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COMO EN EL CIELO, ASÍ TAMBIÉN EN LA TIERRA

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COMO EN EL CIELO, ASÍ TAMBIÉN EN LA TIERRA

JEFFREY R. HOLLAND Y PATRICIA T. HOLLAND

La vida mortal presenta dificultades para todos y con frecuencia


descubrimos que echamos de menos la paz y la tranquilidad de los cielos. En la
oración a Su Padre, Jesús pidió: "Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el
cielo, así también en la tierra". Mientras que esa sociedad ideal no va a llegar
hasta el reinado milenario de Cristo, hay cosas que cada persona puede hacer para
contribuir a que su vida mortal sea más placentera, más espiritual y más como
nuestro hogar celestial.
En Como en el cielo, así también en la tierra, sus autores, Jeffrey R. Holland
y Patricia T. Holland, presentan mensajes de manera individual y conjunta que
señalan el camino que conduce a una mayor conciencia, aceptación y práctica de
la voluntad de Dios en nuestro diario vivir. Muchos de estos mensajes fueron
presentados en un principio en reuniones espirituales y en conferencias celebradas
en la Universidad Brigham Young, de la cual el élder Holland, actualmente
miembro del Quórum de los Doce Apóstoles de La Iglesia de Jesucristo de los
Santos de los Últimos Días, fue rector desde 1980 hasta 1989, ayudado por su
esposa, Patricia. Con el fin de ilustrar sus temas, ambos comparten experiencias y
percepciones de sus propias vidas, de las Escrituras, del consejo de los profetas y
de otros grandes pensadores.
"Hasta que podamos estar a salvo en nuestro hogar celestial, con Dios y los
unos con los otros", escriben, "de seguro que no habrá nada mayor a lo que aspirar
que el que Su voluntad, Su camino y Su influencia divina puedan sentirse más
plenamente en la tierra".

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ÍNDICE DE CONTENIDO

Prefacio 4
Reconocimientos 5
PERCEPCIONES Y REFLEXIONES
por Patricia T. Holland

1 Cumplir con la medida de nuestra creación 7


2 A un susurro de distancia del cielo 10
3 Tiene todo que ver con el corazón 15
4 Los frutos de la paz 18
5 La consolación con la que somos consolados 23
6 La perspectiva de una mujer sobre el sacerdocio 30
7 Los muchos rostros de Eva 36
8 Con tu rostro puesto en el Hijo 46

UNA CONVERSACIÓN
con Jeffrey R. Holland y Patricia T. Holland

9 Algunas cosas que hemos aprendido juntos 55

CERTEZAS Y AFIRMACIONES
por Jeffrey R. Holland

10 Eleva tus ojos 64


11 La voluntad del Padre en todas las cosas 69
12 Oh, Señor, mantén firme mi timón 76
13 La amarga copa y el bautismo de sangre 83
14 En el calor de tus brazos 90
15 Quiénes somos y lo que Dios espera de nosotros 93
16 Sobre almas, símbolos y sacramentos 100
17 Asombro me da 108

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PREFACIO
La vida mortal tiene un generoso número de desafíos para cada uno de
nosotros y con frecuencia echamos de menos la paz y la seguridad de los cielos. El
Salvador expresó no sólo el deseo de su corazón, sino el de cada uno de Sus
discípulos, cuando oró a Su Padre: "Venga tu reino. Hágase tu voluntad como en el
cielo, así también en la tierra". Hasta que podamos estar a salvo en nuestro
hogar celestial, con Dios y los unos con los otros, de seguro que no habrá nada
mayor a lo que aspirar que el que Su voluntad, Su camino y Su influencia divina
puedan sentirse más plenamente en la tierra.
Una sociedad tan pura y fuerte probablemente no será posible hasta el
reinado milenario de Cristo como Rey de reyes y Señor de señores; pero esto no
es excusa para dejar de intentar que "venga [Su] reino" lo antes posible. Y
aunque las circunstancias celestiales no aparezcan amplia y generalmente hasta
ese segundo advenimiento, existen formas profundas en las que pueden venir
personalmente a nosotros, a nuestras familias y a grupos de creyentes que
viven el Evangelio en el corazón, en sus hogares y en sus vecindarios.
Ciertamente, la clave de cualquier éxito en esta vida o en la eternidad es la
obediencia al Hijo de Dios y a Sus enseñanzas, así como Él fue completamente
obediente a la voluntad de Su Padre "en todas las cosas". Este libro, una
recopilación de algunos de nuestros discursos y ensayos, está dedicado a esos
aspectos de la vida próximos a nosotros en los que tenemos la oportunidad de
hacer que la voluntad de Dios sea nuestra voluntad y que Sus caminos sean
nuestros caminos. Está dedicado al ideal de hacer que la vida aquí "en la tierra"
sea lo más parecido posible a como es "en el cielo".

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RECONOCIMIENTOS
Deseamos agradecer a las muchas personas, especialmente a los estudiantes
de la Universidad Brigham Young, que estuvieron dispuestas a escuchar estas
ideas mucho antes de que estuvieran en formato de libro. El poder trabajar con
una gente joven tan notable y entusiasta ha sido uno de los mayores
privilegios de nuestra vida.
Damos las gracias a un buen número de secretarias, especialmente a Jan
Nelson y a Shauna Brady, quienes con el transcurso de los años produjeron
incontables borradores de estos manuscritos. Jan Nelson elaboró también la
copia final de este libro. Expresamos un agradecimiento especial a Eleanor
Knowles, Editora Ejecutiva de Deseret Book, quien tuvo la idea inicial de este
proyecto, y cuya paciencia hizo posible que llegase a ser publicado.

