PECADOS DE LA NOCHE_3AS.indd 2 1/03/10 09:33 Devyn Quinn Pecados de la noche
Traducción de Laura Fernández Nogales
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El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro, está calificado como papel ecológico y ha sido fabricado a partir de madera procedente de bosques y plantaciones gestionadas con los más altos estándares ambientales, garantizando una explotación de los recursos sostenible con el medio ambiente y beneficiosa para las personas.
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ISBN: 978-84-08-09191-2 Composición: La Nueva Edimac, S. L. Impresión y encuadernación: Litografía Rosés, S. A. Printed in Spain - Impreso en España
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Biografía
Devyn Quinn vive en Estados Unidos, entre Texas y Nuevo
México. Es una gran aficionada a la literatura gótica y a las biografías y los libros de historia. Disfruta especialmente leyendo obras sobre el Hollywood anterior a la década de 1960. Felizmente divorciada, Devyn vive con su perro, sus gatos y sus hurones. Tras escribir para algunos sellos pe- queños, Kensington publicó su libro Flesh and the Devil, con el que inició una brillante carrera en el género de la lite- ratura erótica con tintes góticos. Tras publicar Pecados de la carne en 2009, Booket retoma las aventuras de las le- gendarias razas Kyth y Kynn en Pecados de la noche.
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PECADOS DE LA NOCHE_3AS.indd 6 1/03/10 09:33 A Kate Douglas: tu increíble talento jamás dejará de alucinarme e impresionarme. Me siento muy afortunada por tener una amiga tan estupenda como tú, que me inspira y me da un buen tirón de orejas cuando me paso haciendo el vago.
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PECADOS DE LA NOCHE_3AS.indd 8 1/03/10 09:33 Agradecimientos
Este libro jamás hubiese visto la luz sin el apoyo de las
dos maravillosas mujeres que me han ayudado a cons truir mi carrera: Roberta Brown, mi agente, y Hilary Sares, mi editora. Sin estas dos mujeres, Devyn Quinn no existiría. También quiero dar un montón de besos y abrazos a mis colegas de Wild & Wicked. Vosotras sois mi princi pal punto de apoyo y quiero aprovechar la ocasión para agradeceros que seáis tan buenas amigas. Podéis visitar a las chicas de Wild & Wicked en: www.wildauthors.com
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PECADOS DE LA NOCHE_3AS.indd 10 1/03/10 09:33 Prólogo
Warwickshire, Inglaterra, 1906
Adrien Roth no estaba seguro de qué lo había desper
tado. Tal vez su desvelo se debía simplemente al paula tino descenso del sol y al gradual oscurecimiento de la habitación; aunque aquella estancia siempre estaba en vuelta en sombras gracias a las gruesas cortinas de ter ciopelo que colgaban ante las ventanas. O tal vez lo que lo había despertado de su intran quilo sueño había sido el miedo: un infinito temor que lo obligaba a tirar de las cuerdas con las que lo habían atado al cabezal de la cama. Maldijo aquellas recias ata duras. Por mucho que se retorciese, era incapaz de li berarse. Las heridas que le habían provocado las cuerdas le escocían insufriblemente. La lucha por de satarse sólo le provocaba más dolor, pero Adrien lo ignoraba, apretaba los puños y volvía a estirar de las cuerdas con fuerza. La impotencia lo consumía. Un grito salvaje retumbó en su cabeza. «Se están acercando…» Abrió los ojos de golpe. El silencio reinaba en la ha bitación. La ausencia de sonido era incluso más molesta que los gritos o que aquellas pisadas sobre los suelos de
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madera: aquello no presagiaba nada bueno. El corazón le latía salvajemente en el pecho y le golpeaba las costi llas con una furia que amenazaba con robarle el aliento. Adrien jadeó y se pasó la lengua reseca por los agrieta dos labios. Se centró en la tenue luz que brillaba tras las cortinas como si de un faro se tratase; como si fuese la única fuente de iluminación en el mundo. Cerró los ojos y, en silencio, empezó a rezarle a Dios. Sin permitirse pensar en lo que estaba por llegar, o en cómo acabaría, maldijo con vehemencia el origen de su sufrimiento. Imágenes de torturas invadieron su mente, se le nubló la vista y le empezó a temblar la mandíbula inferior. La espera re sultaba insoportable. Los minutos parecían horas. La esperanza desapareció con el último rayo de luz diurna. Mientras las alas de la noche se cernían sobre la tierra, el sufrimiento y el horror acogían nuevos bríos. El miedo se adueñaba de él. No los oía, pero los podía percibir de la misma forma que uno tiene la certeza de que una araña se está pa seando por encima de su piel. La puerta se abrió de par en par y un hombre y una mujer entraron silenciosamente en la habitación. Adrien volvió a abrir los ojos. Los conocía muy bien a los dos. El hombre era Devon, Lord Carnavorn, el séptimo conde de Hammerston. Era alto, medía un metro noventa, sus rasgos eran recios e imponentes; tenía unos penetrantes ojos grises, una boca sensual y cruel al mismo tiempo y llevaba el pelo despeinado. Vestía unos pantalones de un tono gris azulado, una camisa de seda blanca y un chaleco de seda de un gris más claro que el de los pan talones; el conjunto enmarcaba perfectamente su mus culosa figura.
