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Colonialidad y Poscolonialidad Musical en Colombia

Hernández Salgar, Oscar.

Latin American Music Review, Volume 28, Number 2, Fall/Winter


2007, pp. 242-270 (Article)

Published by University of Texas Press


DOI: 10.1353/lat.2007.0030

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Oscar Hernández Salgar Colonialidad y


Poscolonialidad Musical
en Colombia

RESUMEN: Este artículo rastrea la construcción


en Colombia de algunos imaginarios coloniales sobre lo musical entre los
cuales se cuenta el imperativo de “blanqueamiento” sonoro para las músicas
mestizas o minoritarias y las visiones científicas o cientificistas de la música. A
través de un breve recorrido histórico el texto pretende mostrar cómo dichos
imaginarios contribuyeron a sentar las bases para la construcción de las con-
flictivas formas en que los colombianos se relacionan hoy con su música. A
partir de lo anterior se planteará que la cara poscolonial de estos imaginarios
se puede observar claramente en discursos como el multiculturalismo y la
world music que hoy en día obligan a las músicas tradicionales a debatirse entre
la tradición y la innovación, la inclusión y la exclusión, y en algunos casos, el
deseo y el rechazo. Esta dinámica se examina a través de un caso concreto: La
música del conjunto de marimba de chonta de la costa pacífica colombiana
que ha sido marcada desde sus orígenes como símbolo de diferencia, negri-
tud, aislamiento y atraso, y que hoy experimenta un notorio fortalecimiento
como fruto de los acelerados cambios en las relaciones global/local.

ABSTRACT: This article examines the construc-


tion in Colombia of some colonial imaginaries about music, among which the
most important are: the imperative for musical “whitening” and the different
visions of music as science. Through a brief historical journey the text seeks
to show how these imaginaries contributed to establish a basis for the construc-
tion of the conflictive ways in which Colombians relate today with their music.
From this point I intend to show that the postcolonial side of these imaginar-
ies can be observed clearly in discourses such as multiculturalism and world music
that nowadays force traditional musicians to be debated among tradition and
innovation, inclusion and exclusion, and in some cases, desire and rejection.
This dynamic is examined through a concrete case: the music of the “con-
junto de marimba de chonta” from the Colombian southern pacific coast, a
music that has been marked from its origin as a symbol of difference, black-
ness, isolation, and primitivism. Today, this music is experiencing a notorious
invigoration as a result of the accelerated changes that are taking place in
global/local relationships.

Latin American Music Review, Volume 28, Number 2, December 2007


© 2007 by the University of Texas Press, P.O. Box 7819, Austin, TX 78713-7819
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Durante la última década se ha venido consolidando en Latinoamérica


una red de estudiosos de las ciencias sociales que comparten conceptos
novedosos sobre la relación entre colonialidad y modernidad. La produc-
ción intelectual de esta red, de la que hacen parte autores como Walter
Mignolo, Enrique Dussel, Aníbal Quijano y Santiago Castro, ha sido car-
acterizada como teoría poscolonial latinoamericana y, aunque toma algunos
referentes de la teoría poscolonial desarrollada en la academia esta-
dounidense por teóricos como Homi Bhabha, Gayatri Spivak y Edward
Said, también se diferencia de ésta última en varios aspectos, especial-
mente los relacionados con la forma en que se entiende el inicio de la
modernidad y su relación con la expansión colonialista europea (Castro-
Gómez 2005a).
El primer objetivo de este artículo es describir, a la luz de los princi-
pales aportes de la teoría poscolonial latinoamericana, la forma en que
operó la colonialidad musical en Colombia. La tesis que trataré de de-
fender en las páginas siguientes es que dicha colonialidad, entendida en
términos de dominación racial y epistémica, sentó las bases para las di-
versas y conflictivas maneras en que los colombianos se relacionan ac-
tualmente con la música, sea esta tradicional, popular o académica. Para
ello haré en primer lugar un breve recorrido por la teoría poscolonial
latinoamericana y utilizaré algunos de sus aportes más importantes para
identificar los imaginarios sobre lo musical que fueron incorporados
por la élite criolla ilustrada en la colonia. En segundo lugar, explicaré
cómo dichos imaginarios se perpetuaron durante los siglos XIX y XX
hasta la aparición del discurso del multiculturalismo en la década de
los 90, momento en el cual se comenzó a vivir un retorno de lo reprimido
musical que ha marcado la relación de las músicas locales colombianas
con la dinámica de la world music y la industria discográfica global. Por
último intentaré mostrar — a través del ejemplo de la música del con-
junto de marimba de chonta — cómo este cruce de discursos constituye
lo que podría denominarse la poscolonialidad musical colombiana.

Algunas herramientas de la teoría


poscolonial latinoamericana
Uno de los principales aportes de la red latinoamericana de estudios
poscoloniales está en la crítica al mito según el cual la modernidad sería
un “fenómeno exclusivamente europeo”, basado en las “cualidades inter-
nas únicas” de la civilización allí desarrollada (Ibíd. 45). Por el contrario,
según afirma Enrique Dussel, “la modernidad no es un fenómeno que
pueda predicarse de Europa considerada como un sistema independiente,
sino de una Europa concebida como centro” (1999: 148). Es decir, que
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los rasgos que caracterizan al proyecto moderno a nivel político, social y


epistémico tuvieron como condición de posibilidad la creación, adminis-
tración y control de un otro constitutivo que le permitiera a Europa iden-
tificarse a sí misma1. Esto ha llevado a que incluso se pueda señalar con
claridad la fecha exacta del nacimiento de la modernidad: 12 de octubre
de 1492 (Castro-Gómez 2005a: 46). Sólo en este momento se hizo nece-
sario que las potencias europeas empezaran a racionalizar el manejo de
los recursos humanos, técnicos y financieros destinados al proyecto col-
onizador, así como los provenientes de las colonias. Lo anterior tuvo un
gran impacto económico pues “generó la apertura de nuevos mercados,
la incorporación de fuentes inéditas de materia prima y de fuerza de tra-
bajo que permitió lo que Marx denominó << acumulación originaria de
capital >>” (Ibíd. 47). En otras palabras, la colonización de América fue el
primer escenario para el capitalismo mundial y abrió las puertas para el
desarrollo de un sistema financiero e industrial a escala transcontinental.
Desde enfoques como el liberalismo hobbesiano o el materialismo
histórico, esta serie de cambios en las relaciones de producción es el
aspecto más importante del proceso colonizador. Sin embargo, según
Aníbal Quijano, estos análisis cometen el error de asumir que los ám-
bitos de existencia social diferentes al trabajo — como sexo, raza, tradi-
ciones culturales, etc. — son homogéneos y/o se dan como resultado de
la intervención de factores ahistóricos, es decir, se piensan como dados
y naturales2. Para este autor es entonces necesario buscar una instancia
que permita entender de qué manera un conjunto de elementos, que son
históricamente heterogéneos, llegaron a comportarse como una totali-
dad social histórica en la experiencia de poder del mundo eurocentrado.
La respuesta está en el uso de la raza como un medio para la clasifi-
cación social a partir del descubrimiento de América. Dice Quijano:
La “racialización” de las relaciones de poder entre las nuevas identidades
sociales y geo-culturales, fue el sustento y la referencia legitimatoria funda-
mental del carácter eurocentrado del patrón de poder, material e intersub-
jetivo. Es decir, de su colonialidad. Se convirtió, así, en el más específico
de los elementos del patrón mundial de poder capitalista eurocentrado y
colonial/moderno y pervadió cada una de las áreas de la existencia social
del patrón de poder mundial, eurocentrado, colonial/moderno (Quijano
2000: 374).

La colonialidad del poder es entonces una noción que explica la centrali-


dad de la raza y de la clasificación social en el patrón de poder mundial.
Según esta propuesta teórica, los diferentes ámbitos de la existencia
social están permeados por la racialización como eje articulador de las
relaciones de poder. Esto incluye, por supuesto, las distintas formas de
pensamiento, subjetividad y creación artística. La noción de colonialidad
del poder explica además cómo la dominación europea tuvo un importante
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componente epistemológico, consistente en “imponer una imagen misti-


ficada de sus propios patrones de producción de conocimientos y signifi-
caciones” (Quijano en Castro-Gómez 2005b: 63). Los dominados poco a
poco fueron naturalizando las formas de conocimiento europeas como
las más evolucionadas, las más refinadas, las más seductoras y, en últimas,
las únicas posibles para quien quisiera ubicarse en una posición de poder.
Esto se refleja en la definición que da Quijano sobre el eurocentrismo:
“El eurocentrismo, por lo tanto, no es la perspectiva cognitiva de los eu-
ropeos exclusivamente, o sólo de los dominantes del capitalismo mundial,
sino del conjunto de los educados bajo su hegemonía. Y aunque implica
un componente etnocéntrico, éste no lo explica, ni es su fuente principal
de sentido. Se trata de la perspectiva cognitiva producida en el largo tiempo
del conjunto del mundo eurocentrado del capitalismo colonial/moderno,
y que naturaliza la experiencia de las gentes en ese patrón de poder. Esto es, las
hace aparecer como naturales, en consecuencia como dados, no suscepti-
bles de ser cuestionados” (Quijano 2000: 343; cursivas añadidas)