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PERCEPCIONES Y REFLEXIONES
por Patricia T. Holland

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Capítulo 1

CUMPLIR CON
LA MEDIDA DE NUESTRA CREACIÓN
Cada elemento de la creación tiene su propósito
y realización propios, su propio papel y misión divinos.
Si nuestros deseos y obras están dirigidos hacia lo que
nuestros Padres Celestiales desean que seamos,
llegaremos a apreciar nuestra parte en Su plan, reconoceremos
"la medida plena de nuestra creación" y nada nos
dará una paz más definitiva.

Cuando mi hija, Mary, era pequeña, se le pidió que exhibiera un talento para un concurso de la
Asociación de Padres de Alumnos. La siguiente es su experiencia tal y como ella la escribió con su
caligrafía de siete años:
"Un día estaba practicando al piano y me eché a llorar porque lo hacía mal. Entonces decidí
practicar ballet y me eché a llorar más, porque también lo hacía mal. Luego decidí hacer un dibujo,
porque sabía que podía hacerlo bien, pero me salió horrible. Y de nuevo me eché a llorar.
"Entonces, mi hermano de tres años vino y le dije: 'Duffy, ¿qué puedo ser yo? ¿Qué puedo ser
yo? No puedo tocar el piano ni ser una bailarina de ballet. ¿Qué puedo ser?'. Mi hermano se me acercó
y me susurró:'Puedes ser mi hermana'".
En un momento importante, esas cuatro palabras sencillas cambiaron la perspectiva y
consolaron el corazón de una niña muy ansiosa. En ese preciso momento, la vida se convirtió en algo
mejor y, como siempre, el mañana parecía ser más radiante.
Todos nosotros nos enfrentamos a esas preguntas respecto a nuestro papel, nuestro propósito y
nuestro curso en la vida, y todavía les hacemos frente mucho después de ser niños. Me relaciono con
suficientes mujeres como para saber que muchas, quizás la mayoría, tienen momentos en los que se
sienten desequilibradas o derrotadas, al menos temporalmente. Nos preguntamos: "¿Qué seré?
¿Cuándo me graduaré? ¿Con quién me casaré? ¿Cuál es mi futuro? ¿De qué voy a vivir? ¿Cómo puedo
colaborar? En resumen, ¿qué puedo ser?".
Si todavía se está haciendo estas preguntas, no se desanime, porque todos nos las hacemos.
Deberíamos estar interesados en nuestro propósito fundamental en la vida. Ciertamente, todo filósofo
pasado y presente está de acuerdo con que el alimento y un techo bajo el cual vivir, aún siendo
importantes, no lo son todo. Nosotros queremos saber qué va a pasar ahora, ¿dónde está el
significado?, ¿cuál es nuestro propósito?
Al hacerme estas preguntas, he hallado sumamente reconfortante el recordar que una de las
verdades más importantes y fundamentales enseñadas en las Escrituras y en el templo es que "toda
criatura viviente cumplirá con la medida de su creación".
Debo admitir que la primera vez que oí esta enseñanza, pensé que se refería exclusivamente a la
procreación, a tener hijos o descendencia, y estoy segura de que probablemente ésta es la esencia de su
significado. Sin embargo, gran parte de la ceremonia del templo es simbólica, con la certeza de que
también puede haber diversos significados en esta declaración. Parte del significado adicional que
ahora puedo ver en este mandamiento es el de que cada elemento de la creación tiene su propósito y
realización propios; cada uno de nosotros ha sido diseñado teniendo presentes un papel y una misión
divinos. Creo que si nuestros deseos y nuestras obras se dirigen hacia lo que nuestros Padres
Celestiales esperan de nosotros, llegaremos a apreciar nuestra parte en Su plan, reconoceremos la
"plena medida de nuestra creación", y nada nos dará una paz más definitiva.