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La mujer… Oh, bendita virgen y diabólica puta. Ella era su ángel y su demonio, su salvadora y su verdugo; tenía un nombre muy adecuado, pues jamás consentiría yacer bajo ningún hombre. «Lilith.» Su nombre era un susurro en los labios de los hom bres devotos, el alarido de un búho nocturno, el brillo del hielo provocado por el abominable viento del norte. En una de sus delgadas manos llevaba un candelabro de oro. La cera de la vela goteaba mientras ella andaba. A través de la temblorosa luz se adivinaban perfectamente las formas de aquella encantadora criatura. Vestía un camisón de seda blanco: la finísima tela crepitaba entre sus piernas. La abertura del cuello dejaba entrever unos suntuosos pechos que insinuaban placeres inenarrables. Una cascada de pelo negro se descolgaba por sus hom bros hasta casi alcanzar su cintura. En su carita ovalada destacaban unos ojos de un azul cristalino con destellos plateados, una coqueta nariz y una boquita de piñón. Pero su belleza destilaba una extraña dureza, un odio que anidaba en las profundidades de sus ojos y en el cruel rictus de su boca. Devon deslizó su investigadora mirada por el cuerpo desnudo de Adrien. —Espero que estés preparado para esta noche. Te nemos un regalo muy especial para ti. —El acento de su voz era suave y despreocupado. Hablaba como si atase a todos sus invitados a la cama. Adrien dio un último y débil tirón de las cuerdas de seando que desapareciesen mágicamente. Pero no había esperanza de salvación y él lo sabía. Temía, pero no por su vida. La vida era temporal; la muerte era algo para lo que había sido preparado desde
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la niñez. Para él la vida era un regalo que debía sacrificar en aras de la caza de las criaturas que habitaban la noche y acechaban a las indefensas presas humanas. La vida era fugaz, era más fácil perderla que conservarla. Pero, ¿y su alma inmortal? No había preparación suficiente o plegaria alguna que pudiese consolar a un hombre al que amenazaba la condena eterna. Lo único que le que daba era su fe en Dios y en la iglesia. Durante aquellos días había rezado cuando estaba consciente y había so ñado que rezaba cuando dormía; las escasas horas de intranquilo sueño no lo habían dejado encontrar paz ni consuelo. El comienzo de una plegaria escapó de entre sus la bios: —Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre —dijo, intentando protegerse con aque llas palabras como si fuesen un escudo—; venga a no sotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Carnavorn retrocedió enfadado ante aquellas pala bras. Una mirada de desdén le iluminó el rostro. —¡Nadie responderá a tus plegarias! ¡Tu Dios no existe aquí! —Carnavorn apretó los puños presa de la rabia y consiguió silenciar a Adrien con veneno en la voz—. Yo conozco esas viejas plegarias tan bien como tú. No significan nada. Son absurdas. —¡No te burles de las palabras de mi fe, demonio! —espetó Adrien. Devon frunció sus oscuras cejas. —Dicen que a veces el diablo cita las escrituras en su propio beneficio —contrarrestó fríamente—. Esa afir mación habla por sí misma. Casualmente he preparado algo que encaja perfectamente con nuestra, mmm, situa
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ción. Algo a lo que tú llamas ojo por ojo y diente por diente. Un escalofrío recorrió la espalda de Adrien. Se le re torcieron las tripas. —Si vas a matarme, hazlo. No temo a la muerte. —¿Cuántos días había estado prisionero? No estaba se guro. Lo único que sabía era que cada vez se sentía más débil y que su resistencia se desvanecía cada vez que aparecía aquella demoníaca pareja. Carnavorn se rió; en sus labios se dibujó una desde ñosa sonrisa. —¿Matarte? La muerte es demasiado buena para ti, Amhais. Ya que los cazadores de sombras nos cazan a nosotros, los Kynn debemos devolveros el favor. —Se dirigió a la mujer—. ¿Estás preparada, querida? Una ansiosa sonrisa cruzó los labios de Lilith, que enseñó fugazmente sus blancos dientes. —Tengo una sorpresa especial para ti. —Su voz era una combinación de cálida miel y áspera gravilla: gutu ral y sensual. Dejó el candelabro a un lado. Adrien sacudió la cabeza. El hambre, el cansancio y su debilitado cuerpo estaban jugando con sus sentidos. Las caras de todos aquellos a los que había asesinado desfilaron por su mente. Los cuerpos de aquellos difun tos se alzaron para agarrarse a sus piernas y lo arrastra ron a las profundidades de una tumba sin santificar. Quería gritar, negar aquel mal en el nombre de todo lo sagrado. Pero sólo conseguía pronunciar débiles pa labras. —No… por favor… otra vez no… —Suplicar era degradante, pero no podía hacer mucho más. Carnavorn se puso detrás de Lilith. Rodeó sus esbeltas caderas con las manos y la dirigió hacia la cama. Luego
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levantó los brazos, le desató los tirantes del camisón y lo dejó resbalar por sus hombros. Se quedó completamente desnuda. Tenía una figura espléndida: grandes pechos, cintura pequeña, un vientre plano y unas piernas larguí simas. Bonita y femenina, el suyo era un cuerpo hecho para seducir, provocar y satisfacer. De su cuello colgaba una fina cadena de plata: un colgante descansaba en el hueco que había entre sus pechos. Era una triqueta celta. Las manos de Carnavorn se deslizaron hacia la ca beza de Lilith y paseó las yemas de los dedos por sus sienes. —Es preciosa, ¿verdad? —Dejó resbalar los dedos y repasó los contornos de sus pómulos, las líneas de la mandíbula, el cuello y la garganta. Ella entornó ligera mente los ojos y dejó caer la cabeza hacia un lado. —Tenemos un regalo que queremos compartir con tigo, Adrien. —Carnavorn bajó la cabeza y deslizó la nariz por la suave nuca de Lilith. Luego posó las manos sobre sus pechos. Ella emitió un suave sonido: era un jadeo y un gemido a la vez. —No quiero vuestra condena. —Adrien tuvo que esforzarse para decir aquellas ahogadas palabras. Devon achinó con fuerza sus ojos grises. —No recuerdo haberte dado elección alguna. ¿De mostraste tú piedad cuando atravesaste el corazón de Ariel con aquella estaca? Ella lo era todo para mí y tú te la llevaste con la oscuridad de tu odio y tu prejuicio con tra nuestra especie. En realidad hay muchas cosas en el cielo y en la tierra que la humanidad nunca será capaz de comprender. Tu mente es demasiado limitada para entenderlo. Pero te abriremos los ojos y entonces lo comprenderás todo. Adrien luchó para liberarse de sus ataduras.