Este tipo de dominación que pretende la imposición, incorporación y nat-


uralización no sólo de estructuras de pensamiento (como las categorías
de clasificación social), sino de cualquier otra forma de relacionarse con
el universo, es una forma de violencia epistémica que Santiago Castro ha
abordado a través del concepto del punto cero. Esta noción hace referen-
cia a la incorporación de la perspectiva geométrica en la cartografía.
Antes de este fenómeno que empezó a darse en el siglo XVI, en los mapas
sistemáticamente coincidían el centro étnico y el centro geométrico.
Es decir, el dominador se situaba a sí mismo como centro de la repre-
sentación visual. A partir de la llegada de los españoles a América, el uso
del punto cero de la perspectiva geométrica facilitó la postulación de
“una mirada soberana que se encuentra fuera de la representación” y
permitió a los europeos “adoptar un punto de vista sobre el cual no es
posible adoptar ningún punto de vista” (Castro-Gómez 2005b: 59). Dicha
posición se reproduce con el conocimiento científico moderno que se
pretende neutro y absoluto como resultado de la aplicación del método
analítico-experimental. El concepto de punto cero es especialmente útil
porque, más allá de señalar que el conocimiento eurocéntrico se ve a
sí mismo como natural y absoluto, permite identificar las estrategias
epistemológicas específicas a través de las cuales estos supuestos son nat-
uralizados e incorporados por los subalternos. En este sentido, indagar
por el punto cero de algo que se acepta generalmente como verdadero
equivale a visibilizar (en primer lugar) y a cuestionar (en segundo lugar)
la lógica que subyace detrás de ese algo.
El efecto más claro de haberse ubicado en un punto cero
epistemológico — y esto tiene relación directa con la colonialidad del
poder — consistió en que para los europeos las sociedades nativas
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americanas estaban ancladas en el pasado, en el punto más bajo de una


escala imaginaria en la que Europa estaría en el punto más alto. Según
Castro, “Observadas desde el punto cero, estas dos sociedades coexisten
en el espacio, pero no coexisten en el tiempo, porque sus modos de pro-
ducción económica y cognitiva difieren en términos evolutivos” (Ibíd. 37).
Al decir producción cognitiva, es claro que se habla también de otras
formas no necesariamente racionales de interacción con el mundo, entre
las cuales bien pueden contarse las prácticas musicales de las sociedades
americanas.
En resumen, la modernidad, que ha sido caracterizada tradicional-
mente como un fenómeno europeo, sólo se hizo posible como proyecto
con el inicio de la colonización española. Esto implicó el ejercicio de
una serie de violencias sobre los nativos americanos, entre las cuales las
más importantes para este artículo son la violencia racial y la violencia
epistémica, pues son las que ocupan un lugar central en la noción de colo-
nialidad del poder desarrollada por Quijano. Dicha colonialidad se con-
struyó a partir de la situación privilegiada que permitió a los españoles
ubicarse en un punto cero de observación e imponer a los dominados
unas formas de pensamiento que naturalizaron en sus costumbres, en
las relaciones sociales y políticas y en la producción de conocimientos y
formas artísticas entre las cuales está la música.
El resumen anterior sirve también para recordar que la colonialidad—
entendida aquí como una compleja relación de poder entre colonizadores
y colonizados cuyo principal sustento es la diferencia de razas y de
saberes — es un fenómeno constitutivo de la modernidad y no una conse-
cuencia de ésta como se ha pensado tradicionalmente. La colonialidad
es la otra cara de la modernidad y está ligada a ella indisolublemente.
Esto último ha provocado que autores como Hardt y Negri concluyan
que el tránsito de la modernidad a la posmodernidad significa el fin del
colonialismo (2001), pues se asume que en la última etapa del capitalismo
globalizado ya no existe un “afuera” del Imperio. Sin embargo, Walter
Mignolo critica esta postura señalando que “la poscolonialidad es la cara
oculta de la posmodernidad” y que “lo que la poscolonialidad indica no
es el fin de la colonialidad sino su reorganización” (Mignolo 2002: 228).
Esta afirmación parte además de la idea de que la colonialidad — para el
caso del patrón de poder del mundo eurocentrado — se construye a
partir de procesos de racialización y violencia epistémica que no desapare-
cen con la globalización, sino que adquieren nuevas formas. En este sen-
tido, la poscolonialidad, más allá de ser un aparato teórico, es un término
que hace referencia a las nuevas y sofisticadas formas de colonialidad que
operan en el mundo posmoderno, legitimando representaciones que
tienen efectos reales en la construcción de sujetos y permitiendo la per-
petuación de las relaciones de poder establecidas por el aparato de dom-
inación colonial.
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Lo anterior conduce a las dos preguntas que constituyen el centro de


este artículo. En primer lugar: ¿qué imaginarios sobre lo musical se con-
struyeron en Colombia con base en las relaciones coloniales? Para este
punto me apoyaré en las nociones de punto cero y de colonialidad del poder,
antes comentadas. Esto me servirá para mostrar cómo el ideal de limpieza
de sangre de la élite criolla letrada no se limitó a un asunto de color de
piel, sino que, partiendo de la clasificación racial, se ancló en una serie
de manifestaciones culturales, entre las cuales la música jugó un papel
relevante. Como consecuencia de ello se verá que para la música “legí-
tima” también se estableció un imperativo de “blanqueamiento” sonoro.
En segundo lugar: ¿cómo se han sofisticado y reorganizado estos mismos
imaginarios en el mundo posmoderno, es decir, en la última etapa del
capitalismo globalizado? En este punto discutiré las repercusiones que
los discursos del multiculturalismo, la biodiversidad y la World Music
han tenido sobre las prácticas musicales obligándolas a debatirse entre
una pureza exótica y una flexibilidad de estilo que se acerque lo suficiente
a los lenguajes musicales occidentales como para producir resultados
comerciales.

Primer punto cero: la urgencia


del blanqueamiento musical
Según comenta el musicólogo Egberto Bermúdez, en el año de 1834,
Antonio Margallo, quien había sido organista y último maestro de capilla
de la Catedral de Bogotá antes de la independencia, publicó un panfleto
en el que calificaba de “herejes” y “serpientes protestantes” a los respon-
sables de haber traído el piano y otros instrumentos a la ciudad, “en con-
tra de la cultura basada en la religión << pura e intacta>> defendida por el
<< pontífice romano>>” (Bermúdez 2000: 54). Este episodio es un ejemplo

del papel que jugaba la música polifónica católica en el panorama mu-


sical de Santafé de Bogotá en el siglo XVIII y principios del XIX. En la
actualidad, cuando se utiliza el término “música colonial en Colombia”,
a pesar de la multiplicidad de prácticas musicales que sin duda se dieron
en esta época, la mayoría entiende “música religiosa de la capital durante
el período colonial”. Una prueba de ello la constituye el texto La música
colonial en Colombia de Robert Stevenson (1964) que se limita casi exclusi-
vamente a hacer un recorrido por la historia de la música de la Catedral
de Bogotá y de sus maestros de capilla. Encontrar documentación sobre
otras prácticas musicales, especialmente aquellas de los indígenas o de los
esclavos traídos de África, es una tarea virtualmente imposible. De hecho,
es muy difícil siquiera imaginarse cómo sonaban las músicas nativas en
tiempos de la conquista y la colonia. Podría argumentarse que la música
de la catedral era escrita para ser conservada, mientras otras prácticas
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musicales eran más bien efímeras debido a su función social. Sin em-
bargo, más allá de las transcripciones en notación musical, es igualmente
difícil encontrar cualquier tipo de comentario acerca de las prácticas
musicales diferentes a la música religiosa entre los siglos XVI y XIX. La
pregunta que surge entonces es, ¿a qué se debe que, incluso en medios
académicos, la música de catedral se haya vuelto sinónimo de la música
colonial en Colombia, al punto de hacer invisible cualquier otra mani-
festación musical de ese período?
Según Santiago Castro, cuando los españoles llegaron a América se
desató una disputa sobre si los habitantes de estas tierras distintas al orbis
terrarum tenían derecho a considerarse hijos de Adán, o si al ser carentes
de alma podían ser legítimamente esclavizados3. La conclusión fue que
América no era sino la prolongación natural de Europa hacia el occi-
dente, lo que otorgaba a los conquistadores el derecho de someter mili-
tarmente a las poblaciones que encontraran con el fin de acercarlos al
“conocimiento verdadero sobre Dios” (Castro-Gómez 2005b: 57). El im-
perativo de la evangelización se convirtió así en uno de los vehículos de
mayor importancia para la conquista porque situó a los españoles en un
punto cero incuestionable que no solamente les permitía, sino que los
obligaba moralmente a transformar las costumbres de los pueblos ameri-
canos para alejarlos de la barbarie y acercarlos a la “verdadera” religión.
La música no fue ajena a esta dinámica. Si bien en algunas crónicas se
deja entrever algo de admiración por el aspecto rítmico de la música in-
dígena, es reiterativa la idea de que para los religiosos españoles la música
de los indios no era más que un pretexto para “idolatrar”, consumir
bebidas como la chicha y adoptar comportamientos alejados de la moral
cristiana4. A manera de ejemplo, el padre Juan Rivero escribía:
Son grandes borrachos estos Giraras; ocho días con sus noches se llevan
de una sentada en sus borracheras, y en ellas usan también de sus instru-
mentos músicos, y señalan por horas a los ministriles que los han de tocar
(…) y tocando con violencia veinte ó treinta juntos, ya se deja entender
qué horrorosa confusión causará, y cómo les quedarán las cabezas, y más
cuando al mismo tiempo les llevan el compás los atambores, tan horribles
en el estruendo, que se oyen sus ecos y porrazos á cuatro y seis leguas de
distancia (…) van descargando golpes, con cuyo estruendo se les sube
más presto la bebida a los cascos. El moderar estas borracheras, el estor-
bar las riñas y pendencias que á ellas se subsiguen cuesta infinito trabajo
á los Padres (Rivero 1956: 118).
En este comentario, al igual que en muchos otros escritos de la época,
se puede observar que para los cronistas, lo negativo de la música de los
indígenas radicaba más en el uso social de ésta que en alguna caracterís-
tica sonora. Si la música estaba ligada a la “barbarie” de los indios y servía
para dar rienda suelta a su condición de “salvajes”, entonces parte de la
labor evangelizadora debía consistir en erradicar este tipo de expresiones
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musicales sustituyéndolas por otras que sirvieran para adorar al Dios