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Una vez leí una analogía maravillosa de las limitaciones que nuestra perspectiva presente
impone en nosotros. El mensaje decía que en el proceso actual de la creación — nuestra creación y la
de todo lo que nos rodea — nuestros Padres Celestiales están preparando un tapiz maravilloso con
colores, patrones y matices exquisitos, y lo están haciendo de manera amorosa, cuidadosa y con
maestría. Cada uno de nosotros representa una parte — nuestra parte — en la creación de esa
magnífica y eterna obra de arte.
Pero al hacerlo tendremos que recordar que nos resulta muy difícil realizar nuestro propio aporte
de manera exacta. Vemos el rico tono borgoña de un hilo cercano y pensamos: "Ése es el color que
quiero ser". Entonces admiramos otro color, un azul o un beige claro y suave, y pensamos: "No, esos
colores son mejores que el mío". Pero en medio de todo esto no vemos nuestra obra de la manera en
que Dios la ve, ni nos damos cuenta de que los demás están deseando tener nuestro color, nuestra
posición o nuestra textura en el tapiz, aun cuando nosotros mismos estamos deseando tener los suyos.
Quizás la cosa más importante a recordar es que durante la mayor parte de este período creativo
estamos confinados a la visión limitada de la parte inferior del tapiz, donde las cosas suelen estar
particularmente entrelazadas, confusas y poco claras. Si desde ese punto de vista nada tiene realmente
sentido se debe a que todavía estamos en proceso de ser completados; pero nuestros Padres Celestiales
pueden ver desde lo alto y un día sabremos lo que ellos saben: que cada parte de este acto artístico es
igual en importancia, en equilibrio y en belleza. Ellos conocen nuestro propósito y nuestro potencial, y
nos han dado la oportunidad insuperable de realizar una contribución perfecta a este diseño divino.
El Señor nos ha prometido que el único requisito necesario para ser parte de este plan magnífico
es el de tener "deseos de hacer salir a luz y establecer esta obra" (D&C 12:7). "Sí, quien meta su hoz y
coseche es llamado por Dios. Por consiguiente, si me pides, recibirás; si llamas, se te abrirá" (D&C
14:4-5).
A veces en nuestra siega, cosecha o criba puede que Dios nos diga "no", "ahora no", o "no estoy
de acuerdo", cuando lo que queremos que diga, lo que deseamos que reciba nuestro tapiz, es un
afirmativo "sí", o un "claro, ahora mismo", o "por supuesto que puede ser tuyo". Cuando en mi vida he
sufrido decepciones y retrasos, he llegado a ver que si continúo llamando con una fe inmutable y
persisto en mi paciencia, esperando al Señor y ajusfándome a Su calendario, he descubierto que las
negativas del Señor no son sino meros preludios para un "sí" magnífico. He descubierto que los
mismos retrasos y negativas que nos preocupan más, aquellas diferencias con respecto a los demás que
afectan a nuestra autoestima, son las diferencias y los retrasos mejores para nuestra felicidad y pleno
desarrollo.
Con frecuencia me he preguntado acerca de los problemas que parecen haber ocupado la mente
de Moisés cuando el Señor le pidió que abandonara su posición y sus privilegios reales para servirle en
la más humilde pobreza y escasez. Comparemos la misión de Moisés con el deseo del Señor para con
José de permanecer en Egipto y emplear su poder y prestigio en propósitos justos. Aparentemente, a
Jeremías no le fueron concedidas las bendiciones del matrimonio ni de los hijos, mientras que Jacob
tuvo el consuelo y la compañía de cuatro mujeres justas y de numerosa progenie. Josué parece haber
sido un tipo de líder increíblemente confiado, carismático y dispuesto a encargarse de todo; mientras
que, con frecuencia, Moisés era vacilante, indeciso y a veces tenía que pedirle dos veces al Señor por
las instrucciones. Cada uno tuvo que desempeñar un papel crucial pero muy diferente.
Además, la edad parece ser de poca importancia en la diversidad de este tapiz. David no era más
que un niño cuando derrotó hábilmente a Goliat, pero Abraham tenía ochenta años cuando nos dio el
ejemplo mortal y supremo de fe y obediencia. Ester tenía la riqueza y la atención de reyes, lo cual le
proporcionó la oportunidad de ayudar a salvar a su pueblo, mientras que Rut era una moabita pobre y
despreciada. Sin embargo, fue la sangre real de Rut, irónicamente, la que llevaba el linaje del
mismísimo Hijo de Dios. El Señor nos utiliza a causa de nuestras personalidades y diferencias únicas
más que a pesar de ellas. Él nos necesita a cada uno de nosotros, con todos nuestros defectos,
debilidades y limitaciones.
Entonces, ¿qué puedo ser yo? ¿Qué puedo ser yo? Cada uno de nosotros — ustedes y yo —
podemos ser lo que nuestros Padres Celestiales hayan establecido para nosotros, aquello que tienen

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intención de que seamos, y lo que nos están ayudando a ser. ¿Cómo cumplimos con la medida de
nuestra creación?: al meter la hoz y cosechar con toda nuestra fuerza, y al regocijarnos en nuestro
carácter único y en nuestras diferencias. Para ser todo lo que podemos llegar a ser, la única asignación
que cada uno de nosotros recibe es la de (1) apreciar nuestro curso y saborear nuestra peculiaridad, (2)
acallar nuestras voces conflictivas y escuchar a la voz interior, la cual es Dios diciéndonos quiénes
somos y lo que seremos; y (3) liberarnos del amor a la profesión, la posición o la aprobación de los
demás al recordar que lo que Dios quiere realmente es que seamos la hermana, el hermano o el amigo
de alguien.
Cada uno de nosotros tiene un propósito, y para cada uno ese propósito es diferente, es distinto,
es divino. Dios vive y nos ama tal y como somos y como vamos a ser. Él nos ayudará a cumplir con la
medida de nuestra creación.

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Capítulo 2

AUN SUSURRO DE DISTANCIA


DEL CIELO
Ciertamente, la oración de fe siempre es contestada. Es
eficaz y es contestada aún cuando no entendamos cómo.
Esto es particularmente cierto cuando estamos orando por
otras personas, especialmente cuando oramos por nuestra
propia familia e hijos. Nuestras oraciones necesitan ser más
fervientes y anhelantes, como lo fueron las de nuestras
madres a través de las generaciones.