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—Se la devolví al diablo que la puso en este mundo. ¡Igual que os mandaré a vosotros al infierno en cuanto tenga la oportunidad! Carnavorn se rió a carcajadas. Sus manos encontra ron y provocaron los pezones de Lilith causándoles una renovada erección. —No te pienso soltar, Adrien. Vas a pagar por lo que hiciste, una vez, y otra, y otra, y otra. Sólo has visto una pequeña parte de lo que somos en realidad. Paseó las palmas de las manos por las caderas de Li lith y luego por su vientre. A ella se le escapó un pro fundo gemido. La excitación sexual de Lilith aumentaba; el aire que la rodeaba estaba perfumado por el crepi tante calor del crudo deseo que sentía. Las manos de Devon encontraron la tierna abertura de sus piernas, aquel aterciopelado tesoro que toda mujer poseía. Pro fundizó en las suaves curvas de su monte de Venus y empezó a acariciarle el clítoris. Carnavorn introdujo un dedo en sus profundidades y luego lo acercó a la boca de Lilith para deslizar aquel meloso néctar por sus labios. Ella paseó su húmeda len gua por el dedo de Devon y saboreó sus propios fluidos. —Quieres probarla. —Devon sonrió de manera fiera y desagradable—. Admite que eres tan débil como cual quier hombre y que la lujuria arde en tu corazón. —No… Lilith lo miró por debajo de una cascada de largas pestañas. —Pero es verdad, cariño. —Paseó la mirada por el cuerpo desnudo de Adrien y se detuvo sobre su pene flácido—. Yo lo sé perfectamente. —Sonrió y empezó a toquetear su amuleto. Los bordes de los triángulos esta ban muy afilados; se deslizaban por la carne como una
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cuchilla. Aquel amuleto había infligido mucho dolor y aún debía provocar mucho más. La agonía que provo caba no era ni de cerca tan grande como la aprensión del dolor que debía infligir—. Ahora me perteneces, que rido. Adrien se estremeció y miró hacia abajo. Tenía el pecho y el abdomen llenos de cortes; su piel estaba roja e hinchada como consecuencia del cautiverio y el san grante ritual al que sus captores le habían sometido. Devon la empujó suavemente. —Tómalo. Lilith se apartó el pelo de de los hombros y se tendió sobre la cama. El colchón de plumas era grueso y suave y estaba cubierto por un cálido edredón. De día, Adrien estaba encadenado en un sótano hú medo sin ventanas. Cuando se acercaba la noche, dos sirvientes lo llevaban a la habitación de Lilith, pero él se sentía demasiado débil para protestar o para intentar liberarse. Durante su largo cautiverio no le habían dado comida y había podido beber muy poca agua. Lilith se apoyó sobre un codo y empezó a deslizar la mano por el pecho de Adrien examinando sus oscuros pezones masculinos. Tenía las uñas largas y afiladas. Su caricia era fría; parecía que no corriese sangre por sus venas. Su piel tenía un extraño tono ópalo opaco que recordaba más a una piedra que a la carne humana. El apetito sexual emanaba de ella como un perfume exótico. La lujuria lo golpeaba y le desgarraba las tripas. Adrien inspiró apresuradamente. Cuando la tenía tan cerca, su necesidad aumentaba cada vez que respiraba. Se moría por tocarla. La mano de Lilith se deslizó hasta una de las cicatri ces que embrutecían su abdomen. Sus dedos parecían
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pura seda sobre la piel de Adrien. —¿Es que no te gusta lo que te hago? —Las heridas eran lo suficientemente profundas y anchas como para poder extraer sangre de ellas, pero no para infligir mucho dolor. Parecía que lo marcara: era suyo y sólo suyo. Bajó la cabeza y empezó a dibujar círculos sobre uno de los pezones de Adrien con su lengua plateada: lamió aquel pequeño botón hasta que se puso tan duro como una piedra. Su aliento acariciaba la fría piel de Adrien mien tras paseaba la mano por su pecho desnudo y dibujaba sensuales círculos. Adrien cerró los ojos e intentó luchar contra aquellas seductoras caricias. Un gruñido retumbó en su interior, pero apenas fue consciente de ello. —Por favor…, no… —Su voz era ronca y flaqueaba desesperada. De repente lo recorrió un dulce escalofrío que parecía traicionar sus palabras. —Eso mismo fue lo que dijo Ariel, pero tus hombres ignoraron sus palabras —replicó Devon con sarcasmo. Lilith se desabrochó la fina cadena que colgaba de su cuello y se quitó el collar. —Esta noche cerraré tus ojos mortales. —Deslizó el afilado canto de la triqueta celta por encima de la piel de Adrien, justo por debajo de su ombligo. Un líquido car mesí brotó de la herida y ella bajó la cabeza. Alivió el dolor del pequeño corte lamiéndolo con apetito. Mien tras bebía, de entre sus labios escapaban profundos gru ñidos, parecía un animal al que alguien quisiese arrebatar la comida. Le hizo dos cortes más, cada vez más al sur de su cuerpo; luego le lamía y le chupaba la piel. Adrien se estremeció cuando ella envolvió con la mano su creciente erección. Su gruesa y magnífica polla palpitaba ferozmente bajo su caricia. Una perla de deseo
