola alargada, coronada con un pequeño
juiciosamente todos los objetos que llamaban mi atención. Me moño. Con este peinado una se parecía a un pastel o al sombrero
decía: de algún peregrino. Agregad a este horror el suplicio de tener los
–Esa es una figura mal dibujada, un conjunto de colores cabellos colocados a contrapelo, hacían falta ocho días atroces
disonantes, una composición o un lenguaje o una música o un llenos de dolor y de insomnio antes que tomaran la posición obli-
arreglo de pésimo gusto. gada, y los agarraban tan bien con un corazón para ordenarlos,
Yo no podía comprender todo esto sino mucho más tarde. que la piel de la frente se estiraba y las esquinas de los ojos se
Mi madre, menos difícil y más ingenua, se comunicaba más di- alargaban como las de las figuras de los abanicos japoneses.
rectamente conmigo. Casi todos los productos artísticos o in- Me sometí ciegamente a este suplicio, a pesar de que me era
dustriales le gustaban, por poco que tuvieran formas divertidas absolutamente indiferente ser bonita o fea, seguir la moda o pro-
y colores frescos, y lo que no le gustaba, también le divertía. testar contra sus excesos. Mi madre lo quería, yo le gustaba así, y
Tenía pasión por lo último y no había moda nueva que no le lo sufría con un coraje estoico. Mi abuela me encontró espanto-
pareciese la más bella de cuantas había visto. Todo le parecía sa; estaba desesperada. Pero juzgó un poco tonto disputar por
bien; nada lograba hacerla desgraciada, a pesar de las criticas de una cosa semejante, puesto que, además, mi madre la ayudaba
mi abuela, fiel, con razón, a sus largos talles y a sus amplias tanto como podía a calmarme en mi exaltación hacia ella.
faldas de estilo directorio. Todo resulta fácil aparentemente en los comienzos. Como
Mi madre, preocupada por la moda del día, se desesperaba mi madre me hacía salir todos los días y comía o pasaba la tarde
al ver a mi abuela vestirme como una pequeña vieja y buena muy a menudo conmigo, ya no estaba separada de ella nada más

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que durante el tiempo del descanso; pero una circunstancia en la cal de Saxe entre sus antepasados paternales? ¡Qué locura, o
cual mi abuela estuvo verdaderamente equivocada reanimó de mejor dicho, qué niñería inconcebible! Y cuando una persona
nuevo mi preferencia hacia mi madre. madura y de un gran espíritu comete una niñería semejante de
Caroline no me había visto desde el día de mi partida hacia una criatura, ¡cuánto tiempo, cuantos esfuerzos y perfecciones
España y parece ser que mi abuela había impuesto una condi- hacen falta para borrarle impresión tan desagradable!
ción esencial a mi madre, que consistía en evitar cualquier en- Mi abuela logró el prodigio, porque esta impresión no fue
cuentro con mi hermana. ¿Por qué semejante aversión hacia una jamás borrada de mi mente, ni tan siquiera vencida por los teso-
criatura llena de candor, educada rígidamente y que durante toda ros de ternura que su alma me prodigó. Pero si no existió alguna
su vida ha sido un modelo de austeridad? Lo ignoro y ni aun hoy razón profunda en el esfuerzo titánico que ella realizó para que
día puedo explicármelo. Una vez que la madre fue admitida y yo la amase, yo sería un monstruo. Me veo forzada a confesar
aceptada, ¿por qué había que alejar de mi a la hija? En ello había que ella pecó en principio; aunque después de conocer la obse-
un prejuicio, una injusticia inexplicable por parte de una persona sión de las clases nobiliarias, su falta no me parece tan suya, sino
que sabía, sin embargo, elevarse por encima de los prejuicios de del medio en el que ella había siempre vivido y del cual, a pesar
su mundo cuando lograba escapar a las influencias indignas de de su noble corazón y su inteligencia, no pudo jamás desemba-
su espíritu y de su corazón. Caroline había nacido bastante antes razarse por completo.
que mi padre conociese a mi madre; mi padre la había tratado y Como ya he dicho, se había empeñado en que mi hermana
amado como a su propia hija, ella fue la compañera razonable y fuese una extraña para mi; y como yo la había abandonado a la
complaciente en mis primeros juegos. Era una linda y dulce cria- edad de cuatro años, no me habría sido dificil olvidarla. Es más;
tura y sólo tuvo un defecto para mi: el de haber sido demasiado creo que hubiera sido un hecho, si mi madre no me hubiese ha-
absoluta en sus ideas sobre el orden y la devoción. No puedo blado de ella con frecuencia después; y en cuanto al afecto, no
comprender el temor de que yo mantuviese contacto con ella. habiéndose podido desarrollar todavía lo suficiente en mi antes
Nada me había hecho enrojecer delante del mundo por recono- del viaje a España, no hubiera despertado tampoco, si no hubie-
cerla como hermano. A menos que ese temor se produjese por se sido por los esfuerzos que se hicieron para dormirlo violenta-
no ser ella noble de nacimiento, por haber nacido probablemen- mente y por una pequeña escena familiar que me produjo una
te del pueblo. Porque jamás llegué a saber el rango que el padre impresión terrible.
de Caroline ocupaba en la sociedad, quizá por presumir que era Caroline debía tener aproximadamente doce años. Estaba
de la misma condición humilde y oscura que mi madre. Pero, en una pensión y, cada vez que iba a ver a nuestra madre, le
¿acaso no era yo también, la hija de Sophie Delaborde, la hija suplicaba que la llevase a casa de mi abuela para verme o que yo
menor del vendedor de pájaros, nieta de la madre Cloquarád fuese, a su casa para verla. Mi madre eludía su ruego y le daba
¿Cómo podían atreverse a hacerme olvidar que yo provenía del no sé qué explicaciones, no pudiendo ni queriendo hacerle com-
pueblo y persuadirme que la criatura del mismo origen, era de prender la exclusión incompresible que sobre ella pesaba. La
una naturaleza inferior a la mía, por el sólo hecho de que no pobre pequeña no comprendiendo nada evidentemente, no pu-
había tenido el honor de contar con el rey de Polonia y el maris- diendo contener su impaciencia por abrazarme y no escuchando

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sino a su corazón, aprovechó una noche en que nuestra madre natural en ella y debía hacerla sufrir mucho. Mi asombro al verla
cenaba en la casa de mi tío de Beaumont, persuadió a la portera así, no me impidió pensar en Caroline, cuyo recuerdos estaba
de mi madre para que la acompañara y llegó a nuestra casa feliz muy poco claro en mí. Pero, de repente, después de los cuchi-
y contenta. A pesar de todo, tenía un poco de miedo de esa abuela cheos cambiados detrás de la puerta, escuché un sollozo ahoga-
que ella no había visto nunca; pero tal vez creía que estaba ce- do, desgarrador, un grito salido del fondo del alma, que penetró
nando también en la casa de mi tío, o tal vez se había decidido a en la mía y que despertó la voz de la sangre. Era Caroline que
todo con tal de verme. lloraba y que se iba consternada, herida, humillada en su justo
Eran las siete o las ocho de la noche, yo jugaba melancólica- orgullo y en su inocente amor por mi.
mente sola sobre el tapiz del salón, cuando escuché un movi- De repente, la imagen de mi hermana se actualizó en mi
miento extraño en la habitación de al lado y vi que mi criada memoria; creía recordarla tal cual era en la calle Grange-Batelire
entreabría la puerta y me llamaba dulcemente. Mi abuela parecía y en Chaillot, grandecita, menuda, dulce, modesta y obediente,
estar dormitando en su sillón, pero tenía el sueño muy ligero. En esclava de mis caprichos, cantándome canciones para dormir-
el momentos en que yo me acercaba a la puerta de puntillas, sin me, o contándome bellas historias de hadas. Comenzó a llorar y
saber lo que quería de mi, mi abuela dio media vuelta y me dijo me lance hacia la puerta; demasiado tarde, se había ido; mi don-
con un tono severo: cella lloraba también y me recibió en sus brazos, tratando de
–¿Adónde vas, hija mía, tan misteriosamente? –No lo sé, evitar a mi abuela una pena que se volvería contra ella. Mi abue-
abuela; me llama la doncella. la me llamó y quiso sentarme en sus rodillas para calmarme y
–Entre, Rosa, ¿qué quiere usted? ¿Por qué llama a la niña hacerme razonar, me resistí, hui de las caricias y me tiré al suelo
como a escondidas? en un rincón gritando:
La criada se confundió, titubeó y terminó diciendo: –La lla- –¡Quiero volver con mi madre, no quiero quedarme aquí!
mo, señora, porque la señorita Caroline acaba de llegar. La señorita Julie llegó y quiso hacerme entrar en razón. Me
Este nombre tan puro y dulce produjo un efecto desastroso habló de mi abuela a quien yo enfermaba, cosa que ella reafirmó
en mi abuela. Creyó en una abierta resistencia por parte de mi y a quien yo no quise ni mirar. –Haréis sufrir a vuestra abuela
madre o en una resolución para engañarla que la niña y la criada que os ama, que os mima y que no vive sino para vos.
habían tomado por desgracia. Habló dura y secamente, lo que Pero yo no escuchaba nada; volví a reclamar a mi madre y a
no hacía muchas veces. mi hermana con gritos desesperados. Me encontraba tan enfer-
–¡Que la pequeña se vaya en seguida –dijo–, y que no vuel- ma y tan sofocada que ni se preocuparon porque diese las bue-
va a presentarse jamás aquí ¡Sabe muy bien que no debe ver a mi nas noches a mi abuela. Me llevaron a la cama y durante toda la
nieta! No la conoce, y yo tampoco la conozco. En cuanto a us- noche no hice otra cosa que gemir y suspirar mientras soñaba.
ted, Rosa, si intenta alguna vez introducirla en mi casa, la echo. Sin duda, mi abuela pasó también muy mala noche. He com-
Espantada, Rosa desapareció. Yo estaba turbada y asusta- prendido también, después, lo buena y tierna que era, y ahora
da, casi afligida y arrepentida de haber sido la causa de la cólera estoy segura de la pena que la invadía cuando se veía obligada a
de mi abuela, porque me daba cuenta que la emoción no era algo hacer sufrir a los demás; pero su dignidad le impedía demostrar-

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lo y era a fuerza de cuidados y mimos con lo que pretendía olvi- que era. Se había formado un gran hongo en la mecha y el humo
dar lo ocurrido. negro que exhalaba, dibujaba su sombra temblorosa sobre el te-
Cuando me desperté, encontré en mi cama una muñeca que cho. De pronto esa sombra tomó una apariencia distinta, la de
yo había deseado mucho el día anterior, por haberla visto con mi un pequeño hombre que bailaba en medio de la llama. Comenzó
madre en un negocio de juguetes y de la cual había hecho una a agrandarse poco a poco y se puso a dar vueltas con rapidez,
descripción pomposa a mi abuela al volver para cenar. Era una agrandándose cada vez más; llegó a tener la talla de un verdade-
negrita que tenía el aspecto de reírse a carcajadas y que mostra- ro hombre, hasta que se convirtió en un gigante cuyos pasos
ba sus dientes blancos y sus ojos brillantes en medio de su carita rápidos golpeaban el suelo, mientras que su loca cabellera barría
morena. Era redonda y bien hecha, tenía un vestido de crepé circularmente el techo con la ligereza de un murciélago.
rosa, bordado con una banda de plata. Esto me había parecido Comenzó a gritar espantosamente y vinieron a tranquilizar-
extraño, fantástico, admirable, y, por la mañana, antes de que, yo me; pero esta aparición volvió tres o cuatro veces seguidas y
me hubiese despertado, la pobre abuela había enviado a com- duró casi un día. Es la única vez que recuerdos haber delirado.
prar la muñeca negrillona para satisfacer mi capricho y distraer- Si lo he hecho después, no lo he advertido, o no lo recuerdo.
me de mi pena, tomó a la pequeña criatura en mis brazos, su
linda sonrisa provocó la mía y la abracé como una madre joven ***
abraza a su recién nacido. Pero mientras la miraba y la mecía
sobre mi corazón, mis recuerdos de la víspera se reavivaron. Pensé Los felices domingos tan impacientemente esperados pasa-
en mi madre, en mi hermana, en la dureza de mi abuela y tiré a la ban como sueños. A las cinco, Carolina iba a cenar a casa de mi
muñeca lejos de mi. Pero como la pobre negra se reía siempre, tía Maréchal, y mi madre y yo nos íbamos a encontrar con mi
volvía a tomarla acariciándola todavía y la regué con mis lágri- abuela en la casa de mi tío de Beaumont.
mas, no pudiéndome olvidar de la ilusión de un amor maternal, Era una vieja costumbre familiar muy dulce, que tenía inva-
reavivado por mis contrastados sentimientos filiales. Después, riablemente a los mismos convidados. Se ha perdido casi en la
de repente, sufrí un vértigo, dejé caer la muñeca al suelo y tuve vida agitada y desordenada que se lleva hoy en día. Era la manera
vómitos espantosos de bilis que asustaron mucho a mis criadas. más agradable y más cómoda de verse, para las gentes de goces y
No recuerdo en verdad lo que pasó durante varios días; tuve costumbres regulares. Mi tío, tenía por cocinera un cordón bleu
el sarampión con una violenta fiebre. Ya debía tenerlo, pero la quien, no habiendo trabajado nunca sino en palacios de experien-
excitación y la pena debieron contribuir a un desenlace mucho cia y discernimiento consumado, ponía todo su amor propio que
más intenso. Estuve muy enferma y una noche padecí una vi- era inmenso, para contentarlos. La señora Bourdieu, el ama de
sión que me atormentó en extremo. Habían dejado una lámpara llaves de mi tío y éste mismo, ejercían una vigilancia excesiva so-
encendida en la habitación donde yo estaba; mis dos criadas bre esos importantes trabajos. A las cinco en punto, llegábamos,
dormían y yo tenía los ojos abiertos y la cabeza ardiendo. Me mi madre y yo, y ya nos encontrábamos alrededor del fuego a mi
parece todavía, sin embargo, que mis ideas eran muy claras y abuela sentada en un gran sillón situado en frente del de mi tío, y
que al mirar fijamente la lámpara, me di perfecta cuenta de lo a la señora de la Marliére entre ellos, los pies cerca de los leños,

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un poco levantada la falda y mostrando dos magras piernas y los El apartamiento que ocupó durante toda la parte de mi vida
pies calzados con unos zapatos muy puntiagudos. en que lo conocí, vale decir, durante una quincena de años, esta-
La señora de la Marliére era una antigua amiga íntima de la ba situado en la calle Gudndgaud, al fondo de un patio triste y
condesa de Provence, la mujer del que después llegó a ser Luis grande, en una casa del tiempo de Luis XIV, con un carácter
XVIII. Su marido, el general de la Marliere, había muerto en la muy homogéneo en todas sus partes. Las ventanas eran altas y
revuelta. Mi padre nombraba a esta dama, muy a menudo, en sus largas; pero había tantos cortinajes, amén de visillos, cortinas y
cartas, según recuerdo. Era una persona muy buena, muy alegre, cosas para defender la casa del aire exterior que podía introducirse
expansiva, parlanchina, obediente, devota, brillante, radiante, por la menor fisura, que todas las habitaciones eran sombrías y
un poco cínica en sus propósitos. Por aquel entonces no era nada sordas como cuevas. El arte de prevenirse contra el frío en Fran-
piadosa y su conversación sobre los curas, además de otras cues- cia y, sobre todo, en París, comenzaba a desaparecer bajo el im-
tiones, demostraba una extrema libertad. En la restauración, se perio y se ha perdido por completo, ahora, en las gentes de una
volvió devota y vivió hasta la edad de ochenta y ocho años, creo fortuna mediana, gracias a los numerosos aportes de calefacción
yo, en olor de santidad. Era, en suma, una mujer excelente, sin económica con los que el progreso nos ha enriquecido.
prejuicios en el tiempo en que yo la conocí y no creo que se baya La moda, la necesidad y la especulación, cuyo concierto nos
vuelto tonta e intolerante después. Tampoco tenía ningún dere- ha llevado a construir casas pobladas con tantas ventanas que
cho, después de haber tenido tan poco en cuenta las cosas san- no dejan libre ningún espacio en los edificios; la falta de espesor
tas durante las tres cuartas partes de su vida. Conmigo era muy en los muros y la prisa con que las construcciones toscas y frági-
buena y como era la única entre las amigas de mi abuela que no les se han levantado, hacen que cuanto más pequeño es un apar-
tenía ninguna prevención contra mi madre, yo le dedicaba una tamiento, más frío y más costoso resulta para calentarlo. El de
mayor confianza y amistad que a las otras. Sin embargo, sospe- mi tío era un lugar abrigado, convertido por sus cuidados conti-
cho que no me era muy simpática. Su voz clara, su acento meri- nuos, en una casa pesada, como deberían ser todas las habita-
dional, sus extraños arreglos, su barbilla aguda con la que me ciones en un clima tan ingrato y tan variable como el nuestro. Es
martirizaba las mejillas al abrazarme, y, sobre todo, la crudeza cierto que en otros tiempos uno se instalaba para toda la vida, y
de sus expresiones burlescas, me impedían tomarla en serio y construyendo su nido, cavaba al mismo tiempo su tumba.
encontrar placer en sus manos. Las personas ancianas que en aquella época conocí y que
La señora Bourdieu iba y venía ligeramente de la cocina al tenían una existencia retirada, no vivían sino en su dormitorio.
salón; entonces no tenía nada más que unos cuarenta años. Era Tenían un salón grande y hermoso en el cual recibían una o dos
una morena fuerte, llena y de un tipo muy definido. Era de Dax veces al año, y en donde, el resto del tiempo, no entraban jamás.
y tenía un acento gascón todavía más pronunciado que el de la Mi tío y mi abuela, al no recibir nunca, pudieron haberse pasado
señora de la Marliere. Llamaba a mi tío papá, siguiendo la cos- sin ese lujo inútil que doblaba el precio de sus alquileres. Pero
tumbre de mi madre. La señora de la Marliere, a quien le gustaba no hubiesen creído tener una casa de otra manera.
hacerse la niña, le llamaba también papá, cosa que hacía parecer El mobiliario de mi abuela era del tiempo de Luis XVI y ella
a mi tía mucho más joven que ella. no tenía ningún escrúpulo al introducir de tiempo en tiempo al-

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gún objeto más moderno cuando le parecía cómodo o bonito. gues de los cortinajes, con el silencio y la soledad de esta respe-
Pero mi tío era demasiado artista como para permitirse el menor table habitación que parecían no atreverse a habitar y de la cual
disparate. Todo en él era estilo Luis XIV, lo mismo las molduras yo sola tomaba posesión.
de las puertas que los adornos del techo. No sé si él había here- Esta posesión ficticia me bastaba, ya que desde mi mas tier-
dado esos ricos muebles o si los había coleccionado por si mis- na infancia, la posesión real de las cosas no ha constituido jamás
mo; lo cierto es que hoy en día sería un gran hallazgo para un un placer para mí. Nunca he envidiado un palacio, cofres, alha-
coleccionador ese mobiliario completo en su antigüedades, des- jas, ni aun objetos de arte; y, sin embargo, me gusta recorrer un
de las tenazas hasta el fuelle, desde la cama hasta los marcos de hermoso palacio, ver pasar un cortejo elegante y rápido, con-
los cuadros. En el salón había unas magníficas pinturas y unos templar los productos artísticos. Tocar y dar la vuelta a las alha-
muebles de bola, de una grandeza y de una riqueza respetables. jas bien trabajadas, mirar las cosas del arte o de la industrias en
Como todo eso se había ya pasado de moda y se prefería a esas las cuales la inteligencia del hombre se revela bajo cualquier for-
bellas cosas, verdaderos objetos de arte, las sillas curul del im- ma. Pero, jamás he sentido la necesidad de decirme: «Esto es
perio y las detestables imitaciones de, Herculano en Acayo eran mío», y tampoco comprendo que se tenga esa necesidad. A la
de madera chapada, pintada en color bronce, el mobiliario de mi gente le pena el darme algún objeto raro o precioso, porque me
tío sólo tenía precio para él. Yo estaba lejos de poder apreciar el es imposible no darlo en seguida a cualquier amigo que lo admi-
buen gusto y el valor artístico de una colección semejante; y aún ra y en el cual yo observo el deseo de la posesión. Sólo conservo
escuché decir a mi madre, que todo eso era demasiado viejo las cosas que me llegan de los seres que he amado y que ya no
como para ser bello. Sin embargo, las cosas bellas llevan consigo existen. Entonces, soy avara, por poco valor que tengan y creo
una impresión que subsiste a menudo sobre aquellos que no las que el acreedor que me forzara a vender los viejos muebles de
entienden. Cuando yo entraba en casa de mi tío me parecía en- mi alcoba, me haría muy desgraciada, porque los he heredado
trar en un santuario misterioso y como el salón era en efecto un casi todos de mi abuela y ellos me la recuerdan en todos los
santuario cerrado, yo rogaba por lo bajo a la señora Bourdieu instantes de mi vida. Pero lo de los demás jamás me ha tentado
que me dejase entrar. Entonces, mientras los viejos jugaban a y me siento integrada en esa raza de bohemios de los que Béranger
las cartas después de la comida, ella me daba una pequeña bujía ha dicho: «Ver es tener.»
y conduciéndome como a escondidas a ese gran salón, me deja- No detesto el lujo, todo lo contrario, lo amo; pero no para
ba allí durante algunos instantes, recomendándome mucho que mí. Amo, sobre todo, las alhajas. No encuentro otra creación
no me subiera a los muebles y que no dejase caer la bujía. Yo ni más hermosa que esas combinaciones de metales y piedras pre-
intentaba desobedecer; ponía la luz sobre una mesa y me pasea- ciosas que pueden convertirse en las formas más agradables y
ba furtivamente por esa gran habitación apenas alumbrada hasta acertadas en tan delicadas proporciones. Me gusta examinar los
el techo por mi débil bujía. Yo no veía, sino muy confusamente, adornos, las telas, los colores; el gusto me encanta. Me agradaría
los grandes retratos de Largillire, los bellos interiores flamencos ser joyera o modista para inventar siempre y para dar, gracias al
y los cuadros de los maestros italianos que cubrían las paredes. milagro del gusto, una especie de vida a esas ricas materias. Pero
Me regocijaba con el brillo de los dorados, con los grandes plie- todo ello no tiene ningún uso agradable para mí. Un hermoso

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vestido es incómodo, las alhajas arañan, y en otro tipo de cosas, con sus palabras engoladas, cuyo acento distinguido corregía a
la pereza de las costumbres nos envejece y nos mata. No he la crudeza–, que arruinaste por la glotonería. No cuesta más
nacido para ser rica y si las incomodidades de la vejez no co- tener una tortilla deliciosa que hacerse servir, bajo el pretexto
menzaran a hacerse sentir, viviría realmente en una choza del de la tortilla, una vieja gamuza quemada. Lo bueno, es saber uno
Berry, con tal que estuviese limpia y con tanta alegría como en mismo en qué consiste una tortilla, y cuando un ama de casa lo
las villas italianas. ha comprendido bien, la prefiero en mi cocina a un sabio preten-
No trato que mi virtud sea una pretensión de austeridad re- cioso que se hace llamar de usted por sus ayudantes y que bauti-
publicana. ¿Acaso un chamizo no es, sobre todo para el artista, za cualquier carroña con los más suntuosos nombres.»
más bello, más rico en color, en gracia, en arreglo y en carácter Durante toda la comida, la conversación se mantenía en este
que un villano palacio moderno construido y decorado en el gusto tono y siempre versaba sobre la cocina. El detalle permite com-
«constitucional», el más lastimoso estilo que existe en la historia prender la naturaleza de este canónigo, que ya no existe en los
del arte? También, jamás he comprendido que los artistas ten- tiempos que corren. Mi abuela, que era de una frugalidad extre-
gan en general, tanta venalidad, necesidades de lujo, ambiciones ma, a pesar de que comía poco, tenía también sus teorías cientí-
de fortuna. Si hay alguien en el mundo que pueda pasarse sin ficas sobre la manera de hacer una crema a la vainilla y una tor-
lujo y crearse a si mismo una vida, según sus sueños, con poco, tilla francesa. La señora Bourdieu se hacía regañar por mi tío,
con casi nada, es el artista, porque lleva en él el don de poetizar porque ella había dejado poner en la salsa más mostaza de la
las menores cosas y la de construirse una cabaña según las reglas conveniente: mi madre se reía de sus peleas. Sólo la madre
del gusto o los instintos de la poesía. El lujo me parece siempre Marliére se olvidaba de cotorrear en la comida, porque ella co-
el recurso de la gente tonta. mía como un ogro. En cuanto a mí, esas largas comidas servi-
No era, sin embargo, este el caso de mi tío; su gusto era das, discutidas, analizadas y saboreadas con tanta solemnidad,
lujoso por naturaleza y apruebo categóricamente que uno amue- me aburrían mortalmente. Siempre he comido muy rápido y pen-
ble su casa con cosas bellas cuando puede procurárselas, con sando en otra cosa. Una larga sobremesa siempre me ha enfer-
hallazgos afortunados y baratos, mejor que cosas toscas. Esto es mado y pedía permiso para levantarme de cuando en cuando
lo que probablemente le ocurrió a él, puesto que poseía una for- para ir a jugar con una vieja perra que se llamaba Babet y que se
tuna menguada y era muy generoso, lo que equivale a decir que pasaba la vida teniendo cachorros y alimentándolos en un rin-
era pobre y que no podía permitirse locuras y caprichos. cón del comedor.
Era goloso, aunque no comía mucho, pero tenía una gloto- La tarde me parecía muy larga también. Era preciso que mi
nería sobria y de buen gusto como en todo, nada fastuoso, sin madre tomara las cartas e hiciese una partida con los ancianos,
ostentación, presumiendo de ser positivo. Era muy agradable cosa que tampoco la divertía, puesto que mi tío era buen juga-
verle perderse en sus teorías culinarias, porque a veces lo hacía dor y no se enfadaba como Deschartres, cuando la señora Marliere
con una gravedad y una lógica que podrían haberse aplicado a ganaba como consecuencia de sus trampas. Ella misma decía
todos los dones de la política y de la filosofía; otras, con una que el juego sin trampas la aburría; por ello nunca quería jugar
fantasía cómica e indignada. «No hay nada más tonto– decía él por dinero.

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Durante ese tiempo, la criada Bourdieu trataba de distraer- Esta parte del año 1811 transcurrida en Nohant, fue, según
me. Me hacía construir castillos de cartas o edificios de dominós. creo, una de las raras épocas de mi vida en la que conocí una
Mi tío, que era muy juguetón, se volvía para soplar por debajo y felicidad completa. Había sido muy feliz en la calle Grange–
para dar un golpe con el codo a nuestra pequeña mesa. Y des- Bateliére, a pesar de que allí no tuve ni grandes jardines, ni her-
pués, él le decía a la señora Bourdieu, que se llamaba Victoria mosos apartamientos. Madrid había sido para mi una campaña
como mi madre: emocionante y penosa; el malsano estado en que volví, la catás-
–¡Victoria, embrutezca a esta niña; muéstrele alguna cosa trofe acaecida en mi familia por la muerte de mi padre, esa lucha
interesante. ¡Tenga, hágala ver mis tabaqueras! entre mi abuela y mi madre que había comenzado revelándome
Entonces, habrían un cofre y me hacían pasar revista a una el temor y la tristeza, todo esto fue un aprendizaje del sufrimien-
docena de tabaqueras muy bellas, adornadas con miniaturas en- to y la desgracia. Pero la primavera y el verano de 1811 pasaron
cantadoras. Eran antiguos retratos de bellas damas con trajes de sin nubarrones y la prueba es que ese año no me dejó ningún
ninfas, de diosas o de pastoras. Ahora comprendo por qué mi tío recuerdo desagradable. Sé que Ursula lo pasó conmigo, que mi
tenía tantas damas hermosas en sus tabaqueras. Él ya no hacía madre tuvo menos jaquecas que otras veces y que si hubo des-
caso de eso, y sólo le parecían útiles para entretener las miradas entendimiento entre mi abuela y ella fue tan bien ocultado que
de una criatura pequeña. ¡Darle entonces algunos retratos a los he olvidado lo que hubo o lo que pudo haber. Es probable que
abates! Afortunadamente ya no es moda. se tratara del momento justo de sus vidas en el que ellas se en-
tendieron mejor, porque mi madre no era una mujer que supiese
*** ocultar sus impresiones.

Desde los primeros días de la primavera, hicimos los paque- ***


tes para volver al campo; yo tenía mucha necesidad. Ya fuese
por vivir mejor, ya por el aire de París que jamás me había senta- Siempre me ha hecho falta para vivir una resolución firme
do bien, languidecía cada vez más y adelgazaba a ojos vistos. Ni de vivir para alguien o para algo, para algunas personas o por
siquiera se les ocurrió pensar en separarme de mi madre; yo creo algunas ideas. Esta necesidad me venía naturalmente de la in-
que en aquella época, no pudiendo tener el sentimiento de la fancia, por la fuerza de las circunstancias, por el afecto contra-
resignación y la voluntad de la obediencia, me hubiera muerto. riado. Siempre subsistió en mí aunque mi meta se oscureció y mi
Mi abuela, entonces, invitó a mi madre a ir con nosotras a Nohant empuje fue un tanto incierto. Querían forzarme a aproximarme
y como a ese respecto yo mostraba una inquietud que inquieta- hacia la otra meta que me habían mostrado y de la cual yo me
ba a los demás, se convino que mi madre me conduciría con ella había alejado obstinadamente. Me preguntaba si eso sería algu-
y con Rosa como acompañante, mientras que la abuela iría por na vez posible. Sentí que no. La fortuna y la instrucción, las
su lado con Julia. Se había vendido la gran berlina y se la había buenas costumbres, el espíritu, lo que llamaban «el mundo» se
reemplazado, pues habían disminuido las rentas, por un coche me apareció bajo formas sensibles, tal y como yo las concebía.
de dos plazas. «Esto se reduce –pensé– a convertirse en una bella señorita

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rozagante, bien adornada, erudita, tocando el piano delante de canto; corría más por los caminos, los zarzales y los pastos con
gentes que aprueban sin escuchar y sin comprender, no preocu- mis bulliciosos acólitos; revolvía la casa de arriba abajo con mis
pándose de nadie, adorando brillar, aspirando a un casamiento juegos enloquecientes; tomaba por costumbre una expresión de
fastuoso, vendiendo su libertad y su personalidad por un coche, contento la mayoría de las veces forzada, cuando mi dolor inte-
por un escudo, algunas telas o monedas. Esto no me va ni me irá rior amenazaba con despertarme; en una palabra, me volví de
jamás. Si debo heredar forzosamente este castillo, los granos de repente una niña terrible, como decía mi doncella, quien comen-
trigo que Deschartres cuenta y recuenta, esta biblioteca que no zaba a tener razón, aunque, sin embargo, ya no me pegaba, al ver
me divierte y esta bodega de la que nada me tienta, ¡he aquí una que por mi tamaño hubiera sido capaz ya de devolverle el golpe
gran felicidad y encantadoras riquezas! A menudo he soñado y que por mi aspecto ya no estaba de humor como para soportar-
con viajes lejanos. Los viajes me habrían tentado si yo no hubie- lo.
ra tenido el proyecto de vivir para mi madre! Y bien, ya está; si Viendo todo esto, mi abuela dijo:
mi madre no me quiere cerca de ella, algún día partirá, me iré al –Hija mía, ya no tienes sentido común. Tienes inteligencia y
fin del mundo. Veré el Etna y el monte Gibel, iré a América, a la haces todo lo posible para volverte o parecer tonta. Podrías ser
India. Dicen que es muy lejos, que es difícil, ¡tanto mejor! Dicen agradable y te haces insoportable. Tu tez se ha oscurecido, tus
que uno se muere, ¿qué importa? Esperándolo, vivamos al día, manos se han ajado, tus pies van a deformarse con los zuecos.
vivamos al azar; porque nada de lo que conozco me tienta o me Tu cerebro se deforma y se desparrama como tu persona. A ve-
afirma, dejemos, pues, venir lo desconocido.» ces te callas por completo y tienes el aspecto de quien desdeña
Ahí abajo, ensayé vivir sin pensar en nada, sin creer en nada todo. A veces hablas demasiado aparentando charlar por char-
y sin desear nada. Al principio me costó; habíame acostumbrado lar. Has sido una niña encantadora y no es preciso que te con-
tanto a soñar y a pensar en un bien futuro, que a pesar de mi viertas en una joven absurda. Ya no tienes gracia, comporta-
misma, volvía a recomenzar mis sueños. Pero la tristeza me in- miento, atractivo. Tienes un buen corazón y una cabeza lastimo-
vadía entonces, tan negra, y el recuerdo de la escena que me sa. Hace falta que todo esto cambie. Además, tienes necesidad
habían hecho, tan atosigante, que tenía una necesidad imperiosa de profesores de buenos modales que yo aquí no puedo procu-
de escapar de mi misma, y corría hacia los campos para aturdir- rarte. He resuelto, entonces, enviarte al convento e iremos a París
me con los chiquillos y las chiquillas que me amaban y que me para ello.
sacaban de mi soledad. –¿Y veré a mi madre? –grité.
Pasaron algunos meses sin atractivo alguno y de los cuales Ciertamente, la verás –respondió fríamente mi abuela–; des-
me acuerdo muy confusamente, porque estuvieron vacíos. Me pués de lo cual te alejarás de ella y de mí el tiempo necesario
comportaba muy mal, no trabajaba nada más que lo justo para para completar tu educación.
que no me regañaran, apresurándome, por así decirlo, en olvidar «Sea –pensaba yo–; el convento, no sé lo que es, pero será
rápidamente lo que acababa de aprender, no meditando más so- algo nuevo; y como, después de todo, la vida que llevo ahora no
bre mi trabajo como hasta esos momentos había hecho por una me divierte en absoluto, podré ganar con el cambio.»
necesidad de lógica y de poesía que había tenido su secreto en- Así ocurrió. Volví a ver a mi madre con mis exteriorizaciones

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acostumbradas. Tenía una última esperanza, que encontrara el bra, el convento de las inglesas merecía la fama de que, gozaba en
convento inútil y ridículo, y que me retuviese, al ver que yo había el gran mundo, compitiendo con el Sagrado Corazón y la Abadía
insistido en mi resolución. Pero, por el contrario, ella me alabó la de los Bosques. La señora de Pontcarré proyectaba llevar también
ventaja de las riquezas y el talento. Lo hizo de una manera que me a su hija, cosa que hizo, en efecto, al año siguiente. Mi abuela se
asombró y que me hirió, porque ya no encontraba en ella su fran- decidió entonces por las inglesas y, un día de invierno, me vistie-
queza y su coraje acostumbrados. Se burlaba del convento, criti- ron con el uniforme de sarga oscura, colocaron mi ropa en una
caba ácidamente a mi abuela, quien detestando y menosprecian- maleta, un coche de alquiler nos condujo a la calle Fossés-Saint-
do la devoción, me confiaba a las religiosas; pero, siempre protes- Victor y después que hubimos esperado algunos instantes en el
tando, mi madre hizo exactamente lo que ella. Me dijo que el con- recibidor, abrieron una puerta de comunicación que se cerró de-
vento me sería muy útil y que hacía falta que yo entrase allí. Y trás de nosotras. Estaba enclaustrada.
como jamás he tenido voluntad propia, entré al convento sin te- Este convento es una de las tres o cuatro comunidades bri-
mor, sin pena y sin repugnancia. No me daba cuenta de lo que tánicas que se establecieron en París, durante el poderío de
ocurriría. No sabía que tal vez entraba verdaderamente en el mundo Cromwell. Después de haber sido perseguidores, los ingleses
al franquear la puerta del claustro, que podía mantener nuevas católicos, cruelmente perseguidos, se unieron en el exilio para
relaciones, costumbres espirituales, hasta ideas que me incorpo- rezar y pedir especialmente a Dios la conversión de los protes-
rarían por así decirlo, con aquella clase social que yo había preten- tantes. Las comunidades religiosas se quedaron en Francia, pero
dido abandonar. Creí ver, por el contrario, en ese convento, un los reyes católicos retomaron el cetro en Inglaterra y se venga-
terreno neutro y en los años que en él debería pasar, una especie ron muy poco cristianamente.
de alto en medio de la lucha que en mi se mantenía. La comunidad de las agustinas inglesas ha sido la única que
En París, me había encontrado con Paulina de Pontcarré y ha subsistido en París y cuya casa ha sufrido las revoluciones sin
su madre. Paulina estaba más bella que nunca, su carácter se- mucho perjuicio. La tradición del convento decía que la reina de
guía siendo alegre, fácil y amable; su corazón tampoco había Inglaterra, Enriqueta de Francia, hija de nuestro Enrique IV y
cambiado. Era absolutamente frío, lo que no impidió que yo amara mujer del desgraciado Carlos I, había ido muy a menudo a rezar
y admirara como algo ya pasado esa bella indiferencia. con su hijo Jacobo II en nuestra capilla y a curar las escrófulas de
Mi abuela había preguntado a la señora de Pontcarré sobre el los pobres que seguían sus pasos. Un muro divisor separa este
convento de las inglesas, el mismo en el que ella había estado convento del colegio de las escocesas. El seminario de las irlan-
prisionera durante la revolución. Una sobrina de la señora de desas está cuatro puertas más lejos. Todas nuestras religiosas
Pontcarré se había educado allí y acababa de salir. Mi abuela, que eran inglesas, escocesas o irlandesas. Los dos tercios de internas
había guardado de ese convento y de las religiosas que en él había y externas, así como una parte de los padres que venían a oficiar,
conocido un cierto recuerdo, se quedó encantada al saber que la pertenecían también a esas naciones. Había horas del día en las
señorita Debrosses había sido allí muy bien cuidada, educada con que estaba prohibido a toda la clase decir una palabra en fran-
distinción y que se hacían muy buenos estudios, que los profeso- cés, cosa que era lo mejor para un estudio y un aprendizaje rápi-
res de buenos modales eran muy renombrados y que, en una pala- do de la lengua inglesa. Nuestras religiosas, con razón, no nos

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hablaban casi nunca en otro. Ellas tenían las costumbres de su plicar que yo estaba muy bien instruida para mi edad y que me
clima, tomaban el té tres veces por día, admitiendo a las que harían perder el tiempo si me ponían en la clase de las niñas.
habían sido buenas para tomarlo con ellas. Estábamos divididas en dos secciones, la clase de las pequeñas
El claustro y la iglesia estaban pavimentados con largas bal- y la clase de las grandes. Por mi edad, yo pertenecía realmente a
dosas funerarias, bajo las cuales reposaban los restos venerados la clase pequeña, que contenía una treintena de pensionistas de
de los católicos de la vieja Inglaterra, muertos en el exilio y amor- los seis a los trece o catorce años. Por las lecturas que me habían
tajados como favor en este santuario inviolable. Por todas par- hecho hacer y por las ideas que ellas habían desarrobado en mi,
tes, sobre las tumbas y sobre las murallas, había epitafios y sen- pertenecía a una tercera clase que habría sido preciso crear para
tencias religiosas en inglés. En la habitación de la superiora y en mí y para dos o tres más; pero yo no estaba habituada a trabajar
su recibidor particular, grandes y viejos retratos de príncipes o con método, no sabía una palabra de inglés. Sabía mucho de
de prelados ingleses. La bella y galante María Estuardo, llamada historia y también de filosofía; pero, era muy ignorante o al me-
santa por nuestras castas monjas, brillaba allí como una estrella. nos estaba muy indecisa en el orden del tiempo y de los aconte-
En fin, en esta casa todo era inglés, el pasado y el presente, y cimientos. Habría podido hablar de todo con los profesores, y
cuando una franqueaba la puerta, parecía como haber atravesa- hasta tal vez haber visto más claro y más avanzado que los que
do el canal de la Mancha. nos dirigían; pero cualquier doméstico del colegio me habría sa-
Para una paisana del Berry como yo, fue un asombro, un bido enredar sobre la cuestión de la fe y no habría sido capaz de
aturdimiento del que no me recuperé en ocho días. Fuimos reci- hacer un examen en regla sobre lo que se hubiera tratado.
bidas primero por la superiora, señora Canning, una gruesa mu- Yo lo sabía y me sentí muy aliviada al por decir a la superio-
jer entre los cincuenta y sesenta años, bella todavía en su físico ra que, no habiendo recibido todavía el sacramento de la confir-
santo, que contrastaba con su espíritu desarrollado. Se decía, mación, debía entrar forzosamente en la clase pequeña.
con razón, mujer del gran mundo; tenía elocuentes maneras, la Era la hora del recreo; la superiora llamó a una de las niñas
conversación fácil a pesar de su acento detestable, y una mirada mas buenas de la clase pequeña, me confió a ella y me recomen-
más burlona y dura que recogida y santa. Siempre ha pasado por dó también, enviándome al jardín. Me puse inmediatamente a ir
buena y como su ciencia del mundo hacía prosperar el convento, y venir, a mirar todas las cosas y todas las figuras, a husmear en
como sabía perdonar hábilmente, en virtud de su derecho de todos los rincones del jardín como un pájaro que busca lugar
gracia que le reservaba, en última instancia, la útil y cómoda para su nido. No me sentía en absoluto intimidada, a pesar de
función de reconciliar a todo el mundo, era amada y respetada que todas me miraban. Me daba perfecta cuenta de que tenían
por las religiosas y por las pensionistas. Pero, desde el principio, mejores modales que yo; veía pasar y volver a pasar a las gran-
su mirada no me gustó y tuve razón para creer después que ella des, que no jugaban y sí charloteaban tendiéndose del brazo. Mi
era dura y maligna. Ha muerto en olor de santidad, pero yo creo introductora me nombró a algunas; tenían grandes nombres aris-
no equivocarme al pensar que debió sobre todo a su hábito y a tocráticos que no me hicieron ninguna impresión, como puede
su gran aspecto venerable esta deferencia. figurarse. Me informó del nombre de, las avenidas, de las capi-
Mi abuela, al presentarme, no pudo evitar el orgullo de ex- llas y de los adornos del jardín. Me regocijó al saber que estaba

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permitido poseer un pequeño rincón en los macizos y cultivarlo –No, mi niña –respondió la madre Alippe–; tu abuela posi-
a gusto. Este entretenimiento para las pequeñas, me dio la im- blemente no ha comprendido. Vete a jugar, sé buena y se te que-
presión de que la tierra y el trabajo no me faltarían. rrá aquí tanto como te ama tu familia. Solamente, cuando vuel-
Se organizó un juego por parejas y me adscribieron a un ban- vas a ver a tu abuela, no olvides decirle que, si no mostraste
do. Yo no conocía las reglas del juego, pero sabía correr muy pena al abandonarla, fue para no aumentar la suya.
bien. Mi abuela vino a pasearse con la superiora y la ecónoma y Volví al juego, pero el corazón me pesaba. Me parecía y to-
pareció gustarle verme tan a gusto y contenta. Después, ella se davía me parece que el movimiento de mi pobre abuela había
dispuso a irse y me llevó al claustro para decirme adiós. El mo- sido muy injusto. Era por su culpa el que yo mirara el convento
mento le parecía solemne y la excelente mujer se deshizo en como una penitencia que ella me imponía, porque no se había
lágrimas al abrazarme. Yo me emocioné un poco, pero pensó olvidado, en los momentos en que me regañaba, de decirme que
que era mi deber el contrariar a mi corazón y no lloré. Entonces, cuando yo estuviera allí, recordaría a Nohant y las pequeñas
mi abuela, mirándome a la cara, me rechazó gritando: dulzuras de la casa paterna. Parecía como que estaba herida al
–¡Ah, corazón insensible, me abandonas sin apenarte, ya lo veo! verme aceptar el castigo sin resistencia ni pena. «Si es para mi
Y salió con la cara entre sus manos. bien para lo que estoy aquí –pensaba– sería ingrata estando a
Me quedé estupefacta. Me parecía que había hecho mal no disgusto. Si es para castigarme, y bien, ya estoy castigada; ¿qué
demostrándole debilidad y, según mi opinión, mi coraje, o mi más quieren? ¿Qué sufra? Es como si me pegasen más fuerte
resignación, debiera haberle sido agradable. Me volví y vi cerca porque no grito al primer golpe.»
de mi a la madre Alippe, una pequeña vieja redonda y buena, un Mi abuela fue a cenar ese día con mi tío de Beaumont y le
excelente corazón femenino. contó llorando que yo no había llorado.
–Y bien –me dijo con su acento inglés–, ¿qué ha pasado? –¡Bueno, mucho mejor! –dijo él con su juicio filosófico–. Ya
¿Has dicho algo a tu abuela que haya podido contrariarla ...? es triste estar en un convento; ¿querrías acaso que ella lo com-
–No le he dicho nada –respondí yo—, y he creído mi deber prendiera? ¿Qué ha hecho de malo para que le impusieras la re-
el no decírselo. clusión y las lágrimas de cocodrilo? Hermana, ya te lo he dicho:
–Veamos –dijo, tomándome de la mano–, ¿tienes pena de la ternura maternal es a menudo demasiado egoísta y nosotros
estar aquí? hubiéramos sido muy desgraciados si nuestra madre hubiera
Como ella tenía un acento franco que no engañaba, respon- amado a los niños como tú amas a los tuyos.
dí sin titubear: A mi abuela le irritó mucho este sermón, se retiró temprano
–Sí, señora; a pesar mío me siento triste y sola en medio de y no fue a verme sino al cabo de ocho días, a pesar de que me
personas que no conozco. Siento que aquí nadie puede amarme había prometido volver a los dos días de entrada en el convento.
todavía y que ya no estoy con mi familia, que me quiere mucho. Mi madre, que vino antes, me contó lo que había pasado, dándo-
Por ello no he querido llorar delante de mi abuela, puesto que su me la razón, como de costumbre. Mi pequeña amargura interior
voluntad es que me quede en donde ella me manda. ¿Es que me aumentó: «Mi abuela sufre –pensó–; pero mi madre sufre tam-
he equivocado? bién al hacérmelo saber; yo he sufrido por eso mismo, a pesar de

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que he creído tener razón. No he querido demostrar decepción tuve, porque mi abuela dijo que prefería no interrumpir mis es-
alguna y creyeron que pretendía mostrarme orgullosa. Mi abuela tudios, con el propósito de dejarme menos tiempo en el conven-
me condena por eso, por ello mi madre me aprueba; ni la una ni to. Ella abandonó París pocas semanas después de nuestra sepa-
la otra me han comprendido y veo bien que la aversión que se ración y no volvió hasta un año después; luego hizo otro viaje
tienen me volverá injusta también y muy desgraciada segura- por un año más. Le había exigido a mi madre que no pidiese que
mente, si me entrego ciegamente a una de las dos.» me dejaran salir. Mis primos Villeneuve me ofrecieron su casa
Allí mismo me congratuló de estar en el convento; sentía para los días de salida y escribieron a mi abuela para pedirselo.
una necesidad imperiosa de descansar de todos esos Por mi cuenta, le escribí rogándole no lo permitiera y osé decirle
desgarramientos interiores; estaba cansada de ser como una que no saliendo con mi madre, no quería ni debía salir con otras
manzana de la discordia entre dos seres a quienes yo quería. Me personas. Yo temblaba porque no me hiciese caso, y, aunque yo
hubiera hasta gustado que me olvidaran. necesitaba y deseaba un poco las salidas, me había decidido a
Entonces acepté el convento y lo acepté tan bien que llegué hacerme la enferma si mis primos venían a buscarme valiéndose
a sentirme más feliz que nunca en mi vida. Creo que debí ser la de un permiso. Esta vez, mi abuela me aprobó y en lugar de
única satisfecha entre todas las niñas que he conocido allí. To- hacerme reproches, otorgó a mi deseo unos elogios que me pa-
das extrañaban a su familia, no solamente por ternura hacia sus recieron un poco exagerados. No había hecho otra cosa que cum-
padres, sino también por la libertad y el bienestar. Aunque yo plir con mi deber.
era de las menos ricas y jamás había conocido el gran lujo, aun- Si bien pasé dos veces el año entero detrás de las rejas, te-
que éramos tratadas pasablemente en el convento, ciertamente níamos y dábamos la misa en nuestra capilla; recibíamos las visi-
había una gran diferencia entre la vida material de Nohant y del tas particulares en el recibidor y tomábamos nuestras lecciones
claustro. Por otro lado, la prisión, el clima de París, la continui- separadas del profesor por una serie de barrotes. Todos los lados
dad absoluta de un régimen idéntico, que me parece funesto para del convento que daban a la calle estaban no solamente enreja-
los sucesivos desarrollos o las modificaciones continuas de la dos, sino cubiertos con piezas de tela. Realmente era una pri-
organización humana, me hicieron enfermar y decaer. A pesar sión, pero una prisión con un jardín y una sociedad numerosa.
de todo esto, pasé allí tres años sin recordar el pasado, sin aspirar Creo que no me di cuenta en ningún momento de los rigores de
al futuro y dándome cuenta de mi presente felicidad; situación la cautividad y que las minuciosas precauciones que tomaban
que comprenderán todos aquellos que han sufrido y que saben para tenernos bajo llave e impedirnos tener únicamente la visión
que la única felicidad humana para ellos es la ausencia de los del exterior me hacían reír mucho. Esas precauciones eran el
males excesivos; situación excepcional, sin embargo, para los único estimulante del deseo de libertad, porque la calle Fossds-
hijos de los ricos y que mis compañeras no comprendían, cuan- Saint-Victor y la calle Clopin no eran nada tentadoras ni para un
do yo les aseguraba que no deseaba que mi actividad cesase. paseo y menos aún para la vista. Entre nosotras, no hubo ni una
Estamos enclaustradas en toda la acepción de la palabra. que pensase jamás en franquear sola la puerta de la habitación
No salíamos nada más que dos veces por mes y sólo dormíamos de su madre: casi todas, sin embargo, espiaban en el convento
afuera el día de año nuevo. Teníamos vacaciones, pero yo no las las rendijas de la puerta del claustro, o deslizaban miradas furtivas

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sobre las telas de las rejas. Desembarazarse de la vigilancia, des- Era un conjunto de construcciones, de patios y de jardines
cender de dos en dos las escaleras del patio y ver algún coche que constituían una especie de ciudad, más que una casa parti-
que pasase afuera, era la ambición y el sueño de cuarenta o cin- cular. No había nada monumental, nada interesante para el anti-
cuenta jóvenes locas y burlonas, quienes, al día siguiente, reco- cuario. Después de su construcción, que no se remontaba nada
rrían todo París con sus familias sin el menor placer, se desliza- más que a doscientos años, habían hecho tantos cambios, agre-
ban por el pavimento y miraban a los paseantes sin casi donarles gados o distribuciones sucesivas, que ya no se encontraba el
fruto prohibido fuera del recinto conventual. antiguo carácter sino en muy pocas partes. Pero este conjunto
Durante esos tres años, mi moral sufrió unas modificacio- heterogéneo tenía también su propio carácter, algo de misterio-
nes enormes e imprevisibles que mi abuela contempló con mu- so y embarazoso como un laberinto; ese cierto encanto poético
cha pena, como si al meterme allí no las hubiera ella misma pre- que las reclusas suelen poner en las cosas más vulgares. Me hizo
visto. El primer año, fui más que nunca la niña terrible que ya falta un mes antes de saber estar sola; incluso después de mil
había comenzado a ser, porque una especie de desesperación o exploraciones furtivas, no conocí jamás todas las vueltas y los
al menos de desesperanza en mis afectos, me empujaba a atur- escondrijos.
dirme y a rodearme de mi propia picardía. El segundo año pasó La fachada, situada en la parte baja de la calle, no anuncia
súbitamente a una devoción ardiente y agitada. Durante el ter- nada. Es algo grande, tosco y desnudo, con una pequeña puerta
cero, me mantuve en un estado devoto, calmo, estricto y alegre. que se abre sobre una escalera de piedras grandes, derecha y car-
En el primer año, mi abuela me regañó mucho en sus cartas. Al comida. Tras subir diecisiete escalones (si no me falla la memo-
segundo, se asustó de mi devoción mucho más que lo hubiera ria), uno se encuentra en un pequeño patio pavimentado con bal-
hecho de mi mutismo. Al tercero, pareció medio satisfecha y me dosas y rodeado de construcciones bajas y derechas. De un lado,
manifestó cierto contento, no carente de inquietudes. el gran muro de la iglesia; del otro, las construcciones del claustro.
Este es el resumen de mi vida en el convento, todos los Un portero que vive en ese patio y cuya habitación está cer-
detalles ofrecen algunas particularidades, en las cuales más de ca de la puerta del claustro, abre a las personas de afuera un
una persona de mi sexo reconocerá los efectos ya buenos, ya pasillo por el que se comunican con las del interior por medio de
malos de la educación religiosa. Los contará sin la menor pre- un torno, en el cual se depositan los paquetes, y de cuatro
vención y espero que con una sinceridad perfecta de espíritu y locutorios enrejados para las visitas. El primero está especial-
de corazón. mente dedicado a las visitas que reciben las religiosas, el segun-
do está destinado a las lecciones particulares; el tercero, que es
*** el más grande, es por el que las pensionistas ven a sus familias;
el cuarto es en el que la superiora recibe a las personas del mun-
Antes de contar mi vida en el convento, ¿no debería descri- do, lo que no le impide tener un salón en otro cuerpo del edificio
bir un poco el mismo? Los lugares que uno habita tienen tal y un gran locutorio enrejado en el que ella se entretiene con los
influencia sobre los pensamientos, que es muy dificil separarlos eclesiásticos o las personas de su familia, cuando tiene que tra-
de las reminiscencias. tar asuntos importantes o secretos.