Con el aumento de las presiones que enfrentamos casi cada día, resulta muy difícil no sentirse
desbordada. Leemos acerca de Irán, de China y de Rusia, del aumento de los precios, de las
hostilidades y de los problemas energéticos, y leemos de familias en crisis. Entonces nos preguntamos:
"¿Podemos hacerlo? ¿Podemos criar una familia justa en un mundo con cada vez más dificultades?".
Buscamos las respuestas en todas partes, desde libros de psicología hasta cursos de desarrollo infantil,
o incluso en los consultorios sentimentales. Todos queremos que nos lleven en coche. Queremos tener
la mejor educación y una salud de hierro. Nos ponemos histéricas al hacer demasiado por nuestros
hijos y luego tenemos que tomarnos un calmante porque estamos preocupadas por no hacer lo
suficiente. Hasta nos vemos atrapadas en la elección de prioridades entre los deberes para con la
familia y los llamamientos en la Iglesia, cuando ambas cosas necesitan de nuestra lealtad y devoción.
Nos sentimos especialmente intranquilas al ver que nuestros bebés crecen hasta ser
adolescentes; a veces es difícil verles convertirse en jóvenes independientes que crean tirantez en esas
relaciones que tan seguras nos hacían sentir cuando ellos estaban en la cuna. Algunas personas de
nuestra comunidad pasan por estas dificultades a solas, en hogares con padres o madres que se las
tienen que arreglar para criar a sus hijos sin la ayuda del cónyuge. Pero el problema no es sólo la lista
de dificultades, sino el tener que hacerles frente junto con el temor de que se nos ponga el pelo canoso,
que nos crezca la barriga y que decaiga nuestra energía. De vez en cuando, aun siendo padres, también
nos gustaría irnos de casa, pero no podemos encontrar las llaves del coche.
Bromas aparte, sabemos lo seria que es nuestra labor. Después de todo, somos la generación
criada con la admonición de que "ningún éxito en la vida puede compensar el fracaso en el hogar". A
veces el peso de esa frase parece más de lo que podemos soportar; sin embargo he llegado a la
conclusión de que cualquier cosa importante es pesada y difícil. Quizás el Señor lo diseñó de ese modo
para que apreciáramos, retuviésemos y magnificásemos los tesoros que más importan. Al igual que el
buscador de la parábola, también nosotros debemos estar dispuestos a ir y vender todo lo que tenemos
a cambio de esas perlas de gran precio. Nuestra familia, junto con nuestro testimonio y nuestra lealtad
al Señor, son las más preciadas de esas perlas. Me parece que estaremos de acuerdo en que por ese
tesoro bien vale la pena pasar por cierta agonía y ansiedad. El que todo sea fácil puede, con el tiempo,
llegar a desviarnos y dejarnos incapacitados para la eternidad.
Creo también que junto con la tarea se nos concede el talento. Al igual que Nefi, se me ocurre
que Dios no nos pide hacer una cosa tan importante sin prepararnos la vía para que podamos lograrla.
También ellos son hijos Suyos, y nunca debemos olvidar esa realidad, ni en las alegrías ni en las
tristezas. Tenemos ayuda paterna adicional del otro lado del velo, pudiendo preguntarnos así, junto
con los ángeles: "¿Hay para Dios alguna cosa difícil?" (Génesis 18:14). Con el transcurso de los años
he recibido mucho consuelo de ese versículo, pues está orientado hacia la familia, y es el pasaje central
de todo lo que ahora llamamos la descendencia de Abraham, Isaac y Jacob.