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brotó del glande de Adrien y brilló bajó la luz de las velas. Estaba horrorizado. Lo que aquella mujer le es taba haciendo iba en contra de su voluntad, pero a un nivel mucho más profundo y primitivo estaba fascinado. —Pagarás por haber asesinado a mi hermana a san gre fría —murmuró Lilith—. Tú eliminaste a Ariel del colectivo y ahora la sustituirás. Los sentidos de Adrien empezaron a girar cuando Lilith extendió la melena sobre su torso. Lo miró con brillo en los ojos, sacó su experta lengua y la humedad se adueñó de la punta de su polla. Ella empezó a chupar: sus largos y profundos lametones robaron el aliento de Adrien y le contrajeron los testículos. La expectación empezó a recorrer las venas de Adrien de manera completamente descontrolada. Lilith le arañó el glande con los dientes infligiéndole un dolor que ali mentaba los deseos eróticos más oscuros de Adrien. Él no quería hacer aquello, pero había muchas for mas de persuadirlo para que accediese. A pesar del horror que sentía por estar tan excitado, Adrien también estaba secretamente intrigado por aquel extraño mundo del vampirismo sexual. Las fantasías que jamás creyó posible hacer realidad estaban cobrando forma y se convertían en un caleidoscopio carnal de imágenes, sonidos y sensaciones. De repente, el sexo no era sólo un conjunto de cosas que se le podían hacer a otra persona o que alguien le pudiese hacer a él. Era el alimento procedente del mismísimo centro de energía que podía crear vida por sí mismo. Sin embargo, lo deseaba con tanta intensidad como lo despreciaba. El conflicto que anidaba en su interior lo confundía cada vez más. A medida que germinaban los deseos carnales que escondía en el corazón, la cordura
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desaparecía lentamente para dar paso a la locura. El dia blo había desplegado un banquete ante sus ojos, y aun que él debía darse la vuelta y entregarse a la hambruna, era un hombre de deseos insatisfechos. Estaba muerto de hambre. Y comió. Devon Carnavorn estaba a los pies de la cama obser vando la escena. Se agarró a uno de los postes y se in clinó hacia delante. —No tengas piedad de él, Lilith. Poséelo de la forma más dolorosa que se te ocurra. Aquellas maliciosas palabras alejaron a Adrien del placentero sueño en que se había sumergido. —Juré que eliminaría a todos los de tu especie de la faz de la tierra —contestó—. Y no pararé jamás. El in fierno al que me mandes no me detendrá. A pesar de sus palabras, lo cierto es que estaba a mer ced de aquellas bestias. Cada vez tenía más ganas de poseer a Lilith por completo. El insaciable deseo por dominarla de la misma forma que ella lo controlaba a él era mucho más intenso que la repugnancia que le pro vocaba saber que tenía tan poca voluntad. Devon se rió. —El cielo está sólo a un pecado de aquí, amigo mío. Tus labios dicen que no, pero tu cuerpo te traiciona. No puedes negar las necesidades de la carne. Será mejor que te dejes llevar y aceptes lo que tan generosamente se te está ofreciendo. Resultaba muy sencillo abandonar los grilletes de la represión. «Soy demasiado débil», pensó Adrien. El placer tomó el control. Apoyó la cabeza en la almohada, empezó a mover las
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caderas y se dejó llevar por las sensaciones. Lilith desli zaba la lengua por la punta de su polla antes de metérsela completamente en la boca. Aquella boca era increíble mente árida; sin embargo, sus labios eran tiernos y suaves, estaban cubiertos por un cálido aliento. Se moría por be sarla, por abrazarla; necesitaba estar dentro de aquel estrecho y aterciopelado coño; sentir su suave vientre ro zándose con el suyo mientras se retorcía bajo su cuerpo. Justo cuando estaba a punto de explotar, Lilith se apartó. Cambió de postura y se sentó a horcajadas en cima de él. Acercó la cadera a la de Adrien suavemente y guió aquella suculenta erección hacia sus dispuestas profundidades. Él podía sentir como ella apretaba los muslos contra sus caderas. El sexo de Lilith rodeó la polla de Adrien: era tan suave como los pétalos de una rosa y tan duro como el acero. Lilith le clavó las uñas en los hombros provocándole un placentero dolor. Luego se inclinó hacia delante y le dio un largo y apasionado beso. Adrien probó la sangre de los labios de Lilith, un sabor prohibido y excitante al mismo tiempo. Mientras lo besaba, Adrien pudo sentir unas extrañas ondas que le extraían las esencias sexuales igual que sus labios le habían extraído las esencias vitales. Lilith se estremeció violentamente cuando el orgasmo re corrió su cuerpo. La excitación de Adrien aumentaba paulatinamente y amenazaba con explotar con la violencia de un volcán. Se ayudó de las cuerdas con las que estaba atado a la cama y empujó la cadera hacia arriba para deslizarse aún más profundamente por aquel húmedo y sedoso canal. Lilith le mordió el labio inferior con sus blancos dien tes y contrarrestó el movimiento de Adrien sentándose con fuerza sobre su polla. Se apoyó sobre sus hombros,