“verdadero”. De acuerdo con la mirada de los evangelizadores europeos—
que estaba profundamente arraigada en el punto cero de la religión —
la música de adoración no podía ser otra que la polifonía católica
europea. Por ello, en varios países de Latinoamérica las misiones jesuitas
se caracterizaron por desarrollar una intensa formación musical, basada
especialmente en la enseñanza del canto “llano y de órgano” y en la
conformación de coros polifónicos (Perdomo 1945: 18). En la Nueva
Granada, los primeros indios que aprendieron a leer por nota fueron los
del pueblo de Cajicá, provocando gran admiración entre los visitantes
europeos. Según la crónica del jesuita Mercado, un músico religioso que
fue invitado a celebrar la misa en esta localidad comentaba: “Padre mío,
yo voy muy consolado y he dado mil gracias a Nuestro Señor habiendo
oído a estos niños porque tengo por cosa de milagro el haber salido con
esta empresa de que sepan los indios cantar” (Mercado citado en Perdomo
1945: 19). La actividad musical de la iglesia católica logró entonces marcar
a las músicas tradicionales de los pueblos indígenas y negros como in-
morales y “bárbaras” por estar relacionadas con contextos sociales total-
mente distintos de los que se consideraban adecuados para la enseñanza
de la fe, siendo ésta la misión más importante de los españoles en el Nuevo
Mundo. Así se fue configurando una escala valorativa en la cual la poli-
fonía religiosa europea aparecía como la música más cercana a Dios y las
músicas nativas americanas aparecían como las más “bajas”.
Esta valoración de las distintas manifestaciones musicales en los sig-
los XVI al XVIII estaba basada en un aspecto eminentemente religioso,
pero en el imaginario de la época debió servir como argumento para
legitimar y reforzar la escala social que se construyó con base en el ideal
de pureza de sangre de los criollos. Santiago Castro explica cómo, en la
sociedad neogranadina de la colonia, la posesión de un certificado de
limpieza de sangre llegaba a ser mucho más importante que la posesión de
riquezas. El grado de limpieza, claro está, correspondía al grado de “blan-
cura”. En los “cuadros de castas” se establecían claramente los dieciséis
tipos de sangre que se podían encontrar, clasificándolos del más puro al
más impuro5. Toda la clasificación estaba basada en la idea de que a mayor
mezcla de sangre, habría menos posibilidades de movilización social.
Pero al mismo tiempo, según este mismo autor: “Ser << blancos>> no tenía
que ver tanto con el color de la piel, como con la escenificación per-
sonal de un imaginario cultural tejido por creencias religiosas, tipos de
vestimenta, certificados de nobleza, modos de comportamiento y (…) for-
mas de producir y transmitir conocimientos” (Castro-Gómez 2005b: 64).
Desde este punto de vista, los argumentos religiosos en contra de las prác-
ticas musicales negras e indígenas y sus usos sociales podían ser usados
para marcar a alguien como más o menos “blanco” y afectar de esta forma
su posición en las relaciones de poder. Por otro lado, la pertenencia a
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un tipo de sangre servía para determinar aspectos como: qué tipo de tra-
bajos podía desempeñar una persona, qué vestimenta estaba autorizada
a llevar y si podía ingresar a la universidad o no. Lo importante es que
esta clasificación no dependía de la raza en un sentido fenotípico, sino
de la raza en un sentido epistémico y social: “El capital simbólico de la blan-
cura se hacía patente mediante la ostentación de signos exteriores que
debían ser exhibidos públicamente y que << demostraban>> públicamente
la categoría social y étnica de quien los llevaba” (Ibíd. 84). Es claro que la
música debía ser uno de estos signos. De la misma forma en que las per-
sonas se empeñaban en hacer desaparecer de su pasado cualquier mez-
cla de sangre, es probable que la sociedad en su conjunto, administrada
por una élite criolla cuyo poder estaba basado en la blancura, se preocu-
para por esconder cualquier sonido musical que se relacionara directa-
mente con las “malas razas” (indios, negros o lo que era peor, alguna
mezcla entre ambos). Si la música estaba íntimamente ligada a la mani-
festación cultural de una raza, es evidente que las músicas más preciadas
en términos de distinción eran las músicas blancas, es decir, las músicas
que se podían identificar fácilmente como europeas, incluyendo la música
de salón de la élite criolla.
Durante los últimos años de la era colonial, el paradigma de lo blanco
musical para los criollos de la Nueva Granada ya no era la polifonía
católica (que como ya se dijo había gozado de una gran importancia en
la era colonial, pero empezó a perder terreno con la llegada de la inde-
pendencia) ni la “música artística urbana” europea, representada en
géneros como la ópera y las obras orquestales de gran tamaño. Como
bien lo señala Coriún Aharonián al hablar sobre las distintas influencias
en la identidad musical latinoamericana, ya desde antes de la indepen-
dencia “los modelos de mayor importancia, cuantitativa y cualitativa-
mente, eran proporcionados por la música popular” (1994: 196). Así, los
primeros años de la era republicana se caracterizaron por un descenso
en la producción de música litúrgica y un aumento en el consumo de
danzas como el vals, la polka y la mazurca que se adaptaban fácilmente
a los músicos e instrumentos disponibles en ciudades como Santafé de
Bogotá y a la vez permitían a los criollos exponer públicamente algún
rasgo cultural de origen europeo.
Durante la primera mitad del siglo XIX, el bambuco (una danza de
origen triétnico), fue el primer género en ser reconocido específicamente
como música nacional. Esto sucedió en parte gracias al papel que varias
fuentes le otorgan como un importante motivador para las tropas en la
lucha independentista que se dio entre 1810 y 18306. Sin embargo, su
procedencia campesina y mestiza hizo que los bambucos siguieran siendo
vistos como músicas marginales para la élite letrada. En la novela Manuela,
del escritor Eugenio Díaz, el protagonista (Demóstenes) defiende danzas
como el vals, la varsoviana y la polca mientras que “desdeña los bailes de
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acerbo colonial practicados por los campesinos y habitantes del pueblo,


como el torbellino, el bambuco, la caña de los mestizos y la manta de los indios
los cuales considera << contrarios a la civilización>>” (Bermúdez 2000: 57,
cursivas añadidas). La preferencia de la élite por algunas danzas de proce-
dencia europea se puede observar también en la música que salía pub-
licada en los periódicos de las principales ciudades. El libro La música en
las publicaciones periódicas colombianas del siglo XIX (1848 –1860) de la in-
vestigadora Ellie Anne Duque, recoge piezas publicadas en varios medios
impresos como El Neogranadino, El Mosaico y El Pasatiempo. En esta
compilación se encuentran mazurcas, valses y polkas pero no hay un solo
bambuco, pasillo o torbellino (Duque 1998). Estos últimos géneros, sin
embargo eran los únicos con el potencial para convertirse en la música
representativa del país. Pero, para cumplir ese papel era necesario reducir
al mínimo sus características indígenas y mestizas, que probablemente
se hacían evidentes en el uso de instrumentos nativos como flautas de
caña y tambores. Una muestra de ello es la publicación aislada en 1852
del “Bambuco — aire nacional neogranadino” para piano a cuatro manos,
de los compositores Francisco Boada y Manuel Rueda. Según Egberto
Bermúdez, sólo a partir de este punto el bambuco “se desarrollaría como
género vocal e instrumental, y sería el principal componente en el pro-
ceso de búsqueda de una música nacional” (Bermúdez 2000: 170). La
escogencia del bambuco como estandarte de la nación estaba mediada
entonces por la necesidad de dotar al género de una sonoridad menos
indígena o negra, y más ligada a la tradición musical europea, es decir,
más blanca.
Por otro lado, durante los primeros años del siglo XIX, hubo un auge
de discursos que pretendían explicar las diferencias entre las razas a par-
tir de un determinismo geográfico y climático. La idea general consistía
en que las razas que habitaban en climas cálidos y selváticos no podían
desarrollar el mismo intelecto de las razas que habitaban en climas fríos.
Esto contribuyó a consolidar un imaginario geográfico del país según el
cual, a mayor altitud sobre el nivel del mar, mayores posibilidades habría
de desarrollo cultural y económico7. En este sentido, las músicas produci-
das en las zonas bajas debían ser vistas como más primitivas y salvajes que
las músicas mestizas de los Andes, lo cual explica, al menos parcialmente,
por qué los géneros preferidos para crear una música nacional fueron
dos géneros andinos: el bambuco y el pasillo.
En primera instancia puede parecer contradictorio que la misma élite
que rechazaba las danzas de origen mestizo, buscara fórmulas para conver-
tir a estas mismas danzas en música nacional. Sin embargo, en las músicas
nacionalistas europeas de finales del siglo XIX se pueden advertir pro-
cesos similares. Lo que buscaban los músicos de élite o profesionales, en
uno y otro caso, era absorber el espíritu y la esencia de lo popular pero al
mismo tiempo adaptarlo a un lenguaje musical universal. Lo interesante
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es que en el caso de compositores como Smetana o Dvorák, lo musical


universal estaba relacionado con las técnicas orquestales y compositivas
características de la música artística urbana europea desde el clasicismo
vienés, mientras que, en el caso de los compositores criollos colombianos,
lo universal estaba más claramente representado por su referencia más
inmediata de lo europeo, es decir, las pequeñas danzas de salón como el
vals y la polka. En todo caso, tanto para los nacionalismos europeos, como
para la construcción de la música nacional colombiana a partir de géneros
andinos en la segunda mitad del siglo XIX, es la raza y su ubicación en
una escala de clasificación social, la que sigue determinando las relaciones
de poder en el mundo eurocentrado. Lo racial sólo puede aparecer si la
raza es blanqueada y universalizada, es decir, si adopta características simi-
lares a las del centro de poder hegemónico.