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Al principio de nuestra vida de casados parecía como si también yo, al igual que Sara, fuese
estéril. Mi médico nos dijo que existía una gran probabilidad de que no tuviésemos hijos, pero en mi
corazón me sentía de otro modo y recordé a Sara. ¿Hay para Dios alguna cosa difícil? No, no si sus
nombres son Matthew, Mary Alice y David. ¿Es demasiado difícil concebirlos, darlos a luz, cuidar de
ellos, consolarlos, enseñarles, vestirles, esperar por ellos, ser paciente con ellos, llorar por ellos o
amarles? No si son hijos de Dios, así como nuestros. No si recordamos esos sentimientos maternales
que son, a mi parecer, los sentimientos naturales más fuertes del mundo. El presidente David O.
McKay dijo una vez que la cosa más cercana al amor de Cristo por los hombres era el amor de una
madre por su hijo. Todo lo que he sentido desde el 7 de junio de 1966 me dice que el presidente
McKay tenía razón.
Cuando vengan los problemas, y vendrán; cuando se amontonen las pruebas, y lo harán; cuando
abunde lo malo y temamos por la vida de nuestros hijos, podremos pensar en el convenio y en la
promesa dados a Abraham, podremos pensar más concretamente en Sara y, junto con los ángeles,
repetir la pregunta: "¿Hay para Dios alguna cosa difícil?".
Si creen que las circunstancias de la vida no son las ideales, ármense de valor. Estoy
comenzando a preguntarme si alguna vez las circunstancias de la vida son ideales. Permítanme poner
mi propia vida como ejemplo.
A causa de las diversas asignaciones educativas y profesionales que hemos recibido, nos hemos
mudado quince veces durante nuestra vida de casados. Cuando los niños comenzaron a venir, las
mudanzas empezaron a convertirse en un mayor desafío para mí. Me preocupaban los ajustes, el
adaptarse y el hacer amigos. La seguridad emocional de nuestros hijos ha sido para mí una fuente de
gran inquietud a lo largo de nuestra vida tan ajetreada.
Cuando estábamos en los cursos de posgrado con dos niños pequeños, la casa de estudiantes en
la que vivíamos estaba en el límite de la comunidad negra de New Haven, Connecticut. Casi todos los
estudiantes de la zona llevaban a sus hijos a escuelas privadas o se saltaban los límites del distrito
escolar. Debido a que no podíamos permitirnos el lujo de una escuela privada y a que sentíamos que
no era honrado saltarnos a otro distrito, Matt era, literalmente, el único niño blanco de su clase en el
jardín de infantes, y uno de los dos niños blancos de todo el colegio.
Todavía puedo recordar las lágrimas y el terror. Éste era mi primer hijo, el tesoro de mi vida, el
niño con el que había puesto en práctica mis estudios de desarrollo infantil, el niño al que había
enseñado a leer antes de cumplir los tres años, el niño del que estaba segura que llegaría a ser uno de
los legendarios personajes de la civilización occidental. ¿Cómo podían sus comienzos educativos, sus
primeras sensaciones fuera del calor y de la protección del nido, ser tan alarmantes, con tantos ajustes
que hacer? Pero entonces recordé, así como recuerdo ahora, algo que George Bernard Shaw dijo una
vez: "Las personas siempre le echan la culpa de lo que son a sus circunstancias. Yo no creo en las
circunstancias. La gente que tiene éxito en esta vida es aquella que se levanta y busca las
circunstancias que desea, y si no son capaces de encontrarlas, entonces las crean" (Mrs. Warren's
Profession, acto II).
Tras aferrarme a la esperanza de que quizás ésta era una de esas oportunidades de crecer, y
luchando por controlar mis temores, me sumergí en la asociación de padres de alumnos de la escuela,
y también me ofrecí como voluntaria para proporcionar capacitación musical en la escuela una vez por
semana. Bueno, eso ocurrió en un momento que ahora parece muy distante, pero entonces y desde
entonces han ocurrido muchas cosas, y sólo basta decir que somos enormemente bendecidos porque
toda nuestra familia ha podido apreciar un mundo racial y cultural más amplio. No hace falta decir que
Matt es el más sensible, cultural y racíalmente, de todos nuestros hijos.
Otro ejemplo del mismo período. Estábamos muy ocupados durante aquellos años que vivimos
en el campo misional, los cuales requerían que el servicio en el barrio fuese mayor del habitual. Yo fui
llamada a servir como presidenta de la Sociedad de Socorro, directora del coro de la Escuela
Dominical y asesora de las Laureles. También me preocupaba que esas responsabilidades me privaran
de mi relación de madre e hija con mi niña pequeña. Años después creía que cada cólico o dolor de su
vida había sido sembrado, de algún modo, en aquel período. Mi sentimiento de culpa, real o

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imaginaria, era inmenso.