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levantó un poco la cadera y volvió a bajarla sincronizán dose a la perfección con los movimientos de Adrien. El poder de aquella unión era mucho más erótico que cual quier cosa que hubiese experimentado jamás. Adrien perdió el control. La lujuria se apoderó de todos sus sentidos y empujó la cadera con fuerza; fue una única y larga embestida. Apretó los dientes e, incapaz de aguantar ni un segundo más, sintió como se liberaba la presión que le atenazaba las entrañas. Los músculos de su abdomen se tensaron y luego se relajaron. Las palpitaciones de su cerebro se deslizaban por todo su cuerpo. El cálido semen brotó con fuerza. Los músculos internos de Lilith se contraje ron alrededor de su polla provocándole largas y mara villosas oleadas de placer. Adrien gimió y se esforzó por controlar su respira ción. Se sentía confundido, mareado, como si le hubie sen arrancado el alma. Se moría por dormir un poco. También estaba muerto de hambre. Pero lo que estaban a punto de ofrecerle para comer no era exactamente lo que él estaba imaginando. Su cuerpo seguía unido al de Lilith y ella recuperó su amuleto. Abrió la mano y se hizo un corte en la palma. La cálida sangre de Lilith goteó sobre el pecho de Adrien; las gotas caían como trozos de hielo en una tor menta de invierno. Ella alargó el brazo y lo cogió de la cara. Le clavó las uñas en la piel y apretó para obligarlo a abrir la boca. La ferocidad ardía en su mirada. —Bebe. —Puso la mano encima de la boca de Adrien—. Bebe de mí y abandona tu caparazón mortal. —La repug nante sangre resbaló entre sus labios.
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Adrien, muerto de asco, volvió la cabeza hacia un lado. —No… —Se le hizo un nudo en el estómago y le es cupió la sangre a Lilith. Ella se rió suavemente y levantó la cabeza. Le volvió a meter los dedos en la boca al mismo tiempo que le apre taba la mandíbula para obligarlo a beber más sangre. Adrien hizo acopio de todas sus fuerzas para recha zarla e intentó no tragar, pero le ardían los pulmones por falta de aire. Tenía que respirar para vivir. Tenía que tragar. Jadeó y tragó con desgana. Aquel extraño y dulce sabor le cubrió la lengua y se deslizó por su garganta como si fuese plomo frío. Cuando aquella gélida sustan cia llegó a su estómago, sintió que un exótico organismo entraba en sus venas y se deslizaba por su cuerpo como una diabólica serpiente. La visión de Adrien se debilitó alarmantemente al mismo tiempo que una extraña euforia se adueñaba de su cuerpo. Una increíble energía estaba floreciendo en su interior y se esforzaba por salir al exterior como un bebé peleando por nacer. No podía hablar ni podía moverse. A pesar de estar consumido por un fuego in terior que lo hacía sentir seco, sentía un extraño hormi gueo en la piel. Podía sentir cómo palpitaba la energía, cómo conquistaba, cómo consumía… La oscura entidad que se estaba llevando su mortali dad también se estaba tragando su alma. La oscuridad creció. Adrien estaba completamente indefenso. Una niebla le envolvió el cerebro y cubrió sus sentidos de un ex traño entumecimiento. La inconsciencia se apoderó de él y dejó de sentir.
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Broadview, Nuevo México, época actual
Adrien estaba atrapado entre las afiladas garras de una
pesadilla y luchaba por liberar su soñolienta alma del espantoso abismo en el que la había sumergido su sub consciente. Los diablos de su paisaje onírico eran des piadados y le clavaban sus garras de acero impregnadas de miedo y opresión en lo más profundo de la psique. Luchó con más fuerza y se retorció para escapar de un reino que sólo cobraba vida cuando cerraba los ojos. Los demonios gemelos se relamían los labios con fuego en los ojos. El sonido de sus obscenas carcajadas le des garraba el alma y con las uñas le cortaban la piel des nuda. Le abrieron la caja torácica para contemplar su corazón y se lo arrancaron del pecho. La sangre goteaba del palpitante órgano incluso mientras la conciencia de que estaba muriendo se filtraba hasta su débil cerebro. Un desesperado grito final brotó de sus labios: el agó nico llanto de su alma condenada. Cuando encontró la conciencia y pudo aferrarse a ella con todas sus fuerzas, Adrien abrió los ojos. Du rante un largo período de tiempo estuvo contem plando la nada. Tenía la visión borrosa, alarmantemente vacía.