Segundo punto cero: conocimientos expertos y


legitimación de los saberes musicales
Además de la escala valorativa musical que se construyó como correlato de
la limpieza de sangre, durante los siglos XVII y XVIII se gestó en Europa
un nuevo punto cero basado en la influencia que tuvo el racionalismo en
los procesos de producción musical. Uno de los personajes centrales de
este movimiento es René Descartes, quien en 1618 escribía en su Com-
pendium Musicae : “La cualidad de cada nota en sí misma (de qué cuerpo
y por qué medios esta emana en la manera más placentera al oído) se
encuentra en el campo del físico” (Descartes en Weiss 1984, 189; traduc-
ción libre). Dentro de esta línea, dos sucesos de importancia abrieron
las bases para el desarrollo de una teoría moderna de la música. En 1701,
Joseph Sauveur publicó sus investigaciones sobre el “acorde natural”,
conocido por nosotros hoy en día como la serie de armónicos naturales.
Esto permitió que veintiún años más tarde Jean-Philippe Rameau escri-
biera el primer tratado musical que recogía el racionalismo del barroco:
Traité de l´harmonie, reduite a ses principes natureles. Su primer capítulo es una
explicación físico-matemática de las consonancias y disonancias basadas
en las proporciones de la serie de armónicos. Su información es tan densa
que el mismo autor recomienda a los lectores que accedan directamente
a los capítulos siguientes. En el prefacio del libro, Rameau escribe: “La
música es una ciencia que debería tener reglas definidas; estas reglas
deberían ser deducidas de un principio evidente y dicho principio no
puede ser realmente conocido por nosotros sin la ayuda de las matemáti-
cas” (Rameau 1971: xxxv; traducción libre).
Esta legitimación de una música europea ubicada en el punto cero de
la observación científica contribuye a la creación de una nueva escala
valorativa para las otras músicas, que ya no depende de su uso social sino
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Colonialidad y Poscolonialidad Musical en Colombia : 253

de las características mismas del sonido. En este sentido, las músicas in-
dígenas, negras o mestizas ya no sólo son inferiores por estar relacionadas
con “malas razas”, “malos climas” o costumbres “inmorales” sino porque
su producción no está mediada por un cuerpo de conocimientos cientí-
ficos que las legitime. En otras palabras, estas músicas se encuentran en una
“etapa intuitiva” (Perdomo 1945: 5) y deben recorrer un largo camino
para llegar a ser un arte equiparable a la música europea. En su libro
Vida de un músico colombiano, publicado en 1941, el compositor bogotano
Guillermo Uribe Holguín declara que el lema del Conservatorio fun-
dado por él sería el mismo que tenía la antigua Academia Nacional de
Música: “volver a lo antiguo”, pero aclara que la nueva idea es “edificar
sobre las bases de lo viejo, mas de lo viejo bueno; tomar el arte desde sus
raíces, para recorrer el camino completo hasta los descubrimientos del modernismo”
(Uribe 1941: 89; cursivas añadidas). En este comentario queda claro que
la escala evolutiva de las músicas es un imaginario que no solamente es
asimilado y administrado por las élites criollas desde el siglo XVIII, sino
que se incorpora, en pleno siglo XX a las instituciones de formación
musical alcanzando una materialidad objetiva. El efecto concreto fue la
exclusión radical de cualquier tipo de música que no fuera artística ur-
bana europea, de los programas del Conservatorio Nacional de Música.
El imaginario de la música como ciencia, anclado en la administración
de instituciones de formación musical, también se puede observar en
el siguiente extracto del informe anual del Director de la Academia de
Música de Ibagué, don Temístocles Vargas, al Gobernador del Departa-
mento del Tolima en 1894:
Debemos convencernos de que estudiar la música, es como estudiar una
ciencia cualquiera. Hoy debido a don Jorge W. Price, Director de la Acade-
mia Musical Nacional de Bogotá se ha generalizado la verdadera enseñanza
de la música entre nosotros; es decir, hoy se estudia verdaderamente la música
como debe estudiarse; en esta ciencia, como en muchas otras, reina mucho
el empirismo, y llevamos la pretensión hasta querer ocupar puestos sin los
conocimientos necesarios; es decir, sin haber siquiera hojeado un libro
elemental de Teoría y mucho menos tener nociones primarias de la Escuela
de Alta Composición (Villegas 1962: 28 cursivas añadidas).
El punto cero de lo científico musical aparece entonces como un nuevo
argumento para la legitimación de la actividad musical formal y para
la exclusión, al menos en los círculos académicos, de cualquier tipo de
música que no estuviera basada en los parámetros teóricos de la música
urbana artística europea. Esto incluye desde la técnica de composición
hasta la construcción de los instrumentos. En una conferencia sobre la
música nacional pronunciada el 3 de agosto de 1923, Uribe Holguín
señalaba que “el tiple es rudimentario y deficiente” pues,
para poder dar la función de tónica en do, por ejemplo, se hace la com-
binación de dedeo que hace mi, sol, do, mi, fatal realización, por estar la
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254 : Oscar Hernández Salgar

tercera del acorde, nota modal, duplicada, cosa reprobada como lo sabe
el estudiante de armonía en su primera lección8 (Uribe 1941:138)
En el comentario anterior se advierte que lo científico musical, utilizado
como un punto cero epistemológico, funciona como argumento válido
para sancionar la ilegitimidad de las músicas mestizas. En este caso, la
crítica a las limitaciones de un instrumento musical como el tiple pasa
por la imposibilidad de ejecutar en éste, música que obedezca las reglas
de la armonía legitimada científicamente. Y sin duda, a partir de este imag-
inario el aspecto armónico es el que se va a volver más importante a la
hora de clasificar cualquier música en algún estadio evolutivo. Ignacio
Perdomo en Historia de la música en Colombia comenta que el uso del tér-
mino consonancia por parte del cronista Fernández de Piedrahita (al
referirse a la música indígena) debe estar referido “más al concepto de
simetría que al de armonía” pues “la ciencia armónica es un producto
de selección, el resultado de una larga y penosa evolución artística”. Y
más adelante comenta: “a un pueblo en infancia musical como el que
encontraron los españoles en América sería adjudicarle un grado de cul-
tura sumo, al decir o afirmar que tuviera conocimiento o iniciación en
la armonía” (Perdomo 1945: 9). Y sin embargo, dentro de las crónicas
de la colonia es posible encontrar comentarios como este del padre
Joseph Gumilla hablando de los indios del Orinoco: “y a la verdad, estas
flautas están en punto, y hacen suave consonancia de dos en dos, no
menos que cuando suenan dos violines, uno por el tenor y otro por el
contralto” (Gumilla 1955: 111). Es evidente que en estas músicas no se
encontraban progresiones funcionales que se ajustaran a los parámetros
de la armonía tonal descrita por Rameau. Pero esto no importa. En lo
que quiero hacer énfasis es en la centralidad que tiene el elemento ar-
mónico (el que ha sido abordado de una manera más científica hasta ese
momento de la historia) para la inclusión de una música en el esquema
valorativo que se incorpora como parte de los imaginarios coloniales.
Así como la limpieza de sangre determina la posibilidad de ascenso so-
cial, el cumplimiento de los cánones europeos en el manejo de la ar-
monía puede llegar a determinar el grado de evolución de un género
musical. Por esta razón, algunos defensores de las músicas indígenas
acuden al argumento de la armonía para reclamar una reubicación de
la música que defienden en la escala evolutiva. A manera de ejemplo, el
compositor Luis Antonio Escobar escribía en 1992:
Se puede agregar en beneficio de los mayas que, en lo que respecta al ele-
mento de la música, armonía, éstos fueron más allá que los griegos, pues
con sus flautas cuádruples lograron concebir y escuchar varios sonidos
simultáneos producidos en instrumentos impecablemente realizados en
cerámica. En este caso, si se trata estrictamente de música, los mayas se ade-
lantaron a la cultura occidental (Escobar 1992: 159 cursivas añadidas).
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Colonialidad y Poscolonialidad Musical en Colombia : 255