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Esto es lo que los hombres y también las mujeres que no el momento, con decir que el uso de esas construcciones estaba
tienen un permiso particular para entrar en del convento. Entre- en igual desarmonía que su unión, me bastará. Aquí, estaba el
mos en ese interior tan bien guardado. apartamiento de una pensionista; al lado, el de una alumna; más
La puerta del patio dispone de un postigo y se abre con un allá, una habitación en donde se estudiaba el piano; cerca, una
gran ruido al claustro sonoro. Este claustro es una galería cua- lavandería, y después, habitaciones vacías o pasajeramente ocu-
drangular, pavimentada con piedras sepulcrales con muchas ca- padas por amigos de ultramar; y después, esos rincones sin nom-
bezas de muerto, osamentas en cruz y requiescant in pace. Los claus- bre en los que las solteronas y, sobre todo las monjas, apilan
tros son abovedados, alumbrados por grandes ventanas de am- misteriosamente una cantidad de objetos que se asombran de
plio marco que se abren a un alféizar que tiene su apoyo tradi- estar juntos, provisiones de ornamentos de iglesia con las cebo-
cional y sus flores. Una de las extremidades del claustro se abre llas, sillas rotas con botellas vacías, llaves herrumbradas con tra-
sobre la iglesia y sobre el jardín, otra sobre el edificio nuevo en pos, etc.
el que se encuentra: en el bajo, la gran clase; en el entresuelo, el El jardín era grande y plantado con unos magníficos casta-
taller de las religiosas, en el primero y en segundo, las células, y ños. Por un lado, continuaba el del colegio de las escocesas, del
en el tercero, el dormitorio de las pensionistas de la clase peque- cual estaba separado por un muro muy alto; por el otro, estaba
ña. bordeado con pequeñas casas todas alquiladas a damas piadosas
El tercer ángulo del claustro conduce a las cocinas, a las retiradas del mundo. A pesar de este jardín había todavía, delan-
bodegas, después al edificio de la clase pequeña, que se alza te del edificio nuevo, un patio doble plantado con verduras y
frente a varios otros muy viejos que ya no existen, pues en mis bordeado de otras casas igualmente alquiladas a viejas matronas
tiempos ya amenazaban con derrumbarse. Era un dédalo de pa- o a pensionistas de cuarto. Esta parte del convento terminaba
sillos oscuros, escaleras tortuosas, pequeñas habitaciones sepa- en un lavadero y en una puerta que daba sobre la cable Boulangers.
radas y unidas las unas a las otras por pequeñas mesas desigua- Esta puerta se abría solamente a las internas, que tenían, de ese
les o por pasajes de planchas unidas. Era allí probablemente en lado, un locutorio para sus visitas. Después del gran jardín del
donde se encontraba el resto de las construcciones primitivas, y que he hablado, había otro todavía más grande en el cual no
los esfuerzos que habían sido hechos para unir esas construccio- entrábamos nunca y que servía para la consumición del conven-
nes con las nuevas testimoniaban una gran miseria en los tiem- to. Era una inmensa huerta que lindaba con la de las damas de la
pos de revolución o un gran mal gusto por parte de los arquitec- Misericordia y que estaba lleno de flores, legumbres y magnífi-
tos. Había galerías que no conducían a ninguna parte, aberturas cas frutas. A través de una reja enorme, veíamos las uvas dora-
por las que apenas se podía pasar, como se ven en los sueños en das, los melones majestuosos y los bellos capullos empenachados;
los cuales se recorren edificios raros que se van uniendo alrede- pero la reja era infranqueable y una se jugaba los huesos preten-
dor de uno ahogándolo con sus ángulos súbitamente, cerrados. diendo escalarla, cosa que no impidió a algunas de nosotras pe-
Esta parte del convento escapa a toda descripción. Daré una netrar en la huerta por sorpresa dos o tres veces.
mejor idea cuando cuente las locas exploraciones que nuestras No he hablado de la iglesia y del cementerio, los únicos lu-
locas imaginaciones de pensionistas nos hacían emprender. Por gares verdaderamente bellos del convento; lo haré en su mo-

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mento; encuentro que mi descripción general se ha hecho dema- decer, se cerraban a la entrada de los corredores con un ruido
siado extensa. solemne y un chirrido ferruginoso lúgubre, todo poseía un cierto
Para resumirla, diré que, entre religiosas, hermanas conver- encanto poético y místico, ante el que tarde o temprano, yo me
sas, pensionistas, inquilinas, amas seculares y criadas, éramos cer- volvería sensible.
ca de ciento veinte o ciento treinta personas, alojadas de la mane- Ahora recuerdo. Mi primer movimiento al entrar en la clase
ra más disparatada e incómoda; las unas, demasiado amontona- pequeña fue penoso. Estábamos encajonadas una treintena en una
das en un determinado lugar; las otras, demasiado diseminadas en sala sin amplitud y altura suficientes. Los muros, revestidos de un
un espacio en el que diez familias podrían haber vivido con como- espantoso papel amarillo huevo, el techo sucio y torcido, bancos,
didad, aun cultivando un poco de tierra como entretenimiento. mesas y taburetes mal limpiados, una tosca estufa que largaba
Todo estaba tan alejado, que se perdía un cuarto del día en ir y humo, un tosco crucifijo de plomo, un suelo todo roto; allí era en
venir. No he hablado tampoco de un gran laboratorio en el que se donde debíamos pasar los dos grandes tercios de la jornada, los
destilaba agua de menta; de la habitación de los claustros, en la tres cuartos en invierno, y estábamos en invierno precisamente.
que se tomaban ciertas lecciones y que había servido de prisión a Rodear a la infancia con objetos agradables y nobles al mis-
mi madre y a mi tía; del patio con gallinas que infectaba la clase mo tiempo que instructivos, hubiera sido un detalle. Es preciso,
pequeña ; de la clase trasera en la que se desayunaba; de las bode- sobre todo, no confiarla sino a los seres que se distinguen, ya por
gas y subterráneos de los cuales tendría mucho que contar; en fin, el corazón, ya por la inteligencia. No concibo, pues, cómo nues-
de la clase delantera, del refectorio y del capítulo, porque no ter- tras bellas religiosas, tan buenas y dotadas de nobles y suaves
minará jamás de hacer comprender, con todas esas distribuciones, maneras, hubiesen puesto a la cabeza de la clase pequeña a una
lo poco que las religiosas entendían del ordenamiento lógico y de persona del talante, de figura y de maneras repulsivas, con un
las comodidades en un alojamiento. lenguaje y un carácter cambiantes. Sucia , horrible, bigotuda,
Pero, en revancha, las celdas de las monjas eran de una lim- irrascible, dura hasta la crueldad, sinuosa, vengativa, ella fué,
pieza encantadora y estaban llenas de esas menudencias que una desde el principio, un obgeto de disgusto moral y físico para mí,
devoción integra, corta, encuadra, ilumina y pone lazos con pa- como ya lo era para todas mis compañeras.
ciencia. En todos los rincones, la vida y el jazmín ocultaban la Hay naturalmente antipáticas que representan la aversión
vetustez de las murallas. Los gallos cantaban a medianoche como que inspiran y que no pueden jamás hacer el bien, cosa que evi-
en pleno campo, la campana tenía un bonito sonido argentino, tan, porque alejan a las demás de la buena senda, nada más que
como de voz femenina; en todos los pasajes, un nicho graciosa- prediciéndoles, y que se ven obligadas a hacer su propio saludo
mente moldeado en la muralla, se abría para enseñarnos una aisladamente, lo que constituye la cosa más estéril y menos pia-
madona grasienta y amanerada del siglo XVIII; en el taller, be- dosa del mundo. La señorita D.... pertenecía a este grupo. Sería
llas imágenes inglesas os representaban la caballeresca figura de injusta con ella si no dijese el pro y el contra. Era sincera en su
Carlos I en todas sus edades y a todos los miembros de la real devoción y rígida consigo misma; vivía en una exaltación que la
familia papista. Al fin, desde la pequeña candela que tembloteaba hacía intolerante y detestable, pero que hubiera sido una especie
de noche en el claustro, hasta las pesadas puertas que, cada atar- de grandeza, si ella hubiera vivido en el desierto como los ana-

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coretas, de la fe que tenía. En sus conversaciones con nosotras, tia bastante común entre los niños cuyos familiares son demasia-
su austeridad se volvía feroz; gozaba castigando, regañaba do presumidos; pero pronto me sentí humillada al estar bajo la
voluptuosamente y en su boca, regañar era insultar o ultrajar. férula de ese viejo padre castigador grosero. No estuve ni tres días
Era pérfida en sus rigores y fingía salir (cosa que nunca debió ante su vista sin que me tomase tirria y sin que ella me hiciera
haber hecho en clase) para escuchar detrás de las puertas lo que comprender que tenía una naturaleza tan violenta como la de Rose,
decíamos sobre ella y sorprendernos con delicia «in fraganti» delito menos la franqueza, el afecto y la bondad de corazón. Después de
de sinceridad. Además, nos castigaba de la manera más tonta y la primera mirada fija con la que me honró, me dijo:
humillante. Nos hacía, entre otras cosas, besar la tierra, por lo –Me pareces una persona bastante disipada.
que ella llamaba nuestras malas palabras. Esto entraba en la dis- Desde ese momento, me encasilló entre sus más grandes
ciplina del convento; pero las religiosas se contentaban con un antipatías; porque la alegría le hacia mal, las risas infantiles le
simulacro y fingían no ver cuando nosotras nos besábamos la hacían rechinar los dientes, la salud, el buen humor, la juventud,
mano al bajarnos hacia las baldosas, mientras que la señorita en una palabra, eran crímenes espantosos para sus ojos.
D... nos empujaba al polvo y nos hubiera destrozado la cara, Nuestras horas de esparcimiento y recreo eran aquellas en
caso de no habernos resistido. las que una religiosa tomaba la clase en su lugar, pero eso sólo
Era fácil darse cuenta de que su personalidad dominaba a su duraba una o dos horas como máximo al día.
rigidez y de que sentía una especie de rabia por ser odiada. En la Era una equivocación por parte de nuestras religiosas, la de
clase, había una pequeña inglesa de cinco a seis años, pálida, ocuparse tan poco de nosotras directamente. Las amábamos;
delicada, enfermiza, un verdadero despojo, como decíamos en tenían todas distinción, encanto y solemnidad, algo de dulce y
Berry para señalar al más magro y más frágil polluelo de la nida- grave, fuera de su apariencia y hábito, que nos calmaba como
da. Se llamaba Mary Eyre y la señorita D... hacía lo que podía por encanto. Su enclaustramiento, su renunciamiento al mundo
por interesarse en ella y hasta tal vez para amarla maternalmen- y a la familia eran el único lado útil a la sociedad, que les inducía
te. Pero había tan poco de esto en su naturaleza hombruna y a poder consagrarse a formar nuestros corazones y espíritu, y
brutal que no podía conseguirlo. Si la regañaba, la aterrorizaba o esta empresa les hubiera resultado fácil si se hubieran dedicado
la irritaba hasta tal punto que se veía forzada en seguida, para no a ella por completo; pero pretendían no tener tiempo y, en efec-
ceder, a encerrarla y pegarle. Si se humanizaba hasta juguetear y to, no lo tenían, a causa de las largas horas que dedicaban a los
ser agradable con ella, era lo mismo que un oso con respecto a oficios y a las plegarias. He aquí el lado malo de los conventos
una ratita. La pequeña lloraba y se desesperaba siempre, ya por de niñas. Empleaban lo que llaman amas seculares, especies de
picardía propia, ya por cólera y desesperación. Era una lucha peones femeninos que hacían el papel de apóstoles delante de
odiosa de la mañana a la noche, insoportable para ver y oír, en- las religiosas y que embrutecían o exasperaban a las niñas. Nues-
tre esa malvada y gruesa mujer, y la tierna y desgraciada criatu- tras religiosas habrían merecido mucho más a Dios, a nuestras
ra; y todo esto amén de las reglas de conducta y los rigores a los familias y a nosotras, si hubiesen sacrificado a nuestra felicidad
que todas nosotras estábamos sometidas por turno. y, para hablar en su estilo, a nuestra salvación una parte del tiempo
Yo había deseado entrar en la clase pequeña, por una modes- que ellas consagraban con egoísmo para trabajar por la suya.

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La religiosa que relevaba de tiempo en tiempo a esas damas –¡ Es que usted lo hace a propósito, miss! –¡Ay!, no, señora –
era la madre Alippe: era una pequeña monja redonda y rosada Recomience otra vez esa señal de la cruz. –¡Ya está, madre! –
como una manzana demasiado madura que comienza a partirse. ¡otra vez! Muy bien. ¿Y después? ¿Así lo hace usted siempre?
No era tierna, pero era justa y aunque no me trataba muy bien, –Mi Dios, ¡si!
yo la amaba como las demás. –¡Mi Dios! ¡Ha dicho usted mi Dios! ¡Jura! No lo creo. ¡Ah!,
Encargada de nuestra instrucción religiosa, me preguntó el desgraciada, ¿de dónde sale usted? ¡Es una pagana, una verda-
primer día sobre el lugar en el que las almas languidecían, las de dera pagana! ¡dice que las almas van al Olimpo; hace el signo de
los niños muertos sin bautizo. Yo no tenía idea en absoluto, sa- la cruz de derecha a izquierda y dice ¡mi Dios!, ¡fuera de la ora-
bía que debía haber un lugar para el castigo o exilio de esas po- ción! ¡aprenderá el catecismo con Mary Eyre! Todavía sabe más
bres pequeñas criaturas, y respondí audazmente que iban al seno que usted!
de Dios. Confieso que no me sentí humillada; me mordí los labios y
–Pero, ¿en qué estas pensando y qué dices, desgraciada cria- me apreté la nariz para no reírme; pero la religión del convento
tura? –me dijo la madre Alippe–. No me has entendido. Te pre- me pareció algo tan tonto y ridículo que resolví aprenderla a mi
gunto ¿adónde van las almas de los niños muertos sin bautizo? gusto y, sobre todo, no tomármela jamás en serio.
Me quedé callada. Una de mis compañeras, apiadándose de Me equivocaba. Mi día llegaría, pero no llegó mientras estu-
mi ignorancia, me sopló bajito: ve en la clase pequeña. Estaba allí en un medio absolutamente
– ¡Al limbo! impropio para el recogimiento y ciertamente nunca hubiera lle-
Como era inglesa, su acento me embrolló y creí que se esta- gado a ser piadosa y me hubiera quedado bajo el yugo odioso de
ba burlando de mi. la señorita D... y bajo la férula un poco pedante de la buena
–¿Al Olimpo? –le pregunté en voz alta, dándome vuelta y madre Alippe.
riéndome. Yo no tenía un partido tomado al entrar en el convento. Me
¡Qué vergüenza! –exclamó la madre Alippe–, ¿te ríes del inclinaba más hacia la docilidad que hacia la rebeldía. Ya se ha
catecismo? visto que llegué allí sin ánimo y sin pena; sólo deseaba someterme
–Perdón, madre Alippe –le respondí yo–, no lo he hecho a a la disciplina general. Pero, cuando vi esta disciplina tan tonta en
propósito. miles de aspectos y tan malamente prescripta por la D... me tapé
Como lo había dicho sinceramente, recuerdo que se calmó. los oídos y me alisté resueltamente en el campo de los diablos».
–Bien –dijo–, puesto que ha sido a pesar tuyo, no besarás el Así llamaban a las que no eran ni querían ser devotas. Estas
suelo, pero haz la señal de la cruz para recogerte y tranquilizarte. –últimas eran llamadas las «buenas». Había una variedad inter-
Desgraciadamente, yo no sabía hacer la señal de la cruz. media que llamaban las «brutas» y que nunca tomaba partido
Era culpa de Rose, que me había enseñado a tocarme el por nadie, riéndose a mandíbula batiente de las picardías de los
hombro derecho antes que el izquierdo, y mi viejo cura no se «diablos», bajando los ojos y callándose inmediatamente cuando
había dado cuenta jamás. Ante enormidad semejante, la madre aparecían las amas o las «buenas» y no olvidándose decir siem-
Alippe frunció el ceño: pre que había peligro: «¡Yo no he sido!»

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Ay «¡Yo no he sido!» de las brutas egoístas, algunas comple- go, la esperaba con una especie de ansiedad. No hubiera querido
tamente cobardes tomaron la costumbre de agregar: «Ha sido sentirme como una enemiga, ni aun antipática, entre mis com-
Dupin o G...» pañeras. Ya era suficiente con la D..., el enemigo común.
Dupin era yo; G.... era otra cosa., era la más sobresaliente Mary llegó y desde el primer vistazo su rostro sincero me fue
figura de la clase pequeña y la más excéntrica de todo el conven- simpático. «Parece buena –me dije–; nos entenderemos.» Pero a
to. ella le correspondía, como más antigua, iniciar la relación. La
Era una irlandesa de once años, mucho más grande y fuerte esperé muy tranquilamente.
que yo con mis trece. Su voz plena, su figura franca y osada, su Debutó con burlas.
carácter independiente e indomable le habían atraído el nombre –¿La señorita se llama Del Pan, se llama Aurora, sol nacien-
de «muchacho»; y aunque era una mujer que después fue muy te? (1). Lindos nombres! ¡Linda cara! Tiene la cabeza como un
bella, por el carácter no pertenecía a nuestro sexo. Era la fiereza caballo sobre la espalda de una gallina. Sol naciente, me arrodi-
y la sinceridad mismas, una naturaleza verdaderamente bella, llo delante de ti; quiero ser el tornasol que salude, tus primeros
una fuerza física casi viril, un coraje más que viril, una inteligen- rayos. Parece ser que tomamos al limbo por el Olimpo; ¡a fe mía,
cia extraña, una completa ignorancia de la coquetería, una acti- una hermosa educación que promete diversión!
vidad exuberante, un profundo desprecio por todo lo que era Toda la clase estalló en risas. Sobre todo, las «brutas» reían a
falso y cobarde en la sociedad. Tenía muchos hermanos y her- mandíbula batiente. Las «buenas» estaban a sus anchas viendo a
manas: dos de ellas en el convento, una (Marcella), excelente dos diablos y no creyendo en su asociación.
persona, se ha quedado soltera, y la otra (Henriette), por aquel Yo me reí tanto como las otras. Mary vio en seguida que yo
entonces una criatura muy amable, se ha convertido en la señora no estaba despechada porque no tenía vanidad. Continuó bur-
Vivien. lándose, pero sin acritud, y, una hora después, me dio un golpe
Mary G... (el «muchacho») estaba ausente por haberse indis- en la espalda como para matar a un buey, que yo se lo devolví
puesto cuando yo entré en el convento. Me hicieron de ella un sin pestañear y riéndome.
retrato espantoso. Era el terror de las «brutas» y naturalmente –¡Esto es bueno! –dijo frotándose el hombro–. Vámonos a
éstas se me habían acercado para empezar. Las «buenas» me ha- pasear.
bían probado, y como temían al ruido y a la petulancia de Mary, –¿Adónde?
trataron de ponerme en guardia contra ella. Algunas taimadas –A cualquier parte con excepción de la clase. –¿Cómo ha-
decían misteriosamente que creían firmemente que era un mu- cer?
chacho y que su familia quería absolutamente hacer de él una –¡Es bien fácil! Mírame y haz lo mismo.
niña. Rompía todo, atormentaba a todo el mundo, era más fuer- Nos estábamos levantando para cambiar de mesa y la madre
te que el jardinero; no permitía a las laboriosas trabajar; era un Alippe entraba con sus libros y sus cuadernos. Mary aprovechó
huracán, una peste ¡desgraciado aquel que se le opusiese! «Ya el movimiento sin tomar la más mínima precaución; sin embar-
veremos –pensaba yo–; soy fuerte también; no soy vaga y me
gusta que me dejen hablar y pensar como yo quiero.» Sin embar- (1) Juego de palabras con el nombre de Aurore Dupin.

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go, nadie la observó. Franqueó la puerta y se fue a sentar al hace daño a nadie. Cuando una tiene demasiados gorros de no-
claustro desierto, al cual, tres minutos después, llegué yo sin más che en la quincena, la superiora te amenaza con no dejarte salir.
ceremonias. Pero ella se deja convencer por la familia o se olvida. Cuando el
–¿Ya estás aquí? –dijo ella–; ¿Qué has inventado para poder salir? gorro de noche es ya un estado crónico, se decide a encerrarte;
–Nada, he hecho lo que te he visto hacer. pero, ¿qué importa? ¿No vale mucho más renunciar a un día agra-
–¡Está muy bien! –agregó–. Hay algunas que inventan his- dable que aburrirse voluntariamente todos los días de la vida?
torias, que piden permiso para ir a estudiar el piano, para ir a —Está muy bien razonado; pero la D..., ¿qué hace cuando
curarse la nariz, o que pretenden querer ir a rezar santamente a odia en exceso?
la iglesia; son pretextos que se usan y mentiras inútiles. Yo he –Te injuria como una verdulera, pues no es otra cosa. No se
suprimido la mentira, porque es una cobardía. Salgo, entro; me le contesta y monta en cólera todavía más. –¿Pega?
preguntan, no respondo. Me castigan, no me importa, y hago Se muere de ganas, pero no tiene pretextos suficientes, por-
todo lo que quiero. que hay unas que tiemblan delante de ella como las «buenas» y
–Eso me gusta. las «brutas», y otras, como nosotras, la desprecian y se callan.
–Entonces, ¿eres diabla? –¿Cuántos diablos somos en clase?
–Quiero serlo. –No muchos en estos momentos, y ya era tiempo de que tú
–¿Tanto como yo? llegases para reforzarnos un poco. Está Isabelle, Sophie y noso-
–Ni más ni menos. tras dos. Todas las demás son «brutas» o «buenas». Entre las
–¡Aceptada! –dijo ella, dándome un apretón de manos–. buenas están Louise de la Rochejaquelein y Valentine de Gouy,
Entremos ahora y quedémonos tranquilas delante de la madre quienes tienen el mismo espíritu que los diablos y que son bue-
Alippe. Es una buena mujer; guardémonos para la D... Todas las nas, pero nada osadas como para abandonar así la clase. Pero
tardes, fuera de clase, ¿entiendes? estate tranquila, hay otras en la clase grande que salen también y
–¿Qué es eso de fuera de clase? con las que esta tarde nos reuniremos. Mi hermana Marcella vie-
–Los recreos de la tarde en la clase, bajo la mirada de la D..., ne a veces.
son muy aburridos. Nosotras desaparecemos al salir del refecto- –Y, entonces, ¿qué se hace?
rio y no volvemos a entrar hasta la plegaria. Algunas veces, la D. –Ya lo verás, esta tarde serás iniciada.
ni se da cuenta; mas a menudo, está encantada porque así goza Aguaré el atardecer y la cena con una gran impaciencia. Al
injuriándonos y castigándonos cuando volvemos a entrar. El salir del refectorio teníamos recreo. En el verano, las dos clases
castigo es tener en la cabeza, durante todo el día siguiente, su se mezclaban en el jardín. En el invierno (y estábamos en invier-
gorro de dormir, aun en la iglesia. En este tiempo es agradable y no) cada clase entraba en la suya, las grandes en su bella y espa-
excelente para la salud. Las religiosas que te encuentran así, ha- ciosa sala de estudios; nosotras en nuestro triste local, en el que
cen la señal de la cruz y exclaman: Shane!, shame! (1), esto no la D.... nos obligaba a «entretenernos tranquilamente», vale de-
cir, a no entretenernos en absoluto. La salida del refectorio traía
(1) ¡Vergüenza, vergüenza! consigo un momento de confusión y yo admiré cómo los diablos

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de las dos clases se arreglaban para producir el pequeño desor- o un cementerio al claro de luna. Las tumbas se destapaban en
den, gracias Al cual una se escapaba fácilmente. El claustro es- su cercanía, los muertos en sus sudarios comenzaban a agitarse.
taba alumbrado nada más con una pequeña lámpara que dejaba Salían, cantaban, tocaban varios instrumentos, tomaban de la
a las tres galerías en una casi oscuridad. En lugar de caminar mano a las monjas, haciéndolas bailar. Las monjas tenían miedo,
derecho para llegar a la clase pequeña, nos quedábamos en la las unas se salvaban gritando, las otras se enardecían, comenza-
galería de la izquierda y dejábamos desfilar la tropa; éramos li- ban a bailar, dejando caer sus velos, sus mantos y se perdían
bres. dando vueltas y cabriolas con los espectros de la noche brumo-
Me encontré entonces en las tinieblas con mi amiga G... y sa.
los otros diablos que ya me había anunciado. Otras veces eran religiosas falsas, que tenían los pies de ca-
Sólo recuerdo a las que nos acompañaron aquella tarde, bra o botas de estilo. Luis XIII, con enormes espadas marcándose
Sophie e Isabelle. Eran las más grandes de la clase pequeña. bajo sus hábitos, que se movían con movimientos imprevistos.
Tenían dos o tres años más que yo, eran dos niñas encantadoras. El romanticismo todavía no había sido descubierto y ya nadaba
Isabelle, rubia, grande, fresca, más agradable que bonita, con un ella en pleno, sin saber lo que estaba haciendo. Su viva imagina-
carácter alegrísimo, más burlona que buena, notable sobre todo ción le había procurado cien tipos de danzas macabras, a pesar
por el talento, la facilidad y la abundancia de su dibujo. Estaba que jamás había escuchado hablar de ellas y que sólo las conocía
seguramente dotada con un notable genio para el dibujo. Ignoro por el nombre. La muerte y el diablo jugaban todos los papeles,
en qué se convirtió ese don natural; pero pudo haberlo hecho un todos los posibles personajes en esas composiciones burlonas y
nombre y una fortuna si hubiese sido educado. Poseía lo que terribles. Y después, también dibujaba escenas del convento,
ninguna de nosotras, lo que no tienen generalmente las mujeres, caricaturas chocantes de todas las religiosas, de todas las pen-
lo que no nos enseñaban en absoluto, aunque tuviésemos un sionistas, de las criadas, de los maestros de ceremonias, de los
profesor de dibujo: sabía realmente dibujar. Podía componer fe- profesores, de las visitas, de los curas, etc. Ella era el fiel relator
lizmente cualquier cosa complicada, creaba de golpe y aparente- eternamente fecundo de todos los pequeños acontecimientos,
mente sin pensar cantidades de personajes con verdadero movi- de todas las mixtificaciones, de todos los pánicos, de todas las
miento, todos cómicos con una cierta gracia, agrupados con una batallas, de todos los entretenimientos, de todos les aburrimien-
especie de maestría. No le faltaba inteligencia, pero el dibujo, la tos de nuestra vida monástica. El incesante drama de la señorita
caricatura, la loca composición, le servían principalmente para D... con Mary Eyre le proveía todos los días veinte páginas, cada
manifestar esa inteligencia a la vez meditativa y espontánea, una de ellas más verídicas, burlonas y locas. En fin, una no se
novelesca, fantástica, satírica y entusiasta. Tomaba un pedazo cansaba nunca de verla inventar, porque ella misma estaba in-
de papel y con una pluma o un pedazo de lápiz que el ojo a ventando continuamente. Como creaba a veces a la deriva, a
penas podía seguir, mareaba allí dentro centenas de figuras bien todas horas, durante las lecciones, bajo la mirada misma de nues-
delineadas, sabiamente dibujadas y todas bien referidas al suje- tras vigilantes, no tenía con frecuencia el tiempo suficiente de
to, que siempre era original, aunque a menudo, bastante extraño. romper la hoja, de escondérsela en las manos o tirarla por la
Eran procesiones de monjas que atravesaban un claustro gótico ventana y al fuego, para escapar a cualquier sorpresa que le hu-

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biera acarreado vivas reprimendas o severos castigos. ¡Cuántas una fantasía que se transmitía de año en año y de diablo en dia-
de sus obras maestras desconocidas habrá devorado la estufa de blo después de dos siglos; una ficción novelesca que bien pudo
la clase pequeña! No sé si el recuerdos retrospectivo me exagera tener algún fondo de realidad en un principio, pero que no se
el mérito que tenían sus dibujos, pero me parece que todas sus mantenía ciertamente, nada más que por necesidad de nuestras
creaciones sacrificadas una vez producidas hubieran sorprendi- imaginaciones. Se trataba de «libertar a la víctima». Había en
do e interesado a un verdadero maestro. alguna parte una prisionera, también se decía que hasta varias
Sophie era la amiga íntima de Isabelle. Era una de las más prisioneras, encerradas en un reducto impenetrable, ya fuese una
lindas y la persona más graciosa del convento. Su figura fina, celda oculta y tapiada en el espesor de las murallas, ya una gua-
ligera y redondeada al mismo tiempo, adoptaba poses de una rida situada en algunas de las vueltas de los inmensos subterrá-
languidez británica, libres de la torpeza típica de los isleños. Te- neos que se extendían bajo el monasterio y bajo una gran parte
nía un cuello redondo, fuerte y alargado, con una pequeña cabe- del barrio Saint Victor. Había, en realidad, unas bodegas magní-
za cuyos movimientos ondulantes estaban llenos de encanto; ficas, una verdadera ciudad subterránea a la cual jamás le había-
los ojos más bellos del mundo, la frente recta, corta y obstinada, mos visto el fin y que ofrecía varias salidas misteriosas sobre
inundada con un bosque de cabellos castaños y brillantes; su diversos puntos del vasto convento. Se aseguraba que esas bo-
nariz era fea, pero no conseguía destruir su rostro encantador. degas iban, muy lejos de allí, a desembocar en las excavaciones
Tenía una boca, cosa bien rara entre las inglesas, una boca de que se prolongan sobre una gran parte de París y sobre los cam-
rosa literalmente cubierta de pequeñas perlas, una frescura ad- pos linderos hasta Vincennes. Decían que siguiendo las bellas
mirable, la piel aterciopelada, muy blanca para ser una piel mo- bodegas de nuestro convento se podía llegar hasta las catacum-
rena. En fin, se la llamaba la joya. Era buena y sentimental, exal- bas, las carreras, el palacio de las termas de Juliano, ¡qué sé yo!
tada para con sus amistades, implacable para con sus aversio- Estos subterráneos eran la nave de un mundo tenebroso, terri-
nes, pero no manifestándolas sino con un mudo e invencible ble, misterioso, un inmenso abismo cavado bajo nuestros pies,
desdén. Era adorada por muchas, pero sólo se dignaba amar a cerrado con puertas de hierro y cuya exploración era tan peligro-
unas elegidas. Sentí por ella e Isabelle una gran ternura que me sa como el descenso a los infiernos de Eneas o de Dante. Por
fue devuelta con más protección que entusiasmo. Era lógico. Yo ello, era preciso absolutamente penetrar a pesar de las numero-
era una niña para ellas. sas dificultades de la empresa y de los castigos terribles que hu-
Cuando estuvimos reunidas en el claustro, vi que todas es- biera provocado el descubrimiento de nuestro secreto.
taban armadas, unas con palos y otras con atizadores. Yo no Llegar a ver los subterráneos era una de esas fortunas ines-
tenía nada y tuve el coraje de volver a entrar en la clase, apro- peradas que sólo llegan una vez, dos veces cuanto más en la
piarme de una barra de hierro que servía para atizar la estufa y vida de un «diablo» después de años enteros de perseverancia y
volver cerca de mis cómplices sin ser notada. de secreto. Entrar por la puerta principal era algo en lo que ni se
Entonces, se me inició en el gran secreto y partimos en nues- debía pensar. Esta puerta estaba situada en los bajos de una lar-
tra expedición. ga escalera, Al lado de las cocinas, que eran también unas bode-
Este gran secreto era la leyenda tradicional del convento, gas y en donde siempre estaban las hermanas conversas.

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Pero estábamos persuadidas de que se podía entrar en los vacío sombrío cuya profundidad no podíamos apreciar. Sólo te-
subterráneos por otros lugares, hasta por los techos. Según no- níamos una pequeña bujía, que no aclaraba nada más que los
sotras, toda puerta condenada, todo rincón oscuro en cualquier primeros escalones de la escalera misteriosa. Era un juego como
escalera, toda muralla que sonase a hueco, podía estar en comu- para habernos roto los huesos. Isabelle pasó la primera con la
nicación misteriosa con los subterráneos y buscamos de buena resolución de una heroína. Mary, con la tranquilidad de un pro-
fe esa comunicación hasta debajo del tejado. fesor de gimnasia; las demás con más o menos habilidad, pero
Yo había leído con delicia y terror, en Nohant, El castillo de todas con suerte.
los Pirineos, de la señora Radcliffe. Mis compañeras tenían en la Estábamos al fin en esa escalera tan bien defendida. En un
cabeza muchas leyendas escocesas e irlandesas capaces de ha- instante, estuvimos abajo y con más alegría que sorpresa, nos
cer poner los cabellos de punta. El convento tenía también con encontramos en un espacio cuadrado situado sobre la galería, un
profusión sus historias sobre dramas lamentables, aparecidos, verdadero escondrijo. Nada de puertas, ni de ventanas, ni de
ocultaciones, apariciones inexplicables, ruidos misteriosos. Todo destino explicable para esa especie de vestíbulo sin uso. ¿Para
eso y la idea de descubrir al fin el secreto formidable de la «víc- qué entonces una escalera que desembocaba en eso? ¿Por qué
tima» encendía de tal manera nuestras locas imaginaciones, que una puerta sólida y encadenada para cerrar una escalera?
creímos hasta escuchar gemidos, suspiros que partían debajo de Dividimos en varios pedazos la pequeña bujía y cada una
las losas o por las fisuras de las puertas y los muros. examinó un lado. La escalera era de madera. Debía haber un
Henos ahí, entonces, lanzadas, mis compañeras por centési- escalón secreto que se abriese a un pasaje, a una nueva escalera
ma vez, yo por primera, a la búsqueda de esa cautiva oculta que o a una trampa escondida. Mientras que unas exploraban la es-
languidecía quién sabe dónde, pero que en alguna parte tenía calera y trataban de separar las viejas tablas, otras palpaban el
que ser y que nosotras, tal vez, estábamos destinadas a descu- muro y buscaba un botón, un anillo, una marea, uno de esos
brir. ¡Debía ser viejísima, después de tantos años en que se la miles detalles que en las novelas de Radcliffe y en las crónicas
había buscado en vano! Podía tener fácilmente doscientos años, viejas, hacen mover una piedra, dar vuelta una pared, abrir una
pero a nosotras esto no nos importaba. La buscamos, la llama- entrada cualquiera hacia las regiones desconocidas.
mos, pensamos en ella sin cesar y jamás desesperamos. Pero, ¡ay!, nada encontramos. El muro era liso y reforzado
Esa noche me llevaron a la parte edificada que ya he descri- con yeso. Al golpearlo sonaba sordamente, ninguna baldosa se
to, la más antigua, la más fea, la más excitante para nuestras levantaba, la escalera no revelaba ningún secreto. Isabelle no se
exploraciones. Nos metimos en un pequeño corredor bordeado descorazonó. En el más profundo ángulo que daba sobre la es-
con una rampa de madera y que daba sobre una caja vacía sin calera, ella declaró que la muralla sonaba a hueco; golpeamos;
uso conocido. Una escalera, igualmente bordeada por una ram- verificamos el hecho.
pa, descendía hacia esa región ignorada, pero una puerta de en- –¡Aquí es!, gritamos. Allí debe haber un pasaje, el de la fa-
cima impedía la entrada de la escalera. Era preciso bordear el mosa víctima. Por allí se debe bajar al sepulcro que encierra a
obstáculo pasando de una rampa a otra y caminando sobre la seres vivos.
cara exterior de las balaustradas carcomidas. Debajo, había un Acercamos la oreja al muro y no escuchamos nada, pero

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Isabelle afirmó que ella oía lamentos confusos, ruidos de cade- don de la clarividencia y siempre nos era muy fácil escapar. Una
nas. ¿Qué hacer? vez que nos encontrábamos fuera de la clase, ¿dónde pescarnos
–Es muy simple –dijo Mary–; hay que demoler el muro. To- en esa ciudad que llamábamos convento? La señorita D... no tenía
das nosotras podemos hacer un agujero. ningún interés en hacer un escándalo y denunciar nuestras fre-
Nada nos parecía tan fácil; y ya comenzamos a trabajar en cuentes escapadas de la comunidad. Hubieran reprochado no ha-
aquel muro: las unas, ensayando a vencerlo con sus palos; las ber sabido impedir lo que reprobaba. Éramos absolutamente indi-
otras, escarbando en él con sus barras y sus atizadores, sin pen- ferentes con respecto al gorro de dormir y a las furibundas decla-
sar que atormentando de esa forma a las pobres murallas tem- maciones de esa amable persona. La superiora, que era política-
blorosas, corríamos el riesgo de hacer derrumbar el edificio so- mente muy indulgente, no se dejaba fácilmente persuadir para no
bre nuestras cabezas. Felizmente no podíamos hacerle mucho dejarnos salir. Sólo ella tenía el derecho de pronunciar ese supre-
mal, porque no podíamos golpear sin atraer a cualquiera por el mo anuncio. La disciplina era entonces muy poco rigurosa, a pesar
ruido repiqueteante de los palos. Debíamos contentarnos con del carácter maligno de la cuidadora.
arañar y cavar. Y ya habíamos conseguido separar bastante yeso La persecución del gran secreto, la búsqueda del escondrijo
y piedras cuando sonó la hora de las plegarias. Sólo teníamos duró todo el invierno que yo pase en la clase pequeña. El muro
tiempo para recomenzar nuestra peligrosa escalada, de apagar fue notablemente socavado, pero sólo conseguimos llegar hasta
nuestras luces, de separarnos y de volver a entrar en nuestras unos soportes de madera, delante de los cuales nos fue preciso
clases sigilosamente. Aplazamos para el día siguiente la empresa pararnos. Buscamos, sin embargo, todavía, husmeamos en vein-
y el encuentro se fijó en el mismo lugar. Las que llegasen prime- te lugares diferentes, siempre sin conseguir el mínimo éxito, siem-
ro no esperarían a las que un castigo, o una vigilancia inusitada, pre también sin perder la esperanza.
impidiera acudir. Se trabajaría cavando el muro, con el esfuerzo
de cada una. Habría trabajo para el día siguiente. No existía el ***
peligro de que se dieran cuenta, porque nadie bajaba jamás a
semejante escondrijo abandonado a las ratas y a las arañas. No dejaré la clase pequeña sin hablar de dos pensionistas a
Nos ayudamos las unas a las otras para hacer desaparecer el las que quise mucho, a pesar de que no estuvieron clasificadas
polvo y el yeso con los que estábamos cubiertas, volvimos al claus- en el grupo de los diablos. Tampoco estaban en el grupo de las
tro y entramos en nuestras clases respectivas cuando todo el mun- buenas; menos aún entre el de las brutas, porque eran dos inte-
do se arrodillaba para la plegaria. No recuerdos ya si aquel día ligencias muy notables. Ya las he nombrado: eran Valentine de
fuimos castigadas. Lo fuimos tan a menudo, que ningún hecho de Gouy y Louise de la Rochejaquelein.
ese género toma características particulares recordándolo. Pero Valentine era una niña, sólo tenía nueve o diez años, si la
también muy a menudo, pudimos seguir impunemente nuestra obra. memoria no me engaña; y como era pequeña y delicada, no pare-
La señorita D... tejía, al atardecer, parloteando y peleándose con cía mayor que Mary Eyre y Helen Kelly, las dos chiquitinas de la
Mary Eyre. La clase estaba oscura y creo que ella no tenía buena clase pequeña en aquella época. Pero esta criatura era muy su-
vista. Tanto daba, porque con la rabia del espionaje, no tenía el perior a su edad y uno podía pasarlo tan bien con ella, como con

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Isabelle o Sophie. Aprendía todas las cosas con una maravillosa cho de la grandeza y poesía de los campesinos belicosos en medio
facilidad. Estaba por otra parte tan adelantada en sus estudios de los cuales había sido educada. Yo había leído ya el libro de la
como las grandes. Tenía un espíritu encantador, mucha franque- marquesa, que se había publicado recientemente. No compartía
za y bondad. Mi cama estaba cerca de la suya en el dormitorio y sus opiniones; pero no las combatí jamás, sentía el respeto que yo
me gustaba cuidarla como si se hubiera tratado de mi hija. Al debía a la religión de su familia, y sus escritos animados, sus des-
otro lado, estaba la pequeña Susana, hermana de Sophie, a quien cripciones encantadoras de las costumbres y los aspectos de aque-
todavía yo cuidaba más porque estaba continuamente enferma. lla selva política, me interesaron vivamente. Algunos años más
El otro afecto que dejé en la clase pequeña, pero que no tardó tarde he estado en su casa una vez y he visto a su madre.
en reunirseme en la grande, Louise, era la hija de la marquesa de la Como esa visita me impresionó mucho, contaré aquí lo que
Rochejaquelein, viuda del señor de Lescure, la misma que ha de- pasó, en ella.
jado unas Memorias muy interesantes sobre la primera Vende. Creo No recuerdo en dónde estaba situada la casa. Era un gran
que el personaje político que representa en la asamblea nacional hotel del barrio Saint-Germain. Llegué modestamente en coche
el matiz de un partido realista con ideas más caballerescas que de alquiler, de acuerdo a mis medios y costumbres, y ordené
positivas es el hermano de esta Louise. Su madre ha sido cierta- detenerlo delante de la puerta, que no se abría para tan insignifi-
mente una heroína de novela histórica. Esta novela verdadera, cantes visitantes. El portero, que era un viejo empolvado de buena
contada por ella, ofrece unas narraciones muy dramáticas, muy casa, quiso detenerme.
bien vividas y sumamente patéticas. La situación de Francia y de – Perdón –le dije–, voy a la casa de la señora de la Roche-
Europa me es completamente desconocida ; pero, el punto de jaquelein.
vista realista aceptado, es imposible de juzgar mejor su propio –¿Usted? me contestó mirándome despreciativamente por-
partido, de pintar mejor al fuerte y al débil, al bueno y al lado malo que yo llevaba un abrigo y un sombrero sin flores ni encajes.
de los elementos de la lucha. Este libro es el de una mujer de ¡vamos, entre!
corazón y espíritu. Quedarían entre los documentos menores y Y se encogió de hombros como diciendo: «¡estas gentes re-
útiles de la época revolucionaria. La historia ha hecho ya justicia ciben a cualquiera!»
sobre los errores de hecho y sobre las ingenuas exageraciones del Traté de empujar la puerta situada detrás de mí. Era tan
espíritu partidario que ya no existen; pero se beneficiará con las pesada que no pude lograrlo con la fuerza de mis dedos. No
curiosas revelaciones de un juicio recto y de un espíritu sincero quería quitarme los guantes, así que no insistí; pero como ya
que señalan las causas de la muerte de la monarquía, dándose por había subido los primeros escalones de la escalera, el viejo can-
entero con heroísmo al mismo tiempo, a esta monarquía expirante. cerbero corrió detrás de mí.
Louise poseía el corazón y el espíritu de su madre, el coraje y –¿Y su puerta? –me gritó.
un poco de la intolerancia política de los viejos chouanes (1), mu- –¿Qué puerta?
– ¡La de la calle!
(1) Integrantes del movimiento político francés de la Chouancrie, campesinos de la –¡Ah, perdón! –le dije riendo–, es su puerta y no la mía.
Vendóe, que en 1793 se insurreccionaron contra la república francesa. Se fue gruñendo a cerrarla y me pregunté si sería tan mal

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recibida por los ilustres lacayos de mi compañera de infancia. Al La escuchaba hablar, tenía más naturalidad que inteligen-
encontrar muchos en la antecámara, vi que había gente y pre- cia, al menos en aquel momento. El campesino, pidiendo permi-
gunté por Louise. Yo estaba en París nada más que por dos o so, recibió de ella un apretón de manos y se puso el sombrero
tres días; deseaba responder al expreso deseo de mi amiga, que antes de salir del salón, cosa que no hizo reir a nadie. Louise y
quería abrazarme y sólo pretendía conversar algunos minutos sus hermanas estaban vestidas tan cómodamente que sus mane-
con ella. Vino a buscarme y me llevó al salón con la misma ale- ras eran simplísimas. Esta simplicidad, llegaba a veces, hasta la
gría y la misma cordialidad de siempre. En donde me hizo sen- brusquedad. No hacían pequeñas labores, tenían ruecas y simu-
tar, cerca de ella, no había otra cosa que gente joven, sus herma- laban hilar la seda como las campesinas. Yo no deseaba otra
nas o sus amigas. Enfrente, las personas serias estaban alrededor cosa que encontrar todo bien, y tal vez hasta lo estuvo. En la
del sillón de su madre, que se encontraba como aislada. casa de Louise, estoy segura, todo era ingenuo y espontáneo,
Me desilusionó mucho al ver que el aspecto de la heroína de pero el cuadro en el que yo veía jugar a la castellana de la Vendée
la Vende, era el de una mujer gruesa, muy colorada y con una no encajaba en absoluto con esos aires de joven de los campos.
apariencia bastante vulgar. A su derecha, se encontraba de pie un Un bello salón muy alumbrado, una galería de patricias elegan-
campesino. Había venido desde su pueblo para verla y para ver tes y de ladies (1) comedidas, una antecámara repleta de lacayos,
París, y había almorzado con la familia. Era, sin duda, un hombre un portero que insultaba a las personas que llegaban en coche de
«ilustrado» y hasta posiblemente un héroe de la última Vendée. alquiler, todo esto no tenía armonía y uno veía demasiado la
No pude entender su edad de primera impresión y Louise, a quien imposibilidad de un himeneo público y legítimo entre la nobleza
le pregunté, me dijo simplemente: Es un hombre valiente. y el pueblo.
Estaba vestido con un pantalón grueso y una chaqueta re-
donda. Llevaba una especie de echarpe blanco en el brazo y un ***
viejo estoque le golpeaba las piernas. Se parecía a un guarida
campestre en un día de procesión. Lejos de allí existían esos Antes de volver a hablar sobre mi existencia en el convento,
partisanos, pastores a medias, bandidos a medias también, con quiero hacerlo sobre nuestras religiosas con algún detalle; no
los cuales yo había soñado. Pero ese buen hombre tenía una for- creo haber olvidado ninguno de sus nombres.
ma de decir «señora marquesa» que me daba náuseas. Sin embar- Después de la señora Canning (la superiora), de la cual ya he
go, la marquesa, casi ciega en aquel entonces, me agradó por su hablado, después de la señora Eugénie, la madre Alippe, la bue-
gran expresión de bondad y de simplicidad. Alrededor suyo esta- na Gallinita (Marie-Augustine), una de las más antiguas era la
ban algunas damas vestidas para el baile, que le rendían grandes señora Monique (María Mónica), mujer muy austera, muy grave,
homenajes y que, seguramente, no sentían hacia sus cabellos a quien jamás vi sonreír y con la cual nadie se familiarizó nunca.
blancos y sus ojos azules medio apagados, tanta veneración como Ha sido superiora después de la señora Eugénie, quien había
la que mi corazón ingenuo estaba dispuesto a ofrecerle; secreto sucedido en mi tiempo a la señora Canining. La autoridad supe-
homenaje mucho más apreciable aún, porque, en aquél enton-
ces, yo no era ni devoto, ni realista. (1) Damas.