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Entonces comprendió que debía de tener algún velo blanco sobre la cara y quiso apartarlo instintivamente suponiendo que su brazo no respondería a sus órdenes. Cuando se quitó la sábana de la cabeza pudo ver una imprecisa figura. Se puso rápidamente de pie y sus mús culos se tensaron esperando un ataque inminente. Pero no se acercó ningún intruso. En realidad estaba ante su propio reflejo en un espejo. El alivio se adueñó de su cuerpo y la tensión desapareció. Estaba a salvo. Sólo había sido una pesadilla. En sus labios se dibujó una delgada sonrisa. Tragó con fuerza y comprobó visualmente hasta el último rincón. Le temblaban ligeramente las manos y apretó los puños. «Sólo quiero estar seguro.» Negó con la cabeza y se dejó caer de nuevo sobre el colchón. Se apartó algunos mechones de pelo húmedos de la frente. Dios, estaba prácticamente goteando. Tam poco le sorprendía. Seguía recordando algunas imáge nes del sueño que había tenido. En el fondo de su mente persistían imágenes que flotaban como fantasmas sobre tumbas abiertas. Sacudió suavemente la cabeza para ha cerlas desaparecer. Aunque estaba protegido por la privacidad de su ha bitación resultaba difícil conseguirlo. Un escalofrío in sistía en deslizarse por su espalda y formar gélidos nudos en el fondo de su estómago. Frunció el ceño y maldijo en voz baja. —Dios. No puedo detener este infierno. —Se pre sionó el rostro con las palmas de las manos e inspiró con fuerza varias veces. Inspirar y soltar el aire lentamente lo ayudó a tranquilizarse. Consiguió relajarse un poco. La tensión disminuyó hasta un nivel mucho más manejable. El miedo era una
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imponente bestia que lo perseguía en sus sueños, un desagradable diablo que lo visitaba una y otra vez. Odiaba sentirse abrumado y fuera de control. Lo asus taba más de lo que se atrevía a reconocer. Sus pesadillas no eran los delirios de una mente desequilibrada. Lo que soñaba había ocurrido de ver dad. Las imágenes de sus anteriores captores estaban grabadas en las paredes de su cerebro. Si cerraba los ojos, podía revivir el cautiverio mental, físico y sexual con el que lo habían atormentado. Un temblor trepó por su espalda. Dudaba mucho que consiguiese superar algún día los recuerdos de su atroz secuestro y las repetidas violaciones. Siempre que inten taba dormir, aquellos recuerdos volvían a su mente, resu citaban del cementerio de basura que asolaba su cerebro. Se miró las muñecas. Las tenía marcadas por las quema duras que le habían provocado las cuerdas. A pesar de que en la actualidad era un hombre libre, había estado atado durante tantos años que le costaba mucho familia rizarse con la libertad de movimientos de la que gozaba. «Ya se ha acabado.» Tragó con fuerza el ácido que había trepado por su garganta. «Mi vida me vuelve a pertenecer.» Sin embargo, el miedo insistía en permanecer allí. Aquél era en parte el motivo por el que tenía tantos pro blemas para descansar, incluso siendo de día. Volvió a observarse las muñecas. Se le nubló la vista y la ansiedad volvió a adueñarse de él. La tortura no era algo sencillo de olvidar. Y desde luego él no la había olvidado. —¿Por qué me preocupo? —Adrien se frotó los ojos. Su habitación estaba envuelta en sombras: era fría y os cura. Las pesadas persianas impedían que entrase la bri llante luz de la tarde.
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El reloj digital que tenía junto a la cama anunciaba la hora. Las tres y media de la tarde; demasiado pronto para levantarse. El sol no empezaría a esconderse hasta por lo menos una hora y media más tarde. Aquello era lo que más le gustaba del invierno. Los días eran más cortos y las noches mucho más largas. Tal vez consi guiese dormir un rato más y levantarse una hora más tarde. Adrien puso bien la almohada y se acostó de lado. En sus labios se dibujó una sonrisa cuando vio una veta negra en la almohada que había junto a la suya. Gisele seguía dormida a pesar de los nervios de Adrien. Con tento de no haberla molestado, empezó a acariciar su suave y sedoso pelo. El pelo de Gisele era su mayor en canto: tenía el tono de humo más bonito que Adrien había visto jamás. Al sentir sus caricias, Gisele se dio la vuelta y se estiró al mismo tiempo que bostezaba. Tenía unos enormes ojos almendrados que mostraban orgullosos sus iris asombrosamente verdes con rayas doradas. Se lo quedó mirando fijamente con una interrogación en la mirada. Adrien le dedicó una sonrisa de disculpa. —Ya sé que es muy pronto para levantarse, Gissy —suspiró con resignación—, pero no puedo dormir. Gisele le regaló una mirada que hubiese podido fun dir hasta las piedras. Luego arrugó su preciosa naricita y maulló. Adrien le puso la mano en la cabeza y le rascó un ra tito detrás de las orejas. Los gatos persas eran su mayor debilidad y le encantaba tener uno. Él y Gisele llevaban juntos cinco años y el suyo era el único cuerpo caliente con el que había compartido la cama desde hacía mucho tiempo. Ella jamás le pedía explicaciones por sus extra
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ños horarios ni por salir sólo por la noche. Gisele siem pre estaba allí: lo tranquilizaba cuando estaba preocupado y le ofrecía un amor incondicional. Le tocó los dedos con su húmeda nariz para pedirle que siguiese acariciándola. Adrien acarició la suave piel de la gata y se relajó al escuchar aquel vibrante ronroneo tan apacible y alegre. A Adrien le encantaría poder sentirse justo así, pero la paz y la alegría lo eludían continuamente. Los caminos por los que insistía en viajar lo conducían a lugares mal ditos que fomentaban su infierno mental. Él desente rraba las viejas tumbas una y otra vez para examinar los cuerpos podridos de los que yacían en ellas. Aquellas demoníacas bestias disfrazadas de humanos le habían arrebatado mucho más que su vida mortal: le habían robado el alma. Lo que había en su interior pa recía ser él y actuaba como él. Pero en realidad, Adrien Roth murió cuando la sangre contaminada de Lilith in vadió su cuerpo. Jamás podría volver a dormir. Adrien suspiró y echó las sábanas a un lado. Luego descolgó las piernas por el lateral de la cama para levan tarse. Instó a Gisele para que se levantase de su almo hada y empezó a arreglar las sábanas. Para cuando terminó, la cama estaba muy bien hecha. Le molestaba mucho el desorden. Necesitaba que cada cosa estuviese en su sitio. Además de formar parte de su compulsiva personalidad, el orden era algo necesario para él. Debía proyectar una imagen de normalidad. Tenía que vivir con lo que le había sucedido e intentar seguir adelante. Lo necesitaba para mantenerse cuerdo. Por encima de cualquier cosa, Adrien era un super viviente.