Con el tiempo y con la perspectiva adecuada, ahora puedo ver que a causa de mis
preocupaciones le dediqué más tiempo para compensar las pérdidas, y esta hija se ha convertido en
una jovencita de gran confianza en sí misma. Se siente muy cómoda consigo misma y conmigo, y
nuestra relación es una de las más estimulantes que conozco.
Cuando nos mudamos a Provo, Utah, nos enfrentamos a otro momento muy absorbente de
nuestra vida. El papel de la esposa de un rector de universidad puede llegar a ser un trabajo de entrega
total de tiempo y esfuerzo. Al tener la casa situada en el mismo campus, mis hijos no tenían amigos
que viviesen cerca. Había estudiantes que les señalaban, de manera educada pero todavía así visible, y
que les recordaban que eran "los hijos del rector". En muchos aspectos aquél fue un tiempo muy
difícil, pero que trajo consigo sus propias bendiciones y oportunidades especiales. Tomamos la
determinación de convertirlo en una experiencia muy rica y reconfortante, y creo que lo conseguimos.
Me parece que Shaw tenía razón. No sólo que uno se somete a las circunstancias, sino que les da
forma y las utiliza para sus mejores propósitos personales. Rara vez las circunstancias son ideales,
pero nuestros ideales pueden prevalecer, especialmente cuando atañen a nuestro hogar y a nuestros
hijos.
El presidente Spencer W. Kimbaíl escribió en cuanto a la atmósfera que rodeaba el hogar de su
infancia: "El magnífico diario de mi madre recoge toda una vida de gratitud por la oportunidad de
servir y el sentimiento de pesar por no haber podido hacer más. Recientemente sonreí cuando leí lo
que escribió el 16 de enero de 1900. Ella servía como primera consejera en la Sociedad de Socorro de
Thatcher, Arizona, y la presidencia fue a la casa de una hermana, donde el cuidado de un bebé
enfermo había impedido que su madre se dedicara a coser. Mi madre llevó su propia máquina de coser,
un pequeño almuerzo, su bebé y una silla alta, y empezaron a trabajar. Aquella noche escribió que
había 'hecho cuatro delantales, cuatro pantalones y empecé una camisa para uno de los niños'.
Tuvieron que parar a las cuatro para ir a un funeral, por lo que no pudieron 'hacer más que eso'. A mí
me habría impresionado ese logro, en vez de pensar: 'Bueno, no es mucho'". El presidente Kimball
prosigue: "Ése es el tipo de hogar en el que nací, un hogar dirigido por una mujer que emanaba
servicio en todo lo que hacía" (Woman [Salt Lake City: Deseret Book, 1979], págs. 1-2).
¿Sabían ustedes que la madre del presidente Kimball falleció cuando él tenía once años,
mientras su padre era presidente de una estaca que abarcaba desde St. Johns, Arizona, hasta El Paso,
Texas?
¿Sabían que el presidente McKay tema solamente ocho años cuando se convirtió en el hombre
de la casa? Su padre fue llamado a servir una misión en Gran Bretaña, dos hermanas mayores
acababan de fallecer y su madre esperaba otro hijo. El padre del joven David sentía simplemente que
no podía irse en esas circunstancias, pero su esposa le expresó de manera inequívoca que debía ir,
cuando le dijo: "El pequeño David y yo nos arreglaremos muy bien con la casa".
¿Sabían que el padre del presidente Heber J. Grant murió cuando Heber no tenía más que ocho
días? El obispo de Heber no creía que el muchacho llegaría a demasiado en la vida porque dedicaba
mucho tiempo a jugar al béisbol, pero su madre sabía lo que sólo una madre sabe, y ella moldeó el
futuro de un joven profeta.
¿Sabían que el presidente Joseph Fielding Smith nació cuando su padre estaba sirviendo como
miembro del Quorum de los Doce, y que sólo tenía cuatro años cuando su padre fue llamado como
miembro de la Primera Presidencia?
¿Sabían que el presidente Joseph R Smith nació durante las terribles persecuciones que los
Santos de los Últimos Días sufrieron en Misuri? ¿Sabían que cuando tenía cinco años estuvo al pie de
los ataúdes de su padre, Hyrum Smith, y de su tío, el profeta José Smith, cuando sus cuerpos fueron
llevados a la Mansion House de Nauvoo, Illinois, después de haber sido cruelmente asesinados por el
populacho en la cárcel de Carthage? Quizás recuerden que el joven Joseph y su madre se enfrentaron a
increíbles dificultades mientras iban de camino hacia el oeste, pero lo que puede que no recuerden es
que al poco tiempo de llegar a Utah, Mary Fielding Smith murió, dejando huérfano al joven Joseph.
Pero ella había hecho lo que nadie más podía hacer. Su hijo escribiría más tarde de ella: "Oh, Dios

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mío, ¡cuánto amo y aprecio la verdadera maternidad! Nada hay bajo los cielos que pueda sobrepasar
mi amor eterno por la dulce, verídica y noble alma que me dio a luz... ¡Mi propia madre! ¡Ella era
buena! ¡Era pura! ¡Era una Santa! Una real hija de Dios. A ella le debo mi existencia y mi éxito en la
vida" (Don Cecil Corbett, Mary Fielding Smith, Daughter of Britain [Salt Lake City: Deseret Book,
1966], pág. 268).
¿Sabían que Brigham Young pasó sus primeros años ayudando a su padre a quitar árboles de un
terreno nuevo y a cultivarlo? Él recordaba el cargar y conducir los tiros verano e invierno, medio
vestido y con comida insuficiente hasta que le "dolía el estómago". Su madre murió cuando él tenía
catorce años, dejando numerosas responsabilidades domésticas a cargo del padre y de los niños.
Cuando sentimos el deseo de murmurar, cuando pedimos por más medios, más tiempo, más
sicología, más energía, o si incluso deseamos no tener que hacerlo solos, detengámonos y
preguntemos una vez más: "¿Hay para Dios alguna cosa difícil?". Si una hija se pierde parte de la clase
de ballet, quizás el sol vuelva a salir mañana.
Si Mary Fielding Smith hubiese escuchado nuestras quejas actuales mientras bendecía a sus
bueyes enfermos y los levantaba de la muerte, habría sonreído a causa de nuestra consternación por
cosas tales como el precio de la gasolina. Si nos parece que carecemos de algunas de las cosas que
hemos visto en los hogares de los profetas, quizás lo que hayamos sufrido no sea demasiado, sino muy
poco. ¿Puede ser que las repuestas sólo se reciban de rodillas, como se le requirió a nuestros profetas,
mientras confiaban pacientemente en el Señor?
No vivimos en el mismo mundo, con las mismas dificultades, en el que vivieron nuestras
abuelas ni nuestras bisabuelas. A medida que el mundo cambia, nuestros desafíos parecen ser más
nuevos y más complejos, si no más desgarradores. Sin embargo, estoy convencida de que fracasamos
en nuestras responsabilidades, como ellas fracasaron en las suyas, si no ejercemos el mismo tipo de fe
que tenían ellas. Puede que un poco de ejercicio por la mañana nos ayude a enfrentarnos a una crisis
con el lavado de la ropa, pero los mandamientos cristianos son necesarios para una salvación real,
tanto emocional como eterna. Nuestras oraciones tienen que ser más fervientes y anhelantes, como lo
fueron las oraciones de nuestras antepasadas, si deseamos obtener la salvación que buscamos.
Quizás ustedes se digan ahora: "Estoy orando de rodillas, pero las respuestas no vienen". Todo
lo que puedo decir es que el consejo del Señor parece ser que pidamos con mayor frecuencia, por más
fieles que seamos al orar. ¿Tenemos las manos enrojecidas, como dijo el presidente Kimball, de tanto
llamar a la puerta del cielo? ¿Nos "esforzamos en el espíritu" en el sentido de que realmente es un
esfuerzo? Las mujeres aprecian la palabra esfuerzo como ningún hombre puede hacerlo. ¿Nos
esforzamos espiritualmente para librar a nuestros hijos del mal en la misma medida en que nos hemos
esforzado para traerlos al mundo? ¿Es justo pedir esto? ¿Seríamos Heles al no pedirlo?
"Alma se esforzó mucho en el Espíritu, implorando a Dios en ferviente oración que derramara
su Espíritu sobre el pueblo" (Alma 8:10). Debemos, por lo menos, obrar así para que el Espíritu se
derrame sobre nuestros hogares, sobre nuestra vida y sobre la de nuestros hijos. De hecho, Alma es un
ejemplo excelente de un hijo que no sólo fue llevado al arrepentimiento de sus pecados, sino que fue
criado para llegar a ser uno de los más grandes profetas nefitas. Todo ello fue el resultado de la fe y las
oraciones de un padre justo.
Cuando el ángel se le apareció a Alma hijo y a los hijos de Mosíah, les dijo: "El Señor ha oído
las oraciones de su pueblo, y también las oraciones de su siervo Alma, que es tu padre; porque él ha
orado con mucha fe en cuanto a ti... por tanto, con este fin he venido para convencerte del poder y de
la autoridad de Dios, para que las oraciones de sus siervos sean contestadas según su fe" (Mosíah
27:14).
Creo con todo mi corazón que la oración de fe es escuchada, es eficaz y es contestada. Creo
especialmente que esto es verdad cuando oramos por los demás, y es particularmente cierto cuando
oramos por nuestra propia familia e hijos.
El fiel estudio de las Escrituras suele ser otro hábito citado con frecuencia, aunque también
omitido. Personalmente he hallado gran consuelo en este comentario del presidente Kimball: "Pienso
en el espíritu de revelación que mi querida esposa invita a nuestro hogar a causa de las horas que ella