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rior no era inamovible. Se elegía, creo yo, cada cinco años. La hacía doscientos años y que trotaba siempre en los claustros por
señora Canning fue superiora durante, treinta o cuarenta años y costumbre.
murió superiora. La señora Eugénie solicitó ser relevada de su La señora Marie Xavier era la más bella persona del conven-
gobierno cinco años después, porque su vida se iba apagando to; grande, bien hecha, de figura regular y delicada; siempre es-
poco a poco. Se ha vuelto casi ciega. Ignoro si todavía vive. No taba pálida como su toca y triste como una tumba. Decía estar
sé tampoco si la señora Monique ha vivido hasta el presente. Sé muy enferma y esperaba la muerte con impaciencia. Es la única
que desde hace unos años, la señora Marie Francoise la ha suce- religiosa a quien he visto desesperada por haber pronunciado los
dido. votos. Ella no lo ocultaba, y se pasaba la vida suspirando y llo-
En mis tiempos la señora Marie Francoise era novicia con rando. Esos votos eternos, que la Ley civil no revocaba, y que
su nombre de familia, miss Fairbairns. Era una bellísima perso- ella no se atrevía sin embargo a romper. Había jurado sobre el
na, blanca con ojos negros, frescos colores, un rostro –muy aus- santo sacramento; no era lo suficientemente filósofa para desde-
tero, muy decidida, franca, pero fría. Esta frialdad, cuyo princi- cirse, ni lo suficiente piadosa para resignarse. Era una alma des-
pio absolutamente británico se había desarrollado por la reserva falleciente, atormentada, miserable, más apasionada que tierna,
claustral y el recogimiento cristiano se hacía sentir en la mayoría porque no podía exteriorizarse de otra forma que con ataques de
de nuestras religiosas. A menudo, nuestros intentos de simpati- cólera, como exasperada por el aburrimiento. Muchos comenta-
zar con ellas eran frenados y enfriados. Es el único reproche rios se hacían sobre ella. Unas pensaban que había hecho los
colectivo que les hago. No deseaban hacerse amar. Otra decana votos por un desengaño amoroso y que todavía amaba; otras,
era la señora Anne Augustine, si no me equivoco de nombre. que odiaba y que vivía de rabia y de resentimiento; había otras
Era vieja, tanto que si una se encontraba subiendo una escalera que la acusaban de poseer un carácter amargo e insociable, y de
detrás de ella, tenía el tiempo de aprender la lección. Jamás ha- no soportar la autoridad de sus superioras.
bía podido decir una palabra en francés. Tenía también una figu- A pesar de que todo eso se nos ocultó en lo posible, nos era
ra muy solemne y austera. No creo que jamás nos dirigiera la fácil observar que vivía aparte, que las otras monjas le huían y
palabra. Se decía que tenía una enfermedad muy grave y que no que pasaba su vida refunfuñando. Comulgaba, sin embargo, como
podía digerir bien. La digestión de la señora Anne Augustine era las demás y pasó, según creo, diez años en el convento. Pero he
una de las tradiciones del convento y éramos tan tontas como sabido poco tiempo después de mi salida, que rompió sus votos
para creérnosla. y que partió, sin que se supiera nunca lo que aconteció en el
Nos imaginábamos escuchar los ruidos de ese vientre cuan- seno de la comunidad. ¿Cuál habrá sido el fin del doloroso ro-
do ella caminaba: era para nosotras un ser muy misterioso y algo mance de su vida? ¿Habrá encontrado libre y arrepentido al ob-
temible, esa antigua religiosa que era una estatua de metal, que jeto de su pasión? ¿Se habrá reintegrado al mundo? ¿Habrá ven-
no hablaba jamás, que nos miraba algunas veces con asombro y cido los escrúpulos y los remordimientos de la devoción que la
que no sabía ni tan siquiera un nombre de todas nosotras. Se la retuviera tanto tiempo cautiva, a pesar de su ausencia de voca-
saludaba temblando, ella hacía una corta inclinación y pasaba ción? ¿Habrá entrado en otro convento para terminar sus días
como un espectro. Nosotras pretendíamos que había muerto en el duelo y la penitencia? Ninguna de nosotras, según creo, lo

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ha sabido. O también es probable que me lo hayan dicho y lo menos inteligente también, era la más dulce y la más afectuosa
haya olvidado. ¿Habrá muerto consumida por esa larga enfer- criatura del mundo. No tenía nada del aburrimiento británico, ni
medad anímica que la devoraba? Nuestras religiosas daban como de la desconfianza católica. Siempre que, nos encontraba, nos
pretexto el alta de los médicos, quienes la habían condenado a abrazaba, llamándonos, con un tono lacrimoso y alegre, con los
morir o a cambiar de clima y de régimen. Pero era fácil adivinar epítetos más tiernos.
en sus sonrisas un poco amargas que todo eso no había ocurrido Los niños siempre abusan de las expansiones que con ellos
sin luchas y sin odio. se tienen, así, las pensionistas tenían muy poco respeto por la
Otra novicia que también era muy bella y a quien vi entrar excelente pequeña monja. Las inglesas, sobre todo, detestaban
como postulante bajo el nombre de miss Croft, hizo, después de sus maneras cariñosas. No es preciso que lo vuelva a decir, tanto
mi partida, lo mismo que la señora María Xavier; abandonó el en el convento como afuera, siempre he encontrado esta raza
convento y renunció a su vocación antes de haber tornado el muy altiva y superficial. Los caracteres ingleses son más
velo negro. pasionales que los nuestros. Sus instintos son más animales en
Miss Hurst, novicia a quien yo vi tomar ese velo de duelo todos los sentidos. Dominan con dificultad sus sentimientos y
eterno y que, lo hizo muy deliberadamente y sin arrepentirse, era sus pasiones. Pero saben dominar sus movimientos y desde la
la sobrina de la señora Monique. Era mi profesora de inglés. Todos infancia parece que estudian la manera de ocultarlos y de com-
los días pasaba una hora en su celda. Enseñaba con claridad y poner una careta de impasibilidad. Se diría que vienen al mundo
paciencia. Yo la amaba mucho, para mí era perfecta, aun cuando bajo los signos del orgullo y la prudencia.
yo era diablo. Se llamó religiosamente María Vinifred. Siempre Volviendo a la hermana Anne Joseph, yo la amaba tal y como
que he leído a Shakespeare y a Byron he pensado en ella y le he era, y cuando venía hacia mi con los brazos abiertos y los ojos
agradecido lo que hizo por mi de todo corazón. húmedos (tenía siempre el aire de un niño a quien se acaba de
Había, cuando yo entré al convento, otras dos novicias que regañar y que pide protección y consuelo al primero que encuen-
estaban acabando su noviciado y que tomaron los votos antes tra), ni se me ocurría pensar sobre la trivialidad de sus caricias,
que miss Hurst y miss Fairbairns. He olvidado sus nombres de se las devolvía con la sinceridad de una simpatía instintiva; por-
familia; recuerdo que los religiosos eran: Mary Agnés y hermana que no se podía pensar en ella como persona de afectos razona-
Anne Joseph. Las dos eran pequeñas y menudas, tenían el as- dos. No sabía decir dos palabras seguidas, porque le era imposi-
pecto de dos niñas. Mary Agnés sobre todo era un pequeño ser ble enhebrar sus ideas. ¿Sería ignorancia, timidez, ligereza de
muy singular. Sus gustos y costumbres estaban en perfecta ar- espíritu? Pienso que se trataba de incoherencia intelectual, ofus-
monía con su exigijidad personal. Amaba los libros pequeños, camiento cerebral, si así pudiera llamarse. Charlaba sin decir nada,
las flores chiquititas, los pajaritos, las niñas, las sillitas; todos los pero ocurría que quería decir muchas cosas y que no podía ha-
objetos que elegía y que usaba eran encantadores y limpios como cerlo, ni aun en su propia lengua. La ausencia no existía, se trata-
ella. Tenía en sus preferencias una cierta gracia infantil y más ba de confusión en las ideas. Preocupada de lo que ella quería
poesía que manía. pensar, decía unas palabras por otras que realmente quería de-
La otra pequeña monja, menos pequeña, sin embargo, y cir, o dejaba su frase, en el aire y era preciso adivinar el resto

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mientras que ella comenzaba otra. Actuaba como hablaba. Ha- ¿No comprenderá nunca la humanidad que aquellos que sólo
cía cien cosas a la vez y ni una sola como es debido; su dedica- saben amar, son útiles para todo y que el amor de un bruto es
ción, su dulzura, su necesidad de amar y de acariciar parecían todavía un tesoro?
indicarla expresamente para las funciones de enfermera que ejer- Pobre pequeña hermana Anne Joseph, hiciste muy bien al
cía. Desgraciadamente, como embrollaba su mano derecha con volverte hacia Dios, único que no rechaza los intentos de un
la izquierda, embrollaba también enfermos, remedios y enfer- corazón simple y, en cuanto a mí, le agradezco de que me haya
medades; os hacia tragar un jarabe y colocaba la poción en una hecho amar en ti esa «simplicidad santa» que no podía dar otra
jeringa. Después, corría a buscar alguna droga a la farmacia y cosa que ternura y devoción. ¡Hacerla complicada, vosotros, los
creyendo estar subiendo la escalera, la bajaba y viceversa. Se que habéis encontrado demasiado en este mundo!
pasaba la vida perdiéndose y encontrándose, siempre estaba ocu- He guardado para el final a la monja que mas amé. Era,
pada, doliente por cualquier tontería acaecida a cualquiera de seguramente, la perla del convento. La señora Mary Alicia Spiring
sus dearest sisters (1) o a cualquiera de sus dearest children (2). Bue- era la mejor, la más inteligente y la más amable de las ciento y
na como un ángel, tonta como una oca, decían. Y las otras reli- pico de mujeres, ya viejas, ya jóvenes, que habitaban, por un
giosas la regañaban mucho o se burlaban de sus perplejidades. corto tiempo o para siempre el convento de las inglesas. No te-
Se quejaba de que en su celda había ratas. Le respondían que si nía todavía treinta años cuando la conocí. Aún era muy bella, a
había, habían salido de su cerebro. Desesperada cuando hacía pesar de su nariz demasiado larga y de su boca demasiado pe-
una burrada, lloraba, perdía la cabeza y le era imposible recupe- queña. Pero sus grandes ojos azules, adornados con pestañas
rarla. negras, fueron los más bellos, los más francos, los más dulces
¿Qué nombre dar a esas formas de ser afectuosas, inofensi- ojos que he visto en mi vida. Toda su alma generosa, maternal y
vas, plenas de buena voluntad, pero de hecho inútiles e impoten- sincera, toda su existencia devota, casta y digna, vivían en esos
tes? Hay muchas naturalezas que no saben ni pueden hacer nada, ojos. Se los pudo haber llamado, al estilo cacostumbre, y todavía
las cuales, libradas así mismas, no encontrarían en la sociedad una no la he perdido, de pensar en esos ojos cuando me siento en la
función de acuerdo con su individualidad. Se las llama brutal- noche, oprimida por esas visiones terroríficas que nos persiguen
mente idiotas e imbéciles. Yo preferiría más el prejuicio de ciertos aún después del sueño. Me imaginaba encontrar la mirada de la
pueblos que consideran sagradas a las personas así hechas. Dios señora Alicia y ese purísimo rayo ahuyentaba a los fantasmas.
vive en ellas misteriosamente, pero hay que respetar a Dios en el En esta persona encantadora había algo de ideal; no exage-
ser que parece reventar de tantos pensamientos, o que hila fina- ro, y quienquiera que la haya visto un instante en la reja del
mente la seda conductora del laberinto intelectual. locutorio, habrá sentido por ella una de esas simpatías repenti-
Tendremos algún día una sociedad tan rica y cristiana, que nas unidas a un profundo respeto que sólo inspiran las almas
no diga más a los inútiles: «¡Lo siento por ti; haz lo que puedas!» privilegiadas. La religión pudo haberla humillado, pero la natu-
raleza le había dado su modestia. Había nacido con el don de
(1) Queridas hermanas. todas las virtudes, de todos los encantos, de todos los poderes
(2) Queridas niñas. que la idea cristiana bien comprendida por una inteligencia no-

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ble sólo puede desarrollar y conservar. Una sentía que en ella no tenía hijas. Se deseaba ardientemente serlo de la señora Alicia,
se libraba ningún combate y que vivía en lo bello y en lo bueno pero ella era muy exigente para otorgar este favor. Secretaria de
como en su elemento necesario. Todo en ella estaba en armonía. la comunidad, encargada de todo el trabajo de oficina de la su-
Su figura era magnífica y graciosa bajo el saco y el hábito. Sus periora, disponía de poco tiempo y mucha fatiga. Había tenido
manos afiladas y redondeadas al mismo tiempo eran encantado- una hija a quien amó mucho, Louise de Courteilles (quien ha
ras, a pesar mismo de una anquilosis de los dedos meñiques que sido después la señora de Aure). Esta Louise ya había salido del
sólo se notaba de tiempo en tiempo. Su voz era agradable, su convento y nadie pensaba siquiera en reemplazarla.
pronunciación de una distinción exquisita en las dos lenguas, Esta ambición se apoderó de mi como en las personas inge-
que hallaba igualmente muy bien. Nacida en Francia, de madre nuas que no dudan de nada. Todas decían que la señora Alicia
francesa, educada en Francia, era más francesa que inglesa y la me quería como una hija, pero nadie se atrevía a preguntárselo.
mezcla de lo que hay de mejor en estas dos razas había logrado Fui yo misma a decírselo claramente y sin temer al tono del ser-
un ser perfecto. Poseía una dignidad británica sin llegar a la rigi- món que me esperaría.
dez, austeridad religiosa sin su dureza. A veces regañaba, pero –¿Tú? –me dijo ella–, tú, el más grande diablo del conven-
con pocas palabras, y eran tan justas, una reprobación tan moti- to? Pero ¿entonces quieres obligarme a hacer penitencia? ¿Qué
vada, unos reproches tan directos, tan limpios y, sin embargo, te he hecho para que me impongas el gobierno de una cabeza
acompañados de una esperanza tan constructiva, que una se como la tuya? ¿Quieres reemplazar, tú, niña terrible, a mi buena
sentía aplacada, reducida, convencida delante de ella, sin ser Louise, mi dulce y buena niña? Creo que estás loca o que quieres
herida, ni humillada, ni descorazonada. Cuanto más sincera era, volverme a mi.
más se la estimaba; más se la amaba cuando una se sentía menos –¡Bah! –le respondí sin desconcertarme–, ensáyeme. ¿Quién
digna de la amistad que ella otorgaba, pero siempre se mantenía sabe? ¡tal vez me corregirá, tal vez me volveré encantadora para
la esperanza de merecerla y lo lográbamos ciertamente, por lo darle una alegría!
deseada y buscada que era esta cualidad suya. –A buena hora –respondió–, si lo hago con la esperanza de
Varias religiosas tenían una «hija» o varias «hijas» entre las enmendarte, tal vez me resigne, pero tú entonces me proveerás
pensionistas; vale decir, que con la recomendación de la familia, de un medio difícil para lograr yo mi salvación y hubiera preferi-
o con el pedido de una niña y con el permiso de la superiora, do otro.
existía una especie de adopción maternal especial. Esta mater- –Un ángel como Louise de Courteilles no cuenta para su
nidad consistía en pequeños cuidados particulares, en castigos salvación –repliqué–. Usted no ha tenido ningún mérito con ella;
tiernos o severos según la ocasión. La niña tenía el permiso para tendrá mucho más conmigo.
entrar en la celda de su madre, para pedirle consejo o protec- –Pero ¿y si después de haberme preocupado mucho no con-
ción, para ir algunas veces a tomar el té con ella en el taller de las sigo convertirte a la bondad y a la piedad? ¿Podrías prometerme
religiosas, para ofrecerle un pequeño regalo en su onomástico, al menos que me ayudarás?
en fin, para amarla y para decírselo. Todo el mundo quería ser –No demasiado –contesté–. No sé todavía lo que soy y lo
hija de Gallinita o de la madre Alippe. La señora Marie Xavier que será. Siento que os amo mucho y me figuro que, de cual-

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quier manera que yo me vuelva, usted se verá forzada a amarme brías que no participaba a nadie. A veces, estaba tan triste mien-
también. tras hacía mis locuras, que me veía forzada a declararme enfer-
–Veo que no te falta amor propio. ma para no delatarme. Mis compañeras inglesas se burlaban de
–¡Oh!, ya verá que no es eso; pero tengo necesidad de una mi y me decían:
madre. En realidad tengo dos que me aman demasiado y a quie- –You are low –spirited to day? What is the matter with you? (1).
nes amo en demasía, y sólo nos hacemos mal las unas a las otras. Isabelle solia repetir cuando yo estaba triste y abatida :
No puedo tampoco explicarle esto y, sin embargo, usted lo com- –She is in her low– spirits, in her spiritual abscences (2).
prendería, usted que tiene a su madre en el convento; pero sea Era menos diablo por gusto que por mi mutismo. Habría
una madre a su manera para mi. Creo que me encontraré bien. vuelto a la tranquilidad si mis diablos lo hubiesen querido. Las
Se lo pido en nombre de mi interés y no me hago ilusiones. Va- amaba, me hacían reir, me arrancaban de mi misma; pero cinco
mos, querida madre, diga que si, porque le advierto que ya he minutos de la severidad de la señora Alicia me hacían mucho
hablado a mi abuela y a la señora superiora y ellas van a pedírse- más bien, porque, en esta severidad, ya por amistad particular,
lo también. ya por caridad cristiana, yo me interesaba más seriamente y por
La señora Alicia se resignó y mis compañeras, todas asom- más tiempo que en el intercambio de alegría con mis compañe-
bradas de esa adopción, me decían: ras. Si hubiese podido vivir en el taller o en la celda de mi queri-
–¡No eres nada desgraciada! Eres el diablo, no haces más da madre, al cabo de tres días, no hubiese ya comprendido la
que tonterías y malicias. Sin embargo, allí está la señora Eugenie posibilidad de divertirse sobre los tejados o en las bodegas.
que te protege y la señora Alicia que te ama; has nacido con Tenía necesidad de querer a alguien y colocarlo en mis pen-
suerte. samientos habituales por encima de todos los demás seres, de
–¡tal vez! –decía yo, con la vanidad de una persona mala. sonar en él la perfección, la calma, la fuerza, la justicia; de vene-
Mi afecto por esta persona admirable era, sin embargo, mu- rar, al fin, un objeto superior a mí y de rendir en mi corazón un
cho más serio de lo que pensaban y de lo que ella misma creía. asiduo culto a cualquier cosa parecida a Dios o a «Corambé».
Sólo había sentido una pasión dentro de mí, el amor filial, esta Esa cosa se vestía con los rasgos graves y serenos de Marie Ali-
pasión continuaba, mi verdadera madre respondía con creces o cia. Era mi ideal, mi amor santo, era la madre de mi elección.
sin ellas, y desde que yo estaba en el convento había pensado Cuando me había comportado como un diablo durante el
hacer votos para menguar mis impulsos y restituirme a mi mis- día, me deslizaba a la noche en su celda después de la plegaria.
ma por así decirlo. Mi abuela me reprobaba porque yo había acep- Era una de las prerrogativas de mi adopción. La plegaria termi-
tado la prueba a la que me había sometido. Ni la una ni la otra naba a las ocho y media. Subíamos por la escalera de nuestro
tenían más razón que yo. Necesitaba una madre tranquila y co- dormitorio y nos encontrábamos en los largos corredores (que
menzaba a comprender que el amor maternal, por ser un refugio, eran llamados dormitorios también, porque todas las puertas de
no debe ser una pasión celosa. A pesar de la disipación en la que
mi ser moral parecía estar sumergido y como evaporado, tenía (1) ¿Estas hoy deprimida? ¿Qué te pasa?
siempre mis horas de fantasía dolorosas y de reflexiones som- (2) Está deprimida; espiritualmente ausente.

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las celdas daban a ellos) a las monjas alineadas en dos filas y en- –¡Ah! ¡no temas! te miro lo menos posible para no encon-
trando en sus celdas salmodiando en alta voz unas plegarias en trarme con ese gorro detestable. Y bien, ¿lo tendrás mañana?
latín. Se detenían delante de una madonna que se encontraba en el – ¡Oh! ¡probablemente!
último descanso y allí se separaban después de varios versículos y –¿No quieres entonces cambiar? –Todavía no puedo hacerlo.
responsos. Cada una entraba en su celda sin decir nada, porque, –Entonces, ¿qué es lo que vienes a hacer aquí? –A verla y a
entre la plegaria y el sueño, el silencio les era impuesto. que me regañe.
Pero las que tenían una función que cumplir cerca de las –¡Ah!, ¿te divierte?
enfermas o de sus hijas estaban libres de atenerse a ese regla- –Me hace bien.
mento. Yo tenía, entonces, el derecho de entrar en la celda de mi –No me doy cuenta y eso me hace mal a mí, ¡malvada cria-
madre, entre las nueve menos cuarto a las nueve en punto. Cuan- tura!
do el reloj daba las nueve campanadas, era preciso que su luz se –¡Ah!, ¡tanto mejor! –le decía yo, eso prueba que usted me
apagase y que yo entrase al dormitorio. Eran, entonces, tan sólo quiere.
cinco o seis minutos los que ella podía dedicarme, preocupada y –Y que tú no me quieres a mí –reprendía ella.
atenta a los cuartos, medios cuartos y menos cuartos que el vie- Entonces ella me regañaba y yo gozaba siendo regañada por
jo reloj mareaba, porque la señora Alicia era escrupulosamente ella. «Al menos –me decía– he aquí una madre que me ama por
fiel en la observación de las menores reglas y no le gustaba sal- mi y que tiene razón para mi.» Yo la escuchaba con el recogi-
társelas. miento de una persona decidida a convertirse y, sin embargo, yo
–Veamos –me decía abriéndome su puerta, que yo golpeaba no pensaba en ello.
de una determinada manera para darme a conocer ¡he aquí toda- –Bueno –me decía ella–, cambiaras, lo espero; tus tonterías
vía a mi tormento! te aburrirán y Dios hablará a tu alma.
Era su fórmula habitual y el tono con que lo decía era tan –¿Le ruega usted mucho por mí?
bueno, tan acogedor, su sonrisa era tan tierna y su mirada tan –Sí, mucho.
dulce, que yo entraba en seguida. –¿Todos los días?
–Veamos –decía ella–, ¿qué es lo que me vas a decir de nue- –Todos los días.
vo? Habrás sido buena, por casualidad, en el día de hoy? –Usted ve bien que si yo fuese buena usted me querría me-
–No. nos y no pensaría tan a menudo en mi.
–Pero, sin embargo, ¿no te has puesto el gorro de dormir? No podía evitar reírse, porque tenía ese fondo alegre que es
(Ya se sabe que era la marca penitenciaria que había sufrido casi la calidad de los buenos espíritus y de las buenas conciencias.
continuamente.) Me tomaba de los hombros y me sacudía como para liberarme
–Sólo lo he tenido durante dos horas esta noche –decía yo. del diablo que me tenía presa. Después, sonaba la hora y ella me
–¡Ah! ¡qué bien! ¿Y esta mañana? conducía a la puerta riéndose. Y yo volvía a subir al dormitorio,
–Esta mañana lo tuve en la iglesia. Me oculté detrás de mis llevando, como por una influencia magnética, un poco de la se-
compañeras para que usted no lo viese. renidad y el candor de su alma hermosa.

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He comentado estos detalles para completar el retrato de mi monjas no tienen el mismo género de solicitud para con los ni-
querida Marie Alicia, pero tendría mucho más que agregar sobre ños que educan. Para ellas, no hay futuro sobre la tierra. Sólo en
mis relaciones con ella. Termino ahora mi nomenclatura dicien- el cielo o el infierno, y el futuro, en su lenguaje, se llama salva-
do que teníamos cuatro hermanas conversas, de las que sólo me ción. Antes mismo de ser devota, ese tipo de porvenir me asus-
acuerdo de dos: la hermana Thérése y la hermana Héléne. taba igual que el otro. Ya que, según los católicos, se es libre de
escoger entre la salvación y la condenación, ya que la gracia no
*** esta jamás en falta y que la menor buena voluntad os arroja en
una senda en la que los mismos ángeles se dignan caminar ade-
Si sufrí físicamente en la clausura no me di cuenta moral- lante; yo me decía a mi misma con una soberana confianza que
mente; mi imaginación no menguaba con los años y el futuro me no corría ningún peligro; que pensase cuando quisiese y que no
inspiraba más miedo que deseo. Jamás me ha gustado mirar de- me apresurase a pensar. No era sensible a las consideraciones de
lante de mí. Lo desconocido me asusta, prefiero el pasado que interés personal. Jamás han influido sobre mi, ni aun en cuestio-
me entristece. El presente es siempre una especie de compromi- nes de religión. Yo quería amar a Dios por la única dulzura de
so entre lo que se ha deseado y lo que se ha obtenido. Así como amarlo, yo no quería tenerle miedo, esto es lo que yo decía cuan-
es se lo acepta o se lo sufre; uno ya sabe que ha soportado u do se esforzaban en atemorizarme.
aceptado muchas cosas, pero, ¿qué se sabe sobre lo que podrá Sin reflexión y sin temor de esta vida y de la otra, yo sólo
acontecer en el futuro? Jamás he dejado que me dijeran mi bue- pensaba en divertirme, o, para decirlo mejor, ni en eso; no pen-
na aventura; no creo tampoco en la adivinación, pero el porve- saba en nada. He pasado los tres cuartos de mi vida así y por así
nir material me parece siempre algo tan grave que detesto el que decirlo, en estado latente. Creo realmente que me hubiese muer-
me hablen, aún en broma o con chistes. Por mi cuenta, jamás he to sin haber ni pensado en vivir, y, sin embargo, habría vivido a
hecho a Dios nada más que un pedido en mis plegarias; he sido mi manera, porque sonar y contemplar es una acción insensible
el de tener la fuerza para soportar lo que me llegue. que llena perfectamente las horas y ocupa las fuerzas intelectua-
Con esta disposición espiritual, que jamás ha cambiado, me les sin usarlas demasiado.
encontraba, entonces, más feliz en el convento que fuera de él;
porque allí nadie conocía a fondo el pasado de las demás, nadie ***
podía hablar a las demás de lo que les pasaría. Los padres hablan
siempre del futuro a sus hijos. Este futuro de su progenitura, es Mi abuela llegó en la mitad del segundo invierno que yo
su continua inquietud, su tierna e intranquila preocupación. pase en el convento. Volvió a partir dos meses después y con
Querrían arreglarlo, asegurarlo; consumen toda su vida y, sin todo, yo sólo salí cinco o seis veces. Mi aspecto de pensionista
embargo, el destino desmiente y desbarata todas sus previsio- no le agradó más que mi aspecto de campesina. Yo no había
nes. Los niños no aprovechan jamás las recomendaciones que se conseguido tener buenas maneras. Estaba más distraída que nun-
les hacen. Cierto instinto independiente o de curiosidad les em- ca. Las lecciones de danza del señor Abraham, ex profesor de
puja además y muy frecuentemente en el sentido contrario. Las María Antonieta, no me habían conferido ninguna especie de

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gracia. Sin embargo, el señor Abraham hacía todos sus posibles Al concluir la lección, para ponerlo otra vez contento, al pobre
para darnos un aspecto cortesano. Llegaba vestido a cuadros, hombre (porque ya era una barbaridad contrariar tanto a la dul-
pechera de muselina, corbata blanca de largos cabos, calzas cor- zura y la paciencia personificadas), efectuábamos todas las gra-
tas y medias de seda negras, zapatos de bucles, peluca, un dia- cias y todos los detalles que nos pedía. Para nosotras era una
mante en el dedo y su faltriquera en la mano. Tenía alrededor de comedia que nos costaba representar sin reírnos en sus narices,
los ochenta años, siempre delgado, gracioso, elegante una linda pero que nos enseñaba a actuar bien o mal. Es de creer que la
tez, de un color rojo y azul sobre un fondo amarillo, como una gracia del tiempo del padre Abraham era muy diferente de la del
vieja hoja arrastrada en el otoño, pero fina y distinguida. Era el día; ya que, cuanto más nos poníamos a dibujar posturas ridícu-
mejor hombre del mundo, el más educado, el más solemne, el las y afectadas, más satisfecho estaba, más nos agradecía nues-
más conveniente daba su lección en dos divisiones de quince o tra buena voluntad.
veinte alumnas cada una, en el gran locutorio de la superiora. A pesar de tantos cuidados y teoría, siempre era muy tosca,
Allí, el señor Abraham nos demostraba la gracia por su ra- tenía movimientos bruscos, posiciones naturales, horror a los
zón geométrica y después de los pasos de moda, se instalaba en guantes y a las profundas reverencias. Mi abuela, excelente mu-
un sillón y nos decía: jer, me regañaba a su manera con una voz dulce y con palabras
–Señoritas, yo soy el rey o la reina, y como todas ustedes acariciadoras. Pero me era preciso hacer un gran esfuerzo sobre
han sido llamadas con seguridad para ser presentadas en la cor- mi misma para ocultar el aburrimiento y la impaciencia que me
te, vamos a estudiar las entradas, las reverencias y las salidas de causaban esos perpetuos y pequeños disgustos. ¡Me hubiera gus-
la presentación. tado tanto agradarle! No lo lograba. Ella me quería. No vivía
Otras veces se estudiaban solemnidades mas comunes, se sino para mi y parecía que en mi simplicidad y en mi desgraciada
representaba un salón de graves personajes. El profesor hacía ausencia de coquetería, había alguna cosa que ella no podía acep-
sentar a unas, entrar y salir a otras, mostraba la manera de salu- tar, algo antipático que no podía vencer; tal vez una especie de
dar a la dueña de la casa, después a la princesa, la duquesa, la vicio original que sabía a pueblo a pesar de todos sus cuidados.
marquesa, la condesa, la vizcondesa, la baronesa y la presidenta, Sin embargo, yo no era gansa; mi naturaleza cándida y confiada
cada una en la medida respetuosa que sus calidades inspiraran. no me empujaba en absoluto hacia maneras groseras e inoportu-
Se representaba también al príncipe, al duque, al marqués, al nas. La mayor parte del tiempo estaba ocupada. Dios sólo sabe
conde, al vizconde, al barón, al caballero, al presidents y el aba- en qué, en nada probablemente. No tenía nada de que hablar
te. El señor Abraham hacia todos esos papeles y nos saludaba a con mi abuela. ¿De qué hablar? ¿De nuestras locuras, de nues-
cada una, con el objeto de enseñarnos la manera de responder a tros subterráneos, de nuestras perezas, de nuestras amistades
todas esas reverencias, recoger el guante o el abanico ofrecidos, del convento? Siempre era lo mismo y a mí no me interesaba el
sonreír, atravesar la habitación, sentarse, cambiar de lugar, ¡qué mundo o el porvenir que ella hubiera querido para mí. Me pre-
sé yo!, en ese código de la cortesía francesa. Todo estaba previs- sentaron ya jóvenes para proyectos matrimoniales y yo no me di
to, hasta la forma de estornudar. Reventábamos de risa y hacía- cuenta. Cuando salían, me preguntaban mis impresiones y suce-
mos a propósito mil barbaridades para desesperarlo. Después, día que yo ni los había mirado. Me regañaban por haber estado

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pensando en otra cosa mientras que ellos habían estado presen- la noche, cenábamos o en casa de los primos Villeneuve o en la
tes, en una partida de barras o en un juego de pelotas elásticas del tío Beaumont. Debía irme en el momento en que comenza-
que me rondaba el majín. Yo no era una naturaleza precoz; ha- ba a sentirme cómoda con mi familia. Mis días de salida eran
bía comenzado a hablar tarde en mi primera infancia, todo el lúgubres. Por la mañana, alegre y apresurada, llegaba a mi casa
resto llegó sólo: mi fuerza física se había desarrollado rápida- con el corazón lleno de intenciones e impaciencia. Al cabo de
mente; tenía el aspecto de una señorita, pero mi cerebro, entor- tres horas, empezaba a ponerme triste. También lo estaba cuan-
pecido, replegado en si mismo, hacia de mí una niña, y lejos de do me despedía; solamente en el convento volvía a encontrar la
ayudarme a dormirme en ese estado, buscaban hacer de mí una calma y la alegría.
persona. El acontecimiento interior que más alegría me dio fue la
Esta gran solicitud de mi abuela venía de una gran necesi- obtención largo tiempo acariciada de una celda. Todas las seño-
dad de ternura. Se sentía envejecer y morir poco a poco. Quería ritas de la clase grande tenían; sólo yo quedé largo tiempo toda-
casarme, atarme al mundo, asegurarse de que yo no caería bajo vía en el dormitorio, porque temían a mis camorras nocturnas.
la tutela de mi madre y, en el temor de no tener tiempo, se esfor- Se sufría mortalmente, en ese dormitorio situado bajo los te-
zaba por inspirarme la religión del mundo, la desconfianza hacia chos, frío en invierno y caluroso en verano. Se dormía mal, por-
mi familia materna, el alejamiento del medio plebeyo en el cual que siempre había alguna pequeña que lloraba de miedo o de
ella temblaba de volver a dejarme caer al abandonarme. Mi ca- cólico en medio de la noche. Y después, no estar «en su casa»,
rácter, mis sentimientos y mis ideas se resistían a secundarla. El no sentirse sola aunque fuese sólo una hora al día o por la noche,
respeto y el amor entorpecían mi lengua. Ella me tomaba a ve- es una cosa antipática para aquellos que aman soñar y la con-
ces por tonta, otras por muy burlona. Yo no era ni lo uno ni lo templación. La vida en común es el ideal de la felicidad entre
otro. La amaba y sufría en silencio. gentes que se aman. La he sentido en el convento, no la he olvi-
Mi madre parecía haber renunciado a ayudarme en esta lu- dado jamás; pero para todo ser pensante, son necesarias algunas
cha muda y silenciosa. Se burlaba siempre del gran mundo, me horas de soledad y recogimiento. Es a ese precio solamente que
acariciaba mucho, me admiraba como a un prodigio y se preocu- gusta de la dulzura de la asociación.
paba muy poco de mi porvenir. Parecía haber aceptado para si La celda que me dieron por fin, fue la peor del convento.
misma, un porvenir en el que yo no tomaría una parte esencial. Era un hueco situado al final del cuerpo del edificio que lindaba
Yo me sentía muy mal por esta especie de abandono, después de con la iglesia. Estaba contigua a una semejante ocupada por
la pasión en la que ella me hiciera vivir en mi infancia. No me Coralie le Marrois, austera personal piadosa, creyente y simple,
llevó más a su casa. Vi a mi hermana una o dos veces en dos o cuya vecindad debía, se pensó, inspirarme respeto. Me llevé bien
tres años. Mis días de salida estaban llenos de visitas que mi con ella, a pesar de las diferencias de nuestros gustos; tuve cui-
abuela me hacía hacer con ella a sus viejas condesas. Quería, en dado en no turbar su plegaria o su sueño y de salir sin ruido para
apariencia, interesarlas en mi juventud, crearme relaciones, apo- reunirme en el descanso con Fannelly y otras charlatanas, con
yos, entre las que la sobrevivirían. Estas damas continuaban sién- las que se corría una partida nocturna en el granero de las cebo-
dome antipáticas, con excepción de la señora de Pardaillan. Por llas y en las tribunas del órgano. Nos era preciso pasar delante de

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la habitación de Marie Joséphe, la criada del convento; pero dor- en estalactitas), la amé con pasión y recuerdo haber besado in-
mía siempre como un lirón. genuamente sus paredes al abandonarla, de tanto que la quería.
Mi celda tenía aproximadamente diez pies de ancho por seis No sabría explicar el mundo de ensueños que estaba relaciona-
de largo. Desde mi cama, tocaba con la cabeza el techo en pen- do entre mi persona y ese pequeño nicho polvoriento y misera-
diente. La puerta, al abrirla, chocaba con la cómoda situada en- ble. Era allí solamente en donde yo me encontraba y me perte-
frente, cerca de la ventana y para cerrar la puerta hacía falta necía. Durante el día no pensaba en nada; miraba las nubes, las
entrar en el área de la ventana, compuesta de cuatro pequeños ramas de los árboles, el vuelo de las golondrinas. Por la noche,
cuadros y que daba a una gotera vecina, que me ocultaba la vista escuchaba los rumores lejanos y confusos de la gran ciudad que
del patio. Pero tenía un horizonte magnífico. Dominaba una par- me llegaban como ecos expirantes mezclados con los ruidos brus-
te de París por encima de los grandes castaños del jardín. Gran- cos del barrio. Desde el amanecer, los ruidos del convento se
des espacios, plantados de pepinos, y huertas hermosas, se ex- despertaban y tapaban fieramente esos clamores mortuorios.
tendían alrededor de nuestro encierro. Salvo la línea azul de Nuestros gallos se ponían a cantar, nuestras campanas sonaban;
monumentos y de casas que cerraba el horizonte, podía creerme los mirlos del jardín repetían hasta saciarse sus frases matinales;
que estaba no ya en el campo, pero si en una inmensa ciudad. La después, las monótonas voces de las religiosas salmodiaban los
cúpula del convento y las construcciones bajas del claustro ser- oficios y subían hasta mí a través de los corredores y de las mil
vían de base al primer plano, la noche, al claro de luna, era un fisuras de las ruinas sonoras. Los proveedores de la casa grita-
magnífico cuadro. Escuchaba sonar de muy cerca el reloj y me ban en el patio, situado en precipicio debajo de mi, sus voces
costó un poco acostumbrarme a dormir, pero, poco a poco, para roncas y rudas que contrastaban con las de las monjas; y al fin,
mi fue un placer el ser dulcemente despertada por ese sonido el llamado estridente de la despertadora Marie Joséphe corrien-
melancólico y escuchar a los ruiseñores de lejos, retomar su can- do de habitación en habitación y haciendo sonar las campanillas
to. de los dormitorios, ponía fin a mi contemplación auditiva.
Mi mobiliario se componía de un lecho de madera pintada, Dormía poco. No he dormido nunca mucho. Sólo tenía ga-
de una vieja cómoda, de una silla de paja, de una tosca alfombri- nas de hacerlo cuando era preciso levantarme. Soñaba con
lla y de una pequeña arpa Luis XV, extremadamente bella, que Nohant; se había convertido en un paraíso en mi pensamiento y,
ya había brillado entre los hermosos brazos de mi abuela y que sin embargo, yo no tenía deseos de volver, y cuando mi abuela
yo tocaba un poco para acompañarme cuando cantaba. Tenía determinó que no tendría vacaciones, porque al no quedarme
permiso para estudiar el arpa en mi celda; era un pretexto para muchos años en el convento, debía aprovecharlos bien para mis
pasar todos los días una hora en libertad y, aunque yo no estu- estudios me sometí sin pena; tanto temía encontrar en Nohant
diase, esa hora solitaria y soñadora era preciosa para mí. Los los pesares que me lo habían hecho abandonar sin lágrimas.
gorriones, atraídos por mi pan, entraban sin miedo en mi habita- Estos estudios, ante los cuales mi abuela sacrificaba el placer
ción y venían a picotear hasta mi lecho. A pesar de que esta de volver a verme, eran casi nulos. Ella sólo se preocupaba por las
pobre celda era un horno en el verano y literalmente una heladera lecciones de comportamiento y después que yo me convertí en
en el invierno (la humedad de los techos se helaba y se convertía diablo, ya no me importaron. Me preocupaba mucho algunas ve-

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ces, ese abandono errante, pero y ¡el medio de desacostumbrarse viario sobre la vida de los santos. Lo abrí al azar. Caí sobre la
cuando uno se ha abandonado por mucho tiempo! excéntrica leyenda de san Simeón, de la que Voltaire se ha burla-
Al final, llegó el tiempo en el que una gran revolución se do mucho y que se parece a la historia de un faquir indú más que
operó en mi. Me volví devota, de golpe, como una pasión que a la de un filósofo cristiano. Esta leyenda, al principio, me hizo
surge dentro de un alma ignorante de sus propias fuerzas. Había sonreír, después, su rareza me sorprendió, me interesó; la releí
agotado, por así decirlo, la pereza y el entretenimiento con mis más atentamente, y en ella encontró menos absurdidades que
diablos, el movimiento, la rebelión muda y sistemática contra la poesía. Al día siguiente, leí otra historia y al otro devoré varias
disciplina. El único amor violento que había vivido, el amor fi- con un vivísimo interés. Los milagros me, dejaban incrédula, pero
lial, me había como cansado y herido. Tenía una especie de culto la fe, el coraje, el estoicismo de los confesores y de los mártires
hacia la señora Alicia, pero era un amor tranquilo; necesitaba se me aparecían como grandes cosas y respondían a alguna fibra
una pasión ardiente. Tenía quince años. Todas mis necesidades secreta que comenzaba a vibrar en mí.
estaban en mi corazón y este se aburría, si valiese tal expresión. Al fondo del coro había un magnífico cuadro del Ticiano
El sentimiento de la personalidad no se despertaba en mí. Yo no que jamás pude ver bien. Colocado demasiado lejos de las mira-
poseía esa solicitud inmoderada por mi persona, que yo había das y en un rincón sin iluminación, como ya de por si era muy
visto desarrollarse a la edad que yo tenía entonces, en casi todas oscuro, no se distinguía nada más que unas manchas de color
las jóvenes que había conocido. Me hacía falta, pues, amar algo pálido sobre un fondo oscuro. Representaba a Jesús en el jardín
exterior y yo no conocía nada sobre la tierra que hubiese podido de, los Olivos, en el momento en que cae desfalleciente en los
amar con todas mis fuerzas. brazos del ángel. El salvador estaba arrodillado, uno de sus bra-
Sin embargo, no buscaba a Dios. El ideal religioso, eso que zos apoyado sobre los del ángel que sostenía sobre su pecho esa
los cristianos llaman la gracia, me encontró y se apropió de mí cabeza yaciente. Ese cuadro estaba colocado enfrente de mí y a
como por sorpresa. Los sermones de las monjas y de las profeso- fuerza de contemplarlo, lo había adivinado más que comprendi-
ras no influyeron de ninguna manera. Ni aun la señora Alicia do. Había sólo un momento del día en el que yo podía apreciar
influyó en mí de una manera decisiva. He aquí cómo ocurrió; lo más o menos los detalles, era en invierno, cuando el sol se retira-
relataré sin explicarlo, porque en esas transformaciones repenti- ba y arrojaba sobre las vestiduras rojas del ángel y sobre el brazo
nas de nuestro espíritu hay una especie de misterio que no nos blanco y desnudo del Cristo un último rayo. Los destellos de los
pertenece y que tampoco podemos explicárnoslo. cristales hacían fascinante ese momento fugitivo y era en el cuan-
Todas las mañanas asistíamos a misa a las siete; volvíamos a do yo sentía siempre una emoción indefinida, aun en el tiempo
la iglesia a las cuatro y ahí pasabamos una media hora, consagra- en que no era devota y en el que no pensaba jamás llegar a serlo.
da por las piadosas a la meditación, a la plegaria o a cualquier Hojeando la Vida de los santos, mis miradas se detuvieron
lectura santa. Las demás bostezaban, dormitaban o murmura- más a menudo en el cuadro; era en verano, el sol yaciente no lo
ban entre ellas cuando la profesora no las veía. Por aburrimien- iluminaba en el momento de nuestra plegaria, pero el objeto con-
to, tomé un libro que me había dado y que todavía no me había templado no era tan necesario para mi vista como para mis pen-
dignado abrir. Las hojas todavía no estaban cortadas; era un bre- samientos. Interrogando maquinalmente a esas masas grandio-

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sas y confusas, yo buscaba el sentido de esa agonía de Cristo, el poseído al de una piara de cerdos; me había puesto tan en guar-
secreto de ese dolor voluntario y agudo y comenzaba a presentir dia contra el entrenamiento, que me defendí por costumbre y me
algo mucho más grande y más profundo que lo que me había quede fría al releer la agonía y la muerte de Jesús.
sido explicado; me entristecí profundamente, como inundada por La noche de ese mismo día, yo golpeaba tristemente las losas
una piedad y un sufrimiento desconocidos. Algunas lágrimas se de los claustros, mientras caía el día por completo. Si estaba en el
agolparon en el borde de mis ojos, las sequé furtivamente, y sen- jardín, me hallaba fuera de la vista de las vigilantes, en fraude
tí vergüenza de haberme emocionado sin saber por qué. No ha- como siempre, pero no pensaba hacer picardías y tampoco desea-
bría podido decir que era por la belleza de la pintura, porque se ba encontrarme con mis camaradas. Me aburría. Ya no se podía
la veía a menudo como para poder decir de ella que tenía aspec- inventar nada como diablura. Vi pasar a algunas religiosas y pen-
to de algo bello. sionistas que iban a rezar y meditar en la iglesia aisladamente,
Otro cuadro, más visible y menos digno de ser contemplado como era la costumbre de las más fervientes en las horas del re-
representaba a san Agustin bajo la higuera, con el rayo milagro- creo. Yo pensaba en poner tinta en la pila bautismal; pero eso ya
so sobre el que estaban escritas, las famosas «Tolle, lege», esas había ocurrido: en atar a Whisky por la pata a la cuerda de la cam-
misteriosas palabras que el hijo de Mónica creyó escuchar salir pana de los claustros: era demasiado usado. Sospechaba que mi
del follaje y que lo decidieron a abrir el libro divino de los evan- existencia desordenada tocaba a su fin, que me era preciso entrar
gelios. Busqué la vida de san Agustin, que ya me había sido va- en una nueva fase: pero. ¿cuál? ¿Volverme «buena» o «bruta»? Las
gamente explicada en el convento, en donde este, santo, patrón buenas eran demasiado frías; las brutas demasiado cobardes. Pero
de la orden, era particularmente venerado. Me interesó extraor- las devotas, las fervientes, ¿eran felices? No, tenían una devoción
dinariamente por esta historia, que lleva en si un gran caudal de sombría y como enfermiza. Los diablos les creaban miles de pre-
sinceridad y entusiasmo. De ésa pasé a la de san Pablo y el cur me ocupaciones, miles de indignaciones, mil cóleras mal expresadas.
persequeris? me produjo una terrible impresión. El poco latín que Sus vidas eran un suplicio, una lucha contra el ridículo y el dispa-
Deschartres me había enseñado, me servía para comprender parte rate. De esto hay, por otra parte, tanto en la fe, como en el amor.
de los oficios y comencé a escucharlos y a encontrar en los sal- Cuando se la busca, se la encuentra, se la halla en el momento en
mos recitados por las religiosas una poesía y una simplicidad que uno menos la espera. Yo no sabía esto, pero lo que me alejaba
admirables. En fin, de repente, se sucedieron ocho días en los de la devoción era el temor de llegar a ella por un ánimo calcula-
que la religión católica me pareció un estudio interesante. dor, por un sentimiento de interés personal.
El «Tolle, lege», me decidió al fin a abrir el evangelio y a «Por otra parte no es la fe lo que quiero –me decía a mi
releerlo atentamente. La primera impresión no fue demasiado misma–. No la tengo no la tendré jamás. Hoy hice el último es-
viva. El libro divino no tenía el atractivo de una novedad. Ya fuerzo; ¡he leído el libro, la vida y la doctrina del redentor! ; me
había gustado de su lado simple y admirable; pero mi abuela he quedado fría. Mi corazón seguirá vacío.»
había conspirado tan bien para hacerme encontrar los milagros Razonando así conmigo misma, miraba pasar en la oscuri-
ridículos y me había repetido tantas veces las versiones de dad, como espectros, a las fervientes que iban furtivamente a
Voltaire sobre el espíritu maligno, transportado del cuerpo de un someter sus almas a los pies de ese Dios del amor y de la contri-

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ción. La curiosidad me hizo querer saber en qué actitud y con Una reja de hierro con pequeños dibujos, con una puerta pareci-
qué recogimiento rogaban en la soledad; por ejemplo, ¡una vieja da que no se cerraba jamás entre nosotras y las religiosas, sepa-
inquilina gibosa que caminaba, toda pequeña e informe, en las raba las dos naves. A cada lado de esta puerta, pesadas colum-
tinieblas, más parecida a una bruja que a una virgen buena! nas de madera acanalada de un estilo rococó, sostenían el órga-
«Veamos –me dije–., ¡cómo este pequeño monstruo se re- no y la tribuna descubierta, que formaban como un atril alto
tuerce en su banco! La descripción hará reír a los diablos.» entre las dos partes de la iglesia. Así, en contra de lo usual, el
La seguí; atravesé con ella la sala del cabildo; entró en la órgano estaba como aislado y casi en el centro de la nave, lo que
iglesia. Como no se podía ir a esas horas sin permiso, fue lo que duplicaba su sonoridad y el efecto de las voces cuando cantába-
me decidió a entrar allí. No abandonaba mi dignidad de diablo mos coros o motetes en las grandes fiestas. Nuestro antecoro
entrando como de contrabando. Es bastante curioso que la pri- estaba embaldosado sepulcralmente, y sobre las grandes losas se
mera vez que yo entré por mi propia iniciativa en una iglesia, fue leía el epitafio de las antiguas decanas del convento, muertas
para llevar a cabo un acto de indisciplina y de burla. antes de la revolución; varios personajes eclesiásticos y hasta
laicos del tiempo de Jacques Stuart, ciertos «Throckmorton»-
*** entre otros, yacían allí bajo nuestros pies, y se decía, que cuando
se iba a la iglesia de noche, todos esos muertos levantaban sus
Apenas puse el pie en la iglesia, olvidé a la vieja jorobada. losas con sus cabezas descarnadas y miraban con ojos ardientes
Ella trotó y desapareció como una rata en no sé qué rincón. Mis para pedir plegarias.
miradas no la siguieron. El aspecto de la iglesia durante la noche Sin embargo, a pesar de la oscuridad que reinaba en la igle-
me había cautivado. Esta iglesia, o más bien, esta capilla, sólo sia, la impresión que yo recibí no fue nada lúgubre. Sólo la alum-
tenía de llamativo una limpieza exquisita. Era un gran cuadrado, braba la pequeña lámpara de plata del santuario, cuya llama blanca
sin arquitectura, todo blanco y nuevo, y más parecido en su simpli- se repetía en los mármoles del pavimento, como una estrella en
cidad, a un templo anglicano que a una iglesia católica. Había, el agua inmóvil. Su reflejo daba algunas pálidas pinceladas a los
como ya lo he dicho, en el fondo algunos cuadros; el altar, muy ángulos de los cuadros dorados, a los candeleros cincelados del
modesto, estaba adornado con bellas luces, con flores siempre altar y a las láminas doradas del tabernáculo. La puerta situada
frescas y con telas preciosas. La nave estaba dividida en tres al fondo del coro trasero estaba abierta a causa del calor, así
partes: el coro, en el que sólo entraban los padres y algunas per- como una de las grandes verjas que daban al cementerio. Los
sonas extrañas con permiso especial en los días de fiesta; el perfumes de las madreselvas y los jazmines se expandían
antecoro, en donde se situaban las pensionistas, las criadas y las frescamente. Una estrella perdida en la inmensidad estaba como
locatarias; el coro trasero o coro de las damas en donde se recortada por los vitrales y parecía estar mirando atentamente.
situaban las religiosas. Este último santuario era de madera, se Los pájaros cantaban; había una calma, un encanto, un recogi-
le enceraba todas las mañanas así como las sillas de las monjas, miento, un misterio, de los que nunca tuve idea.
que estaban colocadas en un medio círculo siguiendo a la mura- Me quedé en éxtasis, sin pensar en nada. Poco a poco, las
lla del fondo y que eran de bello nogal brillante como un espejo. raras personas esparcidas en la iglesia se retiraron dulcemente.