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Se dirigió al baño contiguo para darse una ducha rá pida. Mientras se enjabonaba no pudo evitar fijarse en la multitud de cicatrices que decoraban su cuello y su abdomen. Lilith lo había utilizado muy bien para saciar sus numerosos apetitos: sangre, sexo… Su piel estaba estropeada por otras cosas además de las cicatrices. La demoníaca marca de Lilith estaba grabada sobre su hom bro izquierdo. El collar de «esclavo» que le habían obli gado a llevar le había dejado una infinidad de diminutas marcas en el cuello. No quería pensar en Lilith. «Hoy no», pensó. Frunció el ceño y empezó a frotarse con más fuerza, como si al añadir más jabón y frotarse con más intensidad pudiese eliminar aquellas odiosas marcas. No podía, pero, cuando se lavaba, se sentía menos contaminado. Se aclaró el jabón, cerró los grifos y cogió una toalla. Se pasó los dedos por la barbilla y decidió que la barba de tres días que llevaba era aceptable: otro rasgo que añadir a la imagen de chico malo y motorista fugi tivo que cultivaba últimamente. Sin embargo, ya iba siendo hora de que se cortase el pelo. Sobre sus hombros colgaba una melena de grueso pelo castaño. Parecía un perro peludo, estaba dejado y despeinado. Finalmente no se afeitó, se puso una cinta en el pelo y se vistió: va queros, una camiseta blanca sin mangas y botas negras de motorista. Gisele lo estaba esperando en la cocina. Empezó a deslizarse entre sus piernas reclamando atención. Le vantarse significaba que había llegado el momento de comer y ella quería su comida. «Ahora.» Adrien se rió mientras cogía un cuenco y una lata de comida del armario. —Sí, mi señora. Siempre a su servicio.
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Abrió la lata, vertió la comida en el cuenco y luego llenó un segundo recipiente con agua. Gisele sólo inge ría la mejor comida que el dinero podía comprar. Las marcas baratas no eran suficiente para aquel maniático felino. Ella sabía que era un gato con pedigrí y que se merecía lo mejor. Su dueño jamás aceptaría otra cosa. Mientras Gisele comía, Adrien calentó agua en el mi croondas para prepararse una taza de café instantáneo. El azúcar y un abundante chorro de bourbon lo hacían mucho más agradable. Mientras se bebía el caliente brebaje se inclinó sobre el mostrador de la cocina. La cafeína lo espabiló rápidamente. No tenía hambre. Ya co mería algo más tarde. ¿Quién podía comer justo des pués de levantarse? Hasta entonces, la comida era algo que le servía para vivir, él no era de los que vivía para comer. Miró a su alrededor y evaluó aquel lugar que prácti camente se podía calificar de vertedero. Aquella caja de zapatos no era precisamente el Taj Mahal. No se podía decir que tuviese un aire bohemio y tampoco era ni si quiera aceptable. Estaba en mitad de la nada y allí la electricidad y el agua eran suministros de lujo. Uno podía sentirse afortunado si podía optar a uno de los dos servicios y pensar que había sido tocado por la mano de Dios si podía disfrutar de los dos. Sin embargo, a él ya le estaba bien. No pensaba echar raíces en aquel lugar. Sólo era algo temporal. Tampoco pensaba quedarse mucho tiempo más. Una semana o tal vez dos, luego debía continuar su camino. No poseía nada más que su ropa, su gata y la moto. Gisele tenía una jaula en la que la metía para viajar, pero a ella le gustaba más cuando la llevaba en la mochila, porque podía sacar su peluda cabecita y observar el paisaje.