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ha dedicado cada año de nuestra vida de casados al estudio de las Escrituras, con el fin de poder estar
preparada para enseñar los principios del Evangelio" (Woman, pág. 1).
¿A dónde debemos volvernos cuando oímos tantas voces confusas que intentan definir nuestro
papel como madres en el mundo de hoy? ¿Estamos estudiando las iluminantes verdades del pasado, las
palabras por las que los profetas han muerto y los ángeles han descendido? ¿Podemos hacerlas a un
lado con total impunidad como el vasto almacén que son de las instrucciones más claras de Dios, y
todavía gritar que nos ha abandonado en un mundo inicuo y alarmante? Debemos estar estudiando las
Escrituras tal y como hizo el antiguo Israel, noche y día. Entonces recibiremos ayuda para solucionar
nuestros problemas y superar nuestras preocupaciones, como destacó el presidente Kimball, por "el
espíritu de revelación".
De este modo, a través de principios sencillos, tradicionales y demostrados, como el de la
ferviente oración, el estudio serio de las Escrituras, el ayuno devoto, el servicio caritativo y el paciente
autodominio, las bendiciones del cielo destilarán sobre nosotros hasta incluir las manifestaciones
personales del mismo Hijo de Dios.
El presidente Harold B. Lee prometió: "Si vivimos dignos, el Señor nos guiará mediante una
manifestación personal, mediante Su propia voz, mediante Su voz hablando a nuestra mente o a través
de impresiones a nuestro corazón y a nuestra alma" {Stand Ye in Holy Places [Salt Lake City: Deseret
Book, 1974], pág. 144).
El presidente David O. McKay dijo: "Los corazones puros en un hogar puro están siempre a un
susurro de distancia del cielo" (Dean Zimmerman, comp., Sentence Sermons [Salt Lake City: Deseret
Book 1978], pág. 91).
Yo fui criada en un hogar puro por personas de corazón puro, y para mí esto ha marcado la
diferencia. Cuando mi madre me llevaba en su vientre, mis padres vivían en una tienda de campaña,
mientras mi padre buscaba trabajo en la época de la Segunda Guerra Mundial. Poco después de
haberme concebido, mi madre enfermó y tuvo amenazas de aborto. El médico, cuyo consultorio estaba
a 110 kilómetros de distancia, le dijo que si quería llegar a tener el bebé, debía permanecer en cama los
nueve meses. Ella, sin quejarse, habla de las dificultades de mantener a dos activos niños pequeños
entretenidos en una tienda, que era extremadamente calurosa en los meses de verano y fría en los de
invierno, mientras estaba tumbada boca arriba en cama. Todos sus amigos y vecinos le aconsejaron
que se pusiera en pie y que perdiera el niño de forma natural, porque iba a ser deforme de todas
maneras. Pero mi madre, que me ha enseñado algunas cosas sobre la oración, el sacrificio personal, la
perseverancia y la fe, perseveró.
Le agradezco a ella su devoción y reverencia por mi vida. Mucho de lo que siento sobre la
maternidad y la familia lo heredé de esta santa mujer. Al margen del hecho tradicional, reconozco que
le debo mi vida. Ella vive a un susurro de distancia del cielo.
Sí, hay respuestas para nuestras inquietudes. Algunas vienen de manera dolorosa y otras lo
hacen muy, muy lentamente. Pero creo de todo corazón que las repuestas vendrán si creemos y
seguimos a nuestro Señor Jesucristo.