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Una religiosa arrodillada al fondo del coro trasero quedó rezaga- di perfecta cuenta de la especie de alucinación en que había caí-
da después de haber meditado bastante, y queriendo leer, atra- do. No me asombró ni me atemorizó. No traté de aumentarla ni
vesó el antecoro y encendió una pequeña vela en la lámpara del de alejarla. Solamente sentí que la fe se apoderaba de mí, como
santuario. Cuando las religiosas entraban allí, no saludaban arro- lo había deseado, con el corazón. Me sentí tan agradecida, tan
dillándose, se prosternaban literalmente delante del altar, y allí feliz, que un torrente de lágrimas inundó mi rostro. Sentí todavía
se quedaban un instante como aplastadas. Como aniquiladas más que nunca a Dios, que mi pensamiento abrazaba y aceptaba
delante del santo de los santos. La que llegó en ese momento era plenamente el ideal de justicia, de ternura y de santidad que ja-
grande y solemne. Debía ser la señora Eugénie, la señora Xavier más había yo puesto en duda, pero con el que jamás me había
o la señora Monique. No podíamos reconocerlas, porque siem- encontrado en una comunicación directa: sentí al fin esta comu-
pre entraban cubiertas con el velo y todo el cuerpo con un gran nicación establecerse de repente, como si un obstáculo invenci-
abrigo negro que flotaba detrás de ellas. ble se hubiese abismado entre el ardor infinito y el fuego mez-
Esa vestimenta grave, ese caminar lento y silencioso, ese sim- clados de mi alma. Veía un camino vasto, inmenso, sin trabas,
ple acto lleno de gracia, de atraer hacia ella la lámpara de plata abrirse delante de mí; estaba impaciente por iniciarlo. Ya no es-
elevando el brazo para coger la sortija, el reflejo que la luz proyec- taba detenida por ninguna duda, por ninguna frialdad. El temor
tó sobre su grande silueta negra cuando volvió a colocar la lámpa- de arrepentirme, de dudar en mí misma, ni me vino al pensa-
ra, su larga y profunda prosternación sobre el pavimento antes de miento. Era de esos que marchan sin mirar detrás, que dudan
retomar, en el mismo silencio y con la misma lentitud, el camino largo tiempo delante de cualquier Rubicón que deben pasar, pero
desde su asiento, todo, hasta el incógnito de esa religiosa que pa- que, al tocar la orilla, no ven ya la que acaban de abandonar.
recía un fantasma listo a descubrir las losas funerarias para reinte- –¡Sí, sí; el vuelo se ha roto –me decía yo–, veo que el cielo
grarse a la suya de mármol, me causó una emoción mezclada con se abre, iré! ¡pero ante todo, rindamos pleitesía! « «¿A quién?
un terror y con una felicidad extraña. La poesía del santo lugar se ¿Cómo? ¿Cuál es tu nombre? –decía yo todavía al dios descono-
adueñó de mi imaginación y me quedé todavía después que la cido que me el amaba–. ¿Cómo te rogaré? ¿Qué lenguaje digno
monja hubo hecho su lectura y se hubo retirado. de ti es capaz de manifestar todo mi amor? Lo ignoro; pero no
El tiempo corría, había sonado la hora de la plegaria, e iban importa, tú lees en mí; ves bien que te amo.» Y mis lágrimas
a cerrar la iglesia. Me había olvidado de todo. No sé lo que pasó corrían como una lluvia tempestuosa, mis sollozos desgarraban
en mí. Respiraba una atmósfera de una suavidad indecible, y la mi pecho, había caído detrás de mi banco y regaba literalmente
respiraba más con el alma que con los sentidos. De repente, no el suelo con mis lágrimas.
sé qué estremecimiento se apoderó de mi ser, un vértigo pasó La hermana que llegaba para cerrar la iglesia escuchó mis
delante de mis ojos como si un sudario me hubiese envuelto. gemidos; buscó, no sin temor, y vino hacia mi sin reconocerme,
Creí escuchar una voz que murmuraba en mi oído: «Tolle, lege.» sin que yo misma la reconociese bajo su velo y en las tinieblas.
Me volví, creyendo que podría haber sido Marie Alicia la que me Me levanté rápidamente y salí sin intentar mirarla ni hablarle.
hablaba. Estaba sola. Volví tanteando a mi celda; era todo un viaje. La casa estaba tan
No me hice una ilusión orgullosa, no creí en un milagro. Me bien provista de corredores, que lindaba con la misma iglesia;

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me era preciso hacer cantidades de vueltas, circuitos que me A partir de ese día, toda lucha cesó, mi devoción tuvo todo
llevaban por lo menos cinco minutos si subía de prisa. La última el carácter de una pasión. Una vez encaminado el corazón, la
escalera, aunque bastante larga y poco directa, estaba tan gasta- razón fue despedida resueltamente, con una especie de alegría
da que era imposible franquearla sin precaución y sin agarrarse fanática. Aceptaba todo, creía en todo, sin combates, sin sufri-
bien de la cuerda que servía de pasamanos; en el descenso, os mientos, sin pena, sin falsa vergüenza. ¡sonrojarse por lo que se
precipitaba hacia adelante a pesar de todos los cuidados. adora resultaba imposible! ¡tener necesidad del asentimiento de
Habían hecho la plegaria sin mí en la clase; pero esa noche, otros para darse sin reservas a lo que uno siente perfecto y de-
yo había rezado mejor que nadie. Me dormí quebrada por la fa- seado en todos sus puntos! Yo tenía algo excelente, un carácter
tiga, pero en un estado de beatitud indecible. Al día siguiente, independiente; pero no era cobarde, no hubiese podido serlo
«la condesa», quien por casualidad se había dado cuenta de mi aunque lo hubiese intentado.
ausencia en la plegaria, me preguntó en dónde había pasado la
velada. Yo no era mentirosa y le respondí sin vacilar: ***
–En la iglesia.
Me miró dudosamente, vio que yo decía la verdad y guardó Pero ha llegado el momento en que yo debo hablar de mí
silencio. No fui castigada; no sé qué reflexiones le sugirió mi aisladamente, porque mi fervor me hizo llevar, durante algunos
franqueza. meses, una vida solitaria y sin distracciones aparentes.
No busqué a la señora Alicia para abrirle mi corazón. No Mi súbita conversión no me dio tiempo de respirar. Entre-
hice ninguna declaración a mis amigas diablos. No sentía ningu- gándome por entero a mi nuevo amor, quise saborear todas las
na prisa de divulgar el secreto de mi felicidad. No tenía la menor alegrías. Fui a buscar a mi confesor para rogarle que me reconci-
vergüenza. No tuve que librar ninguna especie de combate con- liara oficialmente con el cielo. Era un viejo cura, el más pater-
tra lo que los devotos llaman: «respeto humano»; pero me sentí nal, el más simple, el más sincero, el más casto de los hombres,
avariciosa de mi alegría interior. Esperaba con impaciencia la y, sin embargo, era un jesuita, «un padre de la fe», como se decía
hora de la meditación en la iglesia. Todavía sentía en mi oído el después de la revolución. Pero en él no había otra cosa que la
«¡tolle, lege!, de mi velada de éxtasis. Tardaba en releer el libro rectitud y la caridad. Se llamaba abate de Prémord y confesaba a
divino: y, sin embargo, no lo abrí más. Soñaba, me lo sabía casi la menor parte del rebaño ; porque el abate de Villéle, quien era
de memoria, lo contemplaba, por así decirlo, en mi misma. El el director de la comunidad y de las pensionistas, no daba abas-
lado milagroso que me había sorprendido no me interesó más. to.
No solamente no tenía ninguna necesidad de examinar, sino que –Padre mío –dije al abate–, sabéis bien cómo me he confe-
sentía como una especie de desconfianza por el examen; des- sado hasta el día de hoy, vale decir que sabéis que no me he
pués de la potente emoción que yo había gustado en su plenitud, confesado en absoluto. He venido para recitaros una fórmula de
me decía que era necesario estar loca o ser tontamente enemiga examen de conciencia que corre en la clase y que es la misma
de mí misma para analizar, comentar, discutir el origen de seme- para todas aquellas que vienen a confesar, forzadas y obligadas.
jantes delicias. También jamás me habéis dado la absolución, puesto que no os

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la he pedido. Hoy os la pido y quiero arrepentirme y acusarme al fin y le exponía simplemente, cómo la gracia me había tocado
seriamente. Pero os aseguro que no sé cómo empezar, porque en el momento en que más perdida estaba.
no recuerdo ningún pecado voluntario; he vivido, he pensado, El abate de Prémord era un verdadero jesuita y al mismo
he creído como me han enseñado. Si negar la religión era un tiempo un hombre honesto, un corazón sensible y dulce. Su moral
crimen, mi conciencia, que estaba muda, no me sirvió de nada. era pura, humana, viviente por así decirlo. No empujaba al mis-
Sin embargo, debo hacer penitencia, ayudadme a conocerme y a ticismo, predicaba en la tierra con una gran unción y un gran
ver en mi mismo lo que tengo de culpable y lo que no. señorío. No quería que uno se absorbiese en el sueño anticipado
–Espera, hija mía –me dijo él–. Veo que esto es una confe- de un mundo mejor, olvidándose del arte de conducirse bien en
sión general, como se dice, y que tenemos mucho que hablar. éste ; por esto precisamente digo que era un verdadero jesuita, a
Siéntate. pesar de su candor y su virtud.
Estábamos en la sacristía, cogí una silla y le pregunté si que- Cuando hube terminado de hablar, le pedí que me juzgara y
ría interrogarme. que encontrase los puntos en los que yo era culpable, a fin de
–Nada de eso –me dijo–; jamás pregunto: he aquí la única que, arrodillándome delante de él, me acordase de ellos en con-
que te haré. ¿Tienes la costumbre de buscar tus exámenes de fesión y me arrepintiese para merecer una absolución general.
conciencia en formularios? Pero él respondió:
–Sí, pero es que hay muchos pecados que creo que no he –Tu confesión ya está hecha. Si no has sido alumbrada antes
cometido porque no les comprendo. por la gracia no ha sido culpa tuya. Es ahora, sin embargo, cuan-
–Está bien, te prohibo que vuelvas a consultar ningún for- do deberás sentirte culpable si perdieses los frutos de las saluda-
mulario y buscar los secretos de tu conciencia en otros lugares bles emociones que has vivido. Arrodíllate, para recibir la abso-
que en ti misma. Ahora hablemos. Cuéntame simple y tranquila- lución que voy a darte con todo, mi corazón.
mente toda tu existencia, tal como la recuerdas, tal como la con- Cuando hubo pronunciado la fórmula sacramental, me dijo:
cibes y la juzgas. No arregles nada, no busques ni el bien ni el –Ve en paz, podrás comulgar mañana. Vive calmada y ale-
mal de tus actos y de tus pensamientos, no veas en mí ni a un gre; no enturbies tu espíritu con remordimientos inútiles; agra-
juez ni a un confesor, háblame como a un amigo. Te dirá en dece a Dios por haber tocado tu corazón; vive toda la ebriedad
seguida lo que creo deba alentarse o corregirse en ti, por el inte- de una santa unión de tu alma con el salvador.
rés de tu salvación, vale decir, de tu felicidad en esta vida y en la Era hablarme como es debido; pero se verá pronto que esa
otra. quietud santa no bastaba al ardor de mi celo y que yo era cien
Este planteamiento me hizo sentirme cómoda. Le conté mi veces más devota que mi confesor; sea dicho esto en alabanza
vida con efusión, menos extensamente que aquí, pero con los de ese digno hombre, había conseguido, creo yo, el estado de
detalles suficientes y precisos, sin embargo, para que el relato perfección y ya no conocía las tormentas de un proselitismo ar-
durase más de tres horas. El excelente hombre me escuchó con diente.
una atención sostenida, con un interés paternal; varias veces le Sin él creo que yo hubiese sido ahora una loca o una religio-
vi enjugarse sus lágrimas, sobre todo cuando yo estaba llegando sa enclaustrada. Me curó de una pasión delirante por el ideal

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cristiano. Pero en ello, ¿fue cristiano católico o un hombre jesui- nes humanas son mudas. Más tarde, se presta a las aberraciones
ta del mundo? del sentimiento y a las quimeras de la imaginación turbada. Nues-
Al día siguiente, comulgué; era el día de la asunción, el 1 de tras religiosas inglesas no eran nada místicas, afortunadamente
agosto. Tenía quince años y no me había aproximado al sacra- para ellas.
mento desde mi primera comunión en La Châtre. Fue en la no- El verano pasó para mí en la más completa beatitud. Co-
che del 4 de agosto cuando sentí esas emociones, esos ardores mulgaba todos los domingos y algunas veces hasta dos días se-
desconocidos que yo llamaba mi conversión. Puede verse que guidos. He encontrado fabulosa la idea materializada de comer
fui directa a la meta; estaba impaciente por hacer acto de fe, y de la carne y beber la sangre de un Dios; pero, ¿qué me importaba
rendir, como decían, testimonio delante del señor. entonces? Yo no pensaba, estaba bajo el imperio de una fiebre
Ese día de verdadera primera comunión me pareció el más que no razonaba y me sentía feliz no razonando. Me decía: «¡Dios
bello de mi vida, de tan plena de efusión que me sentí y al mis- está en ti, palpita en tu corazón, llena tu ser de su divinidad; la
mo tiempo de poder en mi creencia. No sé cómo rezaba. Las gracia circula en ti con la sangre por tus venas!» Esta identifica-
fórmulas consagradas no me bastaban, las hacía para obedecer a ción completa con la divinidad se hacía sentir en mi como un
la regla católica, pero después pasaba horas enteras sola en la milagro. Ardía literalmente como Santa Teresa; ya no dormía,
iglesia, y rezaba abundantemente, enviando mi alma a los pies no comía, caminaba sin darme cuenta de los movimientos de mi
del eterno y con mi alma, mis lloros, mis recuerdos del pasado, cuerpo; me condenaba a unas austeridades que no tenían méri-
mis intentos para el porvenir, mis afectos, mis dedicaciones, to- to, porque ya no tenía nada que inmolar, cambiar o destruir en
dos los tesoros de una juventud abrazada que se consagraba y se mí. No sentía la tristeza del que es joven. Llevaba en el cuello
daba sin reservas a una idea, a un bien inalcanzable, a un sueño un escapulario de filigrana, que me purizaba como un cilicio.
de amor eterno. Sentía el frescor de las gotas de mi sangre y en lugar de dolor era
Formalmente, esta ortodoxia en la que me sumergía era pueril una sensación agradable. En fin, vivía en un éxtasis, mi cuerpo
y estrecha, pero en mí llevaba el sentimiento de lo infinito. ¡Y era insensible, ya no existía. El pensamiento se desarrollaba in-
qué llama no alumbra este sentimiento en un corazón virgen! sólitamente. ¿Era eso el pensamiento? No, los místicos no pien-
Cualquiera que lo haya experimentado, sabe bien que ningún san. Sueñan sin cesar, contemplan, aspiran, arden, se consumen
afecto terrestre puede dar semejantes satisfacciones intelectua- como lámparas y no sabrían darse cuenta de esa forma de exis-
les. Ese Jesús, tal como los místicos lo han interpretado y vuelto tencia, que es especial y que no puede compararse a nada.
a hacer a su modo, es un amigo, un hermano, un padre, cuya Creo ser poco intangible para aquellos que no hayan pasado
presencia eterna, su solicitud infatigable, su ternura, su infinita por esta enfermedad sagrada, porque yo recuerdo el estado en el
mansedumbre no pueden compararse a nada real ni posible, no cual viví durante algunos meses sin poder definirmelo a mi mis-
apruebo que las religiosas hayan hecho de él su marido. Hay allí ma.
algo que debe servir de alimento al misticismo histórico, la for- Me había vuelto buena, obediente y laboriosa, no hice nin-
ma más repugnante que el misticismo puede tomar. Este amor gún esfuerzo para ello. En el momento en el que el corazón esta-
ideal por el Cristo no esta en peligro en la edad en que las pasio- ba tornado, no me costaba nada actuar de acuerdo con mis creen-

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cias. Las religiosas me trataron con un gran afecto, pero, debo El gorro de dormir no me afectó, tenía conciencia de mi
decirlo, sin ningún engaño y sin buscar, por cualquier medio, la inocencia y hasta le agradecí a la señora Eugenia el que me hu-
seducción, que generalmente se reprocha a las comunidades re- biese castigado a mi en lugar de otra en un caso parecido. Yo no
ligiosas por ejercerlo en sus alumnas, para inspirarme más fer- pensaba que ella me amaba menos, porque me otorgaba su pre-
vor. Su devoción era calmosa, un poco fría, tal vez, digna y, sin ferencia como a escondidas. Si sufría o estaba triste, venía por la
embargo, orgullosa. Excepto una solamente tenían una carencia noche a mi celda y me interrogaba fríamente, hasta burlonamente;
del don y la voluntad del proselitismo efectivo, quizá porque pero ponía de su parte mucho más que las demás, esa divertida
esta reserva respondiese al espíritu de su orden o al carácter solicitud ese deseo de ir a verme a mi, deseo que no había senti-
británico, que no podían abandonar. do por ninguna otra que yo sepa. Yo no sentía el deseo de abrirle
Y además, ¿qué muestras, qué exhortaciones pudieran ha- mi corazón como en el caso de Marie Alicia, pero era sensible a
berme hecho? ¡Me entregaba tan enteramente a mi fe, tan lógica esa parte afectuosa que podía darme y besaba con reconocimiento
en mi entusiasmo! No era posible una frialdad, olvido, abando- su mano larga, blanca y fría.
no en un espíritu afiebrado como el mío. La cuerda estaba dema- Fue en medio de mi primer fervor cuando inspiré una amis-
siado tensa para aflojarse sola; se hubiera roto. tad que fue considerada más extraña todavía que la que le inspi-
Marie Alicia continuó siendo angelicalmente buena conmi- raba a la señora Eugenia, pero que me ha dejado los más dulces
go. No me amó más que antes y ésta fue una razón para que yo la y más queridos recuerdos.
amara más. Al gustar la dulzura de esta amistad maternal tan En la lista de nuestras religiosas, he nombrado a una herma-
pura y tan firme, yo saboreaba la perfección de esa alma escogi- na conversa, la hermana Heléne, de la cual no he hablado am-
da que me quería por mí misma, puesto que ya había amado a la pliamente por pretender hacerlo en el justo momento en que su
pecadora, a la criatura ingobernable e ingobernada, tanto como existencia se unió a la mía; he aquí el momento.
a la conversa, a la criatura sumisa y devota. Atravesaba yo el claustro, un día, cuando vi a una hermana
La señora Eugenia, que siempre me había tratado con una conversa sentada en la última tabla de la escalera, pálida, ya-
indulgencia demasiado parcial, se volvió mas severa cuanto más ciente, bañada en un sudor frío. Estaba situada entre dos orina-
razonable yo me volvía. Sólo pecaba distraídamente y ella me les fétidos que bajaba del dormitorio para vaciarlos. Su fetidez
regañaba un tanto duramente por eso, a pesar de lo involuntarias había vencido a su coraje y a sus fuerzas. Estaba pálida, delgada,
que eran mis faltas. Un día mismo en que, perdida en mis sueños camino de volverse tísica. Era Heléne, la más joven conversa,
piadosos. Yo no había escuchado una orden que ella me daba, consagrada a las funciones más penosas y más repugnantes del
me castigó sin misericordia con el gorro de dormir. ¡El gorro de convento. A causa de ello nadie la apreciaba entre las pensionis-
dormir a «santa Aurora»! (así me llamaban los diablos). Causó tas. Hubieran temblado al sentarse cerca de ella; evitaban hasta
sorpresa y bastante estupor en toda la clase: rozar su hábito.
–¡Ya veis –decían–, esta mujer contradictoria ama a los dia- Era fea, de tipo vulgar, llena de pecas en una piel como
blos y después que uno ha caído sobre la pila bautismal, no pue- terrosa. Y sin embargo, esa fealdad tenía algo de atrayente; esa
de soportarlo más! figura calmosa en el sufrimiento tenía como una costumbre y

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una indiferencia hacia el sufrimiento que al principio no se com- –No necesito ayuda, pero no hay que rechazar a un alma
prendía bien y que se hubiera podido tomar como una indiferen- que quiere hacer un acto de caridad.
cia grosera, pero que se revelaba cuando uno había leído en su Me enseñó cómo había que hacer para encerar la madera del
alma y los indicios confirmaban el poema oscuro y rudo de su coro trasero, para limpiar el polvo y para frotar las sillas de las mon-
pobre vida. Sus dientes eran los más bellos que jamás he visto; jas. No era difícil e hice un lado del hemiciclo mientras que ella
blancos, pequeños, sanos y dispuestos como en un collar las hacia el otro; pero, joven y fuerte como yo era, el trabajo me agotó,
perlas. Cuando se hablaba de una belleza ideal, se mencionaban mientras que ella, endurecida por la fatiga y ya repuesta de su des-
los ojos de Eugenia Izquierdo, la nariz de Maria Dormer, los vanecimiento –tenía el aspecto de una muerta y la lentitud aparente
cabellos de Sophie y los dientes de la hermana Heléne. de una tortuga–, terminó su tarea más rápido y mejor que yo.
Cuando la vi tan desfalleciente, corrí hacia ella; la sostuve Al día siguiente era un día de fiesta; no para ella, puesto que
en mis brazos; no sabía qué hacer para socorrerla. Quería subir todas las jornadas exigían los mismos cuidados domésticos. El
al taller, llamar a alguien. Recobró fuerzas para impedírmelo y, azar me hizo encontrarla otra vez cuando iba a hacer las camas
al levantarse, quiso recoger lo que había dejado y continuar su del dormitorio. Habia treinta y pico. Me preguntó si quería ayu-
trabajo ; pero tenía un aspecto tan horrible, que no me hizo falta darla, no porque quisiese alivio en el trabajo, sino porque mi
mucha virtud para coger yo sus baldes y llevarlos con su lugar. compañía comenzaba a gustarle. La seguí con un movimiento
La volví a encontrar con la escoba en las manos, dirigiéndose de agrado que fue natural, no me empujó la dedicación religiosa
hacia la iglesia. que inspira el amor a la pena. Cuando el trabajo se terminó,
–Hermana –le dije–, se está matando. Está demasiado en- disminuido a la mitad por mi ayuda, nos quedaron algunos ins-
ferma para trabajar hoy. Déjeme decírselo a Gallinita para que tantes para descansar, y la hermana Heléne, sentándose sobre
ella envíe a alguien para que limpie la iglesia y así usted se va a un cofre, me dijo:
acostar. –Ya que eres tan complaciente, podrías enseñarme un poco
–¡No, no! –dijo ella, sacudiendo su cabeza pequeña y obsti- de francés, porque no sé decir una palabra y eso me acompleja
nada–, no necesito ayuda; siempre puede hacerse lo que uno con las sirvientas francesas a quienes tengo que dirigirme.
quiere; yo quiero morir trabajando. –Su ruego me, alegra –le dije–. Me prueba que ya no piensa
–Pero es un suicidio –le dije–, y Dios prohibe buscar la muer- más en morir dentro de dos meses, sino en conservarse la mayor
te, aun con el trabajo. parte del tiempo posible.
–Tú no entiendes nada –repuso–. Me espanta morir, pero –No quiero otra cosa que lo que Dios quiera– repuso . No
pronto lo haré. Estoy condenada por los médicos. Y bien, pre- busco la muerte, pero tampoco la evito.
fiero reunirme con Dios dentro de dos meses, mejor que dentro –No puedo dejar de desearla, pero no la exijo. Mi existencia
de seis. durará tanto como el señor quiera que dure.
No me atreví a preguntarle si hablaba así por fervor o por des- –Mi buena hermana –le dije–, ¿está entonces usted seria-
esperación; le pregunté solamente si me permitía ayudarla a limpiar mente enferma?
la iglesia, puesto que yo estaba de recreo. Consintió, diciéndome: –Los médicos pretenden que si respondió ella–, y hay mo-

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mentos en los que sufro tanto que hasta creo que tienen razón. nas muy valientes. Le pregunté lo que había sido antes de ser
Pero, después de todo, me siento fuerte, así que bien podrían religiosa y se puso a contarme su historia en un pésimo inglés,
equivocarse. ¡Vamos, que sea lo que Dios quiera! en una lengua simple y rústica cuya grandeza e ingenuidad me
Se levantó, agregando: sería imposible volear en estas páginas.
–¿Querrás venir esta noche a mi celda?; me darás la primera Esta historia simple y terrible me inspiró de golpe una predi-
lección. lección entusiasta por la hermana Heléne. Vi en ella una santa
Consentí penosamente, pero sin vacilar. Esta pobre herma- de la antigüedad, ruda, ignorante de las delicadezas mundanas y
na me inspiraba, a pesar mío, repugnancia; no su persona, sino de los compromisos del corazón con la conciencia, una ardiente
sus vestidos, que eran inmundos y cuyo olor me daba náuseas. Y fanática y tranquila parecida a Juana de Arco o a santa Genoveva.
después, amaba mucho más mi hora de éxtasis, la noche en la Era, de hecho, una mística, la única, creo, que hubo en la comu-
iglesia, que el aburrimiento de dar una lección de francés a una nidad: tampoco era inglesa.
persona muy poco inteligente y que sabía muy mal también el Tocada como por un contacto eléctrico, le tomó las manos y
inglés. exclamó:
Me resigné, sin embargo, y, llegada la noche, entré por pri- Sois más fuerte en vuestra simplicidad que todos los docto-
mera vez en la celda de la hermana Heléne. Fui agradablemente res del mundo y creo que me mostréis, sin quererlo, el camino
sorprendida al encontrarla limpísima y perfumada con el olor de que debo seguir. ¡Seré religiosa!
los jazmines que subía basta su ventana. La pobre hermana era –¡Tanto mejor! –me dijo ella con la confianza y la rectitud
limpia también; tenía su vestido de sarga violeta, sus pequeños de un niño: serás hermana conversa conmigo, trabajaremos jun-
objetos para su arreglo bien colocados sobre una mesa atesti- tas.
guaban el cuidado que daba a su persona. Vio en mis ojos y esto Me pareció que el cielo me hablaba por boca de esta inspira-
me preocupó. da. Al fin había yo encontrado una verdadera santa como las
–Estás asombrada –me dijo– por encontrar limpia y hasta que yo había soñado. Mis otras monjas eran como ángeles te-
rebuscada en esa cuestión a una persona que cumple sin pena rrestres, quienes, sin lucha ni sufrimientos, gozaban anticipada-
las más viles funciones. Es porque tengo horror a la suciedad y a mente de la paz del paraíso. Esta era una criatura más humana y
los malos olores por lo que he aceptado alegremente esas fun- más divina al misma tiempo. Más humana, porque sufría; más
ciones. Cuando llegué a Francia me sentí enferma al ver el fogón divina, porque le gustaba sufrir. No había buscado la felicidad,
sucio y las cerraduras oxidadas. En nuestra casa, nos mirábamos el reposo, la ausencia de las tentaciones mundanas, la libertad
en la madera de los muebles y en los hierros de los utensilios. del recogimiento en el claustro. ¡Las seducciones del siglo!, po-
Creí no habituarme jamás a vivir en un país en donde eran tan bre hija de los campos, nutrida de trabajos groseros, no los co-
negligentes. Pero para hacer limpieza hace falta tocar las cosas nocía sin embargo. Sólo había soñado y conseguido un martirio
sucias. Ya ves que mi gusto debía hacerme tomar el estado que diario, lo había entrevisto con la lógica salvaje y grandiosa de la
me ha sugerido para trabajar en mi salvación. fe primitiva. Era exaltada hasta el delirio bajo una apariencia
Dijo todo esto riéndose; porque era alegre como las perso- fría y estoica. ¡que naturaleza poderosa! Su historia me hacía

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temblar y arder. La veía en los campos, escuchando, como nues- tra manera de actuar. No acariciamos las vocaciones en sus comien-
tra «gran pastora» (1), las voces misteriosas en las ramas de las zos, las esperamos en su completo desarrollo. Todavía no te cono-
encinas y en los murmullos de las hierbas. La veía pasando por ces a ti misma. Crees que se madura de un día para otro; vamos,
debajo del cuerpo de ese niño, hermoso cuyas lágrimas caían vamos, «mi querida hermana», todavía pasará mucha agua bajo el
sobre mi corazón y pasaban por mis ojos. La veía sola y de pie en puente antes de que firmes ese escrito que ves allí.
el camino, fría como una estatua y el corazón atravesado, sin Y me mostró la formula de sus votos. Escrita en latín en un
embargo, por los siete dardos del dolor, elevando su mano alada pequeño cuadro de madera negra encima de su reclinatorio. Esta
hacia el cielo y reduciendo al silencio, por la energía de su volun- fórmula, contraria a la legislación francesa, era un eterno con-
tad, toda esa familia gimiente y llena de respeto. trato; la firmaban en una mesita sobre la cual, en el medio de la
–¡Oh, santa Heléne me decía yo al irme–, tenéis razón, es- iglesia, se posaba el santo sacramento.
táis en lo cierto!, estáis de acuerdo con vos misma. ¡Si!, cuando Sufrí un poco las dudas de Marie Alicia sobre mi vocación,
se ama a Dios con todas las fuerzas, cuando se lo prefiere a todo pero me defendía de este sufrimiento como de una revuelta de
lo demás, no puede una dormirse en el camino; no debe esperar- mi orgullo. Solamente seguía creyendo, sin decir nada, que la
se órdenes, debe uno dárselas; se debe correr hacia los sacrifi- hermana Heléne tenía una mayor vocación. Marie Alicia era fe-
cios. ¡Si!, me habéis abrasado con el fuego de vuestro amor y me liz, lo decía sin afectación y sin énfasis, y uno veía que era since-
habéis mostrado la senda. Seré religiosa; seré una desesperación ra. A veces, decía: «La mayor felicidad es la de estar en paz con
para mi familia, y la mía por consecuencia. Es preciso esa deses- Dios. No lo hubiese estado en el mundo, no soy una heroína,
peración para poder tener el derecho de decirle a Dios: «¡Te amo!» poseo el temor y tal vez el sentimiento de mi debilidad. El claus-
Seré religiosa y no «dama de coro», pues viven en una simplici- tro me sirve de refugio y la regla monástica de higiene moral;
dad rebuscada y en un abandono beato. Seré hermana conversa, atemperando estas ayudas poderosas, sigo mi camino sin mu-
sirvienta agotada de fatiga, barredora de tumbas, encargada de chos esfuerzos ni méritos.»
las inmundicias, todo lo que quieran, aunque sea olvidada des- Así razonaba esta alma profundamente humilde, o si se quie-
pués de haberme maldecido los míos; a pesar de que, devorando re, este espíritu perfectamente modesto. Era, a pesar de todo,
la amargura de la inmolación, no tenga más que a Dios como más fuerte de lo que creía.
testigo de mi suplicio y su amor como recompensa.» Cuando yo trataba de razonar con ella a la manera de la
No tardé en confiar a Marie Alicia mi proyecto de profesar. hermana Heléne, sacudía dulcemente la cabeza: –Niña mía me
No se sobresaltó. La digna y razonable mujer me dijo sonriendo: decía–, si buscas el mérito del sufrimiento, lo encontrarás de
–Si esta idea te agrada, cuídala, pero no la tomes muy en serio. sobra en el mundo. Piensa que una madre de familia, aunque no
Hay que ser muy fuerte para poner en ejecución una cosa dificil. Tu sea más que por traer hijos al mundo, sufre y trabaja más que
madre no consentirá voluntariamente, tu abuela todavía menos. nosotras. El sacrificio de la vida claustral puede compararse con
Dirán que te hemos inducido y no es esa nuestra intención ni nues- el que una buena esposa y una buena madre deben imponerse
todos los días. No te atormentes el espíritu y espera lo que Dios
(1) Juana de Arco. te inspire cuando estés en la edad de elegir. El sabe mejor que tú

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y que yo lo que te conviene. Si deseas sufrir, tranquilízate, la más como en la suya propia. No aturdía su espíritu con ningún
vida te servirá para eso y tal vez encuentres, si tu amor por el obstáculo y se persuadía de que debía ser muy fácil obtenerme
sacrificio persiste, que es en el mundo y no en el convento el una dispensa para entrar en la comunidad, a pesar de las prohibi-
lugar donde encuentres tu martirio. ciones de la regla, que no admitía nada más que inglesas, esco-
Su bondad me imponía respeto y fue ella quien me preservó cesas o irlandesas en el convento. Confieso que la idea de ser
de pronunciar esos votos imprudentes que las muchachas jóve- religiosa en otro que no fuera el convento de las inglesas me
nes hacen algunas veces, adelantándose en el secreto de su efu- hacía temblar, prueba de que realmente no tenía una vocación
sión delante de Dios; determinaciones terribles que pesan a ve- firme; y como yo le confesaba la duda de esta preferencia por
ces durante toda una vida sobre las conciencias timoratas, y que nuestro convento, ella me apoyaba con una indulgencia adora-
no se violan, aunque no hayan sido recibidas por Dios, sin dañar ble. Quería encontrar mi preferencia legiítima, y esta pereza del
gravemente la dignidad y la salud del alma. corazón no alteraba, según ella, la excelencia de mi vocación.
Sin embargo, yo no me defendía del entusiasmo de la her- Ya he dicho en alguna parte de esta obra, a propósito de La Tour
mana Heléne; la veía todos los días, espiaba la ocasión y el me- D’Auvergne, según creo, que lo que certifica una verdadera gran-
dio de ayudarla en sus rudos trabajos, consagrando mis ratos de deza es no pensar jamás en exigir de los demás las grandes cosas
ocio del día a compartirlos, y los de la noche a darle lecciones de que uno mismo se impone. La hermana Heléne, esta criatura
francés en su celda. Tenía, ya lo he dicho, poca inteligencia y llena de instintos sublimes, estaba de acuerdo conmigo. Había
apenas sabía escribir. Le enseñé más inglés que francés, porque abandonado a su familia y a su país. Había llegado con alegría a
pronto me di cuenta que era por el inglés por donde debíamos enterrarse en el primer convento que le habían designado y ella
comenzar. Nuestras lecciones no duraban apenas media hora. consentía en dejarme elegir mi retiro y «arreglar» mi sacrificio.
Ella se cansaba rápidamente. Esta cabeza tan fuerte, tenía más Era suficiente, a sus ojos, que una persona como yo, que ella
voluntad que poder. consideraba con un gran espíritu (porque yo sabía mi idioma
Disponíamos, entonces, de media hora para charlar, y yo mejor que ella el suyo), aceptase deliberadamente la idea de ser
amaba nuestro entretenimiento, que, sin embargo, era parecido hermana conversa en lugar de preferir ir a una clase.
al de una criatura. Ella no sabía nada, no deseaba saber nada Hacíamos, entonces, nuestros castillos de naipes juntas. Ella
fuera del circulo estrecho en el que su vida se había encerrado. me buscaba un nombre, el de Marie Augustine, que yo había
Tenía una profunda desconfianza hacia toda ciencia ajena a la elegido en el día de mi confirmación, y que ya llevaba Gallinita.
vida práctica, muy característica del campesino. En frío, habla- Ella me destinaba una celda vecina a la soya. Ella despertaba mi
ba muy mal, no encontraba palabras comunes y no podía enhe- amor por la jardinería, animándome a cultivar flores en el prado.
brar sus ideas, pero cuando el entusiasmo volvía, tenía unos arran- Había conservado el gusto de picar la tierra, y como yo era de-
ques de una espontaneidad sublime, unas palabras llenas de una masiado grande como para hacer un pequeño jardín para mí sola,
extraña profundidad en su infantil concisión. me pasaba la mayor parte de los recreos removiendo el pasto y
No dudaba de mi vocación, no trataba de retenerme y ha- dibujando avenidas en los jardincitos de las pequeñas. También
cerme vacilar en mi entrenamiento; creía en la fuerza de los de- era curiosa la adoración que las niñas me tenían. En la clase

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superior se burlaban un poco. Anna suspiraba por mi embruteci- ro no se ocupaba nadie de esto entre las devotas. Creo que el
miento sin dejar de ser buena y afectuosa. Pauline de Portcarré, padre estaba todavía en la India cuando conocí a sus hijas. La
mi amiga de la infancia, que había entrado en el convento seis madre estaba también seguramente y no había visto a sus hijas
meses después que yo, decía a su madre, delante de mi, que me desde hacía doce años.
había vuelto imbécil, porque ya no podía vivir sin la hermana Lavinia era una criatura encantadora, tímida, impresiona-
Heléne y sin las niñas de siete años. ble, sonrojándose siempre, de una dulzura perfecta, lo que no le
Había, sin embargo, comenzado una amistad que me debió impedía ser un poco diablo y nada devota. Sus tías y su hermana
reconciliar con la opinión de las más inteligentes, puesto que era la regañaban a menudo. No se preocupaba mucho.
la persona más inteligente del convento. Todavía no he hablado Elisa era de una belleza incomparable y de una inteligencia
de Elisa Anster, a pesar de que es una de las figuras más nota- superior. Era el más admirable resultado de la unión de la raza
bles en esta serie de retratos de mi relato. He querido guardarla inglesa con el tipo indio. Tenía un perfil griego de una pureza de
como joya principal de esta preciosa corona. líneas exquisitas, un cutis de lilas y rosas sin hipérbole, cabellos
Un inglés, el señor Anster, sobrino de la señora Canning, castaños magníficos, ojos azules de una dulzura y de una pene-
nuestra superiora, se había casado en Calcuta con una bella in- tración chocantes, una especie de fiereza acariciante en la fiso-
dia, la cual había tenido muchos niños, doce, tal vez catorce. El nomía ; la mirada y la sonrisa anunciaban la ternura de un ángel;
clima los había devorado a todos en sus primeros días, excepto la frente recta; el ángulo facial fuertemente marcado; un no sé
un hijo, que se hizo cura, y dos hijas: Layinia, que ha sido com- qué cuadrado en una figura magnífica en proporciones, revelaba
pañera mía en la clase pequeña; Elisa, su hermana mayor, mi una gran voluntad, un gran poder y un gran orgullo.
amiga de la clase superior, quien es hoy superiora de un conven- Desde su más tierna infancia, todas las fuerzas de esta alma
to en Cork, Irlanda. vigorosa se habían polarizado en la piedad. Nos llegó santa, como
El señor y la señora Anster, viendo perecer a todos sus hi- siempre la he conocido, segura en su resolución de hacerse reli-
jos, cuya organización espléndida parecía secarse de golpe en un giosa y cultivando en su corazón una única amistad exclusiva: el
medio contrario, y no pudiendo abandonar sus asuntos, hicieron recuerdo de una religiosa de su convento irlandés, la hermana
el esfuerzo de separarse de los tres que les quedaban. Los envia- Maria Borgia de Chantal, quien siempre alentó su vocación y
ron a Inglaterra, a la señora Blount, hermana de la señora Canning. con la cual se reunió más tarde al tomar el velo. La más grande
Esta es la historia al menos que en el convento se contaba. Más muestra de amistad que me dió ha sido un pequeño relicario que
tarde, he escuchado otra: pero, ¿qué importa? El hecho cierto es siempre tengo sobre mi chimenea y que ella tenía de esa religio-
que Elisa y Lavinia se acordaban confusamente de su madre sa. Todavía leo en él: «M. de Chantal to E. 1816» Lo quería
llorando desesperadamente sobre la orilla india, mientras que el tanto que me hizo prometer que no me separaría jamás de él, y
navío se alejaba rápidamente. Puestas en el convento de Cork, he cumplido mi palabra. Me ha seguido a todas partes. En un
en Irlanda, Elisa y Lavinia vinieron a Francia cuando la señora viaje el vidrio se rompió, la reliquia se perdió, pero el medallón
Blount se decidió a habitar con su hija y sus dos sobrinas nues- está intacto y es el mismo relicario el que se ha convertido en
tro convento de las inglesas. ¿Tenía dinero esta familia? Lo igno- una reliquia para mí.

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Esta bella Elisa era la primera en todos los estudios, la me- pre a situaciones análogas hacia las que su instinto le ha condu-
jor pianista del convento, la que hacía todo mejor que las demás, cido. Recuerdo que a veces yo estaba en Nohant, ante los cuida-
porque poseía en dosis iguales facultades naturales y una firme dos y lecciones de mi abuela, en la misma disposición de sumi-
voluntad. Hacía todo con vistas a su capacitación para dirigir la sión inerte y de secreto disgusto que en la que me encontraba en
educación de las jóvenes irlandesas que le serían confiadas un el convento ante los estudios que me imponían.
día en Cork, porque ella prefería su convento de Cork como yo En Nohant, no pensando otra cosa que hacerme obrera con
el de las inglesas. Marie Borgia era su Alicia y su Héléne. No mi madre, había despreciado el estudio como cosa demasiado
concebía ser religiosa en otro convento y su vocación no era aristocrática. En el convento, sólo pensando en hacerme criada
menos intensa por ello, porque ha persistido con alegría. con la hermana Héléne, despreciaba el estudio como demasiado
Tenía mucha más razón que yo al desear hacerse útil en el mundano.
claustro. Yo seguía los estudios con sumisión, desde que era de- No recuerdo cómo llegue a relacionarme con Elisa. Había
vota, pero ya no hacía los progresos que sin serlo había hecho. sido dura y fría conmigo durante mi diablería. Poseía unos ins-
No tenía otra meta que la de someterme a la regla y pidiéndome tintos dominantes que no podía contener, y cuando un diablo
mi misticismo inmolar todas las vanidades del mundo, yo no estorbaba su meditación en la iglesia y desordenaba sus cuader-
veía la necesidad de que una hermana conversa supiese tocar el nos en la clase, se ponía roja; sus bellas mejillas se teñían rápida-
piano, dibujar y conocer historia. También, después de tres años mente con un tinte violáceo, sus cejas, de si muy juntas, se unían
de convento, salí más ignorante de lo que había entrado. Hasta con un fruncimiento nervioso; murmuraba palabras indignadas,
había perdido esos accesos amorosos por el estudio que en su sonrisa se volvía despreciativa, casi terrible; su naturaleza
Nohant había sentido a menudo. La devoción me absorbía mu- imperiosa y altiva se traicionaba. Decíamos entonces que la san-
cho más que la diablería en un tiempo. Utilizaba toda mi inteli- gre asiática se le subía. Pero era una tormenta pasajera. La vo-
gencia para el beneficio de mi corazón. Cuando había llorado de luntad, más fuerte que el instinto, la dominaba. Hacía un esfuer-
adoración durante una hora en la iglesia, me quedaba destroza- zo, palidecía, sonreía, y esta sonrisa, dibujándose en sus rasgos
da para todo el resto del día. Estaba dispersada en el santuario, como un rayo de sol, traía con ella la dulzura, la frescura y la
no podía aumentar ya por nada terrestre. No me quedaban ni belleza.
fuerza, ni empuje, ni penetración, según de lo que se tratara. Me A pesar de todo, hacía falta conocerla muy bien para amarla,
embrutecía –Pauline tenía razón al decirlo–, aunque en otro sen- y, en general, era más admirada que buscada.
tido me engrandeciera. Aprendía a amar otra cosa y no a mí mis- Cuando se me dio a conocer no fue así. Me reveló sus pro-
ma: la devoción exaltada posee ese gran efecto sobre el alma pios defectos con mucha grandeza y me abrió sin reservas su
que domina, o, al menos, mata al amor propio radicalmente, y, si alma austera y atormentada.
embrutece en algunas cuestiones, purga de muchas pequeñeces –Caminamos –me dijo– hacia la misma meta por caminos di-
y de preocupaciones mezquinas. ferentes. Envidio el tuyo, porque marchas sin esfuerzo y no tienes
Aunque el ser humano sea en la conducta de su vida un que sostener ninguna lucha. No amas el mundo, sólo deseas dolo-
abismo de inconsecuencias, una cierta y fatal lógica lo lleva siem- res y sufrimientos. La alabanza no te disgusta. Se diría que te des-

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lizas en el claustro por una pendiente fácil y que tu ser no tiene das las formas para vencerme. ¿Por qué quiero yo encontrar la
ninguna aspereza que lo retenga. Yo –decía ella (y al hablar así su gloria al cabo de mis combates y un más alto lugar en el cielo
figura brillaba como la de un arcángel)–, tengo mi orgullo satáni- que tú y la hermana Héléne? Verdaderamente soy un alma muy
co! En el templo estoy como la farisea orgullosa y tengo que hacer desgraciada. No puedo olvidarme y abandonarme un solo ins-
un esfuerzo para salir a la puerta, en la que te encuentro a ti, soño- tante.
lienta, en el humilde lugar del publicano. Tengo un sentimiento de Quizá estas luchas interiores, la valiente y austera joven,
búsqueda en la elección de mi suerte futura en la religión. Quiero consumía sus más brillantes años; pero parecía que la naturaleza
obedecer, pero siento también el deseo de mandar. Amo la apro- la había formado para eso, porque cuanto más se agitaba más
bación, la critica me irrita, la burla me exaspera. No tengo –ni resplandeciente estaba de color y de salud.
indulgencia instintiva, ni paciencia natural. Para vencer todo esto, No era mi caso. Sin lucha y sin tormenta me apagaba en mis
para impedirme caer en el mal cien veces al día, me hace falta expansiones devotas. Comencé a sentirme enferma y muy pron-
estar en una continua tensión con mi voluntad. En fin, si sobrenado to el malestar cambió la naturaleza de mi devoción. Entro en la
por debajo del abismo de mis pasiones sufriré mucho y me hará segunda fase de esta vida extraña.
falta una enorme asistencia del cielo.
Allí, ella lloraba y se golpeaba el pecho. Me veía forzada a ***
consolarla, yo, que me sentía un átomo al lado suyo.
–Es posible –le decía– que yo no tenga los mismos defectos Había pasado varios meses sumida en una gran beatitud;
que tú, pero tengo otros, y no tengo ninguna virtud. Como no mis días corrían como horas. Gozaba de una libertad absoluta
tengo tu fuerza, las sensaciones vivas me las ahorro. No tengo puesto que ya no estaba de humor para abusar. Las religiosas me
ningún mérito siendo humilde, porque ya por carácter, por posi- llevaban con ellas por todo el convento, al taller, en el que me
ción social tal vez, desprecio muchas cosas que el mundo esti- invitaba a tomar el té; a la sacristía, en la que yo amaba guardar
ma. No conozco el placer de la alabanza, ni mi persona, ni mi y plegar los ornamentos del altar, a la tribuna del órgano, en el
espíritu son notables. Tal vez, yo sería muy vana si tuviera tu que repetíamos nuestros coros y motetes; a la «habitación de las
belleza y tus facultades; si no tengo el gusto de mandar es por- novicias», que era una sala que servía para la escuela de canto, al
que no tendría jamás perseverancia para gobernar lo que fuese. fin, al cementerio, que era el lugar más prohibido para las pen-
En fin, recuerda que los más grandes santos han sido aquellos a sionistas. Este cementerio, situado entre la iglesia y el muro del
quienes más les costó llegar a serlo. jardín de las escocesas, no era nada más que un cuadrado de
–¡Es cierto! –exclamaba ella–. Sufrir es glorioso y las recom- tierra con flores, sin tumbas y sin epitafios. Un montoncito de
pensas son proporcionales a los méritos. pasto anunciaba únicamente el lugar de las sepulturas. Era un
Después, de repente, dejaba caer su cabeza encantadora en lugar delicioso, lleno de árboles y de verde lujuriosos. En las
sus bellas manos: noches de verano, casi nos asfixiábamos por el olor de los jazmi-
–¡Ah! –decía suspirando–, ¡eso que yo pienso es todavía un nes y las rosas; en el invierno, con la nieve, los ribetes de las
orgullo! Se insinúa dentro de mi por todos los poros y toma to- violetas y las rosas de bengala sonreían todavía sobre el manto