El hecho de que este autor equipare la armonía con lo “estrictamente


musical” es un signo de cómo el punto cero de la música como ciencia
se ha mantenido vigente hasta nuestros días.
Resumiendo los argumentos anteriores, se puede decir que la colo-
nialidad musical en Colombia operó a través de dos imaginarios. El
primero, está basado inicialmente en el punto de vista religioso que
marca a las otras músicas por estar relacionadas con un uso social que se
aparta de la moral cristiana. (Posteriormente esta sanción de compor-
tamientos sociales tendrá que ver más con el manejo ilustrado de la
biopolítica imperial de los Borbones — que requiere de la formación de
sujetos modernos — y menos con la moral de la iglesia). Este imaginario
se complementó con el ideal de limpieza de sangre, que poco a poco fue
construyendo a las distintas prácticas musicales como índices de un deter-
minado lugar, una determinada raza o mezcla racial y unas costumbres
inmorales y/o abiertamente sexuales (particularmente en el caso de la
población negra). De acuerdo con esto existían músicas indígenas, negras
y mestizas que se consideraban inferiores a la música europea en virtud
del grado de blancura de quien normalmente las producía y consumía.
Esto llevó a un imperativo de blanqueamiento en las músicas que pre-
tendieran acceder a un lugar en la historia escrita de las élites letradas.
Dicho blanqueamiento se puede observar en el uso de instrumentos mu-
sicales europeos y la incorporación de recursos armónicos y texturales
similares a los de las danzas europeas de salón que estuvieron de moda
en Bogotá durante la segunda mitad del siglo XIX.
El segundo gran imaginario a través del cual opera la colonialidad
musical en Colombia es el que se desprende de la consolidación de una
ciencia musical, encarnada específicamente en las reglas de la armonía
tonal, legitimada científicamente por tratadistas como Rameau. Según este
imaginario, un género musical podía alcanzar cierto nivel de legitimidad
si hacía uso de progresiones armónicas complejas (ojalá modulantes) y
se apegaba a reglas básicas de conducción de voces. Por el contrario,
una música que se basara enteramente en la reiteración de uno o dos
acordes “mal construidos” y “mal conducidos” no podía ser otra cosa que
música primitiva. Otro elemento musical que también estaba mediado
por la forma europea de entender el discurso tonal era la relación entre
ritmo y métrica. El uso de síncopas y acentuaciones que “amenazaran” la
claridad de una organización métrica uniforme era percibido como una
particularidad excesivamente local que podía dificultar la comprensión
de la música, y reforzaba la idea de que los géneros mestizos podían ser
artesanales, pero no artísticos. Esto se puede apreciar en las polémicas
que se han generado alrededor de la transcripción del bambuco y que
aún hoy suelen conducir a la conclusión de que este género “a más de
poderlo leer se debe saber, para poderlo tocar bien” (Davidson en Bernal
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256 : Oscar Hernández Salgar

2004: 3). Sin embargo, como veremos más adelante, es precisamente esa
particularidad rítmica la que va a convertirse en un valor musical a fi-
nales del siglo XX.
Lo importante de los imaginarios coloniales sobre lo musical carac-
terizados arriba, es que fueron naturalizados por la élite criolla de los
centros urbanos durante los siglos XVIII, XIX y XX, quedando de esta
manera incorporados en la cultura musical del país como verdades “no
susceptibles de ser cuestionadas”, ya que estaban determinadas por la
naturaleza misma de la música y de la gente que la hacía. Esto necesari-
amente produjo todo un sistema de condiciones de inteligibilidad musical,
que está basado en primera instancia en los parámetros de la música ur-
bana artística europea, y que aún hoy se hace presente en la forma como
se determinan el grado de cercanía y familiaridad con que se perciben
las músicas locales, especialmente en las ciudades. En otras palabras, la
colonialidad del sonido musical se manifiesta primordialmente en Colom-
bia a través de la sensación de otredad y lejanía que un citadino de clase
media experimenta ante la audición de cualquier música que no haya
pasado por un proceso de blanqueamiento, es decir por un proceso de
transformación tímbrica, armónica, rítmica y social.
Un ejemplo bien estudiado de este tipo de proceso lo constituye la
música de la Costa Atlántica colombiana que, a finales del siglo XIX y prin-
cipios del XX, cumplía con todas las condiciones para ser excluida por
primitiva e ininteligible. El baile de la cumbia, por ejemplo, se asociaba
con la mezcla racial entre negros e indios. Los instrumentos que tocaban
la música eran por lo general una flauta de millo, dos gaitas acompañadas
por tambores, guache y maracas, y su estructura melódica se basaba en
la reiteración de una melodía simple (Wade 2002: 80 – 81). Ante estas
condiciones sociales y musicales es evidente que la cumbia no podía gozar
de una muy buena reputación en el interior del país, al igual que el porro,
el vallenato y otros géneros tradicionales de la Costa Atlántica. Sin em-
bargo, durante las primeras décadas del siglo XX tuvieron lugar algunos
eventos que iban a modificar este esquema jerárquico: la Primera Guerra
Mundial reorganizó las fuerzas geopolíticas del globo convirtiendo a
Estados Unidos en la primera potencia militar. Esto generó un claro
desplazamiento del lugar de lo blanco dominante, de Europa hacia el
norte de América. Por otro lado, la invención del crédito y la formación de
la primera sociedad de consumo ayudaron a socavar la ética protestante
del ahorro (Bell 1977) y llevaron a que la década de 1920 fuera recordada
posteriormente como una época de relajamiento moral. Al mismo tiempo,
la invención del fonógrafo y la popularización de la radio en el mundo
(y en Colombia a partir de la década de 1930) contribuyeron a la difusión
de músicas que habían sido tradicionalmente locales. En medio de este
panorama, durante la década de 1920 la música cubana tuvo un gran auge
internacional, influyendo notoriamente en Norteamérica y los países del
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Colonialidad y Poscolonialidad Musical en Colombia : 257

Caribe. Todos estos acontecimientos hicieron que Barranquilla, una ciu-


dad que para entonces era más cosmopolita que Bogotá, se convirtiera
en la puerta de entrada de la industria fonográfica a Colombia. La élite
costeña, “orgullosa de su blancura, en contraste con la negritud y la in-
dianidad de los sectores populares”, propició entonces la rearticulación
de elementos musicales y no musicales para “resignificar a la música
costeña como un producto auténticamente regional pero también mod-
erno, como un ritmo con raíces negras, sólo que ahora vestido de frac, es
decir, respetable y blanqueado” (Wade 2002: 135 –136).
En el caso de la música de la Costa Atlántica se puede apreciar que,
a pesar de las profundas transformaciones de principios del siglo XX,
los imaginarios coloniales de lo musical no desaparecieron, sino que
se adaptaron a las nuevas condiciones sociales, económicas y políticas.
A medida que los medios de comunicación adoptaban una dinámica
global, las músicas que se volvían hegemónicas eran las que alcanzaban
una mayor exposición mediática en el país, como el tango, el son y las
rancheras. Estos sonidos desplazaron a las viejas danzas europeas como
referentes inmediatos de lo musical. Lo anterior, sumado al auge de las
orquestas de música caribeña con formato de big band durante las décadas
de 1940 y 1950, ayudó a facilitar el ingreso de algunos géneros musicales
de la Costa Atlántica a ciudades como Medellín y Bogotá. Sin embargo,
el hecho de que la música europea de salón perdiera fuerza no significa
que se acabaran los imperativos de blanqueamiento o de mediación de
conocimientos expertos en la producción musical. Estos imaginarios estaban
demasiado naturalizados ya en la sociedad colombiana. Por el contrario,
se podría decir que la esencia misma de la colonialidad musical (es decir,
su carácter racial y epistémico) fue reutilizada por un nuevo agente colo-
nizador: la industria musical transnacional. En adelante, los procesos de
blanqueamiento estarían acompañados por otro tipo de transformaciones
musicales necesarias para adaptarse a los parámetros de la industria:
tener olfato comercial, conseguir un manager, organizar giras y concier-
tos poniendo atención en el aspecto escénico y el vestuario, sonar en
emisoras de radio y grabar. De esta manera, se puede observar que al
blanqueamiento étnico se le suman otros imperativos de transformación
producidos por las cada vez más sofisticadas mediaciones tecnológicas,
sociales y económicas.