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Se terminó la primera taza de café y se sirvió una se gunda, pero esta vez le puso más alcohol. Perfecto. Aquél era el desayuno ideal. Cogió el periódico del día anterior y se sentó a leerlo en la mesa de la cocina. La mesa tenía una pata mucho más corta que las otras y cojeaba alarmantemente. Había solucionado el problema pegándola a la pared y po niendo las páginas amarillas debajo de la pata más corta. En realidad, nadie las utilizaba demasiado. El periódico no consiguió captar su atención, y dirigió la mirada hacia la cartera y las llaves de la moto. Alargó el brazo y cogió la cartera. La abrió y observó los documentos que podría llevar cualquiera: carnet de conducir, tarjeta de la seguridad social y cincuenta dó lares en billetes pequeños. Sin embargo, no llevaba nin guna fotografía o alguna otra cosa que la distinguiese como una posesión realmente personal; si alguien se la encontrase tirada en la calle se quedaría con el dinero y la tiraría a la basura. No tenía una dirección física, sólo un apartado de correos local. Había elegido una pe queña zona rural en la que no se repartía el correo; se tenía que recoger en la estafeta de la ciudad vecina. Se metió la cartera en el bolsillo trasero del panta lón y se empujó la mejilla por dentro de la boca con la lengua. Adrien Roth ya no existía; hacía mucho tiempo que no existía. Actualmente era A. J. Bremmer, y la vida que estaba viviendo no le pertenecía. El día en el que había nacido quedaba ya ciento cuarenta y un años atrás. Ya se había acostumbrado a utilizar nombres de otras personas. Era la única forma de sobrevivir en el mundo moderno cuando la vida de uno ha superado con creces el tiempo natural.
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Suspiró otra vez. No había resultado barato comprar una nueva identidad. Se estaba quedando sin fondos. Sólo le quedaban algunos miles de dólares, y eso no era mucho. «Tendré suficiente para conseguir mi propósito.» Adrien flexionó los dedos. Aquellas manos habían quitado muchas vidas. Su misión era matar a las bestias que se adentraban en la noche en busca de víctimas. No había olvidado el lugar que ocupaba en el mundo desde el día en que nació. Amhais. Cazador de sombras. Le dio otro trago a la taza, pero esta vez el café estaba más amargo. Se lo tragó e ignoró las repentinas náuseas que le provocó. Se le retorció el estómago. Cuando era humano jamás imaginó que tendría que ver el mundo a través de otros ojos. Como Kynn no sólo veía el mundo de otro modo, también percibía los reinos que existían más allá de las fronteras y las limitaciones mortales. Creyó que perdería la vida cazando; jamás pensó que llegaría a formar parte del mundo de las criaturas que per seguía. Poseía todos los dones de los súcubos y todas sus maldiciones. Él no había elegido o codiciado la forma de vida de aquellas terribles bestias. Los apetitos de su es pecie eran insaciables, prohibidos y profanos. Adrien maldecía continuamente su rendición a la necesidad de sobrevivir incluso mientras secretamente ansiaba la caza de nuevas conquistas. «Por mucho que desprecie lo que soy, soy uno de ellos.» La penitencia por sus crímenes contra la humanidad debía ser, y lo sería para siempre, el aislamiento abso luto. Jamás tendría una pareja o convertiría en Kynn a
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otra persona. Estaría solo hasta el día en que tuviese que morir. Adrien suspiró y apretó los dientes con asco. El café estaba frío, pero aún le quedaba más de media taza. Ya no quería más. Tenía una extraña sensación en la boca del estómago y sabía perfectamente lo que significaba. Hacía dos semanas que no se alimentaba. Estaba rozando los límites. Se mantenía hambriento imponiéndose una penitencia que no acababa de enten der. No le gustaba lo que era y no disfrutaba de lo que tenía que hacer para sobrevivir. Pero lo había aceptado porque la alternativa, que tampoco existía, era mucho más aterradora. Desde que formaba parte del clan, había cambiado en muchos aspectos. El hombre al que cap turaron y torturaron era una persona que jamás aspiraría a volver a ser. Nunca se había considerado inocente. Sabía perfectamente cómo funcionaba el mundo. Volvió a pensar en el sueño que había tenido. Nunca lo abandonaba. Esperaba agazapado en los confines de su mente esperando a que cerrase los ojos y las defensas de su cerebro bajasen la guardia. ¿Por qué seguía teniendo miedo de ella? Hacía ya muchas décadas que Lilith yacía en su tumba, pero su recuerdo perduraba en los confines de su mente y resu citaba cuando él dormía como un ángel demoníaco. Cuando ella le robó su vida mortal, él se convirtió en uno de ellos. Un ángel caído. Arrojado al infierno. Para toda la eternidad. Para él no había salvación. «Pero sí habrá venganza.» —Y no quiero sólo a Devon. —Cerró los puños con
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fuerza clavándose las uñas en las palmas de las manos. El dolor era bienvenido y reafirmaba el camino que había elegido—. Ni mucho menos. Ahora Carnavorn tenía mujer, y además estaba emba razada. Normalmente los Kynn no se reproducían, re clutaban miembros seleccionados entre los humanos. De alguna forma, una fuerza anormal había unido dos almas únicas que eran capaces de procrear. La mujer actual de Devon, Rachel, estaba embarazada de seis meses. Adrien había pensado mucho en su destino. Se pre guntaba qué perverso Dios de la justicia habría movido los hilos para situarlo justo en el centro del campo ene migo. Ahora ya no tenía ninguna duda. Los últimos acontecimientos lo convencieron de que había sido ele gido para una misión sagrada. —Faltan sólo tres meses para que las semillas del diablo lleguen a este mundo —gruñó sin importarle que nadie le estuviese escuchando—. El tiempo justo para mandar al inferno a Carnavorn y a su prole. Adrien sentía su llamada como Amhais con más fuerza que nunca. Había sido elegido. Era el hombre solitario que podía evitar que naciese una nueva raza. En sus labios se dibujó una sonrisa. Devon Carna vorn estaba a punto de llevarse la sorpresa de su vida. Se terminó el café y se levantó de la mesa. —Espero que disfrutes del regalo, amigo. —Se le es capó una viciosa sonrisa—. Esto sólo acaba de empezar.