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sin mácula. Una linda capilla rústica, especie de hangar abierto mente a los quince años cuando se pueden soportar austerida-
que encerraba una estatua de la virgen y que estaba festoneada des como las que yo me imponía. Elisa tenía diecinueve, la her-
de pámpanos y hiedra, separaba ese rincón sagrado de nuestro mana Héléne veintiocho. Languidecía visiblemente bajo mi exal-
jardín y la sombra de nuestros castaños se entendía por debajo tación. Al día siguiente, me levanté con esfuerzo; tenía la cabe-
del pequeño techo de la capilla. Pase allí horas deliciosas soñan- za pesada y estuve distraída en la plegaria. La misa la escuché
do y sin pensar en nada. En mis épocas de diablo, cuando podía sin fervor. Lo mismo me ocurrió por la noche. Al día siguiente,
deslizarme en el cementerio, sólo era para recorrer las pelotas realicé tales esfuerzos de voluntad que mi emoción y mis trans-
elásticas que las escocesas perdían debajo del muro. Pero ya no portes volvieron otra vez. Pero al día siguiente estaba peor. El
pensaba en las pelotas elásticas. Me perdía en un sueño de una período efusivo había terminado; una lasitud indescriptible se
muerte anticipada, de una existencia de sueño intelectual, del había apoderado de mí. Por primera vez después de mi devo-
olvido de todas las cosas, de contemplaciones incesantes. Esco- ción, tuve dudas, no sobre la religión, sino sobre mi misma. Es-
gía mi lugar en el cementerio. Me extendía allí con la imagina- taba persuadida que la gracia me abandonaba. Recordé esta fra-
ción para dormir, como si hubiera sido el único lugar del mundo se terrible: «Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.»
en el que mi corazón y mi ceniza pudieran haber reposado en Al fin creí que Dios ya no me amaba, porque yo no lo amaba
paz. bastante. Caí en una desesperación sombría.
La hermana Héléne me entretenía en mis pensamientos de Comuniqué mi mal a la señora Alicia. Sonrió y quiso demos-
felicidad y, sin embargo, la pobre joven no era feliz. Sufría mu- trarme que se trataba de una indisposición pasajera, a la que no
cho, ya porque sus fuerzas le volvían, ya porque la abandona- había que dar mucha importancia.
ban; pero creo que su mal era moral. Creo que estaba un poco –Todo el mundo está sujeto a esos desmayos anímicos me
perseguida y regañada por su misticismo. Había noches en que dijo. Cuanto más te atormentes más crecerán. Acéptalos humil-
la encontraba llorando en su celda. Apenas me atrevía a interro- demente y reza porque esta prueba termine, pero si no has co-
garla, porque a mi primera palabra ella sacudía su cabeza cua- metido ninguna falta grave, de la cual tu languidez sea el justo
drada con un aire desdeñoso, como queriendo decirme: «He so- castigo, ten paciencia, espera y reza.
portado muy bien otras cosas y tú no has podido.» Verdad que, Lo que me dijo allí era el fruto de una gran experiencia filo-
inmediatamente, se arrojaba en mis brazos y lloraba sobre mi sófica y de una clara razón. Pero mi débil cabeza no la supo
hombro; pero sin una queja, sin un murmullo, ningún ruego se le aprovechar. Había sido demasiado feliz con los ardores de la
escapó jamás. devoción como para resignarme a esperar tranquilamente su re-
En medio de esas desilusiones que trataba de consolar, la torno. La señora Alicia me había dicho: «¡Si no has cometido
tristeza se apoderó de mí. Una noche, entré en la iglesia y no nada grave!» Y yo buscaba la falta que había podido cometer,
pude rezar. Los esfuerzos que hice para reanimar mi corazón porque suponer que Dios hubiese sido tan cruel como para reti-
fatigado no sirvieron nada más que para abatirlo. Me sentía en- rarme la gracia sin otro motivo que el de probarme, no se podía
ferma desde hacia algún tiempo. Tenía unos dolores de estóma- consentir. «Que él me pruebe en mi vida exterior, lo concibo –
go insoportables, nada de sueño y poco apetito. No es precisa- me decía–; se acepta, se busca el martirio, pero para eso la gracia

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es necesaria y si se quita la gracia, ¿qué quiere entonces que yo que nos hace sentir verdaderamente asistidos por el espíritu di-
haga? No puedo hacer nada sin él. Si me abandona, ¿es culpa vino. También todo el trabajo que yo me tomaba para volver a
mía?» encontrar esa gracia, no servía nada más que para perderla anti-
Así murmuraba yo contra el objeto de mi adoración, y como cipadamente. Me había convertido en eso que en el estilo devo-
una amante celosa e irritada le hubiera querido enviar amargos to llaman «una escrupulosa».
reproches. Pero dudaba de esos instintos rebeldes y golpeándo- Una devota atormentada por escrúpulos de conciencia se
me el pecho: «Si –me decía–, debe ser mi culpa. Debo haber volvía miserable. No podía ya comulgar sin angustias, porque
cometido un crimen del que mi conciencia endurecida y embru- entre la absolución y el sacramentos no podía evitar el temor de
tecida se niega a hacerme culpable.» haber cometido un pecado. El pecado venial no hace perder la
¡Y allí estaba yo, estrujando mi conciencia y buscando mi absolución., un acto ferviente de contricción borra la mancha y
pecado con un rigor increíble, como si uno fuera culpable cuan- permite acercarse a la mesa santa; pero si el pecado es mortal es
do a pesar de buscar no encuentra nada! Entonces me convencí preciso abstenerse o cometer un sacrilegio. El remedio es recu-
de que varios pecados veniales equivalían a un pecado mortal y rrir rápidamente al director o, en su defecto, al primer padre que
busqué otra vez esa cantidad de pecados veniales que yo debía pueda encontrarse para obtener una nueva absolución. Tonto
haber cometido, que yo cometía, sin duda, a todas horas, sin remedio, verdadero abuso de una institución cuyo pensamiento
darme cuenta, porque está escrito que el justo peca «siete veces primitivo fue grande y santo y que para los devotos se convierte
por día» y que el cristiano humilde debe decirse que peca hasta en una habladuría, una picardía pueril, una obsesión por el crea-
«setenta veces siete». dor rebajado al nivel de la criatura inquieta y celosa. Si se había
Había mucho orgullo, seguramente, en mi embriaguez. Hubo cometido un pecado mortal en el momento o antes de la comu-
un exceso de humildad en mi retorno a mi misma. Yo no sabía nión, ¿no sería preciso abstenerse y esperar una más larga expia-
hacer nada a medias. Tomé la espantosa costumbre de analizar en ción, una reconciliación más dificil que las que se operan, en
mí las pequeñas cosas. Digo espantosa porque procediendo sobre cinco minutos de confesión, entre el padre y el penitente? ¡Ah!,
la propia individualidad se deja sin desarrollar una sensibilidad los primeros cristianos no lo hubieran comprendido así: los que
fuera de regla, dándose una importancia pueril a los menores mo- hacían en la puerta del templo una confesión pública antes de
vimientos del sentimiento, a las menores operaciones del pensa- considerarse lavados de sus faltas, los que se sometían a prue-
miento. De allí, a la disposición enfermiza que se ejerce sobre los bas terribles, a años enteros de penitencia. Así entendida, la con-
demás y que altera el afecto por una susceptibilidad demasiado fesión podría y debería transformar un ser y hacer surgir verda-
grande y por una secreta exigencia, no hay nada más que un paso; deramente al hombre, nuevo de la crisálida del viejo. El vano
y si un jesuita virtuoso no hubiera sido en aquella época el médico simulacro de la confesión secreta, la corta y trivial exhortación
de mi alma, me hubiese vuelto insoportable, para con los demás, del padre, esa tonta penitencia que consiste en decir cualquier
como ya entonces lo era para conmigo misma. plegaria, ¿es acaso la institución pura, eficaz y solemne de los
Durante un mes o dos viví en ese suplicio de todos los ins- primeros tiempos?
tantes, sin encontrar la gracia perdida, vale decir la confianza
***

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Hablo con un espíritu de justicia y de examen; mi experien- Déjame informarme sobre ti. Lo haré esencialmente; vuelve a
cia personal me conduciría a otras conclusiones si me encerrase las cuatro y hablaremos.
en mi personalidad para juzgar el resto del mundo. Tuve la felici- Creo que vio a la superiora y a la señora Alicia. Cuando
dad de encontrar un digno padre, quien fue por mucho tiempo volví, me dijo sonriendo:
un amigo tranquilo para mi, un consejero muy sabio. Si hubiese –Ya sabía yo que estabas loca y que es preciso regañarte. Tu
encontrado un fanático, me hubiera muerto o vuelto loca, como conducta es excelente, tus damas están encantadas; eres un
ya he dicho; si un impostor, yo sería probablemente atea, al me- modelo de dulzura, de puntualidad, de piedad sincera; pero es-
nos lo pude haber sido por reacción durante un tiempo dado. tas enferma y eso influye en tu imaginación; te vuelves triste,
El abate de Premord fue durante algún tiempo el deposita- sombría y como estática. Tus compañeras ya no te reconocen, se
rio generoso de mis confesiones. Yo me acusaba de frialdad, de asombran y lo lamentan. Ten cuidado, si continúas así te harás
abandono, de disgusto, de sentimientos impíos, de tibieza en mis odiar y temer por la piedad, y el ejemplo de tus sufrimientos y de
ejercicios píos, de pereza en la clase, de distracción en la iglesia, tus agitaciones impedirá más conversiones que otra cosa. Tu fa-
de desobediencia, en consecuencia, «y todo esto –decía yo–, milia se inquieta por tu exaltación. Tu madre piensa que el régi-
siempre, a toda hora, sin contricción eficaz, sin progresos en mi men del convento te esta matando; tu abuela escribe que se te
conversión, sin fuerzas para llegar a la victoria». Él me regañaba fanatiza y que tus cartas se resienten por una gran preocupación
muy dulcemente, me predicaba la perseverancia y me despedía, espiritual. Sabes bien que ocurre todo lo contrario; tratamos de
diciéndome: calmarte. Ahora que sé la verdad, exijo que abandones esta exa-
–Esperemos, no te descorazones; tienes que arrepentirte, geración. Cuanto más sincera es, más peligrosa se vuelve. Quie-
entonces triunfarás. ro que vivas libre y plenamente en cuerpo y en espíritu, y como
Al fin, un día que yo me acusaba con más energía y que, en la enfermedad de «escrúpulos» que tienes hay mucho de or-
lloraba amargamente, me interrumpió en medio de mi confesión gullo bajo formas humildes, te doy como penitencia volver a los
con la brusquedad de un hombre valiente, aburrido de perder el juegos y a los entretenimientos inocentes de tu edad. Desde esta
tiempo. noche, correrás por el jardín como las otras, en lugar de
–No te comprendo –me dijo– y tengo miedo de que tu espí- prosternarte en la iglesia como recreo. Saltarás a la cuerda, juga-
ritu esté enfermo. ¿Quieres autorizarme para que me informe de rás en pareja. El apetito y el sueño te volverán en seguida y
tu conducta por la superiora o por la persona que tú me desig- cuando ya no estés físicamente enferma, tu cerebro apreciará
nes? mejor esas faltas de las que te acusas.
–¿Qué aprenderá usted con eso? –le dije–. Las personas in- –¡Oh, mi Dios! –exclamé yo–; me imponéis una penitencia
dulgentes y que me quieren le dirán que tengo las apariencias de más ruda de lo que pensáis. He perdido el gusto del juego y la
la virtud; pero si el corazón es malo y el alma está extraviada, yo costumbre de la alegría. Pero tengo un espíritu tan débil que no
sola puedo juzgarme y el buen testimonio que le darán sobre mí puedo observarme siempre; olvidaré mi salvación y a Dios.
me hará sentir más culpable. –No lo creas –repuso él–. Por otra parte, si vas demasiado
–¿Serás entonces hipócrita? –repuso él . ¿Puede ser posible? lejos, tu conciencia, que habrá recobrado la salud, te advertirá

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seguramente y escucharás sus reproches. Piensa que estas enfer- diencia pasiva es el primer deber del cristiano y reconocí rápida-
ma y que Dios no ama los impulsos afiebrados de un alma deli- mente que no es muy dificil a los quince años volverle a tomar el
rante. Prefiere un homenaje puro y firme. Vamos, obedece a tu gusto a la cuerda y a los juguetes. Poco a poco me integré en el
médico. Quiero que dentro de ocho días me digan que en ti se ha juego con agrado, y después con placer, y después con pasión,
operado un gran cambio, tanto en tu aspecto como en tus mane- porque el movimiento físico era una necesidad de mi edad, de
ras. Quiero que seas amada y escuchada por tus compañeras, no mi organización y yo había estado privada de él demasiado tiem-
solamente por aquellas que son buenas, sino, sobre todo, por po como para no encontrarle nuevos atractivos.
aquellas que no lo son. Hazles conocer el amor del deber y su Mis compañeras se volvieron hacia mí con una gracia extre-
dulzura, y que la fe es un santuario del que se sale con una frente ma, mi querida Fannelly la primera, y después Pauline, y des-
serena y un alma benevolente. Recuerda que Jesús quería que pués Anna, y después todas las demás, tanto los diablos como
sus discípulos tuviesen las manos limpias y los cabellos perfu- las buenas. Al verme tan contenta, creyeron por un momento
mados. Esto quería decir: no imitéis a esos fanáticos e hipócritas que me volvería otra vez terrible. Elisa me regañó un poco, pero
que se cubren con cenizas y que tienen el corazón tan impuro le conté así como a aquellas que buscaban y merecían mi con-
como su rostro; sed agradables a los hombres, con el fin de ha- fianza, lo que había pasado entre el abate de Prémord y yo, y mi
cerles agradable la doctrina que profesáis. Y bien, hija mía, de ti alegría fue aceptada como legítima y aun como meritoria.
depende que no entierres tu corazón en las cenizas de una peni- Todo lo que me había predicho mi director me ocurrió. Re-
tencia mal entendida. Perfuma ese corazón con una gran ameni- cobré rápidamente la salud física y moral. La calma se hizo en
dad y tu espíritu con un goce amable. Dada tu manera de ser no mis pensamientos, al interrogar a mi corazón, lo encontraba tan
hay que pensar en que la piedad convierta el humor de las perso- sincero y tan puro que la confesión se convirtió en una corta
nas, hace falta amar a Dios en sus servidores. Vamos, haz tu formalidad destinada a otorgarme el placer de comulgar. Gusta-
acto de contricción y te absolverá. ba, entonces, el indecible bienestar que el espíritu jesuita sabe
–¡Cómo!, padre mío –le respondí–, ¿me distraerá esta no- dar a cada naturaleza según sus inclinaciones y gustos. Espíritu
che, me disipará y, sin embargo, usted quiere que comulgue ma- de conducta admirable en su conocimiento del corazón humano
ñana? y en los resultados que podría obtener para el bien, si, como el
–Sí, realmente así lo quiero –respondió–, y puesto que yo te abate de Prémord, todo hombre que lo profesa y lo predica po-
ordeno divertirte como penitencia, habrás cumplido un deber. see el amor al bien y el horror del mal; pero los remedios se
–Me someto a todo si me promete que Dios me verá con- convierten en venenos en ciertas manos, y la potente simiente
tenta, volviéndome a enviar sus dulces transportes, esos impul- de la escuela jesuítica ha sembrado la muerte y la vida con idén-
sos espirituales que me hacían sentir y saborear su amor. tica prodigalidad en la sociedad y en la Iglesia.
–No puedo prometértelo de su parte –dijo él sonriendo–; Pasaron cerca de seis meses que han quedado en mi memo-
pero respondo yo mismo, ya verás. ria como un sueño y que sólo pido volver a encontrar en la eter-
Y el buen hombre me despidió, estupefacta, revolucionada nidad, en mi parte del paraíso. Mi espíritu estaba tranquilo. To-
y asustada de su orden. Sin embargo, obedecía, ya que la obe- das mis ideas eran optimistas. En mi cerebro sólo crecían flores,

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nada erizado de rocas y de espinas. A toda hora veía el cielo bien, me conozco lo suficiente para decirle que no podrá hacer-
abierto para mí; la virgen y los ángeles me llamaban y me son- me amar por nadie sin antes amar yo misma, y que jamás seré
reían; vivir o morir me era indiferente. El asiento de la divinidad capaz de decirle a alguien amado: «Hazte devota, mi amistad
me esperaba con todos sus esplendores y ya no sentía en mí ni vale ese precio.» No, mentiría. No sé obsesionar, perseguir, ni
una mota de polvo que hubiera podido dificultar el vuelo de mis aun insistir, soy demasiado débil.
alas. La tierra era el lugar de espera en el que todo me ayudaba e –Yo no he pedido nada de eso –me contestó el indulgente
invitaba para conseguir mi salvación. Los ángeles me conducían director–; predicar, obsesionar sería de pésimo gusto a tu edad.
de sus manos, como el profeta, para impedir que, en la noche, Se piadosa y feliz: es todo lo que te pido; tu ejemplo predicara
mi pie no tropezase con la piedra del camino. Cada vez que reza- mejor que todos los discursos que te pudieses hacer.
ba, reencontraba mis impulsos amorosos, pero menos impetuo- Tuvo razón en cierto modo. Es cierto que se habían vuelto
sos, tal vez, mil veces más dulces. El culpable y siniestro pensa- mejores a mi alrededor; pero la religión así predicada por la ale-
miento del enojo del padre celestial y de la indiferencia de Jesús gría, había otorgado fuerza a la vivacidad de los espíritus y no sé
ya no me agobiaron. Comulgaba todos los domingos y todas las si era un medio muy seguro para persistir en el catolicismo.
fiestas, con una increíble serenidad de corazón y de espíritu. Era Yo persistí con confianza. Habría persistido, mejor dicho, si
libre como el viento en esa dulce y vasta prisión conventual. Si no hubiese abandonado el convento. Pero fue preciso abando-
yo hubiera pedido la nave de los subterráneos me la hubiesen narlo; fue preciso ocultar a mi abuela, quien habría sufrido mor-
dado. Las religiosas me mimaban como a su más querida criatu- talmente la pena tremenda que yo sentía al separarme de los
ra, mi buena Alicia, mi querida Héléne, la señora Eugenia, Ga- numerosos y encantadores objetos de mi ternura. Mi corazón
llinita, la hermana Teresa, la señora Anne Joséphe, la superiora, quedó destrozado. Sin embargo, no lloró, porque había tenido
Elisa y las antiguas pensionistas, y las recientes, y la clase pe- un mes para preparar esta separación, y, cuando llegó, había tor-
queña, y la grande, yo atraía todos los corazones hacia mí. ¡Que nado una tan fuerte resolución de someterme sin murmurar, que
fácil es ser perfectamente amable, cuando uno se siente perfec- parecí calmada y satisfecha delante de mi pobre abuela. Pero
tamente feliz! estaba desolada y lo estuve por bastante tiempo.
No debo, sin embargo, cerrar el último capítulo del conven-
*** to sin decir que dejé a todo el mundo triste o consternado por la
muerte de la señora Canning. Yo había llegado, por su carácter, a
El buen abate me hizo fácil la obligación de ser amable. En respetarla como me imponía mi piedad, pero jamás le tuve sim-
los primeros tiempos me había sentido un poco asustada ante la patía. Fui, a pesar de esto, una de las últimas personas que ella
idea de mi deber, en seguida que hubiese yo tomado algún as- nombró con afecto durante su agonía.
cendiente sobre mis compañeras, mi tarea consistiría en predi- Esta mujer, de una potente organización, había tenido sin
carles y convertirlas. Le había confesado que yo no me sentía duda las cualidades de su papel en la vida monástica, puesto que
capacitada para ese papel. había conservado, después de la revolución, el gobierno absolu-
–Usted quiere que aquí todo el mundo me ame –le dije–: y to de la comunidad. Dejaba la casa en una situación floreciente,

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con un número considerable de alumnas y grandes amistades ron ese medio demasiado campesino y la moda de los nombres
con el mundo, que debieron asegurar para el futuro una clientela se inclinó hacía el Sagrado Corazón y hacia la Abadía de los
durable y brillante. Bosques. Varias de mis antiguas compañeras fueron transferidas
Pero esta situación próspera se eclipsó con ella. Yo había a esos monasterios y poco a poco el elemento patricio católico
visto elegir a la señora Eugenia y como ella me quería siempre, rompió con el antiguo reducto de los Stuarts. Entonces los bur-
si yo me hubiera quedado en el convento, todavía hubiese esta- gueses, esperanzados, sin duda, con la posibilidad de que sus
do más mimada; pero la señora Eugenia no se encontró capaci- herederas se rozasen con las de la nobleza, se sintieron frustra-
tada para el ejercicio de la autoridad absoluta. Ignoro si abusó, si dos y humillados. O bien, el espíritu volteriano del reino de Louis
en su gestión cundió el desorden o la división en sus consejos, Philippe, que ya se sosegaba desde los primeros días del reino de
pero ella pidió, al cabo de pocos años, retirarse del poder y le su predecesor, comenzó a proscribir las educaciones monásticas.
tomaron la palabra, me han dicho, con un apresuramiento gene- Y de tal manera, que al cabo de algunos años, encontró el con-
ral. Ella había dejado dormir los asuntos, o, mejor dicho: no vento casi vacío, siete u ocho pensionistas en lugar de setenta u
trató de resolverlos. Todo es moda en este mundo, hasta los con- ochenta que hablamos do, la casa demasiado grande y también
ventos. El de las inglesas había sido, bajo el imperio y bajo Luis llena ahora de silencio como antes de ruido. Gallinita estaba
XVIII, una gran moda. Los más grandes nombres de Francia y desolada y se quejaba con acritud de las nuevas superioras y de
de Inglaterra habían contribuido a ello. Los Mortemart, los la ruina de nuestra «antigua gloria».
Montmorency habían enviado a sus herederas. Las hijas de los He tenido los últimos detalles sobre este interior en 1847.
generales del imperio, situados en la restauración, también fue- La situación era mejor, pero jamás alcanzó la de su antiguo ni-
ron enviadas, con el fin, sin duda, de establecer relaciones favo- vel: gran injusticia de la moda; porque, en suma, las inglesas
rables para la ambición aristocrática de las familias., pero el rei- eran en todos los aspectos, un tropel de vírgenes buenas y sus
no de la burguesía estaba llegando, y, aunque he escuchado a las costumbres razonables, dulces y bondadosas no han podido per-
«viejas condesas» acusar a la señora Eugenia de haber dejado derse en un cuarto de siglo.
«encañonar» su convento, recuerdo muy bien que cuando yo salí,
pocos días después de la muerte de la señora Canning, el «tercer ***
estado» había ya hecho, por sus propios medios, una irrupción
muy lucrativa en el convento. Había sido por así decirlo el ramo Fui a abrazar por última vez a todas mis queridas amigas del
de su fructuosa administración. convento. Estaba verdaderamente desesperada.
Había visto aumentar nuestro personal rápidamente, con una Llegamos a Nohant en los primeros días de la primavera de
cantidad de jóvenes encantadoras, hijas de negociantes o indus- 1820, en la gran calesa azul de mi abuela y volví a encontrar mi
triales, muy bien educadas ya, y la mayoría más inteligentes (esto pequeña habitación en manos de los obreros que renovaban los
era notable y notado) que las pequeñas personas de la gran casa. papeles y las pinturas, porque mi abuela comenzaba a encontrar
Pero esta prosperidad debía ser fuego de paja. Las gentes mi tintura de tela anaranjada con grandes dibujos demasiado
«de la alta», como dicen hoy en día las pobres gentes, encontra- fuerte para mis jóvenes ojos y quería reemplazarla por un fresco

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color lila. Como consecuencia, mi lado en forma de carroza fue ¡Que pequeñas felicidades, sin embargo, para una pensionista
arreglado, escapando sus plumeros gastados al vandalismo del fuera de la jaula! En lugar del triste uniforme de sarga amaranto,
gusto moderno. una linda doncella me traía un fresco vestido rosa. Era libre de
Me instalaron provisoriamente en el gran apartamiento de arreglar mis cabellos a mi gusto sin que la señora Eugenia me
mi madre. Allí nada había cambiado y dormí deliciosamente en viniera a observar y me dijera que era indecente descubrirse las
ese inmenso lecho dorado que me recordaba todas las ternuras y sienes. El desayuno tenía todas las golosinas que mi abuela amaba
todos los sueños de mi infancia. y que me prodigaba. El jardín era un inmenso ramo. Todos los
Vi por fin, por primera vez después de nuestra separación criados, todos los campesinos venían a cumplimentarme. Yo abra-
decisiva, entrar al sol en esa habitación desierta en la que tanto zaba a todas las buenas mujeres de los alrededores, que me encon-
había llorado. Los árboles estaban en flor, los ruiseñores canta- traban muy embellecida porque había aumentado un poco de peso.
ban y yo escuchaba a lo lejos la clásica y solemne cantilena de El lenguaje particular de estas gentes me sonaba como una músi-
los campesinos, que resume y caracteriza toda la poesía clara y ca amada y estaba maravillada de que no me hablasen con los
tranquila del Berry. Mi despertar fue, sin embargo, un indecible silbidos británicos. Los grandes perros, mis viejos amigos, que me
conflicto de alegría y dolor. Ya eran las nueve de la mañana. Por habían ladrado la noche anterior, me reconocían y me colmaban
primera vez después de tres años, había dormido tanto, sin escu- de caricias con sus aires inteligentes e ingenuos que parecen pediros
char la campana del angelus y la voz gritona de Marie Joséphe perdón por haberse olvidado un momento de algo.
arrancándome de las dulzuras de los últimos sueños. Podía toda- Con la noche, Deschartres, que había estado en no se qué
vía pasarme allí una llora sin que nadie me castigase. Escapar de feria distante, llegó al fin, con su chaqueta, sus grandes calzas y
la regla, entrar en libertad, es una crisis sin nombre, de la que no su gorra. No podía figurarse, el amigo querido, que yo, después
se dan enteramente cuenta las almas recogidas y soñadoras. de tres años, habría cambiado y crecido, y mientras que le salta-
Fui a abrir la ventana y volví a meterme en la cama. El olor ba al cuello. Preguntaba en donde estaba Aurora. Me llamaba
de las plantas, la juventud, la vida, la independencia, me llega- señorita, y al fin hizo como mis perros ; no me reconoció hasta
ban a raudales; pero también el sentimiento del porvenir desco- un cuarto de hora después.
nocido que se abría delante de mí implacable y que me sumergía Todos mis antiguos camaradas de la infancia hablan cam-
en una inquietud y tristeza profundas. No sabría a qué atribuir biado. Liset estaba prometida. No la volví a ver, murió poco
esta desesperanza malsana del espirítu, tan poco ligada a la fres- tiempo después. Cadet se había convertido en valet de cámara.
cura de las ideas y a la salud física de la adoleseencia. La sentía Servía la mesa y decía tontamente a la señorita Julie, quien le
tan intensa, que su claro recuerdo ha permanecido en mi des- reprochaba que rompía todas las garrafas: «Sólo he roto siete en
pués de muchos años, sin que yo pueda encontrar claramente esta semana.» Fanchon era pastora en nuestros campos. Marie
por asociaciones de ideas qué recuerdos son del día anterior, o Aucante se había convertido en la reina de belleza del villorrio.
qué aprensiones del siguiente. Así, me puse a llorar amargamen- Marie y Solange Croux eran unas jóvenes encantadoras. Durante
te, en un momento en que hubiera debido retomar con alegría la tres días, mi alcoba se vio llena de visitas que llegaban continua-
posesión del hogar paterno y de mí misma. mente. Ursula no fue de las últimas.

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Pero, como Deschartres, todo el mundo me llamaba señori- ba impaciente por verme como un hombre, a fin de poder per-
ta. Varios se sentían intimidados delante de mí. Eso me hizo suadirse de que en realidad lo era. Mis faldas inhibían su grave-
sentirme muy sola. El abismo de las clases sociales había surgi- dad; y lo cierto es que cuando adopté la vestimenta masculina se
do entre unos niños que hasta ese momento se habían sentido volvió diez veces más maestro y me atosigó con su latín, imagi-
iguales. Yo no podía cambiar nada, no me lo hubieran permitido. nando que lo comprendía mejor.
Comencé a extrañar como consecuencia a mis compañeras de Por mi parte, encontraba mi nuevo vestido mucho más agra-
convento. dable para correr que mis faldas bordadas, que se quedaban a
Durante algunos días después, viví plenamente el placer fí- pedazos en las zarzas. Había adelgazado y no hacía tanto tiempo
sico de correr por los campos, volver a ver el río, las plantas que yo había usado mi uniforme de ayuda de campo de Murat,
salvajes, los prados en flor. El ejercicio de caminar en la campi- para no acordarme del mismo.
ña, y el aire primaveral me sentaron tan bien que ya no pensé Hay que recordar también que en esa época, las faldas sin
más y dormí largas noches de un tirón, pero muy pronto la inac- pliegues eran tan estrechas que una mujer estaba como en una
tividad del espíritu me pesó, y trataba de ocupar esos eternos trampa y no podía atravesar decentemente un arroyo, sin dejar
ratos libres que tenía por los indulgentes mimos de mi abuela. allí sus zapatos.
A Deschartres le apasionaba cazar y me llevaba algunas ve-
*** ces con él. Esto me aburría, justamente por la dificultad de atra-
vesar las zarzas que están multiplicadas por miles y llenas de
Mi vida transcurría en esto y en todo, por un camino inde- espinas en nuestras campiñas. Me gustaba únicamente cazar co-
pendiente a todas las enseñanzas recibidas en el mundo. dornices, con el silbato, en los trigos verdes. Me hacía levantar
Deschartres, lejos de retenerme, me empujaba a lo que llaman antes del alba. Acostada en una era «gritaba», mientras él en la
«excentricidad», sin que ni él ni yo nos hubiésemos dado cuenta otra extremidad del campo llenaba el morral. Llevábamos todas
en aquellos momentos. Un día, me dijo: las mañanas ocho o diez codornices vivas a mi abuela, quien las
–Vengo de visitar Al conde de..., y he tenido una bella sor- admiraba y las compadecía mucho, aunque, alimentándome nada
presa. Cazaba con un joven que por su blusa y su casquete iba más que de caza menuda, me impedía lamentar rápidamente el
yo a tratar poco ceremoniosamente, cuando él me dijo: destino de esas pobres criaturas tan bonitas y tan dulces.
–Es mi hija. La hago vestir así, como un muchacho, para Deschartres, muy afectuoso conmigo y muy preocupado por
que pueda correr conmigo, subir y saltar sin impedírselo unas mi salud, no pensaba en otra cosa cuando escuchaba volar cerca
ropas que vuelven a las mujeres impotentes en la edad en que a la codorniz. Yo me dejaba llevar también un poco de ese entre-
ellas tienen más necesidad de desarrollar sus fuerzas. tenimiento salvaje de acechar y coger un ave. También mi papel
Este conde de... se ocupaba, creo yo, en ideas medicinales y de «llamador», consistente en estar acostada en los trigos inun-
para él, ese cambio de ropa era una medida higiénica excelente. dados de rocío del amanecer, me volvió a traer los dolores agu-
Deschartres insistía. dos en todos mis miembros que ya había sentido en el convento.
–No habiendo jamás educado a una mujer, yo creo que esta- Deschartres, vio un día que yo no podía montar en mi caballo y

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que hacía falta llevarme en brazos. Los primeros pasos de mi colérico; se indignaba hasta un grado furibundo contra las gen-
cabalgadura me arrancaba gritos; sólo después de vigorosos tiem- tes tontas que se permitían criticar mi indiferencia por sus cos-
pos de galopes con los primeros ardores del sol era cuando me tumbres en el vestir.
sentía curada. El se asombró un poco y constató al fin que yo Hace falta decir también que se aburría. Tenía una vida ex-
tenía reumatismo. traordinariamente activa, pero debido a la enfermedad de mi
Esto fue para él una razón de más para prescribirme los ejerci- abuela debió tranquilizarse. Había comprado con sus economías
cios violentos y el vestido masculino que me permitirían mejorar. un pequeño terreno a diez o doce leguas lejos de nosotros, a
Mi abuela al verme vestida de hombre lloró. donde él iba en otros tiempos a pasar semanas enteras. No atre-
–Te pareces demasiado a tu padre –me dijo–. Vístete así viéndose a no dormir en casa de noche, por el temor de encon-
para correr, pero vuelve a vestirte como una mujer al regreso, trarse con su enferma en peor estado, comenzaba a sumergirse
para que yo no me equivoque, ya que eso me hace un mal espan- en su bilioso estado. Y después, sobre todo, estaba privado de la
toso y hay momentos en los que embrollo tanto el pasado con el compañía de esta amiga que siempre le había sido fiel. Tenía
presente, que no sé ni la época en que vivo. necesidad de atarse exclusivamente a alguien y de otorgarle la
Mi manera de ser se exteriorizaba tan naturalmente en la admiración y la alegría que a nadie otorgaba. Yo me había con-
posición excepcional en la que yo me encontraba, que hasta me vertido, entonces, en su Dios, y tal vez mucho más que mi abue-
parecía lógico vivir de una manera distinta a la de las otras jóve- la en su tiempo, porque me miraba como su obra y creía poder
nes. Me juzgaron muy extraña y, sin embargo, yo lo era infinita- cobrar en mí un reflejo de sus perfecciones intelectuales.
mente menos de lo que podría haberlo sido si hubiese tenido el Aunque a menudo me abrumaba, yo consentía en satisfacer
gusto de la afectación y de la singularidad. Abandonada a mí su necesidad de discutir y de disertar, sacrificándole unas horas
misma en todo, no encontrando más control en la casa de mi que habría preferido dedicar a mis propias búsquedas. Creía sa-
abuela, olvidada por mi madre, empujada a la independencia ber todo y se equivocaba. Pero como sabía muchas cosas y po-
absoluta por Deschartres, no sintiendo en mí ningún pesar del seía una memoria admirable, no tenía una sabiduría aburrida;
alma o de los sentidos, y pensando siempre, a pesar de la modi- solamente era fatigante por carácter, a causa de la exuberancia
ficación que se había hecho en mis ideas religiosas, en retirarme de su vanidad. Con la figura más ceñuda y el lenguaje más abso-
a un convento con o sin votos monásticos, lo que llamaban a mi luto que imaginarse pueda, tenía sed en algunos momentos de
alrededor «la opinión», no tenía para mí ningún sentido, ningún alegría y de abandono. Galanteaba tontamente, pero se reía mu-
valor y no me parecía de ninguna utilidad. cho cuando yo se lo hacía. En fin, sufría todo lo mío, y mientras
Deschartres jamás había visto el mundo desde un punto de que adoptaba actitudes violentas contra los que no le admira-
vista práctico. En su amor a la dominación, no aceptaba ningu- ban, no podía pasarse sin mis contradicciones y mis picardías.
na crítica a sus decretos, refiriendo todo a su sabiduría, a su Este dogo era un perro fiel, y, mordiendo al primero que veía, se
omnipotencia, infalible para sus propios ojos, «y como a estiér- dejaba tirar de las orejas por la niña de la casa.
col miraba a todo el mundo», excepto a mi abuela, a él mismo y
a mí; no se reía, sin embargo, como yo, de la crítica. Le ponía ***

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Yo seguía amando la música. Tenía en mi habitación un pia- Ni Deschartres ni yo lloramos. Cuando el corazón cesó de
no, un arpa y una guitarra. No tenía tiempo para estudiar nada, latir y el aliento de empañar ligeramente el espejo, hacía ya tres
pero leía muchas partituras. Esa imposibilidad de adquirir un días que la llorábamos definitivamente, y, en ese momento su-
talento cualquiera me aseguraba, al menos, una fuente de goces, premo, solamente sentimos la satisfacción de pensar que había
al habituarme a leer y comprender. franqueado sin sufrimiento corporal y sin angustias anímicas lu-
Quería aprender también la geología y la mineralogía. gar para una mejor existencia. Yo había evitado. No hubo lucha
Deschartres llenaba mi habitación de cascotes. Yo sólo aprendía a entre el cuerpo y el espíritu para separarse. Tal vez, el alma ya
ver y a observar los detalles de la oración sobre los cuales él me había volado hacia Dios, sobre las alas de un deseo que la reuni-
llamaba la atención; pero siempre me faltaba tiempo. Hubiera sido ría con la de su hijo, mientras que nosotros velábamos ese cuer-
indispensable que nuestra querida enferma hubiese sanado. po inerte o insensible.
Hacia el fin del otoño se mejoró un poco y yo fui feliz, pero Julia le hizo un último arreglo, con el mismo cuidado que en
Deschartres contemplaba esa mejoría como un nuevo paso ha- los mejores días. Le puso su gorro de encajes, sus lazos, sus sor-
cia la disolución del ser. Mi abuela no tenía, sin embargo, una tijas. Nuestra tradición era la de enterrar a los muertos con un
edad como para no poder levantarse. Tenía setenta y cinco años crucifijo y un libro de religión. Llevé los que había preferido en
y sólo había estado enferma una vez en su vida. El decaimiento el convento. Cuando fue colocada en el ataúd todavía estaba
de sus fuerzas y de sus facultades era bastante misterioso. hermosa. Tenía una expresión sublime de tranquilidad.
Deschartres atribuía esta ausencia de reacción a la pésima circu- A la noche, Deschartres me llamó; estaba muy excitado y
lación de su sangre en un sistema circulatorio muy estrecho. Debía me dijo en voz baja:
atribuirse mucho más a la ausencia de voluntad y al desmayo –¿Tiene usted coraje? ¿No piensa usted que hay que rendir a
moral, después del espantoso dolor por la pérdida de su hijo. los muertos un culto mis tierno que el de las plegarias y las lágri-
Todo el mes de diciembre fue lúgubre. No se levantó mis y mas? ¿No cree usted que desde allá arriba nos ven y se conmue-
casi no habló. Sin embargo, acostumbrados a estar tristes, no ven por la fidelidad de nuestros pesares? Si piensa así, venga
estábamos aterrorizados. Deschartres pensaba que ella podía vivir conmigo.
bastante tiempo así, en una lucha entre la vida y la muerte. El 22 Era aproximadamente la una de la mañana. Hacia una no-
de diciembre me hizo levantar para darme un cuchillo de nácar, che clara y fría. La nevisca, llegada antes de la nieve, hacía cami-
sin poder explicar por qué deseaba darme ese pequeño objeto y nar con dificultad y atravesando el patio, al entrar en el cemen-
por qué pensaba en l. Ya no tenía ideas claras. Sin embargo, se terio lindante, caímos varias veces.
despertó todavía una vez para decirme: –Esté tranquila –me dijo Deschartres, siempre exaltado bajo
–Pierdes a tu mejor amiga. una apariencia de extraña sangre fría. va a ver usted al que fue su
Fueron sus últimas palabras. Un sueño de plomo cayó sobre padre.
su rostro calmo, siempre fresco y bello. Ya no se despertó y se Nos aproximamos a la fosa abierta para recibir a mi abuela.
apagó sin ningún sufrimiento, al amanecer y cuando la campana Bajo un pequeño arco, hecho de piedras toscas, estaba un ataúd
sonaba para la festividad de nochebuena. al que se le uniría el otro dentro de poco.

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–He querido ver esto –dijo Deschartres–, y vigilar a los obre- Pero se obró en él una revolución repentina y hasta extrema
ros que han abierto esta fosa durante el día. El ataúd de su padre como su carácter, porque poco tiempo después le escuché sos-
esta todavía intacto; solamente se han caído los clavos. Cuando tener ardientemente la autoridad de la iglesia. Su conversion
me quedé solo, quise levantar la tapa. Vi el esqueleto. La cabeza había sido un movimiento del corazón, como la mía. En presen-
se había separado por sí misma. La he tomado, la he besado. He cia de esos fríos huesos de un ser querido, no había podido acep-
sentido tan grande alivio yo que no pude recibir su último beso, tar el horror de la nada. La muerte de mi abuela reavivando el
que, me he dicho que usted tampoco lo había recibido. Mañana recuerdo de la de mi padre, lo había cogido delante de esa doble
esta fosa se cerrará. No se abrirá sin duda nada más que para tumba aplastada bajo los demás más grandes dolores de su vida,
usted. Hay que bajar, hay que besar esa reliquia. Será un recuer- y su alma ardiente había protestado, a pesar de su razón fría,
do para toda nuestra vida. Algún día, habrá que escribir la histo- contra el decreto de una separación eterna.
ria de su padre, aunque no sea más que para que sus hijos, que En el día que siguió a esa noche de una solemnidad extraña,
no lo han conocido, lo amen. De ahora a quien usted amaba condujimos juntos los despojos de la madre cerca de los del hijo.
tanto, una prueba de amor y de respeto. Yo le digo que allí en Todos nuestros amigos vinieron y todos los habitantes del villo-
donde él está ahora, la ve y la bendecirá. rrio estuvieron presentes. Pero el ruido, las figuras entontecidas,
Yo me encontraba también bastante emocionada y exaltada las batallas de los mendigos quienes, apresurados en recibir el
por encontrar muy simple lo que me decía mi pobre preceptor. No reparto acostumbrado, nos empujaban hasta la fosa para encon-
sentía ninguna repugnancia, y no encontrándolo extraño, me hu- trarse de los primeros en la distribución de la limosna, los cum-
biera pesado y lamentado que habiendo concebido este pensa- plimientos de condolencia, los aires de compasión falsa o verda-
miento no hubiese sido ejecutado. Descendimos en la fosa y hice dera, los lloros escandalosos y las triviales exclamaciones de al-
religiosamente el acto de devoción que mi preceptor iniciara. gunos servidores bien intencionados; en fin, todo lo que aparen-
–No hablemos de esto a nadie –me dijo él, siempre tranqui- ta ser lamento exterior me resultó muy triste y me pareció irreli-
lo aparentemente, después de haber cerrado el ataúd y saliendo gioso. Estaba impaciente porque la gente partiera. Estaba muy
conmigo del cementerio–: creerían que estamos locos y, sin em- agradecida a Deschartres por haberme llevado allí, en la noche,
bargo, no lo estamos, ¿no es cierto? para rendir a esa tumba un homenaje grave y profundo.
–Ciertamente –respendí yo con convicción. A la noche, toda la casa, vencida por la fatiga, se durmió
Después de ese momento he observado que las creencias de temprano. El mismo Deschartres también lo hizo, agotado por
Deschartres cambiaron completamente. Siempre había sido ma- una emoción que había tomado una forma nueva en su vida.
terialista y no había intentado nunca ocultarlo, aunque siempre No me sentí cansada. Había estado profundamente penetra-
tuvo el cuidado de buscar en sus palabras términos medios para da de la majestad de la muerte; mis emociones, conformes a mis
no referirse a la divinidad y a la inmaterialidad del alma humana. creencias, habían sido de una tristeza apagada. Quise volver a ver
Mi abuela era deísta, como decían en su tiempo, y le había prohi- la habitación de mi abuela y pasar esa última noche en vela en su
bido volverme atea. Le costó frenarse, y, por poco que yo hubiese recuerdos, como ya había pasado tantas otras en su presencia.
estado volcada a la negación, me habría confirmado a su pesar. En seguida que el ruido cesó en la casa, y que me aseguré de

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estar bien sola, descendí y me encerré en su habitación. Todavía dos y que me pareció violada por las formalidades del interés
no se había pensado en ordenarla. La cama estaba abierta, y el material.
primer detalle que vi fue la forma exacta del cuerpo, que la muerte
habíale perfilado con su pesadez inerte y que se dibujaba sobre ***
el colchón y la sábana. Yo veía allí toda su forma grabada en
cruz. Me pareció, al apoyar los labios, sentir todavía frío. Abandoné Nohant con el corazón cerrado, con un sentimien-
Botellitas medio vacías estaban aún sobre su mesilla. Los per- to parecido al que había experimentado al salir de las inglesas.
fumes que habían quemado alrededor de su cadáver llenaban la Dejaba todas mis costumbres estudiosas, todos mis recuerdos
atmósfera. Era benjuí, que ella siempre había preferido en vida, y del corazón y a mi pobre Deschartres, sólo y como embrutecido
que se lo había traído de la India, en una nuez de coco, el señor de tristeza.
Dupleix. El que quedaba lo quemé. Arreglé sus frascos como a ella Mi madre sólo me dejó llevar algunos libros predilectos. Te-
le gustaba; bajé las cortinas, como cuando ella vivía. Encendí la nía un profundo desprecio por eso que ella llamaba mi originali-
lámpara de noche que todavía tenía aceite. Reanimé el fuego, que dad. Sin embargo, me permitió quedarme con mi doncella Sophie,
todavía no se había apagado. Me extendí sobre el gran sillón y me a quien yo quería, y llevarme a mi perro.
imaginé que todavía estaba ella allí, y que al tratar de adormilarme,
escucharía tal vez todavía su débil voz que me llamaba. ***
No dormí y, sin embargo, me pareció escuchar dos o tres
veces su respiración, y esa especie de gemido al despertarse, que En esta época, el señor y la señora Duplessis fueron a pasar
mis oídos conocían tan bien. Pero nada claro se produjo en mi algunos días a París, y como yo vivía con mi madre, venían a
imaginación, demasiado deseosa de alguna visión para llegar a la buscarme todas las mañanas para pasear con ellos, cenar en el
exaltación que la hubiese podido producir. cabaret, como ellos decían, y callejear por los bulevares. Ese caba-
No hubo nada. El cierzo silbó afuera, un pájaro cantó y tam- ret era siempre el Café de París a los «hermanos provincianos»;
bién un grillo que mi abuela no quiso nunca dejar coger a la callejería, era la Opera, la Puerta de San Martín, o algún
Deschartres, a pesar de que a menudo la despertaba. El reloj de mimodrama en el circo, que despertaba los recuerdos guerreros
péndulo sonó. El de repetición, colocado sobre la cama para de James. A mi madre sí la invitaba a todas estas salidas; pero a
que la enferma lo mirase con frecuencia, se quedó mudo. Termi- pesar de que esas cosas la divertían, me dejaba ir con frecuencia
nó por sentir una fatiga que me durmió profundamente. sin ella. Parecía que quería volear todos sus derechos y todas sus
Pero cuando al cabo de algunas horas me desperté, había funciones maternales en la señora Duplessis.
olvidado todo, y me levanté para mirar si dormía tranquila. Una de esas noches, tomamos después del espectáculo unos
Entonces, el recuerdo me invadió con las lágrimas, que me helados en el Tortoni, cuando mi madre» Angela dijo a su mari-
aliviaron y con las que mojé su almohada, sobre la que conti- do:
nuaba grabada la forma de su cabeza. Después, salí de esa ha- –¡Allí está Casimir!
bitación, en donde al día siguiente fueron colocados los canda- Un joven delgado bastante elegante, con un rostro alegre y

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un aspecto militar, vino a saludarles y a responder a las ansiosas –Porque tú estas loca imaginándote –me respondió–, que
preguntas que le dirigían sobre su padre, el coronel Dudevant, vas a casarte con ese joven. Él tendrá sesenta o noventa mil
muy estimado y respetado par la familia. Se sentó cerca de la libras de renta, y seguramente no tiene la menor intención de
señora Ángela y le preguntó en voz baja quién era yo. hacerte su mujer.
–Es mi hija –respondió ella en voz alta. –Le doy mi palabra de honor –le dije–, que jamás he pensa-
–Entonce –repuso él siempre en voz baja–, ¿es mi mujer? do en él para marido; y en vista de que este juego, de pésimo
No olvidéis que me prometisteis la mano de vuestra hija mayor. gusto si no hubiera comenzado entre personas tan castas como
Creí que era Wilfrid; pero como ésta me parece de una edad más nosotros, puede convertirse en algo serio en cerebros tan malig-
acorde con la mía, la acepto, si queréis entregármela. nos como el vuestro, voy a rogar a «mi padre» y a «mi madre» que
La señora Ángla rió a sus anchas, sin pensar que semejante acaben con él rápidamente.
galantería se convertía en su predicción. El padre primero, a quien encontré al entrar en la casa, res-
Algunos días más tarde, Casimir Dudevant vino al Plessis y pondió a mis reclamaciones, diciéndome que el padre Stanislas
entró en nuestro grupo con una alegría y una ilusión que no po- chocheaba.
dían ser mejor augurio de su carácter. No me hizo la corte, cosa –Si haces caso a los epigramas de ese viejo, no podrás levan-
que nos hubiera turbado, pues ni siquiera se le ocurrió. Entre tar jamás un dedo sin que él lo interprete con una segunda inten-
nosotros había una camaradería tranquila y él le decía a la seño- ción. No se trata de eso. Hablemos seriamente. El coronel
ra Ángela que desde hacía tiempo tenía la costumbre de llamarlo Dudevant tiene, en efecto, una hermosa fortuna, un buen pasar,
su yerno: mitad suyo y mitad de su mujer; pero en el suyo debe considerar-
–Vuestra hija es un buen muchacho. Mientras que por mi se como personal su pensión de retiro como oficial de la legión
lado yo decía: –Vuestro yerno es un buen chico. de honor, como barón del imperio, etc. No tiene nada más que
No sé lo que nos empujó a continuar por todo lo alto el una tierra bastante buena en Gascuña, y su hijo, que no es de su
juego. El padre Stanislas, que era muy malicioso, me gritaba en mujer, y que es hijo natural, no tiene derecho nada más a la
el jardín cuando jugábamos: mitad de esta herencia. Probablemente la tendrá entera, porque
–¡Corre cerca de tu marido! su padre lo ama y no tiene otros hijos, pero, con todo, su fortuna
Casimir, plegándose al juego, gritaba por su cuenta: no excederá nunca la tuya y hasta será menor en los comienzos.
–¡Entregadme a mi mujer! Así, no hay nada que imposibilite vuestro casamiento, como nos
Nos comenzamos a tratar como marido y mujer con tan poco figuramos en el juego, y este matrimonio sería más ventajoso
embarazo y tan escasa pasión como el pequeño Norbert y la para él que para ti. Ten entonces la conciencia tranquila, y haz lo
pequeña Justina lo hicieron. que te plazca. Renuncia al juego si no te gusta ; no le prestes
Un día, el padre Stanislas, habiéndome dicho a ese respecto atención si te es indiferente.
no sé qué maldad en el parque, me hizo tomarle del brazo y –Me es indiferente –le respondí yo—, y creería ser una ridí-
preguntarle por qué quería dar siempre un aspecto amargo a las cula y darle importancia si me ocupase de él.
cosas más insignificantes. Las cosas quedaron así. Casimir partió y volvió. A su vuelta