La década de 1990: Multiculturalismo,


biodiversidad y world music
Durante todo el siglo XX muchas músicas mestizas, negras e indígenas
colombianas se mantuvieron al margen del aparato industrial porque no
atravesaron procesos de blanqueamiento y mediación experta. En muchos
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258 : Oscar Hernández Salgar

casos, esto se debió al aislamiento geográfico, pero en otros se debió a la


popularización de los discursos que oponían tradición vs. modernidad,
y veían el folclor como una forma de resistencia a los desbordamientos
del progreso. La creación de unas tradiciones musicales que sirvieran para
representar románticamente a las clases populares campesinas, llevó a
establecer una conexión positiva con un pasado estático: “los portadores
del folclore fueron reducidos a un tiempo sin historia” (Ochoa 2003: 95).
Así, autores como Guillermo Abadía Morales (1973, 1977) o Delia Zapata
Olivella (2002, 2003) ayudaron a consolidar un catálogo imaginario de cul-
turas regionales que debían ser defendidas contra el avance amenazador
de lo foráneo. En esta postura se reproduce el imaginario colonial según
el cual las músicas folclóricas coexisten espacialmente, pero no tempo-
ralmente con las músicas hegemónicas9. Las músicas regionales se
siguen asumiendo como el pasado inferior de las músicas más “artísticas”
y menos “artesanales”, pero tratan de caracterizar ese pasado como posi-
tivo en términos de identidad. Al hacer esto niegan cualquier posibili-
dad de cambio a las expresiones locales y las convierten en una pieza de
museo condenada al más estricto purismo. En Colombia, son los festi-
vales como el Mono Núñez, o el Festival de la Leyenda Vallenata entre
otros, los que se van a convertir en guardianes de la pureza de las expre-
siones musicales regionales.
Este panorama cambió en la década de 1990, cuando la aparición del
discurso global del multiculturalismo empezó a tener un fuerte impacto
en la formulación e implementación de políticas culturales. En la Con-
stitución Política promulgada en 1991 se reconoce por primera vez que
Colombia es una nación pluriétnica y multicultural, en oposición a la
nación mestiza y centralista que aparecía plasmada en la constitución
anterior de 1886. Este reconocimiento positivo de las etnias minoritarias
a nivel político, coincide con el auge de las músicas locales en el mercado
discográfico global que venía en ascenso desde la década anterior. Según
Steven Feld, fue precisamente en los años ochenta cuando el discurso
sobre las “otras” músicas dejó de ser exclusivo de la etnomusicología y
pasó a ser del dominio de la industria (1995: 101). De hecho, fueron los
representantes de la industria los que crearon la categoría de world music
en el verano de 1987 en Inglaterra (Ochoa 2003: 30). A partir de este
punto empieza a darse a nivel global un movimiento sin precedentes
en la grabación y comercialización de músicas “no occidentales” (y/o no
anglófonas), que a su vez está relacionado con el descenso en los costos
de producción. Los músicos “tradicionales” descubren que es posible ac-
ceder al mercado discográfico y al mismo tiempo algunos músicos “blan-
cos” inician una búsqueda incesante de sonoridades nuevas y exóticas
que puedan tener algún resultado comercial. Lo anterior genera una
tensión que es rastreada por Steven Feld a través de los términos world
music y world beat. Para este autor, world music se utilizaría para referirse a
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Colonialidad y Poscolonialidad Musical en Colombia : 259

las prácticas musicales que apelan a nociones como autenticidad, raíces,


verdad y tradición. Es decir, músicas que podrían ser denominadas fol-
clóricas y que a partir de los noventa corresponden al concepto de “pat-
rimonio intangible” (ver Ochoa 2003). Por otro lado, world beat es el
término que se usaría para denotar las mezclas y músicas de fusión bail-
ables que incluyen elementos “étnicos” (Feld 1995: 104). Lo interesante
es que, como lo plantea el mismo Feld, “las ventas de world beat pro-
mueven ventas de world music y viceversa” (Ibíd. 109, traducción libre).
Mientras que el world beat requiere de la generalización global de un
gusto por lo “otro” auténtico, la world music necesita acceder a mercados
más amplios para sobrevivir y esto la obliga a cierta flexibilidad de estilo.
De hecho, la relación entre ambas denominaciones es tan estrecha que
hoy en día todas estas vertientes se agrupan indistintamente bajo el tér-
mino World Music (WM).
Esta dinámica ha hecho que las músicas tradicionales experimenten un
estímulo para salir del purismo folclórico. Ahora pueden ser escuchadas
en cualquier momento y en cualquier ciudad del primer mundo, pero
para ello deben estar dispuestas a modificarse y acceder a unos rasgos
musicales determinados por la industria10. En otras palabras, deben sufrir
cierto grado de blanqueamiento y de mediación experta pero, como se
verá más adelante, dicho blanqueamiento ya no se limita a una cuestión
étnica o geográfica, sino que tiene que ver con la adopción que hacen
los músicos locales de los parámetros de la industria.
Esta relación conflictiva muestra un funcionamiento similar al que se
produce con la biodiversidad. Según Arturo Escobar, la biodiversidad es
un discurso producido históricamente que dio lugar, en las décadas de
1980 y 1990, a una red planetaria de conocimientos expertos. Esta red
está atravesada por una permanente tensión entre intereses “globalocén-
tricos”, y aquellos de los movimientos sociales y comunidades locales. La
biodiversidad es en principio un intento de respuesta a la crisis ecológica
del planeta, que consiste en la articulación de una serie de posturas que
van desde la perspectiva de la explotación de recursos por parte de las
multinacionales, hasta la perspectiva de las comunidades locales y las
ONG progresistas (Escobar 1999). Las multinacionales farmacéuticas
intentan acceder a los conocimientos tradicionales indígenas con el fin
de ahorrar costos en investigación, pero al mismo tiempo hacen gala de
una vocación conservacionista y de protección del medio ambiente. Por
otro lado, las comunidades locales intentan resignificar el imaginario de la
biodiversidad con el fin de defender “todo un proyecto de vida”, y no sola-
mente los “recursos” biológicos (Ibíd. 245). En medio de esta dinámica,
los indígenas y los negros dejan de ser vistos como “sujetos coloniales sal-
vajes” y se convierten en “actores políticos ecológicos”, responsables de
salvar al mundo (Ulloa 2001). Sin embargo, es claro que a pesar de esta
nueva valoración positiva, la relación colonial se mantiene a través de una
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260 : Oscar Hernández Salgar

modificación en el discurso, es decir, se convierte en una forma poscolo-


nial de construcción de sujetos que ya no está basada en la exclusión, sino
en la inclusión/exaltación de lo otro.
En el caso de las músicas locales, esta relación incluyente se manifi-
esta, por ejemplo, en la creación de una categoría estética abierta (lo
“étnico”) que resume un discurso globalizado y pacificado de la otredad
musical promovido por la world music (Hernández 2004)11. Pero, el punto
que quiero resaltar aquí es que esta relación de inclusión/exaltación se
enfrenta con un conjunto de condicionamientos impuestos por varios
siglos de colonialidad musical. El hecho de que las músicas excluidas
sean repentinamente valoradas como un recurso de explotación por
músicos blancos del “centro” (Richard Blair, Peter Gabriel), no quiere
decir que también sean repentinamente comprendidas y apreciadas por
un público de la periferia que ha naturalizado su rechazo (habitantes
promedio de ciudades como Bogotá o Medellín), especialmente cuando
dicho rechazo se construye sobre la base de unas condiciones de inteligi-
bilidad musical.

La música de marimba de chonta

La costa Pacífica es una de las regiones colombianas más aisladas geográ-


fica y culturalmente. Esta zona es al mismo tiempo uno de los lugares más
biodiversos y más lluviosos del planeta. Durante los siglos XVIII y XIX
se caracterizó por tener una intensa actividad minera y esclavista, pero a
partir de la abolición de la esclavitud en la década de 1850 experimentó
una fuerte decadencia económica. Los esclavos negros que habían sido
liberados se desplazaron hacia las zonas bajas, en la franja selvática que
da al océano, y se asentaron en las orillas de los ríos. La música más
tradicional del sur de la Costa Pacífica es la que se interpreta con el con-
junto de Marimba de Chonta, conformado por los siguientes instrumen-
tos: una marimba interpretada por dos personas (tiplero y bordonero),
dos cununos (tambores cónicos de una membrana), dos bombos (tam-
bores cilíndricos de doble membrana) y uno o varios guasás (sonajeros
cilíndricos). Además de estos instrumentos el conjunto cuenta con una
voz principal (glosador o glosadora) y varias voces que alternan con ésta
(respondedoras) (Arango 2006: 7). Los géneros más comúnmente inter-
pretados por este formato son el currulao, la juga y el bunde. Los dos
6
primeros tienen subdivisión ternaria (8) y el bunde tiene subdivisión bi-
2
naria (4). La principal diferencia formal entre el currulao y la juga es que
el currulao alterna un compás de dominante y uno de tónica, mientras
que la juga alterna dos, tres o cuatro compases de tónica y dos, tres o
cuatro compases de dominante. La afinación de la marimba tradicional
se asemeja a la de una escala diatónica pero no sigue un patrón regular.
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Colonialidad y Poscolonialidad Musical en Colombia : 261

Recientemente se han empezado a construir marimbas de afinación tem-


perada, que son utilizadas principalmente por grupos musicales urbanos.
Algo similar sucede con las voces. En las interpretaciones más tradicionales
es frecuente que las voces hagan una tercera menor (aproximadamente)
sobre la tónica mientras la marimba hace un patrón que incluye la ter-
cera mayor, o viceversa. Sin embargo en las versiones más recientes, es-
pecialmente aquellas que han tenido alguna influencia urbana, las voces
se ajustan a una afinación más uniforme. Durante muchos años la música
del conjunto de marimba fue prácticamente desconocida para la may-
oría de la población colombiana. Aparecía descrita en textos de folclor
como un elemento representativo de la costa Pacífica, pero difícilmente
esta información podía remitir a los lectores a una sonoridad concreta.
Todavía en Colombia, cuando se habla de música de la costa, por lo gen-
eral se piensa en algunos de los géneros populares de la Costa Atlántica
(no Pacífica) que ingresaron al interior del país, como vallenato, porro
y cumbia.
Sin embargo, en el mes de agosto de 1997, por iniciativa de Germán
Patiño, un funcionario de la Gobernación del Departamento del Valle,
se convocó al primer festival de música del Pacífico “Petronio Álvarez”.
Uno de los propósitos del festival, según se comentaba en una revista
universitaria de ese año era “vincular el [Departamento del] Valle al
Pacífico, no sólo en su infraestructura vial y económica, sino también en
el área cultural”. Pero también se buscaba, “lograr que los músicos con-
solidados en el país, tomen la riqueza de esta música y empiecen a tra-
bajar y experimentar con ella” (Marín 1997: 5). Como se puede ver, se
trataba de una iniciativa gubernamental específicamente dirigida a uti-
lizar la música como un recurso de explotación que podía traer benefi-
cios para la región, pero apelando al mismo tiempo a un discurso de
identidad. En la misma publicación, uno de los jurados del concurso, el
folclorólogo José Antonio Casas declaró: “La falta de comunicación con
el interior del país, ha evitado que nuestra música tenga una proyección
y conocimiento pero no hay mal que por bien no venga, y esto mismo
ha permitido que los ritmos del Pacífico conserven sus matrices más
puras” (Ibíd. 4).
La ideología dominante del festival Petronio Álvarez contrasta clara-
mente con el carácter conservacionista que tenían en sus inicios los otros
festivales de músicas tradicionales del país. De manera similar a lo que
ocurre con el conocimiento tradicional sobre las plantas y su relación
con las multinacionales farmacéuticas, los gestores del festival tienen la
intención de explotar el carácter “inmaculado” de esta música con el fin
de impactar el mercado, aunque no necesariamente en beneficio di-
recto de las comunidades del Pacífico:
El Pacífico, dicen los especialistas, es un mundo por descubrir. De igual
manera sucede con su música. Es una alternativa para las mismas orquestas
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262 : Oscar Hernández Salgar