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estuvo más serio conmigo y me pidió mi mano con mucha fran- rancia; ninguna inquietud de mi ser había turbado mi razona-
queza y claridad. miento o dormido mi desconfianza.
–Esto no es, tal vez, muy común –me dijo–; pero no quiero Encontré, entonces, el razonamiento de Casimir simpático
obtener el primer consentimiento, sino es de ti, absolutamente y, después de haber consultado con mis anfitriones, quedó con
libre de espíritu. Si no te soy antipático y, sin embargo, no te él en los términos de esa dulce camaradería que, acababa de
puedes decidir rápidamente, préstame más atención y me dirás convertirse en una especie de derecho para existir entre noso-
dentro de algunos días, dentro de algún tiempo, cuando quieras, tros.
si me autorizas a que mi padre y tu madre se conozcan. Yo no había sido jamás objeto de esos cuidados exclusivos,
Esto me agradó. El señor y la señora Duplessis me habían de esa sumisión voluntaria y feliz que asombra y conmueve a un
hablado tan bien de Casimir y de su familia, que yo no tenía joven corazón. Ya no podía dejar de mirar a Casimir, como el
motivos para no prestarle una más seria atención. Encontré sin- mejor y el más seguro de mis amigos.
ceridad en sus palabras y en toda su manera de ser. No me habla- Arreglamos con la señora Angela una entrevista entre el co-
ba de amor y se sentía poco dispuesto a la pasión súbita, al entu- ronel y mi madre, y hasta ese momento no hicimos ningún pro-
siasmo, y, en todos los casos, nada hábil para manifestarse yecto, porque el porvenir dependía del capricho de mi madre,
seductoramente. Hablaba de una amistad a toda prueba y com- quien podía desbaratar todo. Si ella no estaba de acuerdo, había
paraba la felicidad doméstica de nuestros anfitriones con la que que dejar de lado nuestra unión y contentarnos con una amistad
él prometiera dedicarme. entre ambos.
–Para probarte que estoy seguro de mi –decía él–, quiero Mi madre llegó a Plessis y sintió, como yo, un tierno respeto
confesarte que me quedé muy impresionado al verte, de tu as- por el noble rostro, los cabellos de plata, el aspecto de distinción
pecto bueno y razonable. No te encontré ni bella, ni bonita; no y de bondad del viejo coronel. Conversaron entre ellos y con
sabía quién eras, jamás había escuchado hablar de ti, y, sin em- nuestros anfitriones. Mi madre, me dijo:
bargo, cuando a señora Ángela me dijo riendo que tu serias mi –He dicho que sí, pero en una forma en que puedo desdecir-
mujer, sentí de golpe en mi la sensación de que si semejante me. No sé todavía si el hijo me gustará. No es hermoso. Me
cosa llegaba, yo sería muy feliz. Esta vaga idea me ha vuelto hubiera gustado un yerno hermoso para darme su brazo.
más firme todos los días, y cuando me he puesto a reir y a jugar El coronel tomó el mío para ir a ver una pradera artificial
contigo, me ha parecido que te conocía desde hace mucho tiem- detrás de la casa, mientras hablaba de agricultura con James.
po y que éramos dos viejos amigos. Caminaba con dificultad, habiendo tenido ya violentos ataques
Creo que en la época de mi vida en la que me encontraba, y, de gota. Cuando nos separamos con James de los otros pasean-
saliendo de tan grandes perplejidades entre el convento y la fa- tes, me habló con un gran afecto, me dijo que yo le gustaba ex-
milia, una pasión brusca me hubiera asustado. No la hubiera traordinariamente y que sería muy feliz considerándome como
comprendido, me hubiera parecido falsa o ridícula, como la del hija.
primer pretendiente que se me habla declarado en Plessis. Mi Mi madre se quedó algunos días, estuvo amable y alegre,
corazón no había dado jamás un paso adelantándose a mi igno- bromeó con su futuro yerno para probarlo, le pareció un buen

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muchacho, y partió permitiéndonos estar juntos bajo la vigilan- que no estuviese satisfecha, no veríamos a Casimir. Se calmó
cia de la señora Ángela. Se había convenido que se esperaría, inmediatamente.
para fijar la fecha del casamiento, el retorno a París de la señora –¡Sí, sí! –, dijo... ¡vamos a hacer el equipaje!
Dudevant, quien estaba pasando una temporada con su familia, Pero apenas había yo comenzado, cuando me dijo: –He re-
en Le Mans. Hasta ese momento, las familias debían conocer la flexionado; me voy. No me quedo aquí. Tu sí, quédate. Me in-
fortuna recíproca, y el coronel debía arreglar la renta, que de la formaré y te hará saber lo que me digan.
suya, quería proporcionar a su hijo. Partió esa misma noche, volvió todavía e hizo escenas del
Al cabo de una quincena, mi madre volvió como una trom- mismo tipo. En suma, sin haberla rogado demasiado, me dejó en
ba al Plessis. Había «descubierto» que Casimir, en medio de una el Plessis hasta la llegada de la señora Dudevant a París. Viendo
existencia desordenada, había sido, durante algún tiempo, mozo entonces que se interesaba en el casamiento y que me llamaba
de café. No sé en dónde había pescado semejante noticia. Creo con intenciones que, parecían serias, me reuní con ella en la ca-
que era un sueño que había tenido la noche anterior y que al lle Saint Lazare, en un nuevo apartamento bastante pequeño y
despertarse se lo había creído. Ese temor fue acogido con gran- bastante feo, que había alquilado detrás del viejo Tivoli. Desde
des risas que la enojaron. James le respondió seriamente, le dijo las ventanas de mi cuarto de aseo, veía un jardín enorme y du-
que nunca había casi perdido de vista a la familia Dudevant, que rante el día yo podía pasearme con mi hermano, que acababa de
Casimir no había incurrido nunca en ningún desorden; Casimir llegar y que se instaló en el entresuelo, debajo de nosotras.
mismo protestó y dijo que él no tenía vergüenza de ser mozo de Hipólito había terminado su temporada, y en vísperas de ser
un café, pero que no habiendo abandonado la escuela militar nombrado oficial, no había querido renovar su compromiso. El
para otra cosa que para hacer una campaña como subteniente, y estado militar le causaba horror, después de haberse dado a él
no habiendo dejado la armada en su licenciamiento nada más con pasión. Había pensado adelantar más rápidamente: pero veía
que para hacer su derecho en París, viviendo allí en la casa de su que el abandono de los Villeneuve se había extendido hasta él, y
padre y gozando de una buena pensión, o siguiéndole al campo, encontraba ese oficio de soldado en guarnición, sin esperanzas
jamás había tenido, ni durante ocho días, ni mucho menos du- de guerra y de honor, embrutecedor para una inteligencia e in-
rante doce horas, el «entretenimiento» de servir en un café; ella fructuoso para el porvenir. Podía vivir sin miserias con su pe-
se obstinó, pretendió que se reían de ella, y llevándome afuera, queña pensión, y le ofrecí, sin oposición por parte de mi madre,
se desahogó en delirantes insultos contra la señora Ángela, sus que tanto lo estimaba, quedarse en mi casa hasta que quisiese y
costumbres, su casa y las intrigas de Duplessis, que servían para consiguiera un nuevo destino.
casar herederas con aventureros para beneficiarse personalmen- Su actuación entre mi madre y yo fue beneficiosa. Sabía
te, etc. mucho mejor que yo encontrar la debilidad de su carácter enfer-
La violencia de su paroxismo me hizo preocuparme por su mo. Se reía, le hacía burlas, jugaba con ella y hasta la regañaba.
razón, esforzándome en distraerla, decidiéndole que iba a hacer Mi madre le soportaba todo. Su cuero de húsar no era tan fácil
mi equipaje y que me marcharía en seguida con ella; que en París de hervir como mi susceptibilidad de adolescente y el poco caso
tomaría todas las informaciones que deseara, y que, mientras que hacía de sus algaradas, las volvía tan inútiles que ella renun-

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ció a considerarlas. Me reconfortó al decirme que estaba loca resistiera con fuerza esta medida conservadora de la propiedad,
por sentirme afectada con sus desigualdades de humor; le pare- que tiene casi siempre por resultado el sacrificar la libertad mo-
cían cosas sin importancia, en comparación con la sala de poli- ral del individuo a la inmobilidad tiránica del inmueble. Por nada
cía y los golpes de sable del regimiento. del mundo hubiera yo vendido la casa y el jardín de Nohant,
La señora Dudevant vino a hacer su visita oficial a mi ma- pero sí una parte de las tierras, a fin de formarme un ingreso en
dre. Poco valía por su inteligencia y corazón aunque tenía mane- relación con el gasto que suponía la importancia relativa de la
ras de gran dama y la apariencia de un ángel de dulzura. Le besé habitación. Yo sabía que mi abuela se había sentido siempre muy
la frente porque su aspecto afligido, su voz débil y su linda figura molesta a causa de esta desproporción; pero mi marido debió
distinguida inspiraban desde el principio y me inspiraron, a mí, ceder ante la obstinación de mi madre que gozaba el placer de
una simpatía más duradera que de costumbre. Mi madre se que- efectuar un último acto de autoridad.
dó encantada con esos avances que acariciaban justamente lo Nos casamos en septiembre de 1822, y después de las visi-
más álgido de su orgullo. El casamiento se decidió, después fue tas y de la vuelta del viaje de bodas, después de una pausa de
discutido, más tarde roto y después retomado en un grado de algunos días entre nuestros queridos amigos del Plessis, parti-
caprichos que duraron hasta el otoño y que me convirtieron otra mos con mi hermano hacia Nobant, en donde fuimos recibidos
vez en un ser infeliz y enfermo; porque yo había reconocido de con alegría por el bueno de Deschartres.
buen grado con mi hermano que en el fondo de todo eso mi Pasé el otoño y el invierno siguiente en Nohant, cuidando a
madre me quería y no creía una palabra sobre las ofensas que su Mauricia. En la primavera de 1824, me invadió una gran tristeza
boca había prodigado. No podía acostumbrarme a estos altiba- cuya causa no puedo decir. Estaba en todo y en nada. Nohant
jos de alegría loca y de sorda cólera, de ternura abierta y de indi- estaba mejorado, pero revolucionado; la casa había cambiado de
ferencia aparente o de una aversión completa. costumbres; el jardín había cambiado de aspecto. Había más or-
Ella no tenía consideración alguna con Casimir. Le había den; se permitían menos abusos a los criados; los apartamentos
tomado manía porque, como ella decía, su nariz no le agradaba. estaban mejor arreglados; las avenidas más limpias; los planteles
Aceptaba sus cuidados y se divertía en probar su paciencia que aumentados ; con los árboles caídos hablan hecho fuego, mata-
no era grande, y que, por tanto, se sostuvo con la ayuda de do a los perros viejos enfermos y sucios, vendido los viejos ca-
Hipólito y la intervención de Pierret. Más ella me contaba lo ballos fuera ya de servicio, renovado todas las cosas, en una
peor y sus acusaciones resultaban tan falsas que le era imposible palabra. Estaba mejor, seguramente. Todo eso, además, ocupa-
no producir una reacción de indulgencia o consideración en los ba y satisfacía a mi marido. Yo aprobaba todo y no tenía nada
corazones que ella quería agriar o desengañar. que lamentar razonablemente; salvo el espíritu de esos cambios.
Finalmente se decidió, tras muchas conferencias de nego- Cuando esa transformación tuvo lugar, cuando ya no vi más al
cios bastante lastimosas. Quería casarme bajo un régimen de viejo Phanor acostarse cerca de la chimenea y poner sus patas
dote, provocando cierta resistencia por parte de M. Dudevant sobre el tapiz, cuando me dijeron que el viejo pavo real que
padre, a causa de desconfianzas contra su hijo que ella le expuso comía en la mano de mi abuela no comería más las fresas del
sin ningún reparo. Yo había comprometido a Casimir para que jardín, cuando ya no encontré los rincones sombríos y abando-

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nados en los que me había paseado en mis juegos infantiles y en partido. ¿De qué me, habría quejado? ¿Qué podía yo exigir? ¿Por
los ensueños de mi adolescencia, cuando, en suma, un nuevo qué habría yo atormentado esa vida llena de porvenir? Hay, por
interior me habló de un futuro en el que ninguna de mis alegrías otra parte, un punto de partida en el que, quien ha dado el pri-
ni de mis dolores pasados iba a figurar, me sentí mal, y sin re- mer paso no debe ser interrogado o perseguido, so pena de verse
flexión, sin conciencia de un mal presente, me sentí aplastada forzado a convertirse en algo cruel y desgraciado.
por un nuevo disgusto: la vida que tomó entonces un carácter No quería que esto sucediese. Él no tenía capacidad para
enfermizo. sufrir; y yo no quería perder su respeto irritándolo. No sé si ten-
go razón al considerar la fortaleza como uno de los primeros
*** deberes de la mujer, pero no está en el despreciar una pasión
creciente.
Porque esta soledad que había franqueado los más vivos años Me parece que allí se comete un atentado contra el cielo, el
de mi juventud no me convenía más, esto es lo que no he dicho único que otorga y priva de los verdaderos afectos. No se debe
y que puedo perfectamente decir. disputar la posesión de un alma como si se tratara de un esclavo.
El ser ausente podría decir casi «invisible», con el que yo Debe entregarse al hombre su libertad, al alma su vuelo y a Dios
había hecho el tercer integrante de mi existencia (Dios, él y yo), la llama de él emanada.
estaba fatigado de esta aspiración sobrehumana al amor subli- Cuando ese divorcio tranquilo, pero irremediable, se llevó a
me. generoso y tierno, no lo decía, pero sus cartas ya no llega- cabo, traté de continuar una existencia que en nada exterior-
ban, sus expresiones se volvían más vivas o más frías, según el mente se había modificado; pero esto fue imposible. Mi peque-
sentido que yo quería darles. Sus pasiones tenían necesidad de ño cuarto ya no me quería.
otro alimento que la amistad entusiasta y la vida epistolar. Ha- Vivía entonces en el viejo boudoir de mi abuela, porque sólo
bía hecho un juramento que me sostenía regularmente, y sin el tenía una puerta que no era un pasaje para nadie, bajo cualquier
cual yo hubiese roto con él, pero no había hecho un juramento pretexto que pusiese. Mis dos hijos ocupaban la grande habita-
que restringiese las alegrías o los placeres que él podía encontrar ción próxima. Yo los escuchaba respirar, y podía velar sin inco-
en otra parte. Sentí que me convertía para él en una atadura modar sus sueños. Este boudoir era tan pequeño, que con mis
terrible, o que no era más que una diversión espiritual. Me incli- libros, mis herbarios, mis mariposas y mis piedras (me divertía
né demasiado modestamente hacia esta última opinión, y he sa- siempre con la historia natural sin aprender nada), no había lu-
bido más tarde que me equivoqué No me aplaudí anticipada- gar ni para una cama. La sustituí por una hamaca. Mi despacho
mente por haber puesto fin a la opresión de su corazón y al im- era un armario que se abría como un secreter, donde un grillo,
pedimento de su destino. Lo amé mucho tiempo todavía en si- que la costumbre de verme había acostumbrado, vivió largo tiem-
lencio. Después pensé en él con calma, con reconocimiento y po conmigo. Se alimentaba de mi pan en migajas, que yo tenía
siempre pienso en él con una amistad seria y una estima profun- cuidado de elegirlo blanco, preocupada porque no se envenena-
da. se. Venía a comer sobre mi papel, mientras que yo escribía, des-
No hubo ni explicación, ni reproche, desde que tomó tal pués de lo cual se iba a cantar a un cierto cajón de su predilec-

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ción. Algunas veces caminaba sobre mi escritura y yo me veía más oportunidades de suceso como profesión, y, digámoslo, como
obligada a cazarlo para que no se habituase a beber tinta fresca. medio de vida.
Una noche, al no escucharlo moverse y no verle a mi lado, lo Algunas personas con las que confié al principio, dudaron.
busqué por todas partes. Encontré a mi amigo, pero nada más ¿Podía existir la poesía, me decían, con una preocupación seme-
que a sus dos patas traseras entre las junturas de la ventana. No jante? ¿Ha sido para encontrar una profesión material en suma,
me había dicho que salía a menudo y la criada lo había aplastado para lo que yo he vivido de una manera tan ideal?
al cerrar la ventana. Yo, tenía esa idea desde hacía mucho tiempo. Desde antes
Guardé sus tristes restos en una flor, durante largo tiempo y de mi matrimonio, había sentido que mi situación en la vida, mi
como una reliquia; pero no sabría decir la impresión que ese pequeña fortuna, mi libertad para no hacer nada, mi pretendido
pueril incidente me causó, por su coincidencia con el fin de mis derecho de mandar sobre un cierto número de seres humanos,
poéticos amores. Traté de hacer poesía; había oído decir que el campesinos y domésticos; en fin, mi papel de heredera y de cas-
espíritu bello en todo consuela, pero, al escribir La vida y la muer- tellana, a pesar de sus cortas proporciones y su imperceptible,
te de un espíritu familiar, obra inédita para siempre, me sorprendí importancia, era contrario a mi gusto, a mi lógica y a mis faculta-
más de una vez llorando. Pensaba a pesar de todo en ese peque- des. Hay que recordar cómo la pobreza de mi madre, que la ha-
ño grito del grillo, que es como la voz misma del hogar, y en que bía separado de mí, había influido sobre mi pequeño cerebro y
podía haber cantado mi felicidad real, que había mecido, al me- sobre mi pobre corazón de criatura; como había, en mi interior,
nos, los últimos destellos de una dulce ilusión, y que acababa de rechazado lo hereditario y proyectado durante mucho tiempo
irse para siempre con ella. huir del bienestar con el trabajo.
La muerte del grillo marcó, entonces, como un símbolo, el A estas ideas románticas sucedió, en el comienzo de mi
final de mi estancia en Nohant. Pensaba de otra manera, cam- matrimonio, la voluntad de complacer a mi marido y de ser la
biaba mi forma de vivir, salía, me paseaba mucho durante el mujer de hogar que él deseaba.
otoño. Esbocé una especie de novela que jamás vio la luz; des- Los cuidados domésticos no me han molestado jamás, y no
pués de leerla, me convencí de que no valía nada, pero que po- soy uno de esos espíritus sublimes que no pueden bajar de las
día hacer algo menos malo, y que en suma no era peor que mu- nubes. Vivo mucho en las nubes, ciertamente, y es una razón de
chas otras que hacían vivir bien o mal a sus autores. Reconocí más para que sienta la necesidad de volver a encontrarme a
que escribía rápido, fácilmente, largo tiempo sin fatigarme; que menudo sobre la tierra. Con frecuencia, fatigada y obsesionada
mis ideas, revueltas en mi cerebro, se despertaban y se unían, por mis preocupaciones, habría dicho encantada lo que Panurgo
por la deducción, al correr de la pluma, que, en mi vida de reco- sobre el mar embravecido: «¡Felices aquellos que plantan repo-
gimiento, había observado mucho y entendido muy bien los ca- llos! ¡Tienen un pie en la tierra y otro no lejos del azadón!»
racteres que el azar había hecho desfilar delante de mi, y que, en Pero ese azadón, esa especie de cosa entre la tierra y mi
consecuencia, conocía lo suficiente la naturaleza humana para segundo pie, era justamente lo que yo necesitaba y lo que no
pintarla; en fin, que, de todos los pequeños trabajos de los que encontraba. Hubiera querido una razón, un motivo tan simple
era capaz, la literatura propiamente dicha era el que me ofrecía como la acción de plantar repollos, pero también algo lógico,

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para explicarme a mí misma la meta y el propósito de mi activi- soportado una presión ni sufrido por una avaricia. Mi marido no
dad. Yo veía perfectamente que cuidándome mucho para eco- era avaro, y no me privaba de nada; pero yo no tenía necesida-
nomizar en todas las cosas, como me habían recomendado, no des, yo no deseaba nada fuera de los gastos corrientes estableci-
llegaba a otra cosa que a convencerme de la imposibilidad de ser dos por en la casa, y, contenta por no tener ya ninguna responsa-
económica sin egoísmo en ciertos casos; cuanto más me acerca- bilidad, le entregué una autoridad sin limites y sin control. Él
ba a la tierra, resolviendo el pequeño problema de hacerle dar lo había tomado naturalmente la costumbre de mirarme como a un
mis posible, más veía que la tierra da poco y que aquellos que niño bajo tutela, y no tenía nunca ninguna razón pata enfadarse
tienen poco o poca tierra para cultivar no pueden vivir de su con una criatura tan tranquila.
esfuerzo. El salario era escaso, el trabajo incierto, el cansancio y He entrado en detalles, porque dirá cómo, en medio de esta
la enfermedad demasiado inevitables. Mi marido no era inhuma- vida de religiosa que yo llevaba realmente en Nohant, y, para la
no y no me reservaba nada más que para el detalle de lo que se cual no faltaban ni la celda, ni el voto de obediencia, ni el del
gastaba; pero cuando al cabo de un mes veía mis cuentas, perdía silencio, ni el de la pobreza, la necesidad de existir por mi misma
la cabeza y me la hacía perder a mi diciendo que mi renta no se hizo al fin sentir. Sufría viéndome inútil. No pudiendo asistir
estaba de acuerdo con mi liberalidad, y que él no tenía ninguna de otra manera a las pobres gentes, me había hecho doctora ru-
posibilidad de vivir en Nohant y con Nohant en ese plan. Era la ral, y mi clientela gratuita habla crecido hasta el punto de aplas-
verdad; pero yo no podía tomar sobre mí la responsabilidad de tarme de fatiga. Por economía, me había hecho también un poco
reducir a lo estrictamente necesario las necesidades de aquellos farmacéutica, y cuando volvía de mis visitas, me embrutecía
sobre los cuales yo no gobernaba. No me resistía a nada de lo con la confección de ungüentos y jarabes. No me abandonaba
que me era impuesto o aconsejado, pero no sabía actuar por mi en ese trabajo; ¿qué importaba soñar allí o en otra parte? Pero yo
cuenta. Me impacientaba y era bondadosa. Lo sabían y abusa- me decía que con un poco de mi dinero, mis enfermos hubieran
ban de mí muy a menudo. estado mejor cuidados y mis resultados habrían sido más brillan-
Mi gestión sólo duró un año. Me había pedido no pasar de tes.
los diez mil francos; gasté catorce, de lo cual me sentí tan culpa- Y, después, la esclavitud es algo inhumano que se acepta
ble como un niño descubierto. Ofrecí mi dimisión y la acepta- con la condición de soñar siempre con la libertad. Yo no era
ron. Entregué mi portafolio y hasta renuncié a una pensión de esclava de mi marido, me dejaba libremente con mis lecturas y
mil quinientos francos que me estaba reservada por contrato de mi ocio; pero estaba sujeta a una situación dada, que no depen-
casamiento para mis arreglos. No me hacía falta tanto, y prefería día de él liberármela. Si yo le hubiera pedido la luna, me habría
ser discreta en mis gastos a reclamar más dinero. Después de dicho riendo: «Si tienes con qué pagarla, te la compro»; y si yo
esta época hasta 1831, me quedé sin un centavo, no tomé ni hubiera dicho que deseaba conocer la China me hubiese respon-
cien monedas de la bolsa común sin pedírselas a mi marido, y dido: «Ten dinero, haz que Nohant produzca y vete a la China.»
cuando le pedí que pagara mis deudas personales al cabo de nueve Había sentido más de una vez la necesidad de tener recur-
años de matrimonio, sólo llegaban quinientos francos. sos, por modestos que fuesen, pero de los cuales pudiese yo dis-
No cuento estas pequeñas cosas para quejarme de haber poner sin remordimientos y sin control, para la felicidad de un

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artista, para una limosna bien colocada, para un hermoso libro, cama más tiempo que sobre sus pies, y que dormía con un sueño
para una semana viajando, para un pequeño regalo a una amiga lo bastante profundo como para no darse cuenta de lo que pasa-
pobre, ¡qué sé yo!; para todas esas cositas de las que uno puede ba a nuestro alrededor.
privarse, pero que sin las cuales, sin embargo, no se es hombre o Queriendo franquearme y sustraer a mis hijos de influencias
mujer, sino más bien ángel o bestia. En nuestra ficticia socie- malignas, posibles algún día; segura de que me dejarían alejar-
dad, la ausencia total de dinero constituía una situación imposi- me, con la condición de no pedir la parte de mi herencia, parti-
ble, la miseria espantosa o la impotencia absoluta. La irrespon- ción ilegal, por otra parte, había intentado crearme algún peque-
sabilidad es un estado de servilismo; es una cosa parecida a la ño trabajo. Había intentado hacer traducciones: era demasiado
vergüenza de la prohibición. largo, ponía en ello demasiados escrúpulos y conciencia; tam-
También me, había dicho a mí misma, que llegaría un mo- bién intenté hacer retratos al carbón o a la acuarela en algunas
mento en que ya no podría quedarme en Nohant. Esto se debía horas, pescaba muy bien el parecido, no dibujaba mal mis pe-
por aquel entonces a unas causas pasajeras, pero que a veces queñas cabezas, pero a ese trabajo le faltaba originalidad. Coser,
veía yo agravarse de una manera amenazadora. Hubiera sido lo hacia rápido, pero no veía muy bien, y me di cuenta que eso
preciso echar a mi hermano, quien, agobiado por una pésima sólo me brindaría cuanto más diez monedas por día. ¿Modas...?
gestión de sus propios bienes, había ido a vivir con nosotros por Pensé en mi madre, que no había podido dedicarse a esto por la
economía, y a otro amigo de la casa a quien yo dispensaba, a falta de un pequeño capital. Durante cuatro años, fui tanteando
pesar de su fiebre báquica, una verdadera amistad; un hombre, y trabajando como una negra no haciendo en definitiva nada
que, como mi hermano, tenía corazón y espíritu como para ven- que valiese la pena, con el único fin de encontrar en mí una
der, un día sobre tres, sobre cuatro o sobre cinco, según «el vien- capacidad cualquiera. Por un instante creí encontrarla. Había
to», decían ellos. Porque había «vientos salados» que hacían lle- pintado flores y pájaros de adorno, en composiciones microscó-
var a cabo muchas locuras, «figuras saladas» a quienes no se picas sobre unas tabaqueras y sobre unas cajas de cigarros de
podía encontrar sin tener ganas de beber, y cuando se había be- madera de Spa. Había algunas muy bonitas que el barnizador
bido, uno se encontraba con que, de todas las cosas, el vino era admiró en uno de los pequeños viajes que hice a París para lle-
todavía la más salada. No hay nada más lastimoso que los borra- várselas. Me preguntó si era mi trabajo; le respondí afirmativa-
chos espirituales y buenos; uno no puede enfadarse con ellos. Mi mente, para ver lo que me decía. Me dijo que pondría esos pe-
hermano tenía un vino sensible, y yo me veía forzada a encerrar- queños objetos en su vitrina y que trataría de venderlos. Al cabo
me en mi celda, para que no viniese a llorar toda la noche, las de algunos días, me contestó que había conseguido ochenta fran-
veces en las que no había pasado de una determinada dosis que cos por la caja de cigarros; yo le había dicho, al azar, que quería
le inspiraba deseos de estrangular a sus mejores amigos. ¡pobre por ella cien francos, pensando que no me darían ni uno.
Hipólito! ¡que encantador era en sus buenos días y qué insopor- Me encontré con los empleados de la casa Giroux y les pre-
table en sus malas horas! Además, su mujer vivía también con senté mis muestras. Me aconsejaron ensayar muchos objetos dis-
nosotros, su pobre y excelente mujer, que sólo tenía una felici- tintos, abanicos, cajas de té, cofres, y me aseguraron que ellos
dad en el mundo, la de su salud, tan débil que se pasaba en su me los venderían. Me llevé, entonces, de París una provisión de

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materiales, pero usaba mis ojos, mi tiempo y mi pena en la bús- pantosa. Entonces, no decía nada, ni me preguntaba si entre mi
queda de los detalles. Algunas maderas reaccionaban milagrosa- persona y las creaciones del genio había obstáculos o afinidades.
mente, otras dejaban partirse los dibujos o desaparecer bajo el Miraba, estaba dominada, transportada en un nuevo mundo. Por
barniz. Tuve accidentes que me retrasaron, y, en suma, las mate- la noche, veía pasar delante de mí todas esas grandes figuras,
rias primas costaban tan caras, que con el tiempo perdido y los que, de la mano de los maestros, han adquirido un «cachet» de
objetos estropeados, yo no veía, suponiendo una entrada firme, potencia moral, aún aquellas que no encarnan otra cosa que la
otro dinero que para poder comer un poco de pan. Sin embargo, fuerza o la salud física. Es en la pintura buena que se siente lo
me obstiné; pero la moda de esos objetos pasó a tiempo para que es la vida: es como un resumen espléndido de la forma y de
impedirme, continuar en mis propósitos. la expresión de los seres y las cosas demasiado a menudo ocul-
Y después, a pesar de mí misma, me sentía artista, sin haber tos o flotantes en el movimiento de la realidad y en la aprecia-
jamás pensado en decir que podía serlo. En una de mis estadías ción del que los contempla; es el espectáculo de la naturaleza y
en París, entré un día en el museo de pintura. Sin duda no era la de la humanidad visto a través del sentimiento genial que lo ha
primera vez, pero siempre había visto sin ver, persuadida de no compuesto y colocada en escena. ¡que buena fortuna para un
conocerme y no sabiendo todo lo que se puede sentir sin com- espíritu ingenuo que no lleva frente a semejantes obras ni pre-
prender. Comence a emocionarme singularmente. Volví al día venciones de critica, ni pretensiones de capacidad personal! El
siguiente, al otro también; y, al viaje siguiente, queriendo cono- universo se me revelaba. Veía al mismo tiempo en el presente y
cer una a una todas las obras maestras y darme cuenta de la en el pasado, me volvia clásica y romántica al mismo tiempo, sin
diferencia de las escuelas un poco más que por la naturaleza de saber lo que significaba la querella agitada de las artes. Veía al
los tipos y de los sujetos, me fui misteriosamente sola, desde mundo verdadero surgir a través de todos los fantasmas de mi
que abrieron el museo, y me quedé allí hasta que lo cerraron. fantasía y todas las dudas de mi contemplación. Me parecía ha-
Estaba como pasmada, como clavada delante de los Tizianos, ber conquistado no sé qué tesoro infinito cuya existencia desco-
los Tintoretos, los Rubens. Fue primero la escuela flamenca que nocía. No habría podido decir el qué, no sabía el nombre de lo
me cautivó por la poesía de la realidad, y poco a poco llegue a que yo sentía apresurarse en mi espíritu ardiente y como dilata-
comprender por qué la escuela italiana era tan apreciada. Como do; pero tenía fiebre, y me iba del mundo del museo, perdiéndo-
no tenía a nadie para decirme lo que era bueno, mi admiración me de calle en calle, no sabiendo a donde me dirigía, olvidándo-
creciente tenía todas las trazas de un descubrimiento y yo estaba me de comer, y dándome cuenta de repente de que ya era la hora
muy sorprendida y muy feliz al encontrar en la pintura unos go- de ir a escuchar «Freischutz» o «Guillermo Tell». Entonces, en-
ces iguales a los que había disfrutado con la música. Estaba le- traba en una pastelería, cenaba un bollo, diciéndome con satis-
jos de entender, no había tenido jamás la menor noción seria de facción, delante de la pequeña bolsa que me habían entregado,
este arte, que, no mucho más que los otros, no se revela a los que la ausencia de mi comida me daba el derecho y el medio de
sentidos sin el socorro de las facultades y de la educación espe- ir a un espectáculo.
ciales. Yo sabía muy bien que decir delante de un cuadro: «Juzgo Puede verse que en medio de mis proyectos y de mis emo-
porque veo, y veo porque tengo ojos», es una impertinencia es- ciones yo no había aprendido nada. Había leído historia y algu-

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nas novelas; había descifrado partituras; había echado una mira- ya sobre la confianza en uno mismo, y yo no era tan tonta como
da distraída sobre los periódicos y había cerrado los ojos un poco para contar con mi pequeño genio. Me sentía rica de un fondo
a propósito a las intrigas políticos del momento. Mi amigo Néraud, muy restringido; el análisis de los sentimientos, la descripción
un verdadero sabio, artista hasta la punta de las uñas en la cien- de un cierto número de caracteres, el amor a la naturaleza, la
cia, había tratado de enseñarme botánica; pero, corriendo con él familiarización, si es que pudiera hablar así, con las escenas y las
por el campo, llevando él su caja de hierro blanco, llevando yo a costumbres de la campiña: era suficiente para empezar. «A me-
Mauricio sobre mis hombros, me había entretenido, como de- dida que yo vaya viviendo –me decía–, veré más gentes y cosas,
cían las buenas gentes, nada más que con la mostaza; todavía no extenderé mi circulo de individualidades, agrandaré el cuadro de
había estudiado yo bien mostaza y lo único que sabía era que las escenas y si hace falta que me sumerja en la novela inductiva,
esta planta pertenecía a la familia de las crucíferas. Me distraía que llaman histórica, estudiaré el detalle de la historia, y adivi-
en las clasificaciones y en las clases, por el sol dorando los cam- naré con el pensamiento el de los hombres que ya no viven.»
pos, las mariposas corriendo detrás de las flores y Mauricio co- Cuando mi resolución hubo madurado acerca de probar for-
rriendo detrás de las mariposas. tuna, vale decir, los mil escudos de renta que siempre había so-
Además, me hubiera gustado ver y saber todo al mismo tiem- ñado, declararla y seguirla fue cuestión de tres días. Mi marido
po. Hacía hablar a mi profesor y en todas las cosas, él era brillan- me debía una pensión de mil quinientos francos. Le pedí mi hija
te e interesante; pero con él sólo me iniciaba en la belleza de los y el permiso de pasar en París seis meses al año, con doscientos
detalles, y el lado exacto de la ciencia me parecía arido para mi cincuenta francos por mes de ausencia. No hubo ninguna difi-
frágil memoria. Me penó; mi Malgache, así llamaba yo a Néraud, cultad. Pensó que era un capricho del que me cansaría pronto.
era un admirable, iniciador, y todavía yo estaba en edad de apren- Mi hermano, que pensaba lo mismo, me dijo:
der. Sólo yo podía instruirme de una manera general, que me –¡Tú imaginas vivir en París con una niña sin más de dos-
hubiera permitido entregarme sola en seguida a estudios serios. cientos cincuenta francos por mes! ¡Es demasiado risible, tu que
Me costaba comprender un montón de cosas que él resumía en no sabes ni lo que cuesta un pollo! Volverás antes de los quince
unas cartas encantadoras sobre la historia natural y en unos rela- días con las manos vacías, porque tu marido está decidido a
tos de sus lejanos viajes, que me abrieron un poco el mundo de mostrarse sordo a cualquier demanda de un nuevo subsidio.
los trópicos. He vuelto a encontrar la visión que él me dio de la –Está bien –le respondí–, ensayaré. Préstame por ocho días
isla de Francia escribiendo la novela Indiana, y para no copiar lo el apartamiento que ocupas en tu casa de París, y guárdame a
cuadernos que él reuniera para mí, no he podido hacer otra cosa Solange hasta que tenga yo mi casa. Volveré efectivamente pron-
que tomar sus descripciones e insertarlas en las escenas de mi to.
libro. Mi hermano fue el único que trató de combatir mi resolu-
Es lógico que no aportando a mis proyectos literarios, ni ción. Se sentía un poco culpable del disgusto que mi inspiraba
talento probado, ni estudios especiales, ni recuerdos de una vida mi casa. No quería aceptarlo por si mismo, y lo aceptaba conmi-
superficialmente agitada, ni conocimiento profundo del mundo, go por su cuenta. Su mujer comprendía mejor y me aprobó. Te-
yo no tuviese ninguna especie de ambición. La ambición se apo- nía confianza en mi coraje y en mi destino. Sentía que yo adop-

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taba el único medio de evitar o adoptar una determinación más nizar todo en seguida, pasaron algunos meses, tanto en París
penosa. como en Nohant, antes de, que yo pudiese trasplantar a Solange
Mi hija no comprendía todavía: Mauricio no hubiera com- de, su palacio de Nohant (relativamente hablando) a esta pobre-
prendido si mi hermano no se hubiese tomado el trabajo de de- za sin que ella sufriera, ni lo advirtiese. Todo se arregló poco a
cirle que me iba por mucho tiempo y que tal vez no volvería. poco, y desde que la tuve conmigo, con la comida y el servicio
Pensaba que la pena de mi pobre niño me retendría. Sus lágri- asegurados, pude tranquilizarme, no salir por el día sólo para
mas me partieron el corazón, pero conseguí tranquilizarlo y dar- llevarla a pasear al Luxembourg, y pasar escribiéndo todas las
le confianza en mis palabras. veladas cerca de ella. La providencia vino en mi ayuda. Culti-
Busque un alojamiento y me establecí pronto en el Quai vando una maceta de plantas olorosas en mi balcón, trabé cono-
Saint Michel, en uno de los entresuelos de la gran casa situados cimiento con mi vecina, que, más lujosa, cultivaba un naranjo
en la esquina de la plaza, en la punta del puente, en frente de la en el suyo. Era la señora Badoureau, que vivía allí con su mari-
Morgue. Tenía allí tres pequeñas piezas muy limpias que daban do, instructor primario, y con una encantadora hija de quince
sobre un balcón desde el que yo dominaba una gran parte del años, dulce y modesta rubia de ojos lánguidos, que tomó un
curso del Sena y desde, donde contemplaba los monumentos cariño enorme a Solange. Esta excelente familia me ofreció ha-
gigantescos de Notre-Dame, Saint-Jacques la Boucherie, la cerla jugar con otros niños que iban a tomar lecciones particula-
Sainte-Chapelle, etc. Tenía cielo, agua, aire, golondrinas, verdor res, cuando ella se aburriese del pequeño espacio de mi casa y de
sobre los techos; no me sentía muy bien en el París civilizado, la continuidad de sus idénticos entretenimientos. Eso volvió la
que no hubiera convenido ni a mis gustos, ni a mis recursos, existencia de la niña, no solamente más posible, sino más agra-
pero sí, en el París pintoresco y poético de Víctor Hugo, en la dable, y no hay cuidados y ternuras que esas gentes encantado-
ciudad del pasado. ras no le prodigaran, sin jamás permitirme indemnizarlos, a pe-
Tenía, creo, trescientos francos de alquiler al año. Los cinco sar de que su profesión hubiera convertido la cuestión en lo más
peldaños de la escalera me cansaban mucho, jamás he sabido natural y a la retribución como bien adquirida.
subir; pero era preciso subirlos y a veces con mi robusta hija en Hasta ese entonces, vale decir, hasta que mi hija estuvo con-
los brazos. No tenía criada; mi portera, muy fiel, muy limpia y migo en París, yo había vivido de una forma menos fácil y hasta
muy buena, me ayudó a hacer mis trabajos caseros por quince de una manera inusitada, que respondía, sin embargo, perfecta-
francos al mes. Me hice llevar la comida de un comedor muy mente a mis propósitos.
limpio y muy honesto, por dos francos al día aproximadamente. Había querido leer, pero no tenía ni un libro. Además, era
Enjabonaba y lavaba yo misma la ropa pequeña. Llegué enton- invierno y no es muy económico quedarse en casa, cuando se
ces a encontrar mi existencia posible dentro del limite de mi deben contar los leños. Traté de instalarme en la biblioteca
pensión. Mazarino; pero más hubiera valido que me fuese, creo, a trabajar
Lo más difícil fue comprar muebles. No lo hice con lujo, sobre las torres de Notre Dame, del frío que allí hacía. No pude
como se pudo creer. Me dieron crédito y pagué puntualmente; aguantar, pues soy el ser más friolero que haya existido. Había
pero ese establecimiento, por modesto que fuese, no pudo orga- allí viejos que se instalaban en una mesa, inmóviles, satisfechos,

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momificados, y que no parecían darse, cuenta de que sus narices una habitación siete días de ocho? Ella me había contestado:
azules se cristalizaban. Yo envidiaba ese estado de petrificación: «Es muy posible a mi edad y con mis costumbres; pero, cuando
los miraba sentarse y levantarse como empujados por un resor- era joven y a tu padre le faltaba el dinero, él había pensado ves-
te, para asegurarme de que no estaban hechos de madera. tirme como un muchacho. Mi hermana hizo otro tanto, y nos
Además, estaba todavía ávida de sacarme mi provincianismo íbamos a todas partes, a pie, con nuestros maridos, al teatro; a
de encima y de ponerme al corriente de las cosas, al nivel de las todas partes. Fue una economía importante en nuestros hoga-
ideas y de las formas de mi tiempo. Sentía la necesidad, tenía res».
curiosidad; excepto las obras más notables, yo no conocía nada Esta idea me pareció al principio divertida y después muy
de las artes modernas; tenía sed sobre todo de ver teatro. ingeniosa. habiendo estado vestido de muchacho durante mi in-
Yo sabía que para una mujer pobrera imposible realizar tales fancia, habiendo luego cazado en blusa y polainas con
fantasías. Balzac decía: «No se puede ser mujer en París, a me- Deschartres, no me asombré en absoluto al retomar una vesti-
nos de tener veiticinco mil francos de renta». Y esta pardoja menta que no era nueva ya para mí. En aquella época, la moda
elegante se convertía en una realidad para la mujer que quería ayudaba bastante. Los hombres llevaban largas chaquetas cua-
ser artista. dradas, llamadas «a la propietaria», que caía hasta los talones y
Sin embargo, veía a mis jóvenes amigos de Nohant, mis com- que dibujaban tan poco la figura, que mi hermano, poniéndose
pañeros de la infancia, vivir en París con casi tan poco como yo la suya en Nohant, me había dicho riendo:
y estar al corriente de todo lo que interesa a la juventud inteli- –Es muy bonita, ¿no es cierto? Es la moda y ya no choca. El
gente: los acontecimientos literarios y políticos, las emociones sastre toma las medidas de una garita y sirven ya para todo un
de los teatros y museos, de los clubs y de la calle. Veían todo, regimiento.
estaban en todo. Tenía tan buenas piernas como las de ellos y Me hice hacer, entonces, una chaqueta-garita en grueso paño
esos buenos y pequeños pies del Berry, que han aprendido a ca- gris, con el pantalón y el chaleco iguales. Con un sombrero gris y
minar en los malos caminos, en equilibrio sobre viejos zuecos. una gruesa corbata de lana, parecía un pequeño estudiante de
pero sobre el pavimento de París, yo era como un barco sobre un primer año. No puedo explicar el placer que me causaron mis
vidrio. Los zapatos finos se rompían en dos días, las medias me botas: me hubiera gustado dormir con ellas, como hizo mi her-
hacían caer, no sabía levantar mi vestido, estaba cansada, fatiga- mano cuando era joven y calzó su primer par. Con esos peque-
da, resfriada y veía a los zapatos y vestidos, sin contar los pe- ños talones herrados, me sentía sólida sobre el suelo. Corría de
queños sombreros de terciopelo arruinados por las goteras, con- una punta a otra de París. Me parecía que yo era capaz de dar la
vertirse en ruinas con una rapidez espantosa. vuelta al mundo. Después, mis ropas resistían. Corría en cual-
Yo ya había pensado en esos defectos y en esas experiencias quier tiempo, volvía a cualquier hora, iba al patio de todos los
antes de establecerme en París, y le había planteado el problema teatros. Nadie me miraba, ni dudaban de mi disfraz. Aparte que
a mi madre, que vivía muy elegante y cómodamente con tres mil yo lo llevara cómodamente, la ausencia de coquetería de la ves-
quinientos francos de renta: ¿cómo mantener el arreglo más timenta y del rostro ausentaban toda sospecha. Estaba muy mal
modesto en ese clima tremendo, a menos de vivir encerrada en vestida y tenía un aspecto muy simple (mi aspecto habitual, dis-

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traído y como tonto) para llamar o fijar la atención. Las mujeres mis naves, si tenía algún talento, alguna perseverancia? Jamás
no saben ocultarse, ni aun en el teatro. No quieren sacrificar la había dicho a nadie una palabra sobre el enigma de mi pensa-
finura de su cintura, la pequeñez de sus pies, la gentileza de sus miento; todavía no la había encontrado de una manera segura; y
movimientos, el brillo de sus ojos; y es por todo eso, sin embar- cuando yo hablaba de escribir, era riéndome y burlándome de la
go, es por la mirada sobretodo, que pueden llegar a no ser fácil- cuestión y de mí misma.
mente descubiertas. Hay una manera de deslizarse por todas Sin embargo, una especie de destino me empujaba. Lo sen-
partes sin que nadie vuelva la cabeza, y de hablar sobre un dia- tía invencible y estaba decidida a que lo fuese: no un gran desti-
pasón bajo y sordo que no suene aflautado a los oídos que pue- no, yo era demasiado independiente en mi fantasía para abrazar
den oíros. El resto, para no ser notada como «hombre», sólo hace cualquier género de ambición, pero un destino de libertad moral
falta una costumbre: no distinguirse como mujer. y de aislamiento poéticos en una sociedad en la cual yo sólo
A pesar de que esta rara existencia no tuvo nada de lo que pedía olvido y permiso para dejarme ganar el pan cotidiano sin
yo tuviera que arrepentirme más tarde, la adopté no sin saber los esclavitud.
efectos inmediatos que podía tener sobre las conveniencias y los Quise, no obstante, volver a ver por última vez a mis amigas
arreglos de mi vida. Mi marido la conocía y no la condenaba ni de París. Fui a pasar unas horas al convento. Todo el inundo
impedía. estaba tan preocupado por los efectos de la revolución de julio,
Lo mismo ocurría por parte de mi madre y de mi tía. Yo por la ausencia de alumnas, por la perturbación general de la
estaba, entonces, en regla con las autoridades constituidas de mi cual se desprendían las consecuencias materiales, que no tuve
vida. Pero, en todo el resto del medio en el cual yo había vivido, que hacer ningún esfuerzo para no hablar de mí. Sólo vi un ins-
debía encontrar probablemente más de una critica severa. No tante a mi buena madre Alicia. Estaba ocupada y con mucha
quise exponerme. prisa. La hermana Helena estaba en retiro. Gallinita me paseaba
Quise elegir y saber y conocer las amistades que me serían por los claustros, por las clases vacías, por los dormitorios sin
fieles, así como aquellas que se escandalizarían. A primera vista, camas, por el jardín silencioso, diciendo a cada paso:
yo trataba un buen número de gente cuya opinión me era casi ¡Esto va mal!, ¡esto va muy mal!
indiferente, y a quienes comencé por no dar ningún signo de De mi época, sólo quedaban las religiosas y la buena Marie
vida. En cuanto a las personas que yo amaba realmente y de las Josefa, la brusca y sonriente sirvienta que me pareció la más
que debía esperar alguna reprimenda, me decidí a romper con cordial y la única viva en medio de esas almas preocupadas.
ellas sin decirles nada. «Si me aman –pensaba yo– correrán de- Comprendí que las monjas no pueden y no deben amar con el
trás de mí, y si no lo hacen, olvidaré que existen, pero siempre corazón. Viven de una idea y no dan una verdadera importancia
podré quererlas en el recuerdos; no habrá explicaciones hirien- a otra cosa que no sea las condiciones exteriores que constitu-
tes entre nosotros; nadie dejará de gustar el puro recuerdos de yen el marco necesario a esa idea. Todo lo que turba el orden de
nuestro afecto.» una meditación que necesita una tranquilidad immutable y una
De hecho, ¿qué podían saber ellas de mi meta, de mi porve- seguridad absoluta, es un acontecimiento terrible o, cuando me-
nir, de mi voluntad? ¿Sabían ellas, sabía yo misma, al quemar nos, una crisis difícil. Las amistades exteriores no pueden hacer

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nada por ellas. Las cosas humanas no tienen valor a sus ojos si despertado preguntas sobre mi interior, sobre mis proyectos, sobre
no es en razón de la menor o mayor ayuda que pueden propor- mis disposiciones religiosas. Yo no quería discutir. Hay seres que
cionar a sus condiciones de existencia excepcionales. No extra- se respetan demasiado como para contradecirlos y de los que
ñé más al convento, viendo que allí el ideal estaba sometido a uno no se quiere llevar más que una bendición tranquila.
semejantes eventualidades. La vida de una comunidad es un
mundo fijo, y el cañón de Julio no se había inquietado por la paz ***
de los santuarios.
Yo tenía el ideal alojado en un rincón de mi cerebro, y sólo Volví sin tristeza a mi casa y a mi utopía, segura de dejar
me eran precisos algunos días de completa libertad para hacerlo penas y buenos recuerdos, satisfecha de no tener nada sensible
explotar. Lo llevaba en la calle, con los pies en la nevisca, los que romper.
hombros cubiertos de nieve, las manos en los bolsillos, el estó- La baronesa Dudevant me preguntó por qué me quedaba
mago un poco vacío a veces, pero con la cabeza cada vez más tanto tiempo en París sin mi marido. Le respondí que mi marido
llena de sueños, de melodías, de colores, de formas, de rayos y estaba de acuerdo.
de fantasmas. Ya no era una dama, ya no era tampoco un señor. –Pero, ¿es cierto que tiene la intención de imprimir libros?
Me empujaban sobre la calzada como algo que podía estorbar a –Si, señora.
los caminantes ocupados. Me era igual; yo no tenía ninguna ocu- –¡Vaya! –exclamó ella–, ¡que idea tan extraña! –.Si, señora.
pación. No me conocían, no me miraban, no me regañaban; era –Es algo bello y bueno; pero espero que no figurará su nom-
un átomo perdido en la inmensa muchedumbre. Nadie me decía bre sobre las tapas de los libros impresos.
como en La Châtre: «Allí pasa la señora Aurora; tiene siempre el –¡Oh!, nada de eso, señora no hay peligro.
mismo sombrero y el mismo vestido»; ni como en Nobant: «Allí No hubo otra explicación. Ella partió poco tiempo después
está nuestra señora que monta sobre su gran caballo; debe estar para el Midi, y no la he vuelto a ver nunca.
deprimida para montar así.» En París, no pensaban nada de, mi; El nombre que pondría en las tapas impresas no me preocupó
no me veían. Yo no tenía ninguna necesidad de apresurarme en absoluto. En realidad, había resuelto guardar el anónimo. Una
para evitar las frases triviales, podía hacer toda una novela, sin primer obra fue esbozada por mi, y repasada por completo por
encontrar a nadie que me dijese: «En qué diablos piensa usted?» Jules Sandeau, a quien Delatouche bautizó con el nombre de Jules
Todo esto valía más que una celda, y yo podría haber dicho con Sand. Esta obra trajo otro editor que pidió otra novela con el mis-
René, pero con tanta satisfacción como él pudo decirlo con tris- mo seudónimo. Yo había escrito Indiana en Nohant, quise entre-
teza, que me, paseaba por un desierto de hombres. garla con el seudónimo exigido; pero Jules Sandeau, por modestia,
Después que miré bien, y una vez que repasé y saboreé por no quiso aceptar la paternidad de un libro que le era extraña. Esto
última vez todos los rincones de mi convento y de mis recuerdos no le importaba al editor. El nombre es todo para la venta, y el
queridos, salí diciéndome que ya no pasaría más esa reja, detrás pequeño seudónimo había cuajado, querían mantenerlo a toda
de la cual dejaba mis más santas ternuras en estado de divinidades costa. Delatouche, consultado, zanjó la cuestión por un compro-
sin fierezas y como astros sin nubes; una segunda visita hubiese miso: Sand quedaría intacto y yo elegiría otro nombre que sólo

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GEORGE SAND HISTORIA DE MI VIDA

me serviría a mí. Elegí rápido y sin buscarlo el de George, que ba violentamente todo en mi obra, hasta el nombre con el que
me parecía sinónimo de Berrichon. Jules y George, desconoci- estaba firmando, lo mantuve y continué escribiendo. Lo contra-
dos para el público, pasarían por hermanos o primos. rio hubiese sido una cobardía.
El nombre me fue bien adjudicado, y Jules Sandeau quedó Y en el presente lo mantengo, a pesar de que suponga, como
legítimo propietario de Rose y Blanche y quiso retomar su nombre se ha dicho, la mitad del nombre de otro escritor. Sea. Este escri-
completo, a fin, decía él, de no valerse de mis plumas. En esta tor, lo repito, tiene el talento suficiente para que cuatro letras de
época, era muy joven y le sentaba muy bien mostrarse tan mo- su nombre roben cualquier «tapa impresa», y no me suena mal
desto. Después, ha dado muestras de mucho talento por su cuenta en boca de mis amigos. Es el azar de la fantasía de Delatouche
y ha logrado un verdadero prestigio. Yo he guardado el del asesi- que me lo ha dado. Más todavía: me siento honrada de haber
no de Kotzebue que le había pasado por la cabeza a Delatouche tenido a ese poeta, a ese amigo como padrino. Una familia, cuyo
y que inició mi reputación en Alemania, a tal punto que recibí nombre yo había encontrado adecuado para mí, ha encontrado
cartas de ese país, en las que se me pedía establecer mi parentes- el de Dudevant (que la baronesa nombrada trataba de escribir
co con Karl Sand, como una probabilidad de mucho mayor su- con un apóstrofe), demasiado ilustre y demasiado agradable como
ceso. A pesar de la veneración de la juventud alemana por el para comprometerlo en la república de las letras. Me han bauti-
joven fanático, cuya muerte fue tan bella, confieso que ni se me zado, oscura e inconsciente, entre el manuscrito de Indiana, que
ocurrió escoger como seudónimo ese símbolo del paladín era entonces todo mi futuro, y un billete de mil francos, que eran
iluminista. Las sociedades secretas están en el pasado de mi ima- en aquel momento toda mi fortuna. Fue un contrato, un nuevo
ginación, pero sólo llegan hasta el paladín exclusivamente, y las matrimonio entre el pobre aprendiz de poeta que yo era y la
personas que han creído ver en mi insistencia de firmar Sand y humilde musa que me había consolado de mis penas. Dios me
en la costumbre que ha crecido de llamarme así, una especie de guarde de contrariar lo que he dejado decidir a mi destino.¿ Qué
protesta a favor del asesinato político, se han equivocado por es un nombre en nuestro mundo revolucionado y revoluciona-
completo. Eso no entra en mis principios religiosos, ni en mis rio? Un número para aquellos que no hacen nada, una enseña o
instintos revolucionarios. La moda de la sociedad secreta no me una divisa para los que trabajan o combaten. El que me dieron,
ha parecido nunca una buena explicación de nuestro tiempo y me lo he hecho yo sola con mi labor. Jamás he explotado el tra-
de nuestro país; jamás he creído que pudiese salir otra cosa de bajo de otro, jamás he tomado, ni comprado, ni robado una pági-
entre nosotros que una dictadura, y en mí misma, no he podido na, una línea de quien fuese. De los siete u ochocientos mil fran-
nunca tampoco aceptar el principio dictatorial. cos que he ganado después de veinte años, no me ha quedado
Es, entonces, probable que yo hubiera cambiado de seudó- nada, y hoy, como hace veinte años, vivo al día, de ese nombre
nimo si lo hubiese creído destinado a conquistar una celebridad; que protege mi trabajo y de ese trabajo del que no me he reser-
pero justo en el momento en que la crítica se descargó contra vado ni un céntimo. No creo que haya nadie que tenga que re-
mí, a propósito de la novela élia, me sentí halagada de pasar procharme algo, y, sin estar orgullosa de lo que sea (sólo cumplí
inadvertida en la muchedumbre de plumas de la más humilde con mi deber), mi conciencia tranquila, no ve nada peligroso en
clase. AL ver que, bien a mi pesar, ya no fue así, y que, se ataca- el nombre que la designa y la personifica.