del Valle del Cauca y del País, que requieren de una propuesta para salir
del marco de la balada-salsa, para renovar su repertorio, investigar sus
raíces y crear una nueva sonoridad más allá de la reproducción folclórica
(Valverde 1997a: 3).
Sin embargo, aunque el festival sí ha generado un efecto a nivel nacional,
éste ha sido más de tipo académico que comercial. Por ejemplo, el De-
partamento de Música de la Universidad Javeriana de Bogotá inició en
2006 un proyecto de investigación que busca elaborar un material didác-
tico para el estudio de la marimba de chonta12. Adicionalmente, dentro
del público que asiste al festival, proveniente de otras regiones del país
diferentes al sur del Pacífico, se cuenta una gran cantidad de estudiantes
de música de nivel universitario. A pesar de que ya se celebró la décima
versión, los medios masivos nacionales no han hecho eco del impacto
que el festival tiene en las comunidades negras del Pacífico. Al finalizar
la primera versión, Umberto Valverde, uno de los jurados y director de
la Revista La Palabra de la Universidad del Valle, se quejaba así del com-
portamiento de los medios:
Lamentable que otros medios, sobre todo los nacionales, mantengan este
desprecio por las manifestaciones culturales del Pacífico. Más que menos-
precio, esa discriminación. Es el desinterés de la supuesta actitud metropoli-
tana sobre los eventos que consideran provincianos, a los cuales ni siquiera
con invitación especial dignan asistir. Es la hegemonía de la costa norte
[Atlántica] en las manifestaciones musicales que privilegian en la televisión
nacional y en las casas disqueras. Es la explotación fácil del vallenato. Sin
embargo, la única vertiente musical que puede oponerse a la hegemonía de la
música cubana dentro de la música latina bailable es la del Pacífico. Ahí está, in-
tacta en sus raíces y sus instrumentos (Valverde 1997b: 2, cursivas añadidas).
Aparte del reclamo que el autor hace a los medios de las principales ciu-
dades, en este comentario se hace evidente que la música del Pacífico, y
en particular la del conjunto de marimba, mantiene una relación con-
flictiva con la música de la Costa Atlántica colombiana que pertenece
a la zona de influencia caribe. Esto se explica por el hecho antes men-
cionado de que en Colombia, el término música costeña se ha convertido
en sinónimo de música de la Costa Atlántica. Pero además tiene que ver
con la influencia real que las músicas caribeñas han ejercido sobre la
cultura musical de los pueblos del Pacífico, especialmente en el Depar-
tamento del Chocó que, por cierto, está más conectado con el mar Caribe
(a través del río Atrato) que con los pueblos del sur del litoral. El hecho
concreto es que para los músicos de ciudades como Cali o Bogotá que se
dedican al repertorio de la Costa Pacífica, es difícil interpretar esta música
(especialmente los géneros de subdivisión binaria) sin hacer sentir alguna
influencia de la salsa u otros géneros caribeños. La antropóloga Ana María
Arango, quien realizó un trabajo de campo con el grupo Bahía, primer
ganador del festival Petronio Álvarez, comenta que el director de este
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grupo habla de la necesidad de “luchar contra la salsa, la cual está influ-


enciando demasiado la interpretación de los ritmos tradicionales y ar-
rasa con su sentido musical” (Arango 2006: 4). Una de las dificultades más
notorias que experimentan los músicos consiste en interiorizar la métrica
6
de subdivisión ternaria (8), propia de géneros como el currulao y la juga,
ya que la mayoría de músicas populares urbanas, incluyendo las del Caribe,
2 4 2
tienen subdivisión binaria (4, 4, 2).
Ahora bien, si los músicos que hacen parte de las agrupaciones y par-
ticipan en los festivales tienen este tipo de dificultades con la compren-
sión y asimilación de la organización métrica, es de esperar que los oyentes
potenciales en otras regiones del país se resistan a sentir como música
bailable, géneros y sonoridades que han sido excluidos y marcados durante
siglos como locales, lejanos e incluso inferiores. Tal vez por esta razón,
la música del sur del Pacífico ha servido principalmente para aportar ele-
mentos de fusión a algunos grupos que tratan de construir una nueva
música colombiana, más incluyente, en oposición al imaginario que ha
equiparado tradicionalmente el término música colombiana con los géneros
andinos “blanqueados” del bambuco y el pasillo. Por lo demás, en los
medios masivos de comunicación la música del Pacífico sigue siendo
prácticamente invisible. Aunque críticos como Valverde se quejen de que
esta exclusión obedece a una actitud supuestamente cosmopolita, la invisi-
bilidad de estas músicas también obedece a un condicionamiento que
tiene sus raíces en el mundo colonial, y que sigue operando en medio de
los mecanismos posmodernos de la industria. El componente más im-
portante de este condicionamiento, el que constituye la esencia de lo que
podríamos llamar la poscolonialidad musical, es la construcción conven-
cional de ciertos patrones musicales como índices de lo blanco o lo negro,
lo rural o lo urbano, lo moderno o lo tradicional. Recordemos que la
poscolonialidad consiste en la reorganización de las marcas raciales y
epistémicas que constituyeron la base de las relaciones de poder colo-
niales. Y tal reorganización consiste a su vez en un desplazamiento del
punto cero racial (de la blancura europea a la blancura abstracta e invisible
de quien consume la música en el mercado globalizado), y en un desplaza-
miento del punto cero epistémico (de las teorías científicas de la música a
las nuevas mediaciones tecnológicas, económicas y sociales). Así, en el
nuevo universo creado por la industria discográfica y los medios masivos,
la escala valorativa de las músicas depende principalmente de su nivel de
mediación y de su capacidad para interpelar a un público con suficiente
poder adquisitivo. Es evidente que en el caso de la música de marimba,
los patrones tímbricos, rítmicos y armónicos de géneros como el currulao
o la juga, hacen parte de un conjunto semiótico que se podría caracteri-
zar a través de palabras como: negritud, aislamiento y atraso, pero también
raíces, magia y tradición ancestral. Esta relación semántica es el resultado
de un largo proceso de incorporación de imaginarios coloniales, pero
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264 : Oscar Hernández Salgar

también de la circulación de discursos que intentaron contestar esos mis-


mos imaginarios, como el folclorismo. Por otro lado, los medios audio-
visuales de consumo masivo (televisión, cine) tienen un importante papel
en la construcción social de significados alrededor de materiales musi-
cales específicos. Y en estos espacios generalmente se asocia lo bailable
a géneros de la zona caribe como la salsa o el merengue. La música de
marimba difícilmente aparecería en un comercial de televisión a menos
que el mensaje tuviera que ver específicamente con una identidad étnica
minoritaria.
Lo cierto es que, si bien la música de marimba empieza a ser recono-
cida entre los músicos jóvenes de las ciudades, sus posibilidades de éxito
en la cotidianidad de las emisoras de radio y los sitios de baile están en-
frentadas a los imaginarios construidos de lo que en Colombia se con-
sidera urbano, moderno y bailable, es decir, géneros como la salsa, el
merengue, el vallenato y, más recientemente, el reggaeton. Y todos estos
géneros tienen en común aspectos como la subdivisión binaria, la cercanía
cultural a la zona de influencia del Caribe y la pertenencia a circuitos es-
pecíficos de la industria musical. Así, para poder volverse realmente ma-
siva, como lo quieren los organizadores del festival Petronio Álvarez, la
música de marimba tiene que recorrer un largo proceso de transforma-
ción que puede implicar distintos tipos de blanqueamiento, así como una
mayor mediación tecnológica, social y económica. Esto con el fin de
desprenderse de las marcas de otredad y localidad que los imaginarios
coloniales han producido sobre su sonido particular. Este proyecto ya ha
sido emprendido por grupos como Bahía, que utilizan elementos nove-
dosos como el uso de la batería para sustituir el efecto rítmico del bombo
y los cununos, o la inclusión de instrumentos ajenos a la tradición musi-
cal del sur del Pacífico como bajo y guitarra eléctricos, piano y cobres. Lo
que ellos buscan con estos experimentos es, según Arango, “proyectarse
fuertemente en la industria discográfica y de entretenimiento” (Arango
2006: 4)13. Sin embargo, están enfrentándose a la misma disyuntiva que
experimenta cualquier música local cuando intenta acceder al mercado
discográfico: el exceso de mediación musical puede amenazar el sentido
identitario de la música, pero al mismo tiempo, un exceso de identidad
puede dificultar su asimilación por parte de un público masivo.
Lo interesante es que los procesos de transformación que serían nece-
sarios para tener una circulación masiva a nivel nacional, no son un im-
perativo para acceder a mercados internacionales. Al fin y al cabo para eso
existen los circuitos de world music, que se basan en el valor que se otorga
al “sabor local” de las músicas, y en el apetito que esta característica ha
generado en públicos del primer mundo. Grupos como Bahía tienen sin
duda un público asegurado (aunque no necesariamente masivo) en países
de Europa, Asia o Norteamérica. Sin embargo, su agenda parece estar
más dirigida a la transformación de las valoraciones y gustos musicales
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de los públicos urbanos del país. Para ello deben enfrentarse a la relación
conflictiva que la sociedad colombiana aún tiene con las razas, regiones
y músicas que negó durante gran parte de su historia. En esa dificultad,
precisamente, consiste la poscolonialidad musical.