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GEORGE SAND HISTORIA DE MI VIDA

Eramos, entonces, tres Berrichons viviendo en París, Felix cantadoras, a veces risibles, posaban un poco, sin darse cuenta,
Pyat, Jules Sandeau y yo, aprendices literarios, bajo la dirección ante un secretario respetable que, cobijado en los pequeños rin-
de un cuarto Berrichon, el señor Delatouche. Este maestro qui- cones del apartamiento, no olvidaba escuchar y criticar.
so y debió ser un lazo entre nosotros, y sólo deseábamos consti- Yo tenía mi pequeña mesa y una pequeña alfombra cerca de
tuir una familia, de la cual el padre hubiera sido él. Pero su ca- la chimenea; pero no era muy asidua en ese trabajo, del que no
rácter agrio, susceptible y desgraciado traicionó las intenciones entendía nada. Delatouche me agarraba un poco por el cuello
y las necesidades de su corazón, que era bueno, generoso y tier- para hacerme sentar; me daba un tema y un pequeño trozo de
no. Se enredó por turno con nosotros tres, después de habernos papel al que uno debía ajustarse. Yo emborronaba diez páginas
enredado un poco juntos. que tiraba al fuego y en las que no había puesto ni una palabra
He dicho, en un artículo necrológico bastante detallado so- sobre lo que debía tratar. Los otros tenían espíritu, agilidad, faci-
bre el señor Delatouche, lo que había de bueno y de malo en él, lidad. Se reía o se charlaba. Delatouche estaba radiante de caus-
y he podido especificar lo, malo sin faltar en nada al reconoci- ticidad. Yo escuchaba, me entretenía mucho, pero no hacía nada
miento que yo le debía y la viva amistad que le había manifesta- que valiese la pena, y, al cabo de un mes, él me entregó doce
do varios años antes de su muerte. Para mostrar cómo lo malo, francos con cincuenta céntimos o quince francos como máximo
vale decir ese dolor inquieto, esa susceptibilidad malsana, esa por mi colaboración, todavía demasiado bien pagada.
misantropía en una palabra, era fatal e involuntario, sólo tuve Delatouche era admirable por su gracia paternal, y se reju-
que citar fragmentos de sus cartas, o de si mismo, y algunas pa- venecía con nosotros hasta lo infantil. Recuerdos una cena que
labras llenas de gracia y de fuerza, con las que él se adornaba en le dimos en Pinson y un fantástico paseo al claro de luna a través
su grandeza y su sufrimiento. Ya había escrito sobre él, durante del barrio Latino. Nos seguía con un pino que había recogido
su vida, con el mismo sentimiento de cariño y afecto. Jamás he para ir a no sé dónde y que guardó hasta medianoche sin poder
tenido nada que reprocharme a su respecto, ni siquiera la som- desembarazarse de nuestra enloquecida compañía. Ibamos sin
bra de una equivocación, y no habría sabido nunca cómo y por meta fija y queríamos demostrarle intencionadamente que esa
qué yo no le gustaba, si no hubiera visto por mí misma, en el era la manera más agradable de pasearse. Le gustó bastante, pues
declive rápido de su vida, lo profundamente prisionero que esta- cedió sin lucha. El cochero del coche de alquiler, víctima de
ba de una hipocondría sin recursos. nuestras picardías, había tomado el asunto con paciencia, y re-
É1 me hizo justicia al ver que era justa con él, vale decir, cuerdos que llegados no sé por qué ni cómo a la montaña.
que estaba lista para correr hacia él si me hubiese abierto los Sainte Geneviéve, como él iba muy lentamente por la calle
brazos, sin acordarme de sus cóleras y de sus injusticias mil ve- desierta, nos comenzamos a entretener, atravesando el coche,
ces reparadas, según yo, por un impulso, por un arrepentimiento, en fila india, dejando las puertas y los estribos abiertos, y can-
por una lágrima de su corazón. tando no sé que canción con un tono lúgubre: tampoco recuerdo
Delatouche había comprado el Fígaro y lo hacía casi él solo, por qué todo eso nos divertía y por qué Delatouche se reía tanto.
en un rincón del fuego, conversando, ya con sus redactores, ya Se me ocurre que era por la alegría de sentirse tonto una vez en
con las numerosas visitas que recibía. Estas visitas, a veces en- su vida. Pyat tenía un propósito: dar una serenata a los carnice-

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ros del barrio; y se iba de carnicería en carnicería cantando a Uno de mis amigos que conocía un poco a Balzac me lo
grito pelado: «Un carnicero es una rosa.» había presentado, no como a una musa departamental, sino como
Fue la única vez que vi a Delatouche verdaderamente ale- a una buena persona de provincias muy maravillada de su talen-
gre, porque su espíritu, habitualmente satírico, tenía un fondo to. Era la verdad. A pesar de que Balzac no había todavía produ-
depresivo que convertía a menudo a su manera de ser en algo cido sus obras maestras en esta época, yo estaba impresionada
mortalmente triste. por su forma nueva y original y le consideraba ya como un maes-
–Son felices! –me decía– dándome el brazo, mientras que tro digno de estudio. Balzac había sido, no desagradable como
los demás corrían adelante; ¡no han bebido nada más qua agua Delatouche, sino también excelente, con más plenitud e igual-
roja y están borrachos! ¡Qué buen vino el de la juventud!, ¡y qué dad de carácter. Todo el mundo sabía cómo el contento de sí
bella risa la de aquel que no tiene ningún motivo! ¡Ah, si uno mismo –contento tan bien fundado que se le perdonaba– le des-
pudiera divertirse así dos días seguidos, pero enseguida que uno bordaba, cómo le gustaba hablar de sus obras, contarlas, hacer-
sabe por qué y de qué se divierte, ya no lo hace más, se tienen las charlando, leerlas en borradores o en las pruebas. Ingenuo y
ganas de llorar! buen muchacho como nadie, pedía consejo a los niños, no escu-
El gran temor de Delatouche era el de envejecer. No podía chaba la respuesta, o se servía de ella para combatirla con la
resignarse y decía: obstinación de su superioridad. No enseñaba jamás, hablaba de
–No se tienen cincuenta años, se tienen dos veces veinticin- él, de él solamente. Una sola vez se olvidó de él y habló de
co años. Rabelais, que yo no conocía todavía. Estuvo tan maravilloso,
A pesar de esa resistencia, era más viejo de lo que aparenta- tan encantador, tan lúcido, que nos decíamos al abandonarlo:
ba. Ya enfermo, y agravando su mal con la impaciencia con que «Si, sí, decididamente, tendrá todo el porvenir que sueña; com-
lo soportaba, tenía, a menudo, por la mañana, –un humor irasci- prende demasiado bien lo que no le va, para no cuidar en extre-
ble delante del cual yo me escurría sin decir nada. Después, me mo su gran personalidad.»
llamaba o me iba a buscar, tratando de borrar con mil gracias la Vivía entonces en la calle Cassini, en un pequeño entresue-
pena que había causado. lo muy alegre, al lado del observatorio. Fue por él o en su casa,
Cuando más tarde he buscado la causa de su repentina aver- creo, que conocí a Emmanuel Arago, un hombre que debería
sión me dijeron que había estado enamorado de mí, celoso y convertirse en un hermano para mí y que en ese entonces era
herido por no haber sido jamás adivinado. Esto no es cierto. Yo todavía un niño.
le despreciaba al principio, porque me había prevenido el señor Hice amistad con él, dándome grandes aires de abuela, por-
Duris Dufresne. que era todavía tan joven que sus brazos crecían durante el año
Era un amigo, y sobre todo un maestro celoso por naturale- más de lo que sus mangas toleraban. Sin embargo, había escrito
za, como el viejo Porpora que he escrito en una de mis novelas. ya un volumen de versos y una pieza de teatro muy espiritual.
Cuando él había incubado una inteligencia, desarrollado un ta- En una bella mañana, Balzac, habiendo vendido muy bien
lento, no podía soportar que otra inspiración o que otra ayuda la Piel de zapa, despreció su entresuelo y quiso abandonarle; pero,
que la suya osase aproximarse. después de reflexionar, se contentó con transformar sus peque-

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ñas habitaciones de poeta en un conjunto de boudoirs de marque- los más recalcitrantes. Hablaba de él con una aversión espanto-
sa, y, un buen día, nos invitó a tomar helados en sus muros forra- sa. Balzac había sido su discípulo, y su ruptura, de la cual el
dos de seda y bordados con puntillas. Todo esto me hizo reír último jamás supo el motivo, estaba todavía demasiado fresca y
mucho; yo no creía que él tomaba en serio esa necesidad de un sangrante. Delatouche no daba ninguna razón buena de su re-
«lujo vano» y pensaba que todo eso para él era una especie de sentimiento, y Balzac me decía a menudo:
fantasía pasajera. Me equivocaba, sus necesidades de imagina- –¡Cuídate!; verás que una buena mañana, sin que te des cuen-
ción coqueta se convirtieron en las tiranas de su vida, y para ta, sin saber por qué, encontrarás en él a un enemigo mortal.
satisfacerlas, sacrificó a menudo el más elemental bienestar. Delatouche me disgustó al denigrar a Balzac, que hablaba
Desde entonces, vivía un poco así, faltándole de todo y priván- de él con un pesar y una dulzura encantadores; pero Balzac du-
dose hasta de la sopa y del café antes que de la plata y de la daba y creía firmemente en una enemistad irreconciliable. Se
porcelana de China. equivocaba, porque con el tiempo, podían haberse reconciliado.
Reducido prontamente a expedientes fabulosos para no se- Entonces era demasiado pronto. Traté en vano varias veces
pararse de las cosas que alegraban su vista, artista fantástico, de sugerirle a Delatouche lo que podía acercarlos. La primera
vale decir niño con sueños dorados, vivía con su cerebro en el vez saltó hasta el techo.
palacio de las hadas; hombre obstinado, a pesar de todo, acepta- –Entonces, ¿lo has visto? –gritó–; ¿lo ves? ¡Sólo faltaba esto!
ba voluntariamente todas las inquietudes y todos los sufrimien- Creí que me tiraba por la ventana. Se calmó, enfurruñado,
tos antes de no forzar a la realidad para guardar las cosas de sus volvió y terminó por «aceptar a mi Balzac», Al ver que esa sim-
sueños. patía no se llevaba la que él reclamaba. Pero a cada nueva rela-
Pueril y poderoso, siempre envidiando cualquier «bibelot», y ción literaria que yo debía establecer o aceptar, Delatouche vol-
nunca celoso de cualquier gloria, sincero hasta la modestia, jac- vía a la misma cólera, y aun los indiferentes le parecían enemi-
tancioso hasta la habladuría, confiando en sí mismo y en los gos si él no me los había presentado.
demás, muy expansivo, muy bueno y muy loco, con un santuario Yo hablaba muy poco de mis proyectos literarios con Balzac.
de razón interior en el que entraba para dominar todo en su obra, No hubiera creído o no pensó siquiera si yo era capaz de algo.
cínico hasta la castidad, borracho al beber agua, intemperante No le pedí sus consejos, ya que me dijo que los guardaba para sí
por su trabajo y sobrio en otras pasiones, positivo y romántico mismo; y esto, tanto por una modestia ingenua como por una
con un exceso parecido, crédulo y exótico, lleno de contrastes y egoísta ingenuidad; porque sabía ser modesto bajo la apariencia
de misterios, así era el joven Balzac, ya inexplicable para cual- de la presunción, más tarde lo he reconocido, con una sorpresa
quiera que se cansase de un estudio demasiado constante sobre agradable; y en cuanto a su egoísmo, también tenía sus reaccio-
él mismo, en el que condenaba a sus amigos, y que todavía no nes de entrega y de generosidad.
parecía a ninguno tan interesante como lo era realmente. Su trato era muy agradable, un poco fatigante en las frases,
En efecto: en esta época, muchos jueces, competentes por que yo no sabía responder bien, variando los sujetos de la con-
otra parte, negaban el genio de Balzac o, al menos, no lo creían versación; pero su alma era de una gran serenidad y en ningún
destinado a una tan asombrosa carrera. Delatouche era uno de momento me pareció malvado. Subía con su gordo vientre los

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escalones de la casa del Quai Saint Michel y llegaba resoplando, muy cómoda con él; una conversación literaria con un desconoci-
riendo y cantando sin tomar aliento. Agarraba los papeles de mi do me hubiera intimidado horriblemente.
mesa, los miraba y tenía la intención de enterarse de lo que eran; He dicho que Delatouch era desesperante. Era así por su
pero inmediatamente, pensando en la obra que estaba a punto culpa y trataba de que todo lo que hacía no le gustase. De tiem-
de comenzar, se ponía a contarla, y, en suma, yo encontraba esto po en tiempo, leía sus novelas antes de su publicación, con más
más instructivo que todas las prisas que Delatouche, interrogador discreción e intimidad que Balzac, pero con más complacencia
desesperante, daba a mi fantasía. si veía que lo escuchaban con atención. Por ejemplo, no se podía
Una noche que habíamos cenado en la casa de Balzac de una mover un mueble, temblar o estornudar en esos momentos, en
manera extraña, pues creo que la cena se compuso de buey coci- seguida se interrumpía para preguntar, con una solicitud educa-
do, de un melón y de champaña helada, se fue a poner una hermo- da, si se estaba enfriado o si se tenía alguna inquietud en las
sa bata nueva, para mostrárnosla con una alegría de niña, y quiso piernas; y fingiendo haber olvidado su novela, se hacía mucho
salir vestido así, con una candela en la mano, para conducirnos rogar para aparentar buscarla y volverla a encontrar. Tenía mil
hasta la reja del Luxemburgo. Era tarde, el lugar estaba desierto, y veces menos talento para escribir que Balzac; pero como tenía
yo le dije que lo asesinarían cuando volviese a su casa. más capacidad para deducir sus ideas con palabras, lo que leía
–En absoluto –me dijo–, si me encuentro con unos ladro- admirablemente parecía realmente buenísimo, mientras que lo
nes, me tomarán por un loco, y tendrán miedo de mí, o por un que Balzac contaba de una manera a menudo imposible, no re-
príncipe, y entonces me respetarán. presentaba a veces otra cosa que una obra imposible. Pero cuan-
Hacía una noche encantadora. Nos acompañó así, llevando do la obra de Delatouche estaba impresa, se buscaban en vano
su candela, hablando de los cuatro caballos árabes que todavía el encanto y la belleza de lo que se había escuchado, y cuando se
no poseía, que pronto tendría, que jamás ha tenido y que creyó leía a Balzac ocurría todo lo contrario. Balzac sabía qué exponía
firmemente poseer durante algún tiempo. Si lo hubiéramos deja- mal, con fuego, con espíritu, pero sin orden y sin claridad. Tam-
do, nos habría conducido hasta la otra punta de París. bién prefería leer con el manuscrito en la mano, y Delatouche,
Yo no conocía otras celebridades y tampoco deseaba cono- que hacía cien novelas sin escribirlas, no tenía casi nunca nada
cerlas. Hallaba una oposición tan grande de ideas, de sentimien- para leer; o a veces algunas páginas que no expresaban su pro-
tos y de sistemas entre Balzac y Delatouche, que temía perder mi yecto y que le entristecían visiblemente. No tenía facilidad; tam-
pobre cabeza en un caos de contradicciones si prestaba atención a bién, le horrorizaba la fecundidad y lanzaba contra la de Balzac
un tercer maestro. Vi, en aquella época, una sola vez, a Jules Janin (sin pensar en la de Walter Scott, a quien adoraba) las invectivas
para pedirle un favor. Ha sido el único paso que he dado jamás más burlonas y las comparaciones más medicinales.
hacia la crítica y como no era para mí, no tuve ningún escrúpulo. Siempre he pensado que Delatouche gastaba demasiado ta-
Encontraba en él a un buen muchacho sin afectación y sin ningu- lento en palabras. Balzac sólo gastaba su locura. Arrojaba allí su
na vanidad, teniendo el buen gusto de no demostrar su espíritu sin plenitud y guardaba su sabiduría profunda para su obra.
necesidad y hablando siempre de sus perros con más amor que de Delatouche se iba en demostraciones excelentes, y, aunque rico,
sus escritos. Como yo amo también a los perros, me encontraba no lo era suficientemente como para mostrarse generoso.

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Yo hubiera pecado de tonta no escuchando todo lo que Al fin, comencé Indiana, sin proyecto ni esperanzas, sin nin-
Delatouche me decía; pero ese perpetuo análisis de todas las gún plan, poniendo resueltamente en la puerta de mi recuerdos
cosas, esa disección de los otros y de sí mismo, toda esa crítica todo lo que se me presentaba como precepto o como ejemplo, y
brillante y a menudo justa, que se centraba en la negación de sí no cayendo en el estilo de los otros ni en mi propia individuali-
mismo y de los demás, entristecía singularmente mi espíritu, y dad para realizar el personaje y los tipos. Se ha dicho mucho que
tanta prevención comenzó a cansarme. Yo aprendía todo lo que Indiana era mi persona y mi historia. No es cierto. He pintado
no se podía hacer, pero no lo que había que hacer, y así pedía muchos tipos de mujeres, y creo que cuando se haya hecho esta
toda la confianza en mí. exposición de impresiones y reflexiones de mi vida, se verá bien
Reconocía, reconozco todavía, que Delatouche me sirvió que jamás me he puesto en escena con los rasgos de ciertos tipos
de mucho conduciéndome a la duda. En esta época se hacían las femeninos. Soy demasiado romántica para haber visto una he-
más extrañas cosas literarias. Las excentricidades del genio de roína de novela en mi espejo. Jamás me he encontrado, ni dema-
Victor Hugo, joven, habían emborrachado a la juventud, aburri- siado bella, ni demasiado amable, ni demasiado lógica en el con-
da de las viejas arengas de la restauración. Ya no se encontraba junto de mi carácter y de mis acciones para prestarme a la poesía
romántico a Chateaubriand; se buscaban títulos imposibles, asun- o al interés, y para esto habría tenido que embellecerme y dra-
tos desagradables, y, en esta carrera rimbombante, hasta las gen- matizar mi vida. Con este trabajo no hubiese nunca llegado a
tes de talento se plegaban a la moda y, cubiertos de oropeles hacer nada. Mi «yo», al enfrentarme, siempre me ha enfriado.
extraños, se lanzaban a la lucha. Lejos estoy de afirmar que un artista no tiene el derecho de
Estuve tentada de hacer lo mismo, ya que los maestros me da- pintarse y contarse, y cuanto más se corone con las flores de la
ban el mal ejemplo, y buscaba rarezas que no hubiese podido jamás poesía para mostrarse ante el público, mejor hará, si tiene la sufi-
llevar a cabo. Entre los críticos del momento que se resistían a ese ciente habilidad para que no se le reconozca demasiado bajo este
cataclismo, Delatouche poseía discernimiento y gusto sobre lo que disfraz, o si es lo bastante bella, para que la nueva vestidura no le
había de bueno y de malo en las dos escuelas. Me retenía sobre esta haga ridículo. Pero, en lo que me concierne, yo era de una tela
cuesta resbaladiza con burlas cómicas y avisos serios. Pero, de in- demasiado abigarrada como para prestarme a una idealización
mediato, me arrojaba sobre unas dificultades inextricables. cualquiera. Si yo hubiera querido mostrar el fondo serio, habría
–Huye, de todo esto –me decía–. Sírvete de tu propio fon- contado una vida que hasta ese entonces tenía más parecido con
do; lee en tu vida, en tu corazón; da tus impresiones. la del monja Alexis (en la novela poco recreativa Spiridion) que
Y cuando estábamos hablando de cualquier cosa, me decía: con la de Indiana, la criolla apasionada. O bien, si hubiese tomado
–Eres demasiado absoluta en tus sentimientos, tu carácter la otra cara de mi vida, mis necesidades infantiles, alegres, de ton-
está, demasiado apartado; no conoces ni al mundo ni a los indi- tería absoluta, habría hecho un tipo tan poco parecido que no
viduos. No has vivido ni pensado como todo el mundo. Tienes hubiese encontrado nada para que él lo expresara, ni hubiese con-
un cerebro vacío. seguido hacerte realizar acciones con un cierto sentido común.
Yo me deda que él tenía razón y me volví a Nohant, decidi- No tenía la menor teoría cuando comencé a escribir, y no
da a fabricar cajas de té y tabaqueras de Spa. creo haberla tenido jamás cuando un deseo novelesco me ha

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puesto la pluma en la mano. Esto no impide que mis instintos no conducen a la misma meta. Yo también amo a los seres excep-
me hayan creado la teoría que establecí, que he seguido general- cionales, soy uno de ellos. Me hace falta, por otra parte, para
mente sin darme cuenta, y que, en el momento en que escribo, hacer resaltar a mis seres vulgares, y no les sacrifico jamás sin
está todavía discutiéndose. necesidad. Pero estos seres vulgares me interesan más que a ti.
Según esta teoría, la novela sería una obra de poesía y de Los engrandezco, los idealizo, en sentido inverso, en su horror y
análisis. Serían necesarias situaciones verdaderas y caracteres en su tontería. Doy a sus deformidades proporciones espantosas
auténticos, hasta reales, agrupándose alrededor de un tipo desti- o grotescas. Tu, tu no sabrías hacerlo; haces bien al no mirar a
nado a resumir el sentimiento o la idea principal del libro. Este esos seres y a esas cosas que te proporcionarían pesadillas. Idea-
tipo representa generalmente la pasión del amor, porque casi liza en lo bello y en lo hermoso; es obra de mujer.
todas las novelas son historias de amor. Según la teoría, anun- Todavía vivía en el Quai Saint-Michel con mi hija cuando
ciada (y es aquí cuando comienza), hay que idealizar el amor, el apareció Indiana (creo que fue en mayo de 1832). En el interva-
tipo, por consecuencia, y no temer darle todas aquellas poten- lo del pedido a la publicación, había escrito Valentina y comen-
cias cuya aspiración está en uno mismo, o todos aquellos dolo- zado élia. Valentina apareció dos o tres meses después de India-
res que se han visto o que se han sentido. Pero, en ningún caso, na, y este libro fue también escrito en Nohant, adonde yo iba
hay que avalarlo con el azar de los acontecimientos; es preciso siempre regularmente a pasar unos tres meses.
que muera o triunfe, y no debe temerse otorgarle una importan- Delatouche subió a mi entresuelo y encontró el primer ejem-
cia excepcional en la vida, fuerzas por encima de lo vulgar, en- plar de, Indiana, que el editor Ernest Dupuy acaba de enviarme,
cantos o sufrimientos que sobrepasen absolutamente lo común y sobre cuya tapa estaba yo poniendo precisamente su nombre.
en las cosas humanas, y hasta un poco lo admitido por la mayo- Lo cogió, lo sopesó, le dio vuelta, curioso, inquieto, burlón so-
ría de las inteligencias. bre todo en ese día. Yo estaba en el balcón; quise llamarle, ha-
En resumen; la idealización del sentimiento que hace el per- blar de otra cosa, no hubo medio. Quería leer y leyó, y a cada
sonaje, dejando al arte del escritor el cuidado de colocar a este hoja exclamaba:
personaje en unas condiciones y en un cuadro de realidad más o –¡Entonces, es una imitación! ¡La escuela de Balzac! Imita-
menos sensible para hacerlo sobresalir, si lo que se pretende es- ción, ¿qué quieres? Balzac, ¿qué quieres?
cribir es una novela. Vino al balcón con el volumen en la mano, criticándome
¿Es cierta esta teoría? Creo que sí; pero no es, no debe ser palabra por palabra, demostrándome por a más b que había co-
absoluta. Balzac, con el tiempo, me ha hecho comprender, por piado el estilo de Balzac, y que con ello no había conseguido ser
la variedad y la fuerza de sus concepciones, que se puede sacri- ni Balzac ni yo misma.
ficar la idealización del personaje a la descripción verdadera, a Yo no había buscado ni evitado esta imitación artística, y no
la crítica de la sociedad y de la misma humanidad. me parecía que el reproche estaba fundado. Esperé, para conde-
Balzac resumía completamente esto cuando me decía: narme yo misma sin mi juez, quien ya se llevaba el libro después
–Buscas al hombre tal y como debería ser; yo le tomo tal y de haberlo hojeado por completo. A la mañana siguiente, cuan-
como es. Créeme, los dos tenemos razón. Estos dos caminos do me desperté, recibí esta nota: «George, quiero pedirte per-

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dón; me arrodillo delante de ti. Olvida mis críticas de ayer por la ta, historiador, filósofo, crítico, viajante, etc., ha pasado por las
noche, olvida todas las críticas que te he hecho y dicho desde manos de Buloz, hombre, inteligente que no sabe manifestarse,
hace seis meses. Pasé la noche leyéndote. ¡Qué contento estoy pero que posee una gran finura bajo su aspecto rudo. Es muy
de ti, criatura!» fácil, demasiado fácil, burlarse de este genovés testarudo y bru-
Creía que todo mi éxito se limitaría a esta nota paternal y ni tal. Él mismo se deja llevar con gentileza cuando no está de mal
esperaba la rápida y nueva petición del editor que pedía Valentina. humor, pero lo que no es nada fácil es el no dejarse persuadir o
Todos los periódicos hablaron del señor George Sand con elo- gobernar por él. Ha tenido por diez años los cordones de mi
gio, insinuando que la mano de una mujer había debido deslizar- bolsa y, en nuestra vida de artistas, esos cordones, que no se
se aquí y allí para revelar al autor ciertas delicadezas del corazón abren para darnos algunas horas de libertad, si no es a cambio
y del espíritu, pero declarando que el estilo y las apreciaciones del mismo número de horas de esclavitud, son el hilo de nuestra
tenían demasiada virilidad para no ser la obra de un hombre. misma existencia. En esta larga asociación de intereses he en-
Estaban todos un poco Kératry. viado diez mil veces a mi Buloz al diablo, pero le he hecho enfa-
Todo eso no me causó ninguna preocupación, pero hizo su- dar tanto que seguimos igual. Por otra parte, a pesar de sus exi-
frir a Jules Sandeau en su modestia. He dicho ya que ese éxito le gencias, de sus durezas y de sus sondeos, el déspota Buloz tiene
llevó a retomar su nombre completo y a renunciar a los proyec- momentos de sinceridad y de verdadera sensibilidad, como to-
tos de colaboración que ya habíamos considerado entre los dos dos los caprichosos. Se parecía a veces a mi pobre Deschartres,
como imposibles. La colaboración es todo un arte que no pide por ello le he soportado tanto tiempo en su conducta malvada,
solamente, como se cree, una confianza mutua y buenas relacio- entremezclada con movimientos e intentos de amistad cándida.
nes, sino una habilidad particular y una coincidencia en los pro- Nos hemos enredado, nos hemos odiado. He reconquistado mi
cedimientos ad hoc. Porque el uno y el otro éramos demasiado libertad sin daño recíproco, resultado al que hubiéramos llegado
nuevos para repartirnos el trabajo. Cuando lo ensayábamos, su- sin proceso si él hubiese podido evitar su testarudez. Le he vuel-
cedía que cada uno de nosotros volvía a hacer por completo el to a ver poco tiempo después, llorando a su hijo mayor, que
trabajo del otro, y esta repetición sucesiva hacia de nuestra obra acababa de morir en sus brazos. Su mujer, que es una persona
el tejido de Penélope. distinguida, la señora Blaze, me había llamado cerca de ella en
Por la venta de cuatro volúmenes de Indiana y Valentina, me ese momento de supremo dolor. Les tendí mis manos sin recor-
vi con tres mil francos que me permitían una tranquilidad en mi dar la reciente guerra, y no la he vuelto a recordar después. En
presupuesto, tener una criada y permitirme una mayor comodi- toda amistad, por más turbulenta e incompleta que sea, hay la-
dad. La Revue des Deux-Mondes acababa de ser comprada por el zos más fuertes y más durables que nuestras luchas de interés
señor Buloz, quien me pidió novelas. Hice para esa colección material y nuestras cóleras de un día. Creemos detestar a perso-
Métella, y no sé qué más. nas que amamos siempre a pesar de todo. Cantidades de dispu-
La Revue des Deux-Mondes estaba copada por lo mejor de los tas nos separaban a los dos; una palabra bastaba, a veces, para
escritores de aquella época. Excepto uno o dos, tal vez, todo el hacernos franquear esas disputas. Estas palabras de Buloz: « ¡Ah!,
que ha conservado un nombre como publicista, poeta, novelis- George, ¡qué desgraciado soy!», me hicieron olvidar todas las

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cuestiones de cifras y de procedimientos. Y él también, en otros con menos delicadeza y gracia, pero con más profundidad. A pri-
tiempos, me había visto llorar, y no me había abandonado. Soli- mera vista, era un poco también como él, gordo y con un rostro
citada muchas veces después para entrar en campañas contra muy fino bajo una máscara pesada. Pero Delatouche se embelle-
Buloz, me he negado de raíz, sin vengarme de él, aunque la crí- cía, en ocasiones, con su repentina melancolía, y Beyle siempre
tica de la Revue de Deux-Monde continuó diciendo que yo había era satírico o burlón en cualquier momento en que uno le mirase.
tenido mucho talento mientras había trabajado con ella, porque Conversé con él parte del día y le encontré muy amable. Se burló
después de mi ruptura, ¡ay! ...¡ingenuo Buloz! ¡me es igual! de mis ilusiones sobre Italia, asegurándome que me cansaría rápi-
A propósito de los Cuentos graciosos, que aparecieron hacia la do y que los artistas en busca de lo bello en ese país eran unos
misma época, tuve una discusión con Balzac, y como él quería verdaderos cretinos. Yo no le creí, al ver que estaba harto de su
leerme, a pesar mío, unos fragmentos, casi le tiré su libro a la exilio y que volvía a disgusto. Se burló, con mucha gracia, del tipo
nariz. Recuerdo que, como le traté de gordo indecente, él me italiano, que no podía sufrir y con el que era muy injusto. Me pre-
trató de pudorosa y salió gritándome en la escalera: dijo sobre todo un sufrimiento que no sufrí nunca, una ausencia
–¡No ores otra cosa que una idiota! de conversación agradable y de todo lo que, según él, constituía la
Pero sólo conseguimos ser mejores amigos, dado que Balzac vida intelectual, los libros, los periódicos, las noticias, la actuali-
era verdaderamente tierno y bueno. dad, en una palabra. Comprendí lo qué le faltaba a un espíritu tan
Después de algunos días pasados en el bosque de encantador, tan original y tan snob, lejos de las relaciones que po-
Fontainebleau, yo deseaba conocer Italia, de la que tenía sed dían apreciarlo y excitarlo. Se jactaba sobre todo de un desdén por
como todos los artistas y que me satisfizo en un sentido opuesto toda vanidad y trataba de descubrir en cada interlocutor alguna
al que yo esperaba. Me cansé rápidamente de ver cuadros y mo- pretensión para rebatirla con el fuego de su burla. Pero no creo
numentos. El frío me dio fiebre, después el calor me aplastó y la que fuese malo; se esforzaba demasiado en parecerlo.
belleza del cielo terminó por fastidiarme. Pero la soledad surgió Todo lo que me anunció sobre el aburrimiento y el vacío
para mi en un rincón de Venecia, y allí me hubiera encadenado intelectual en Italia me halagó en lugar de asustarme, porque yo
por mucho tiempo si hubiese tenido a mis hijos conmigo. No iba allí, como a todas partes, huyendo del bello espíritu que él
referiré aquí, estén seguros, ninguna de las descripciones que he me atribuía.
publicado ya en las Cartas de un viajero, o en varias novelas cuyo Comimos con otros pasajeros en un pésimo albergue del pue-
escenario ha sido Italia y Venecia particularmente. Daré sola- blo, porque el piloto del vapor no se atrevía a franquear el puente
mente sobre mí misma algunos detalles que tienen naturalmente Saint-Esprit durante la noche. Estuvo allí locamente alegre, se
un lugar en este relato. condujo razonablemente y, bailando alrededor de la mesa con sus
Sobre el barco a vapor que me condujo de Lyon a Avignon, gruesas botas forradas, se volvió un poco grotesco y nada bello.
me encontré con uno de los más notables escritores de ese tiem- En Avignon nos condujo a ver la gran iglesia, muy bien si-
po, Beyle, cuyo seudónimo era Stendhal. Era cónsul en Civita- tuada, en la que, en un rincón, un viejo Cristo en madera pinta-
Vecchia y volvía a su puesto, después de una corta estancia en da, de tamaño natural y verdaderamente horrible, fue para él
París. Era brillante y su conversación recordaba la de Delatouche, materia de los apóstrofes más increíbles. Esos simulacros que

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los meridionales apreciaban, le horrorizaban, pues no había en Alfred de Musset sufrió más gravemente que yo el efecto
ellos, según él, otra cosa que la fealdad bárbara y la desnudez del aire de Venecia, que castiga a muchos extranjeros. Se enfer-
cínica. Tenía ganas de dar puñetazos a la imagen. mó gravemente y la fiebre tifoidea le puso a dos dedos de la
No vi con pena que Beyle tomara el camino de tierra para muerte. No fue solamente el respeto debido a un genio lo que
llegar a Genes. El mar le atemorizaba, y mi propósito era llegar me inspiró por él una gran solicitud y que me dio, a mi que esta-
rápidamente a Roma. Nos separamos después de algunos días ba muy enferma también, fuerzas inesperadas; eran también los
de relación divertida; pero, como el fondo de su espíritu traicio- aspectos encantadores de su carácter y de sus sufrimientos mo-
naba el gusto, la costumbre o el sueño de lo obsceno, confieso rales que de ciertas luchas entre su corazón y su imaginación
que me cansó, y que si hubiese tomado, el camino marítimo yo crecían sin cesar en ese organismo de poeta. Pasé diecisiete días
habría tal vez tomado el de la montaña. Era, por otra parte, un a su cabecera sin tomarme más de una hora de reposo en veinti-
hombre eminente, con una sagacidad más ingeniosa que justa en cuatro. Su convalecencia duró casi ese tiempo, y cuando partió,
todas las cosas por él apreciadas, con un talento original y ver- recuerdo que la fatiga produjo en mí un efecto singular. Le había
dadero, escribiendo mal, y hablando, sin embargo, de tal manera acompañado muy temprano, en góndola, hasta Mestre, y volvía
como para impresionar e interesar vivamente a sus lectores. a mi casa por los pequeños canales del interior de la ciudad.
Todos esos canales estrechos, que sirven de cables, están atra-
*** vesados por pequeños puentes de un solo arco para el pasaje de
los peatones. Mi vista estaba tan cansada por las veladas, que
Venecia era la ciudad de mis sueños, y todo lo que yo había veía todos los objetos atravesados, y particularmente esas filas
imaginado sobre ella se me quedó corto al verla, por la mañana y de puentes que se presentaban delante de mi como arcos pues-
por la noche, por la calma de los días hermosos y por el reflejo tos sobre su curva.
sombrío de las tormentas. Amaba esta ciudad por ella misma, y Pero la primavera llegaba, la primavera del norte de Italia, la
ha sido la única del mundo que he podido amar así, porque una más bella tal vez del universo. Grandes paseos en los Alpes
ciudad me ha dado siempre el efecto de una prisión que soporto tiroleses y en seguida en el archipiélago veneciano, sembrado de
por mis compañeros de cautiverio. En Venecia se viviría largo islotes encantadores, me colocaron otra vez en estado apto para
tiempo solo y se comprende que en el tiempo de su esplendor y escribir. Hacía falta: mis pequeñas finanzas estaban agotadas y
de su libertad, sus hijos la hayan casi personificado en sus amo- no tenía nada para volver a París. Tomé un pequeño alojamiento
res y la hayan querido no como a un cosa, sino como a un ser. más que modesto en el interior de la ciudad. Allí, sola durante
A mi fiebre sucedió un gran malestar y atroces dolores de toda la tarde, no saliendo más que por la noche para tomar aire,
cabeza que no conocía, y que se instalaron desde entonces en mi trabajando todavía durante la noche con el canto de los ruiseño-
cerebro, como jaquecas frecuentes y a menudo insoportables. res aprisionados que pueblan todos los balcones de Venecia, es-
Sólo pensaba quedarme en esa ciudad algunos días y en Italia cribí André, Jacques, Mattea y las primeras Cartas de un viajero.
algunas semanas, pero acontecimientos imprevistos me retuvie-
ron anticipadamente. ***

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Eugéne Delacroix fue uno de mis primeros amigos en el Pero sea cual sea la crítica, él dejará un gran nombre y mara-
mundo artístico, y tengo la felicidad de contarlo siempre entre villosas obras. Cuando se le ve pálido, débil, nervioso y queján-
mis viejos amigos. Viejo, ya se sabe, es la palabra relativa a la dose de mil pequeños males obstinados en tenerle en vilo, uno
vejez de las relaciones, y no a la persona. Delacroix no tiene ni se asombra que esta delicada organización haya podido producir
tendrá vejez. Es un genio y un hombre joven. Bien que, por una con una rapidez sorprendente, a través de contrariedades y de
contradicción original y picante, su espíritu crítico acorta el pre- fatigas infinitas, obras tan colosales. Y sin embargo, allí están, y
sente y enreda el porvenir, a pesar de que él se complace en las seguirán, si Dios quiere, muchas más, porque el maestro es
conocer, sentir, adivinar, querer exclusivamente las obras y a de esos que se crecen hasta la última hora y sobre los cuales se
menudo las ideas del pasado, es, en su arte, el innovador y el cree en vano apresar la última palabra en cada nuevo prodigio.
atrevido por excelencia. Para mí, es el primer maestro de este Delacroix no ha sido solamente grande en su arte, ha sido
tiempo, y, relativamente de los del pasado, quedará como uno de grande también en su vida de artista. No hablo de sus virtudes
los primeros en la historia de la pintura. Este arte, no habiendo privadas, de su culto por su familia, de sus ternuras para con sus
generalmente progresado después del renacimiento, y parecien- desgraciados amigos, en una palabra, de los encantos sólidos de
do menos gustado y menos comprendido relativamente por las su carácter. Éstos son méritos individuales que la amistad no
masas, es natural que un tipo de artista como Delacroix, largo publica desenfadadamente. Los desahogos de su corazón en sus
tiempo tapado y combatido por esta decadencia del arte y por admirables cartas, constituirían un bello capitulo que le pintaría
esta perversión del gusto general, haya reaccionado con todas mejor de lo que yo trato de hacerlo. Pero, ¿acaso los amigos vi-
las fuerzas de sus instintos contra el mundo moderno. Él ha bus- vientes deben ser así revelados, aun cuando esta revelación no
cado en todos los obstáculos que le rodeaban monstruos para pueda ser otra cosa que la glorificación de su intimidad? No; no
redimir, y ha creído encontrarlos a menudo en las ideas de pro- lo creo. La amistad tiene un pudor, así como el amor posee el
greso de las que no ha sentido o no ha querido sentir nada más suyo. Pero lo que de Delacroix pertenece a la apreciación públi-
que el lado incompleto o excesivo. Es una voluntad demasiado ca para el beneficio que siempre se aprovecha de los ejemplos
exclusiva y demasiado ardiente la suya para amoldarse con co- nobles, es la integridad de su conducta; el dinero que ha querido
sas en estado de abstracción. En esto él es, en la apreciación de ganar ha sido escaso, la vida modesta y con frecuencia agobiante
lo social, como era Marie Dorval en la de las ideas religiosas. que ha aceptado antes que doblegarse ante los gustos y las ideas
Para estas fuertes imaginaciones hace falta un terreno sólido para del siglo y las escasas concesiones a sus principios sobre el arte.
edificar el mundo de sus pensamientos. No se puede decirles Es la perseverancia heroica con la que, sufriente, enfermo, des-
que hay que esperar que la luz se haga. Les horroriza lo vago, garrado en apariencia, ha seguido su carrera, riéndose de tontos
ansían el gran día. Es muy simple: ellas mismas son el día y la desdenes, no devolviendo jamás el mal por otro mal, a pesar de
luz. las encantadoras formas de espíritu y de sabiduría que le hubie-
sen hecho formidable en esas luchas sordas y terribles del amor
*** propio; respetándose a sí mismo en las menores cosas, no bur-
lando jamás al público, exponiendo cada año en medio de un

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fuego cruzado de insultos que habrían aturdido o descorazona- obras maestras que se leen, que se ven o que se escuchan, no
do a cualquier otro; no reposando jamás, sacrificando sus más penetran nunca tanto como dobladas de alguna manera en su
puros placeres, ya que ama y comprende admirablemente las poder por la apreciación de un genio dominante. En música y en
demás artes, a la ley imperiosa de un trabajo por largo tiempo poesía como en pintura, Delacxoix es fiel a sí mismo, y todo lo
infructuoso para su bienestar y su éxito: viviendo, en una pala- que dice cuando se manifiesta es encantador o magnífico sin
bra, al día, sin envidiar el ridículo fasto con que algunos artistas que él mismo se dé cuenta.
advenedizos se rodean, él, cuya delicadeza orgánica y cuyos gus-
tos se hubieran tan bien acomodado, sin embargo, en un poco de ***
lujo y de descanso.
En todos los tiempos, en todos los países, se cita a los gran- No creo interrumpir el orden de mi relato consagrando to-
des artistas que no han entregado nada a la vanidad o a la avari- davía algunas, páginas a mis amigos. El mundo de sentimientos
cia, que no han sacrificado nada a la ambición, que no han in- y de ideas en el que éstos me hicieron penetrar forma parte esen-
molado nada en absoluto a la venganza. Nombrar a Delacroix es cial de mi verdadera historia: la de mi desarrollo moral e intelec-
nombrar a uno de esos hombres puros, sobre los cuales el mun- tual. Estoy profundamente convencida de que debo a los demás
do cree decir lo suficiente al declararlos honorables, no sabien- todo lo que he adquirido y guardado como bueno en mi alma.
do cómo la mancha es dificil para el trabajador que sucumbe y al Llegué al mundo con el gusto y la necesidad de lo verdadero,
genio que lucha. pero no tenía una suficiente y poderosa organización como para
No tengo por qué relatar aquí la historia de nuestras relacio- dedicarme a una educación de acuerdo con mis instintos, o para
nes; está en una sola palabra: amistad, amistad sin nubarrones. encontrarla ya hecha en los libros. Mi sensibilidad tenía necesi-
Cosa bien extraña y bien dulce, aunque entre nosotros es y ha dad, sobre todo, de ser regulada. No ocurrió así: los amigos inte-
sido absolutamente real. No sé si Delacroix tiene imperfeccio- ligentes, los sabios consejos llegaron demasiado tarde, y cuando
nes en su carácter. He vivido cerca de él, en la intimidad del el fuego habíase por largo tiempo incubado bajo la ceniza, como
campo, y en las sucesivas y frecuentes relaciones no me he dado para haber sido apagado fácilmente. Pero esta sensibilidad dolo-
cuenta jamás de ninguna mancha, por pequeña que fuese. Y, sin rosa fue a menudo calmada y siempre consolada por afectos sa-
embargo, nadie ha sido tan dulce, tan ingenuo y más abandona- bios y bienhechores.
do en la amistad. Tiene tantos encantos, que cerca de él uno se Mi espíritu, medio cultivado, era para ciertas miradas una
encuentra a sí mismo sin defectos, por lo fácil que es dedicarse a tabla rasa, para otras una especie de caos. La costumbre que
quien bien lo merece. Le debo, ciertamente, las mejores horas de tengo de escuchar, y que es una gracia de estado, me inclina a
puras delicias que he gustado como artista. Si otras grandes inte- recibir de todos aquellos que me rodean una cierta suma de cla-
ligencias me han iniciado en sus descubrimientos y en sus sue- ridad y muchos sujetos de reflexión. Entre estos últimos, los
ños en la esfera de un ideal común, puedo decir que ninguna hombres superiores me hicieron progresar rápidamente, y otros
individualidad de artista me ha sido más simpática y, si pudiera hombres de una talla menos elevada, algunos hasta un poco or-
expresarme así, más inteligible en su expansión vivificante. Las dinarios, pero que no lo fueron nunca ante mis ojos, me ayuda-

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ron fuertemente a separarme del laberinto de incertidumbres en que la lengua debe parecerle insuficiente y el marco siempre de-
el que mi contemplación había caído. masiado estrecho para el cuadro.
Entre los hombres de un talento apreciado, el señor Sainte-
Beuve, por los abundantes y preciosos recursos de su conversa- ***
ción, me fue muy saludable, al mismo tiempo que su amistad, un
poco susceptible, un poco caprichosa, pero siempre preciosa para Fue en el transcurso de este año cuando me aproximé muy
volverla a encontrar, me otorgó algunas veces la fuerza que me humildemente a las dos más grandes inteligencias de nuestro
faltaba en misma. Me afligió profundamente por las aversiones siglo, Lamennais y Pierre Leroux. Había proyectado consagrar
y los ataques acérrimos contra personas que yo admiraba y res- un largo capitulo de esta obra a cada uno de estos hombres ilus-
petaba; pero yo no tenía ni el derecho ni el poder de modificar tres, pero el limite de este libro no puede ser ampliado a mi gus-
sus opiniones y encadenar sus vivacidades discursivas; y como to, y no quería cortar de raíz dos temas tan vastos como los de su
conmigo siempre fue generoso y afectuoso (me han dicho que filosofía en la historia y el de su misión en el mundo de las ideas.
no lo ha sido siempre hablando de mí, pero no lo he creído), Esta obra es el prólogo extenso y completo de un libro que apa-
como por otra parte me había socorrido con solicitud y delicade- recerá más tarde, y en el que, no teniendo ya más que contar
za en ciertas distracciones de mi alma y de mi espíritu, considero sobre mi propia historia y su desarrollo minucioso y lento, podré
como un deber el contarlo entre mis educadores y benefactores abordar individualidades más importantes y mis interesantes que
intelectuales. la mía propia.
Su estilo literario me ha servido, sin embargo, como tipo, y Me limitaré entonces a esbozar algunos rasgos de las figuras
en los momentos que mi pensamiento experimentaba el deseo imponentes que he encontrado dentro del período de mi exis-
de una expresión más osada, su forma delicada y hábil me ha tencia contenido en este libro y a relatar las impresiones que de
enredado, siempre mucho más. Pero cuando las horas de fiebre ellas recibí.
pasaban, volvía a esta forma un poco «vanlotada», como se vuel- Iba, por aquel entonces, tratando de buscar la verdad reli-
ve al mismo Vanloo, para reconocer la verdadera fuerza y la ver- giosa y la verdad social en una sola y misma verdad. Gracias a
dadera batalla a través del capricho individualista y del certifica- Everard, yo había comprendido que estas dos verdades son
do de la escuela, bajo estas travesuras sonrientes de la búsque- indivisibles y deben completarse la una con la otra; pero yo no
da, encuéntrase muchas veces el genio del maestro. Como poeta veía otra cosa, todavía, que una espesa bruma débilmente dora-
y como crítico, Sainte–Beuve es un maestro también. Su pensa- da por la luz con que velaba mis ojos. Un día, en el medio de las
miento es a menudo complejo, lo que le oscurece al principio., peripecias del proceso monstruo, Listz, que había sido recibido
pero las cosas que tienen una conciencia real merecen que se las bondadosamente por el señor Lamennais, consiguió que subiese
relea, y la claridad está viva en el fondo de esta aparente oscuri- hasta mi granero de poeta. La criatura israelita, Puzzi, alumno
dad. El defecto de este escritor es su exceso de calidades. Sabe de Listz, después músico bajo su verdadero nombre, Herman, y
tanto, comprende tan bien, ve y adivina tantas cosas, su gusto es hoy en día carmelita con el nombre de hermano Augustin, les
tan abundante y su objeto lo persigue por tantos lados a la vez, acompañaba.