Notas

1. Aunque esta noción ya había sido utilizada por Edward Said en


Orientalismo (1990), la diferencia radica en que, según los teóricos
latinoamericanos, las indias occidentales constituyen la primera gran
diferencia con la que se encuentra el pueblo europeo y, si bien fueron
asimiladas rápidamente como una prolongación de Occidente más
que como un opuesto, su descubrimiento hizo posible que Europa
se definiera como una unidad geopolítica antes de la expansión
colonizadora del siglo XVIII. En palabras de Walter Mignolo: “sin
occidentalismo, no hay orientalismo” (Mignolo en Castro-Gómez
2005b: 58).
2. Lo que dice Quijano es que, según los principales enfoques de la tradi-
ción académica europea (anteriores al postmodernismo), todos los
ámbitos de existencia social están determinados por algún principio
organizador de la totalidad. Para el caso del liberalismo hobbesiano,
dicho principio es la autoridad. Para el materialismo histórico en
cambio, la totalidad está determinada por las relaciones de produc-
ción. Sin embargo, esto niega la heterogeneidad histórica de los difer-
entes ámbitos (Quijano 2000: 347– 351).
3. El orbis terrarum es la gran isla que comprende a Europa, Asia y África
y que para los europeos estaba habitada respectivamente por los de-
scendientes de Jafet, Sem y Cam (hijos de Noé). Al ser Jafet el hijo
amado de Noé se entendía que los europeos (hijos de Jafet) estaban
más cerca de Dios que los descendientes de Cam y de Sem quienes
habían caído en desgracia con su padre. La creencia en que todos
los hombres descienden de Adán, llevó a San Agustín a admitir que
si se llegaran a encontrar habitantes en islas distintas al orbis terrarum,
estos “no podrían ser catalogados como hombres” (Castro-Gómez
2005b: 55).
4. El padre Joseph Gumilla escribe: “Y fue cosa para mí muy rara, ver que
ninguno de los muchos tonos que varían, sale de los términos del
más ajustado compás, así en el juego de las voces, como en los golpes
de los pies contra el suelo” (Gumilla 1955: 119). De la misma forma,
Ignacio Perdomo refiere que en una de sus crónicas, Fernández de
Piedrahita comenta: “son tan acompasados que no discrepan un solo
punto en los visajes y movimientos, y de ordinario usan estos bailes en
corro asidos de las manos y mezclados hombres y mujeres” (Perdomo
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266 : Oscar Hernández Salgar

1945: 8). Estos comentarios elogiosos en cuanto a la precisión rítmica,


con frecuencia vienen acompañados de una censura en cuanto a la
moral relajada de las celebraciones. Por otro lado, Phillip Bohlman
comenta el caso del misionero francés Jean de Léry, quien narra en
sus escritos cómo se fue acercando paulatinamente a la música de
los tupinamba (que eran conocidos por su canibalismo) hasta lograr
una verdadera afinidad emocional con ésta (Bohlman 2002: 3). Este
último caso, sin embargo, es una excepción dentro de una fuerte
tendencia a asociar las músicas nativas con un salvajismo alejado de
la verdadera fe.
5. Los tipos de sangre eran: 1) de español e india, mestizo 2) de mestizo y
española, castizo 3) de castizo y española, español 4) de español y negra,
mulato 5) de mulato y española, morisco 6) de morisco y española, chino
7) de chino e india, salta atrás 8) de salta atrás y mulata, lobo 9) de lobo
y china, jíbaro 10) de jíbaro y mulata, albarazado 11) de albarazado y
negra, cambujo 12) de cambujo e india, zambaigo 13) de zambaigo y
loba, calpamulato 14) de calpamulato y cambuja, tente en el aire 15) de
tente en el aire y mulata, no te entiendo 16) de no te entiendo e india,
torna atrás. Es interesante ver cómo los nombres hacen referencia a
características morfológicas (chino), lingüísticas (no te entiendo) y
a la dificultad de ascenso social producida por la mezcla de sangre
(tente en el aire, torna atrás) (Castro-Gómez 2005b: 74)
6. Según refiere Ignacio Perdomo, el general Manuel Antonio López en
sus Recuerdos de la guerra de la Independencia, comenta que en la batalla
de Ayacucho, al oírse el famoso grito de Córdoba ¡Armas a discreción,
de frente!, ¡paso de vencedores!, “se lanzaron las huestes al combate y la
banda del Voltígeros rompió el bambuco, aire nacional colombiano
con que hacemos fiesta de la misma muerte” (Perdomo 1945: 55).
7. Santiago Castro ilustra este punto citando algunos escritos de
Francisco José de Caldas en los que se describe al hombre negro (que
habita principalmente en las costas) como “simple, sin talentos”,
“lascivo hasta la brutalidad” y “ocioso”, mientras se caracteriza a los
indios que viven en los Andes como hombres “civilizados” que “viven
bajo las leyes suaves y humanas del monarca español”. De ahí se
desprende la tesis de que la protección estatal se debe dirigir a la
población andina pues es la que está “mejor dotada por la naturaleza”
(Castro-Gómez 2005b: 263 – 273). Dada esta clasificación, no parece
coincidencia que aún en nuestros días, las zonas urbanas y la in-
fraestructura de transportes se ubiquen preferentemente sobre la
cordillera de los Andes, mientras que las zonas más abandonadas
por las políticas estatales sean las que quedan sobre el nivel del mar.
8. El tiple es un instrumento colombiano de cuerda cuyo cuerpo es
similar al de la guitarra. Tiene cuatro grupos de tres cuerdas cada uno
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Colonialidad y Poscolonialidad Musical en Colombia : 267

y en cada grupo la cuerda del centro suena una octava más abajo
que las otras dos. Se utiliza principalmente para tocar géneros del
repertorio tradicional andino como: bambucos, pasillos, guabinas y
torbellinos.
9. Las músicas que aquí llamo hegemónicas son las que han sido con-
sumidas preferencialmente por las élites en cada momento histórico,
y que han servido para crear efectos de distinción racial y epistémica.
Esto incluye tanto a las danzas europeas de salón en el siglo XIX
y principios del XX, como a las múltiples músicas populares del
siglo XX que han tenido un mayor nivel de mediación y de exposi-
ción mediática en el país (tango, bolero, salsa, rock, etc.). En esta lista
también se puede incluir a la música académica o clásica ligada a la
tradición artística europea, que empezó a tener un creciente público
entre las clases altas colombianas durante el siglo XX y que en círcu-
los académicos todavía funciona como el paradigma de lo musical.
10. Incluso en aquellos casos en que el sonido musical no es alterado
sustancialmente para su inclusión en un producto discográfico, el
hecho de sacar a la música de su contexto funcional tradicional con-
stituye una modificación importante. Lo anterior está relacionado
con el uso que Steven Feld hace del término esquizofonía refirién-
dose al “rompimiento entre un sonido original y su reproducción o
transmisión electroacústica” (1995: 97, traducción libre).
11. Con esto no quiero decir que la World Music tenga como agenda
explícita ofrecer una visión pacificada de la diferencia musical. Sin
embargo, es inevitable que discursos como el multiculturalismo, la
biodiversidad o la misma WM conlleven una invisibilización de las
tensiones que normalmente se presentan en cualquier situación de
diferencia étnica. En otras palabras, el hecho de que este fenómeno
no sea necesariamente el proyecto político de mentes perversas, no
quiere decir que no esté relacionado con intereses económicos y
políticos a escala global que se benefician directamente de esta
celebración de la diversidad. Precisamente en esto radica la necesi-
dad de abordar el problema desde el punto de vista de la teoría
poscolonial.
12. No deja de ser diciente, en términos de colonialidad musical, que en
la formulación inicial de este proyecto se señalara como uno de los
objetivos el de “cualificar” la música tradicional del Pacífico para su
ingreso al mercado. Esta postura se rectificó después de un acalorado
debate académico entre los miembros del grupo de investigación.
13. En la página web de la Biblioteca Luis Angel Arango es posible acceder
a algunos fragmentos de canciones del Grupo Bahía en formato mp3.
La dirección específica es: http://www.lablaa.org/blaavirtual/musica/
blaaudio2/cdm/bahia/indice.htm.
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