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El señor Lamennais, pequeño, delgado y sufriente, sólo te- atemperaba un gran fondo de natural gozo. Aquellos que, ha-
nía un débil soplo de vida en su pecho. ¡Pero qué rayo en su biéndole hallado perdido en sus ensueños, no han apreciado en
cabeza! Su nariz era demasiado prominente para su corta estatu- él otra cosa que sus ojos verdes y su gran nariz acerada como
ra y para su delgada fisonomía. Sin esa nariz desproporcionada, una cuchilla, le han temido y han declarado su aspecto diabóli-
su rostro habría sido bello. Su mirada clara lanzaba llamas; la co. Si le hubieran contemplado tres minutos, si hubieran cam-
frente recta y cruzada de grandes pliegues verticales, índices de biado con él tres palabras, hubiesen comprendido que era preci-
voluntad ardorosa, la boca sonriente y la máscara móvil bajo so amar esa bondad que temblaba delante del poderío, y que en
una apariencia de contracción austera, formaban una cabeza él todo se daba en grandes dosis, la cólera y la dulzura, el dolor y
fuertemente caracterizada para la vida de renunciamientos, de la alegría, la indignación y la mansedumbre.
contemplación y de predicación. Esto se ha dicho y lo han expresado y comprendido muy
Toda su persona, sus maneras simples, sus movimientos brus- bien, cuando al día siguiente de su muerte los espíritus rectos y
cos, sus actitudes extrañas, su alegría franca, sus obstinaciones, justos han abrazado de una sola mirada esta ilustre carrera de
sus repentinas bondades, todo en él, hasta sus gruesos vestidos trabajos y sufrimientos; la posteridad lo dirá siempre, y será una
limpios, pero pobres, y sus medias azules, olían al hombre bretón. gloria el haberlo reconocido y proclamado sobre la tumba toda-
No tardé mucho tiempo en sentir por él y por su alma cándi- vía tibia de Lamennais: este gran pensador ha sido, si no perfec-
da y valiente respeto y afecto. Se revelaba de golpe y por entero, tamente, al menos admirablemente lógico consigo mismo en to-
brillante como el oro y simple como la naturaleza. das sus fases evolutivas. Lo que, en las horas de sorpresa, otros
En esos primeros días en que lo vi, llegaba a París, y, a pesar críticos por otra parte serios, pero situados momentáneamente
de las vicisitudes pasadas, a pesar de más de un medio siglo de en un punto de vista demasiado estrecho, han llamado las evolu-
dolores, volvía a debutar en el mundo político con todas las ilu- ciones del genio, no han sido en él otra cosa que el progreso de
siones de un niño sobre el porvenir de Francia. Después de una una inteligencia nacida en un medio de creencias pasadas y con-
vida de estudios, de polémica y de discusión, abandonaba defi- denadas por la providencia a elastizarlas y a quebrarlas, a través
nitivamente su Bretaña para morir en la brecha, en el tumulto de de mil angustias, bajo la presión de una lógica más poderosa que
los acontecimientos, y comenzaba su campaña de miseria glo- la de las escuelas, la lógica del sentimiento.
riosa al aceptar el título de defensor de los acusados de abril. Esto es lo que me sorprendió y penetró, sobre todo cuando
Era bello y valiente. Estaba lleno de fe y la proclamaba con la escuché resumirse en un cuarto de hora de ingenua y sublime
nitidez, con claridad, con calor; su palabra de una inteligencia, conversación. Fue en vano que Sainte-Beuve me hubiera puesto
nacida en un medio de creencias era bella, su deducción viva, en guardia, en sus encantadoras cartas y en sus espirituales en-
sus imágenes radiantes y cada vez que reposaba sobre uno de los tremeses, contra la inconsecuencia del autor del Ensayo sobre la
horizontes que había recorrido sucesivamente, vivían con él el indiferencia. Sainte-Beuve no tenía aparentemente, entonces, el
pasado, el presente y el porvenir, la cabeza y el corazón, el cuer- espíritu de la síntesis de su siglo. Sin embargo, había seguido la
po y los bienes, con un candor y una valentía admirables. Se marcha y había admirado el vuelo de Lamennais hasta las pro-
replegaba entonces en la intimidad con un destello que testas del Porvenir. Al verle poner el pie en la política de acción,

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se sorprendió al contemplar ese augusto nombre mezclado entre Y era maravilloso ver cómo el arquitecto inspirado plegaba el
tantos otros que parecían protestar contra su fe y sus doctrinas. plano de sus antiguas creencias ante el espíritu de su nueva re-
Sainte-Beuve demostraba y acusaba el lado contradictorio velación. ¿Qué había cambiado? Según él, nada. Le he escucha-
de esta marcha con su talento de costumbre; pero, para sentir do decir ingenuamente en distintas épocas de su vida: «Desafío
que esta crítica sólo se basaba en apariencias, bastaba con mirar al que intente probar que no soy ya el católico ortodoxo que
de frente, con los ojos del alma y escuchar con el corazón al escribió el Ensayo sobre la indiferencia.» Y tenía razón. En el tiem-
ermitaño de La Chenaie. Sentíase espontáneamente todo lo que po en que había escrito ese libro, no había visto al «papa levan-
había de auténtico en esa alma sincera, en ese corazón prendado tado al costado del zar bendiciendo a sus víctimas». Si lo hubie-
de justicia y de verdad hasta la pasión. Mezcla de dogmatismo se visto, habría protestado contra la impotencia del papa, contra
absoluto y de sensibilidad impetuosa, Lamennais no salía jamás la indiferencia de la iglesia en materias de religión. ¿Qué es lo
de un mundo explorado por la puerta del orgullo, del capricho o que había cambiado en las entrañas y en la conciencia del cre-
de la curiosidad. ¡No!, estaba prisionero de un impulso supremo yente? Nada, realmente. No abandonaba jamás sus principios,
de ternura, de piedad ardiente y de caridad indignada. Su cora- únicamente las consecuencias fatales o forzadas de los mismos.
zón decía probablemente, entonces, a su razón: «Has creído es- Suele decirse que en él existía una real inconsecuencia en
tar allí en lo cierto. Has descubierto ese santuario, creíste poder las relaciones de todos los días, en sus distracciones, en su cre-
quedarte siempre. No presentabas nada al exterior, habías he- dulidad, en sus desconfianzas repentinas, en sus retornos impre-
cho tu siembra, corrido las cortinas y cerrado la puerta. Eras vistos. No es cierto, porque aunque hayamos sufrido a veces de
sincero, y para fortificarte en lo que creías definitivo y bueno, su facilidad a dejarse influir por esas personas que explotaban su
como en una ciudadela, habías rodeado tu lugar con todos los afecto en beneficio de su vanidad o de sus rencores, no pode-
argumentos de tu ciencia y de tu dialéctica. ¡Y bien, te equivo- mos decir que esas inconsecuencias fueran reales. Estaban en la
caste!, porque las serpientes habitaban contigo, a tu pesar. Se superficie de su carácter, en el grado del termómetro de su salud
habían deslizado, frías, mudas, bajo tu altar, y he aquí que, aca- quebrada. No salían de las entrañas de su sentimiento. Nervioso
loradas, silban y se alzan a la cabeza. Huyamos; este lugar está e irascible, se enfadaba muy a menudo autos de haber reflexio-
maldito y la verdad sería profanada. Llevémosnos nuestros tra- nado, y su único defecto era el de creer con precipitación en
bajos, nuestros descubrimientos, nuestras creencias; pero vaya- maldades que no se tomaba ni el tiempo de verificar. Pero con-
mos más lejos, subamos más alto, sigamos a esos espíritus que fieso que por mi parte, a pesar de que él me ha atribuido algunas
se elevan rompiendo sus cadenas; sigámosles para levantarles gratuitamente, no he podido sentir jamás hacia él la menor irri-
un nuevo altar, para conservarles el divino ideal, ayudándoles a tación. Yo tenía una especie de debilidad maternal por ese viejo,
librarse de las ataduras que los frenan y a curarse del veneno que al que reconocía, al mismo tiempo, como uno de los padres de
les ha arrojado en los horrores de esta prisión.» mi iglesia, como una de las veneraciones de mi alma. Por el ge-
Y se iban juntos, ese gran corazón y esa razón generosa que nio y la virtud que en él brillaban, estaba en mi cielo, sobre mi
cedían siempre mutuamente. Construían juntos una nueva igle- cabeza. Por las rarezas de su temperamento débil, por sus des-
sia, bella, sabía, apuntalada según todas las reglas de la filosofía. precios, sus burlas, sus susceptibilidades, era para mí como un

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niño generoso, pero como un niño al que se le debe decir de él, no para reflejarme, sino para mostrarle en uno de los aspec-
tiempo en tiempo: «¡ten cuidado, vas a ser injusto! ¡abre los ojos!» tos de su rudeza apostólica, repentinamente atemperada por su
Y cuando aplico a semejante hombre la palabra niño no es suprema equidad y su encantadora bondad. Me bastará con de-
desde lo alto de mi razón que lo pronuncio, sino desde el fondo cir, por ahora, que tuvo a bien, en algunas entrevistas muy cor-
de mi corazón enternecido, fiel y lleno de amistad hacia él y más tas, pero muy plenas, abrirme un método de filosofía religiosa
allá de la tumba. ¿Qué hay de más sorprendente, en efecto, que que me hizo una gran impresión y un gran bien. Al mismo tiem-
el ver a un hombre genial, virtuoso y científico no poder entrar po que sus admirables escritos alumbraron en mi esperanza la
en la madurez de carácter, gracias a una modestia incompara- llama casi apagada.
ble? ¿No os conmovéis vosotros al ver al león de Atlas domina-
do y persuadido por el perro compañero de su cautiverio? ***
Lamennais parecía ignorar su fuerza, y creo que no se tenía idea
de lo que representaba para sus contemporáneos y para la poste- El señor Lamennais me había invitado a pasar algunos días
ridad. Cuanto más profundizaba en la idea del deber, de su mi- en La Chenaie; partí y me detuve en el camino, preguntándome
sión, de su ideal, más abusaba sobre la importancia de su vida lo que iba yo a hacer allí; yo, tan tonta, tan muda, tan molesta.
interior e individual. La creía nula y la libraba a las azarosas Osar pedirle una hora de su tiempo precioso, era ya demasiado,
influencias de las personas del momento. El más insignificante y en París ya me había él otorgado algunas; pero ir a aprovechar-
ser humano habría podido emocionarlo, irritarlo, turbarlo y, por me de días enteros era lo que yo no me atrevía a aceptar. Tuve
necesidad, persuadirlo para elegir o abstenerse en la esfera de miedo, no le conocía todavía en toda su bondad, en toda su gen-
sus gustos más puro y de sus costumbres más modestas. Se dig- tileza, como más tarde le he conocido. Temía la tensión sosteni-
naba responder a todos, consultarlos en última instancia, discu- da de un gran espíritu que yo no hubiera podido seguir y el más
tir con ellos, y a veces escucharlos con la ingenua admiración de humilde de sus discípulos hubiera sido más capaz de sostener un
un escolar delante del maestro. diálogo serio con él. Yo no sabía que le gustaba descansar, en la
De esta debilidad sorprendente de esta humildad extrema, re- intimidad, de los trabajos arduos de la inteligencia. Nadie habla-
sultaron algunos malentendidos que sus verdaderos amigos sufrie- ba con tanto abandono y gusto de todo lo que concierne a todos.
ron. De mí, no ha sido mi personalidad lo que Lamennais ha admi- No era dificil, además, el excelente hombre, para el espíritu de
rado, sino mis tendencias socialistas. Después de haberme empuja- sus interlocutores. Se le divertía con nada. ¡Y cómo se reía! Se
do hacia adelante, creyó que yo caminaba demasiado rápida. Yo reía como Everard, hasta sentirse enfermo, pero más a menudo
encontraba que a veces él caminaba demasiado lentamente para mi y más fácilmente que él. Ha escrito en alguna parte que los llo-
gusto. Los dos teníamos razón en nuestro punto de vista: yo, en mi ros son las quejas de los ángeles y la risa las de Satán. La idea es
pequeña nube, y él, en su gran sol, porque éramos iguales, me atre- hermosa, allí donde está, pero en la vida humana, la risa de un
vo a decirlo, en candor y en buena voluntad. Sobre ese terreno, Dios hombre de bien es como el canto de su conciencia. Las personas
admite a todos los hombres en la misma comunión. verdaderamente alegres son siempre buenas, y él era justamente
Contaré, además, la historia de mis pequeñas disidencias con la prueba de ello.

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No fui, entonces, a La Chenaie. Volví sobre mis pasos a del patio. Estaba absolutamente sola en esta gran casa silencio-
París y recibí una carta de mi hermano político pidiéndome acu- sa. Ni siquiera recibía a mis amigos de La Châtre, con el objeto
dir a Nohant. Se ponía entonces de mi parte y prometía conse- de no dar lugar a ninguna amargura. No me hubiese parecido de
guir que mi marido abandonase sin pena el alojamiento y la ren- buen gusto subir en seguida la cremallera, como decimos entre
ta de mi tierra. «Casimir –decía él– está harto de los problemas nosotros, y dar la impresión de celebrar ruidosamente la victo-
de la propiedad y de los gastos que exige. No sabe llevarla. Tú, ria.
con tu trabajo, podrías hacerlo. Él quiere ir a vivir a París o a la Fue entonces cuando como consecuencia de una soledad
casa de su madre, en el Midi; se sentirá más rico con la mitad de absoluta y por una sola vez en mi vida, he vivido Nohant en el
tus rentas y la vida de soltero que estando en tu castillo...», etc. estado de «casa desierta». Esto ha sido por largo tiempo uno de
Mi hermano, que más tarde tomó el partido de mi marido contra mis sueños. Hasta el día en que he podido gustar sin alarmas las
mí, se expresaba allí con mucha libertad y severidad sobre la dulzuras de la vida familiar, me he mecido siempre en la espe-
situación de Nohant en mi ausencia. «No debes abandonar así ranza de poseer en cualquier lugar ignorado una casa, ya fuese
tus intereses –agregaba–, es una maldad hacia tus hijos», etc, una ruina o un chamizo, en la que yo podría de tiempo en tiem-
En esta época, mi hermano ya no vivía en Nohant, pero po desaparecer y trabajar sin ser molestada por el sonido de la
hacía frecuentes viajes. voz humana.
El 16 de febrero de 1836 el tribunal dictó una sentencia a Nohant fue en ese momento, vale decir, en ese tiempo –ya
mi favor. El señor Dudevant estuvo ausente, lo que nos hizo que fue corto como todos los pobres reposos de mi vida– un
creer a todos que aceptaba la condición. Pude ir a tomar pose- ideal para mi fantasías. Me divertía arreglándolo, vale decir,
sión de mi domicilio legal en Nohant. El juicio me confiaba el desarreglándolo yo misma. Hacía desaparecer todo lo que me
cuidado y la educación de mi hijo y de mi hija. recordaba cosas penosas y colocaba los mejores muebles como
Creí verme obligada a llevar más lejos las cosas. Mi marido los había visto ubicados en mi infancia. La mujer del jardinero
escribió a Duteil y eso me hizo esperar. Pasé algunas semanas en entraba en la casa nada más que para hacer mi habitación y traer-
Nohant a la espera de su llegada al país para nuestra liquidación me la comida. Cuando se llevaba los servicios, yo cerraba todas
y nuestros arreglos. Duteil haría por mí todas las concesiones las puertas que daban al exterior y habría todas las del interior.
posibles, y yo debía, para evitar todo encuentro irritante, volver Encendía muchas bujías y me paseaba por las grandes piezas del
a París una vez que el señor Dudevant llegase a La Châtre. piso bajo, después por el pequeño boudoir en el que yo dormía
Estuve, entonces, en Nohant durante unos días prociosos siempre, hasta el gran salón iluminado en otros tiempos por un
de invierno, en los que sabored por primera vez después de la gran fuego. Después, apagaba todo, y caminando con la sola ilu-
muerte de mi abuela las dulzuras de un recogimiento que no minación del fuego que se apagaba en la entrada, saboreaba la
turbaba ninguna nota discordante. Había, tanto por economía emoción de esta oscuridad misteriosa y llena de pensamientos
como por justicia, despedido a todos los domésticos acostum- melancólicos después de haber revivido los alegres y dulces re-
brados a gobernar mi lugar. Sólo me quedé con el viejo jardinero cuerdos de mis años jóvenes. Me entretenía teniendo un poco de
de mi abuela, establecido con su mujer en un pabellón al fondo miedo al pasar como un fantasma delante de los espejos empa-

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ñados por el tiempo, y el ruido de mis pasos delante de las habi- a dejar el mundo y la vida de París sin que una persona amada
taciones vacías y sonoras me hacía a veces estremecerme, como por él y dedicada a él le acompañara, me pidieron ansiosamente
si la sombra de Deschartres se hubiese deslizado detrás de mi. no rechazar el deseo que él manifestaba tan a propósito y de una
manera tan inesperada.
*** Tuve miedo de ceder a sus esperanzas y a mi propia solici-
tud. Ya era suficiente el irme sola Al extranjero con dos niños,
Hay otra alma, que vuelvo a encontrar con mucha placidez uno de ellos enfermo, el otro exuberante de salud y de turbulen-
en mis entretenimientos con los muertos y en mi espera de ese cia, y encima llevarme un tormento para el corazón y una res-
mundo mejor en el que nos debemos reconocer todos por el rayo ponsabilidad de médica.
de una luz más viva y más divina que la de la tierra. Pero Chopin estaba en un momento de salud que engañaba
Hablo de Frédéric Chopin, que fue el huésped de los últi- a todo el mundo. Excepto Crzymala, que no se equivocaba de-
mos ocho años de mi vida retirada en Nohant bajo la monar- masiado, todos teníamos confianza. Rogué, sin embargo, a Chopin
quía. que consultara sus fuerzas morales, porque no había jamás vis-
En 1838, cuando Maurice me fue definitivamente confiado, lumbrado sin miedo, después y desde hacia varios años, la idea
me decidí a buscar para él un invierno más dulce que el nuestro. de abandonar París, su médico, sus relaciones, su apartamiento
Esperaba así preservarlo del retorno a los reumatismos crueles y hasta su piano. Era un hombre de imperiosas costumbres y
del año anterior. Quería encontrar, al mismo tiempo, un lugar todo cambio, por pequeño que fuera, constituía un acontecimien-
tranquilo en el que pudiera hacerle trabajar un poco, así como a to terrible de su vida.
su hermana, y trabajar yo misma sin exceso. Se gana mucho tiem- Partí con mis niños diciéndole que pasaría algunos días en
po cuando no se ve a nadie, uno se ve forzado a velar mucho Perpignan, si es que no lo encontraba; y que si no llegaba al cabo
menos tiempo. de un cierto número de días, pasaría la frontera de España. Yo
Como yo estaba haciendo mis proyectos y mis preparativos había escogido Mallorca en base a los informes de algunas per-
de partida, Chopin, a quien yo veía todos los días y a quien ama- sonas que creían conocer bien el clima y los recursos del país, y
ba tiernamente por su genio y su carácter, me dijo varias veces que no los conocían en absoluto.
que si él se ponía en el lugar de Maurice, él mismo sanaría rápi- Mendizábal, nuestro común amigo, un hombre tan excelen-
damente. Le creí y me equivoque. No le puse en el viaje en el te como célebre, debía ir a Madrid y acompañar a Chopin hasta
lugar de Maurice, sino al lado de Maurice. Sus amigos le empuja- la frontera, en el caso de que él cumpliese su sueño viajero.
ban desde hacía un tiempo para que fuese, a pasar alguna tem-
porada al Midi o al centro de Europa. Le creían tísico. Gaubert ***
le examinó y me juró que no lo estaba.
–Usted le salvará, en efecto –me dijo–, si le da aire, paseos y Tengo muy poco que decir aquí sobre Mallorca habiendo ya
reposo. escrito un volumen sobre ese viaje. He contado mis angustias
Los otros, sabiendo muy bien que Chopin jamás se decidiría ocasionadas relativamente por el enfermo a quien yo acompa-

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ñaba. Una vez llegado el invierno, se derramó de repente en, decirlo mejor, las ideas terribles o desgarradoras que acababan
unas lluvias torrenciales, y Chopin presentó, también súbitamen- de apoderarse de él, como a su pesar, en esa hora de soledad, de
te, todas las características de una afección pulmonar. No sé lo tristeza y de terror.
que habría sido de mí si el reumatismo le hubiera afectado a Fue allí en donde compuso las más bellas de esas cortas
Mauricio; no teníamos ningún médico que nos inspirara con- páginas que él modestamente intitulaba los preludios. Son obras
fianza, y las más simples medicinas eran casi imposibles de en- maestras. Varios representan la visión de monjes trepanados y la
contrar. El azúcar misma era de pésima calidad y enfermaba. audición de cantos fúnebres que lo acorralaban; otros son me-
Gracias al cielo, Mauricio, al enfrentar de la mañana a la lancólicos y suaves; le nacían en las horas de sol y de salud, por
noche el viento y la lluvia, con su hermana, recobró una salud el miedo de la risa de los niños en la ventana, por el lejano soni-
perfecta. Ni Solange ni yo temíamos los caminos inundados y lo do de las guitarras, por el canto de los pájaros bajo el follaje
adverso. Habíamos encontrado en una cartuja abandonada y humilde, a la vista de rosas pequeñitas desmayadas sobre la nie-
ruinosa en parte, un alojamiento sano y de lo más pintoresco. Yo ve.
daba las lecciones a los niños por la mañana. Corrían todo el Otros, todavía, son de una tristeza sombría y al encantar el
resto del día, mientras que yo trabajaba; por la noche, corríamos oído, destrozan el corazón. Hay uno que le nació en una velada
juntos por los claustros al claro de luna, o leíamos en las celdas. de lluvia lúgubre y que arroja sobre el alma un abatimiento te-
Nuestra existencia hubiera sido muy agradable en esta soledad meroso. Sin embargo, ese día lo habíamos dejado Mauricio y yo
romántica, a pesar de lo salvaje del país y de la picardía de los muy bien para ir a Palma a comprar algunos objetos necesarios a
habitantes, si el triste espectáculo de los sufrimientos de nuestro nuestro campamento. La lluvia llegó, los torrentes se habían des-
compañero y ciertos días de seria inquietud por su vida no me bordado; habíamos hecho tres leguas en seis horas para volver
hubiesen robado a la fuerza todo el placer y todo el beneficio del en medio de la inundación y llegamos en plena noche, sin zapa-
viaje. tos, habiendo corrido peligros incontables. Nos apresuramos,
El pobre gran artista era un enfermo detestable. Lo que yo pensando en la inquietud de nuestro enfermo. En efecto, seguía
había temido aunque no mucho, llegó desgraciadamente. Se des- vivo, pero se había como limitado a una especie de desespera-
moralizó de una manera absoluta. Soportando el sufrimiento con ción tranquila y cuando llegamos, tocaba su preludio admirable
bastante coraje, no podía vencer la inquietud de su imaginación. llorando. Al vernos entrar, se levantó dando un gran grito, des-
El claustro estaba para él lleno de terrores y de fantasmas, aun pués nos dijo con un aspecto azorado y con un tono extraño:
cuando se sentía bien. No lo decía, yo lo adivinaba. Cuando –¡Ah! ¡Yo ya sabía que estabais muertos!
volvía de mis exploraciones nocturnas por las ruinas con mis Cuando se repuso y vio el estado en que estábamos, se sin-
hijos, le encontraba a las diez de la noche pálido, delante de su tió enfermo por el espectáculo retrospectivo de nuestros peli-
piano, con los ojos extraviados y los cabellos sobre el rostro. Le gros; pero en seguida me confesó que mientras nos había espera-
hacían falta algunos instantes para reconocernos. do había visto todo en un sueño, y que, no distinguiendo más el
En seguida trataba de hacer un esfuerzo para reírse, y nos sueño de la realidad, se había calmado y como adormilado to-
tocaba las cosas sublimes que acababa de componer, o, para cando el piano, persuadido de que él mismo estaba muerto. Se

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veía flotando en un lago; unas gotas de agua pesadas y heladas le taba relacionada con sus causas. En cuanto a su deplorable sa-
caían lentamente sobre el pecho y cuando yo le hice escuchar el lud, él la aceptaba heroicamente en los peligros reales y se ator-
ruido de esas gotas de agua que caían, en efecto, lentamente mentaba miserablemente en las alteraciones insignificantes. Ésta
sobre el techo, negó haberlas escuchado. Se enfadó por lo que yo es la historia y el destino de todos los seres en los que el sistema
traducía con la frase de armonía de imitación. Protestó con to- nervioso está desarrollado en exceso.
das sus fuerzas, y tenía razón, contra la puerilidad de esas imita- Con el sentimiento exagerado por los detalles, el horror a la
ciones para el oído. Su genio estaba lleno de misteriosas armo- miseria y las necesidades de un bienestar refinado, Mallorca le
nías de la naturaleza, traducidas por equivalentes sublimes en su horrorizó naturalmente al cabo de pocos días de enfermedad.
pensamiento musical y no por una repetición servil de sonidos No había medio para ponerse otra vez en camino, estaba dema-
exteriores. Su composición de aquella noche estaba inundada siado débil. Cuando mejoró, los vientos contrarios reinaban en
con gotas de lluvia que resonaban sobre las tejas sonoras de la la costa y durante tres semanas el barco no pudo salir del puerto.
cartuja, pero que se habían traducido en su imaginación y en su Era la única embarcación que había.
canto por lágrimas cayendo del cielo sobre su corazón. Nuestra permanencia en la cartuja de Valdemosa fue un su-
Había tenido algunas veces ideas graciosas y completas en plicio para él y un tormento para mí. Dulce, alegre, encantador
su juventud. Ha hecho canciones polonesas y romances inéditos en el mundo; cuando estaba enfermo era desesperante en la inti-
de una gentileza encantadora y de una dulzura adorable. Algu- midad exclusiva. No había alma más noble, más delicada, más
nas de sus composiciones posteriores son todavía como fuentes desinteresada; nadie más fiel y más leal; ningún espíritu más bri-
de cristal en las que se mira un rayo de sol. ¡Pero qué raros y llante en la alegría; ninguna inteligencia más seria y más comple-
cortos son esos tranquilos éxtasis de su contemplación! El canto ta en lo que dominaba; pero en revancha, ¡ay!, ningún humor era
de la alondra en el cielo y el muelle flotamiento del cisne sobre tan desigual; ninguna imaginación tan sombría y tan delirante;
las aguas inmóviles son para él como los destellos de la belleza ninguna susceptibilidad más imposible de no irritar, ninguna exi-
en la serenidad. El grito del Aguila imponente y afamada sobre gencia sentimental más imposible de satisfacer. Y nada de todo
las rocas de Mallorca, el silbido amargo del cierzo y la sombría esto era por su culpa. Era por su mal. Su espíritu estaba en carne
desolación de los árboles cubiertos, de nieve lo entristecían viva, el pliegue de una hoja de rosa, la sombra de una mosca le
mucho más tiempo y más vivamente que la alegría que le causa- hacían sangrar. Exceptuándome a mí y a mis hijos, todo le era
ban el perfume de los naranjos, la gracia de los pámpanos y la antipático bajo el cielo de España. Se moría de impaciencia por
cantilena morisca de los campesinos. salir de allí, mucho más que por los inconvenientes de la estan-
Su carácter era así en todos los sentidos. Sensible en un ins- cia.
tante a las dulzuras del afecto y a las sonrisas del destino, e in- Pudimos al fin llegar a Barcelona y de allí, por mar todavía,
trovertido durante días y semanas enteras por la tonta conducta llegar a Marsella, cuando el invierno finalizaba.
de un indiferente o por las menudas contrariedades de la vida
real. Y, cosa extraña, un verdadero dolor no lo derrumbaba tan- ***
to como uno pequeño. La profundidad de sus emociones no es-

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Mi hermano había ido a vivir al Berry. Se había quedado en encontraron simpatía cerca del artista eminentemente aristocrá-
la tierra de Montgivray, en la que su mujer había heredado a una tico. Todo fue bien en el comienzo, y admití eventualmente la
media legua de nosotros. Mi pobre Hipólito se había conducido idea de que Chopin Podría reposar y mejorar su salud entre no-
con respecto a mí tan loca y tan extrañamente que no fue dema- sotros durante algunos veranos, ya que su trabajo lo reclamaba
siado ignorarle un poco; pero yo no podía ignorar a su mujer que necesariamente en París durante el invierno.
siempre había sido perfecta conmigo, ni a su hija, a quien yo Sin embargo, la perspectiva de esta especie de alianza fami-
quería como si hubiera sido mía, habiéndola educado en parte liar con un amigo nuevo en mi vida me dio qué pensar. Me asus-
con los mismos cuidados que yo había tenido con Mauricio. Ade- tó del deber que aceptaba y que había creído abandonar después
más, mi hermano, cuando reconocía sus errores, se acusaba tan del viaje a España. Si Mauricio recaía en el estado de languidez
absolutamente, tan locamente, tan enérgicamente, diciéndome que me había absorbido, ¡adiós a la fatiga de las lecciones, y
mil ingenuidades espirituales, jurando y llorando efusivamente, adiós también a las alegrías que mi trabajo me brindaba!; ¿y qué
que mi resentimiento desaparecía al cabo de una hora. En otro horas serenas y vivificantes de mi vida podía yo consagrar a un
que no hubiera sido él, el pasado hubiera sido inexcusable, y con segundo enfermo, mucho más dificil de cuidar y de consolar que
él, el porvenir no debería tardar en ser intolerable, pero, qué Mauricio?
hacer? ¡era él! Era el compañero de mis primeros años, era el Una especie de terror se adueñó de mi corazón por la pre-
bastardo feliz, vale decir, el niño mimado entre nosotros. Hipólito sencia de un nuevo deber contraído. No estaba ilusionada por
hubiera tenido poca gracia posando de Antony. Antony es algo una pasión. Tenía por el artista una especie de adoración mater-
real pero relativamente en los prejuicios de ciertas familias; por nal muy viva, muy verdadera, pero que no podía ni por un ins-
otra parte, lo que es bello es siempre bastante verdadero; pero tante luchar contra el amor de la entraña, el único sentimiento
bien se podría hacer la contrapartida de Antony y el autor de ese casto que puede ser pasional.
poema trágico Podría hacerla él mismo tan verdadera y tan bella. Yo era todavía bastante joven para haber podido luchar con-
En ciertos medios, el hijo del amor inspira un interés tal que tra el amor, contra la pasión propiamente dicha. Esta eventuali-
llega a ser, si no el rey de la familia, el miembro al menos más dad de mi edad, de mi situación y del destino de las mujeres
emprendedor y más independiente de la misma, el que se atreve artistas, sobre todo cuando ellas odian las distracciones pasaje-
a todo y a quien se tolera todo, porque sus entrañables necesitan ras, me asustó mucho, y, resuelta a no dejar jamás actuar una
protegerlo del abandono de la sociedad. De hecho, no habiendo influencia que pudiese distraerme de mis hijos, veía un peligro
nada oficial y no pudiendo pretender a nada legal en mi interior, pequeño, pero siempre posible, hasta en la tierna amistad que
Hipólito había hecho siempre dominar su carácter turbulento, Chopin me inspiraba.
su buen corazón y su mala cabeza. Después de reflexionar, este peligro desapareció ante mis
Su seducción, su alegría invencible, la originalidad de sus ojos y hasta tomó un carácter opuesto, el de algo que me preser-
salidas, sus efusiones entusiastas e ingenuas por el genio de vaba contra determinadas emociones que yo ya no quería cono-
Chopin, su deferencia constantemente respetuosa hacia él úni- cer. Un deber de más en mi vida, ya tan ocupada y repleta de
camente, aun en el inevitable y terrible «después de bebido», fatiga, me pareció una oportunidad más para la austeridad hacia

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la cual yo me sentía llamada con una especie de entusiasmo reli- almas desesperanzas atroces, sobre todo cuando improvisaba;
gioso. de repente, como para ahuyentar la impresión y el recuerdo de
Si yo hubiese cumplido mi proyecto de encerrarme en Nohant su dolor a los demás y a si mismo, él se volvía hacia un espejo,
durante todo el año, de renunciar a las artes y de hacerme la arreglaba sus cabellos y su corbata y se mostraba súbitamente
institutriz de mis hijos, Chopin se hubiera salvado del peligro transformado en inglés flemático, en viejo impertinente, en in-
que le amenazaba a él por mi culpa: el de aficionarse a mí de una glesa sentimental y ridícula, en judío sórdido. Eran siempre ti-
manera demasiado absoluta. Por aquel entonces no me amaba pos tristes, por cómicos que resultaran, pero perfectamente com-
todavía como para no poder distraerse, su afecto todavía no era prendidos y tan delicadamente representados que no se podía
exclusiva. Se entretenía conmigo después de un romántico amor evitar admirarlos.
que había tenido en Polonia, de dos entretenimientos que ha- Todas estas cosas sublimes, encantadoras y extrañas que
bían mantenido después en París y que todavía podía retomar, y, sacaba de sí mismo hacían de él el alma de las sociedades esco-
sobre todo, de su madre, que era la única pasión de su vida, y gidas y se lo disputaban literalmente, por su noble, carácter, su
lejos de la que, sin embargo, se había acostumbrado a vivir. Vién- falta de egoísmo, su fiereza, su orgullo bien entendido, por ser
dose obligado a abandonarme por su profesión, que era su ho- enemigo de cualquier vanidad de mal gusto y de cualquier inso-
nor mismo, puesto que vivía de su trabajo, seis meses en París lo lencia, por la seguridad de su manera de ser y las exquisitas deli-
hubieran entregado otra vez, después de algunos días de males- cadezas de su sobrevivir; por todo esto se lo buscaba; estas con-
tar y de lágrimas, a sus costumbres elegantes, de suceso exquisi- diciones hacían de él un amigo tan serio como agradable.
to y de coquetería intelectual. Yo no podía dudar; no dudaba. Arrancar a Chopin de tantos mimos, asociarlo a una vida
Pero el destino nos empujaba en lazos de una larga asocia- simple, uniforme y constantemente estudiosa, él que había sido
ción, y a ella llegamos los dos sin darnos cuenta. educado sobre las rodillas de las princesas, era privarle de lo que
lo hacia vivir, de una vida ficticia, es cierto, pero, parecido a una
*** mujer disfrazada, depositaba por la tarde, al entrar en su casa, su
gracia y su encanto, para dar su noche a la fiebre y al insomnio;
Chopin quería ir siempre a Nohant y jamás lo soportaba. de una vida que hubiese sido más corta y más animada que la del
Era el hombre de mundo por excelencia, no el de un mundo retiro y la de la intimidad restringida al círculo uniforme de una
demasiado oficial y numeroso, pero del mundo íntimo, de los sola familia. En París, él visitaba varias cada día, o él elegía al
salones de veinte personas, del momento en el que la mayoría se menos cada tarde una diferente para plegarse a ella. Tenía así
va y en el que los íntimos se colocan alrededor del artista para casi veinte o treinta salones para divertir o encantar con su pre-
arrancarle con amables impertinencias lo más puro de su inspi- sencia.
ración. Era entonces solamente cuando él entregaba todo su genio No estaba hecho ciertamente para vivir largo tiempo en este
y todo su talento. Era entonces también cuando después de ha- mundo ese tipo extremo de artista. Estaba devorado por un sue-
ber sumergido a su auditorio en un recogimiento profundo o en ño idealista que no combatía ninguna tolerancia de filosofía o de
una tristeza dolorosa, porque su música deslizaba a veces en las misericordia al uso de ese mundo. Jamás quiso transigir con la

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naturaleza humana. No aceptaba nada de la realidad. Allí residía Y, sin embargo, más tarde me han dicho que por reacción se
su vicio y su virtud, su grandeza y su miseria implacable hacia la lo imaginó. Algunos enemigos le hicieron creer que esa novela
menor mancha, poseía un inmenso entusiasmo por la menor luz, era una revelación de su carácter. Sin duda, en ese momento, su
y su imaginación exaltada hacía todos los posibles para ver un memoria estaba debilitada: ¡había olvidado el libro que no releyó!
sol. ¡Esa historia se parecía tan poco a la nuestra! Era completa-
Era, entonces, a la vez dulce y cruel para el objeto de su mente distinta. No había entre nosotros ni las mismas alegrías ni
preferencia, porque contaba con los demás, usurero de la menor los mismos sufrimientos. Nuestra historia, la nuestra, no tenía
claridad, y despreciaba el pasaje de la menor sombra. nada de novelesco: el fondo era demasiado simple y demasiado
Se ha pretendido que, en una de mis novelas, yo he descrito serio como para que tuviéramos jamás la ocasión de una quere-
su carácter con una gran exactitud analítica. Se han equivocado, lla recíproca, el uno a propósito del otro. Yo aceptaba toda la
porque han creído reconocer algunos de sus rasgos, y, proce- vida de Chopin tal y como si se realizase fuera de lo artístico, ni
diendo con ese sistema, demasiado cómodo para ser seguro, hasta sus principios políticos, ni su apreciación de los hechos; yo no
al mismo Listz, en una Vida de Chopin, un poco exuberante de encarnaba ninguna modificación de su ser. Respetaba su indivi-
estilo, pero repleta, sin embargo, de muy buenas cosas y de muy dualidad como respeté la de Delacroix y las de mis otros amigos
bellas paginas, he trazado, en el Príncipe Karol, el carácter de un dirigidas en un camino diferente al mío.
hombre determinado por su naturaleza, exclusiva en sus senti- Por otro lado, Chopin me vinculaba, y puedo decir que me
mientos, exclusiva en sus exigencias. honraba, con un género de amistad que era excepcional en su
Este no era Chopin. La naturaleza no dibuja como el arte, por vida. Siempre era el mismo para mí. Tenía, sin duda, pocas ilu-
más realista que sea. Tiene caprichos, inconsecuencias, no reales siones sobre mi persona, puesto que no me hacía jamás descen-
probablemente, pero muy misteriosas. El arte no rectifica estas der en su estima. Es lo que hizo durar largo tiempo nuestra bue-
inconsecuencias porque está demasiado limitado para hacerlo. na armonía.
Chopin era un resumen de esas inconsecuencias magníficas Extraño a mis estudios, a mis búsqueda, y, por lógica, a mis
que sólo Dios puede permitirse crear y que tienen su lógica par- convicciones, encerrado como estaba en el dogma católico, de-
ticular. Era modesto por principios y dulce por costumbre, pero cía de mí, como la madre Alicia en los últimos días de su vida:
imperioso por instinto y lleno de un orgullo legítimo que se igno- «¡Bah!, ¡bah!, ¡estoy segurisima que ella ama a Dios!»
raba a si mismo. De allí sus sufrimientos que no razonaba y que Pero si Chopin era conmigo la entrega, la gracia, la preven-
no se fijaban sobre un objeto determinado. ción, la obligación y la deferencia en persona, no ocurría lo mis-
Además el príncipe Karol no es artista. Es un soñador, y mo, ni era así, con aquellos que me rodeaban. Con ellos la des-
nada más; no teniendo genio, tampoco tiene el derecho que él igualdad de su alma, vuelta a veces genorosa y fantástica, toma-
mismo otorga. Es, entonces, un personaje más verdadero que ba carrerilla, pasando siempre de la alegría a la aversion y
amable, y es tan poco el retrato de un gran artista, que Chopin, reciprocamente. Nada apareció, nada jamás ha aparecide de su
leyendo el manuscrito cada día sobre mi mesa, no se había dado vida interior, cuyas obras maestras eran la expresion misteriosa
cuenta de nada, a pesar de su susceptibilidad. y vaga, pero de cuyos labios no se traicionó el sufrimiento. Al

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menos así fue su reserva durante siete años, y yo sola tuve que el lago tranquilo, y poco a poco las piedras cayeron en él una a
adivinarlos, dulcificarlos y retardar la explosión. una. Chopin se irritaba a menudo sin ningún motivo y a veces
¿Por qué una combinación de acontecimientos extraña a injustamente contra intenciones buenas. Vi el mal agravarse y
nosotros no nos alejó mutuamente antes del octavo año? extenderse a mis otros hijos, raramente a Solange –la preferida
de Chopin porque no le había consentido nada–; a Agustina con
*** una amargura espantosa y al mismo Lambert que no ha podido
adivinar el porque. Agustina, la más dulce, la más buena, la más
Mi vida, siempre activa y sonriente en la superficie, era inte- inofensiva de todas nosotros, estaba consternada. ¡Había sido al
riormente más dolorosa que nunca. Me desesperaba de no poder principio tan bueno con ella! Todo fue soportado; pero, al fin, un
dar a los otros esa felicidad a la que yo había renunciado por mi día, Mauricio, cansado de los pinchazos, habló de abandonar la
parte; porque yo tenía más de un punto de profunda pena contra partida. Esto no podía ni debía ser. Chopin no soportó mi inter-
el cual me esforzaba en reaccionar. La amistad de Chopin no vención legítima y necesaria. Bajó la cabeza y dijo que ya no le
había sido jamás un refugio para mi en la tristeza. Él tenía bas- amaba.
tante con soportar sus propios males. Los mios le hubieran aplas- ¡Que blasfemia después de esos ocho años de dedicación
tado, y sólo los conocía vagamente y no los comprendía en abso- maternal! Pero el pobre corazón no tenía conciencia de su deli-
luto. Hubiese apreciado todas las cosas desde un punto de vista rio. Yo pensaba que algunos meses pasados en el alejamiento y
muy diferente del mío. Mi verdadera fuerza me la daba mi hijo, el silencio curarían esa plaga y devolverían una amistad plácida,
que estaba ya en edad de compartir conmigo los más serios inte- una fase equitativa. Pero la revolución de febrero llegó al país y
reses de la vida y que me sostenía por su igualdad anímica, su se volvió momentáneamente odiosa a ese espíritu incapaz de
razón precoz y su inalterable alegría. No tenemos, él y yo, las plegarse a una desintegración cualquiera en las formas sociales.
mismas ideas sobre muchas cosas, pero tenemos grandes pareci- Libre de retornar a Polonia, o seguro de ser tolerado, había pre-
dos de organización, muchos gustos iguales y necesidades pare- ferido languidecer diez años lejos de su familia que adoraba, al
cidas; en otras palabras, un lazo de afecto natural tan estrecho dolor de ver a su país transformado y desnaturalizado. ¡Había
que un desacuerdo cualquiera entre nosotros no puede durar nada huido de la tiranía, como ahora huia de la libertad!
más que un día y un momento de explicación cara a cara. Si no Lo volví a ver un instante en marzo de 1848. Apreté su mano
habitamos el mismo cerco de ideas y de sentimientos hay, al temblorosa y helada. Quise hablarle y se escapó. Tenía derecho
menos, una gran puerta siempre abierta en la pared medianera, a asegurar que ya no me amaba. Le evité este sufrimiento y puse
la de un afecto inmenso y la de una confianza absoluta. todo en manos de la providencia y del futuro.
Después de las últimas recaídas del enfermo, su espíritu se No debía verlo más. Entre nosotros había algunos corazo-
había ensombrecido extremadamente, y Mauricio, que lo había nes malvados. También había algunos buenos, que no supieron
amado tiernaniente hasta ese momentos, se sintió herido de una entenderlo. Hubo algunos frívolos que prefirieron no mezclarse
manera imprevista por él, debido a una cuestión fútil. Se abraza- en asuntos tan delicados.
ron momentos después, pero el grano de arena había caído sobre Me han dicho que él me había llamado, recordado y amado

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GEORGE SAND HISTORIA DE MI VIDA

filialmente hasta el fin. Creyeron oportuno ocultármelo hasta el una vez que esa alucinación pasó, llegaron otras que se sucedie-
fin. Creyeron un deber también el ocultarle, que yo estaba lista ron sin interrupción hasta que su imaginación desordenada se
para correr hacia él. Ha hecho bien si la emoción de volver a apagó e hizo lugar al estupor de una agonía que no tenía otra
verme hubiese abreviado su vida en un día o solamente en una conciencia que la propia. Su descendencia le sobrevivió pocos
hora. No soy de esas que creen que las cosas se resuelven en años. Su hija, madre de tres hermosos niños, todavía joven y
este mundo. No hacen otra cosa que comenzar y, seguramente, bella, vive cerca de mí en La Châtre. Es un alma dulce y valiente
no terminan nunca. Esta vida terrena es un velo que el sufri- que ha sufrido ya bastante y que no fallará en sus deberes. Mi
miento y la enfermedad hacen más espesa para ciertas almas, y cuñada Emilia vive todavía cerca de mí, en el campo. Por largo
que no se descorre nada más que por momentos y para las orga- tiempo víctima de las actitudes de un ser amado, descansa de
nizaciones más sólidas, y que la muerte desgarra para todos. sus grandes fatigas. Es una amiga severa y perfecta, un alma
Hacia la época en que perdí a Chopin, perdí también a mi recta y un espíritu alimentado de buenas lecturas.
hermano más tristemente todavía: sin razón se había apagado Durante los años esbozados al relatar sus emociones princi-
desde hacía algún tiempo; el alcohol se apoderó destruyéndolo pales, había encerrado en mi seno otros dolores todavía más
de su humana entidad, sumiéndolo entre la idiotez y la locura. lacerantes cuya revelación, suponiendo que pudiese hablar de
Había pasado sus últimos años enfadándose y reconciliándose ellos, no sería de ninguna utilidad en este libro. Fueron desgra-
conmigo, con mis hijos, con su propia familia y con todos sus cias, por así decirlo, extrañas a mi vida, puesto que ninguna in-
amigos. Mientras que continuó viéndome, prolongué su vida po- fluencia por mi parte pudo alejarlas. Desgracias que no entraron
niendo agua en el vino que le servían, puesto que por su paladar en destino, llamadas por el magnetismo de mi individualidad.
atrofiado no se daba cuenta. Suplia la calidad por la cantidad, En ciertos aspectos, construimos nuestra propia vida; en otros,
según su borrachera resultaba más o menos leve. Pero yo sólo soportamos la que nos hacen los demás. He contado o hecho
retardaba el instante fatal en el que, ya no teniendo fuerzas la presentir de mi existencia todo lo que en ella ha entrado por mi
naturaleza para reaccionar, no podría él mismo encontrar su lu- voluntad, o todo lo que se ha encontrado llamado por mis ins-
cidez. Pasó sus últimos meses evitándome y escribiéndome car- tintos, he dicho cómo he superado o sufrido las diversas fatali-
tas inimaginables. La revolución de febrero, que ya él no podía dades de mi propia organización. Es todo lo que yo quería y
comprender en cualquier punto de vista que se colocara, había debía decir. En cuanto a las penas mortales que la fatalidad de
dado un útimo golpe a sus facultades vacilantes. Al principio, las otras organizaciones hizo pesar sobre mí es la historia del
republicano apasionado, hizo como tantos otros que no tenían, martirio secreto que sufrimos todos, ya sea en la vida pública, ya
como él, accesos de locura como excusa; tuvo miedo y se puso a sea en la vida privada, y que debemos soportar en silencio.
soñar que el pueblo quería su vida. ¡El pueblo!, el pueblo del
que él salía como yo por su madre y con el que vivía en el caba-
ret más de lo necesario para fraternizar, se convirtió en su es-
pantapájaros, me escribió diciendo que sabía de fuentes seguras
que mis amigos políticos querían asesinarle. ¡Pobre hermano!,

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