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Capítulo 3

TIENE TODO QUE VER CON EL CORAZÓN


Todo niño tiene que practicar con su madre y, lo que es más importante, toda madre tiene que
practicar con su hijo. Ésta es la manera que dispuso Dios para que los padres y sus hijos trabajen en
favor de la salvación de unos y otros. Ello nos ayuda a recordar siempre que éstos son tanto hijos de
Dios como nuestros y que, cuando necesitemos ayuda, podremos procurarla más allá del velo.

Cuando hace poco se le preguntó a una niña de cuatro años por qué estaba llorando su
hermanito, ella miró al bebé, pensó por un instante y luego dijo: "Bueno, si usted tampoco tuviera pelo
ni dientes y sus piernas fueran poco firmes, también usted lloraría".
Todos venimos a este mundo llorando y un poco inseguros. La tarea que tienen los padres de
criar a un recién nacido, de amar, guiar y desarrollar a ese niño, que de momento no es más que un
montón de proyectos futuros, hasta que se convierta en un ser humano plenamente funcional, es el
mayor milagro de la ciencia y la más grande de todas las artes.
Cuando el Señor creó a los padres, creó algo increíblemente cercano a lo que Él es. Aquellos de
nosotros que tenemos hijos sabemos de manera innata que éste es el mayor de los llamamientos, la
más santa de las asignaciones, y por eso el más ligero fracaso puede conducirnos a la desesperación.
Aún con nuestras mejores intenciones y los más sinceros esfuerzos, algunos de nosotros
descubrimos que nuestros hijos no crecen como nos gustaría. A veces resulta muy difícil comunicarse
con ellos; pueden estar pasando por problemas en la escuela, estar afligidos emocionalmente, ser
rebeldes de manera abierta o ser terriblemente tímidos. Hay montones de razones por las que pueden
sentirse algo inseguros.
Parece que aun cuando nuestros hijos no estén teniendo problemas, nos preguntamos con cierta
inquietud cómo podemos mantenerlos apartados de senderos tan terribles. De vez en cuando
pensamos: "¿Estoy haciendo un buen trabajo? ¿Saldrán adelante? ¿Debo regañarles o debo razonar
con ellos? ¿Debo controlarlos o simplemente no darles demasiada importancia?". La realidad tiene una
manera de hacer que hasta los mejores de nosotros sintamos temor como padres.
Recientemente volví a leer la siguiente anotación de mi diario, la cual escribí cuando era una
madre joven y ansiosa:
"Oro continuamente para no hacer nunca nada que pueda afectar emocionalmente a mis hijos. Si
alguna vez les hiero en modo alguno, oro para que sepan que lo hice sin darme cuenta. A menudo lloro
en mi interior por las cosas que puedo haber dicho o hecho sin pensar, y oro para no volver a caer en
esas transgresiones. Deseo no haber hecho nada que dañe mi sueño de lo que quiero que mis hijos
lleguen a ser. Anhelo tener guía y ayuda, particularmente cuando siento que les he fallado".
Al volver a leer estas líneas después de todos estos años, me asombra ver que mis hijos estén
creciendo sorprendentemente bien para tener por madre a un ser tan imperfecto. Comparto esto porque
lo que quiero comunicarles es que soy igual que ustedes: una madre que lleva su carga de culpa por los
errores del pasado, una carga de dudosa confianza por el presente y de temor al fracaso en el futuro.
Por encima de todo, deseo que cada padre y madre tenga esperanza.
Debido a que casi ninguno de nosotros es un profesional del desarrollo infantil, pueden
imaginarse por qué me animaría oír decir estas palabras a alguien que sí lo es. Un miembro del cuerpo
docente de la Universidad Brigham Young me dijo un día: "Pat, el ser padres tiene muy poco que ver
con la capacitación, pero tiene todo que ver con el corazón". Cuando le pedí que se explicara, me dijo:
"Con frecuencia los padres perciben que la razón por la que no se comunican más con sus hijos es que
no son lo suficientemente hábiles. La comunicación no es tanto una cuestión de habilidad como de
actitud. Cuando nuestra actitud es la de un corazón quebrantado y humilde, de amor y de interés por el
bienestar de nuestros hijos, es entonces que estamos cultivando la comunicación. Nuestros hijos

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reconocen el esfuerzo que realizamos. Por otro lado, cuando somos impacientes, hostiles o rencorosos,
no importan las palabras que escojamos ni cómo intentemos camuflar nuestros sentimientos. Esa
actitud puede ser percibida por el discernimiento del corazón de nuestros hijos".
Jacob dijo en el Libro de Mormón que debemos descender hasta las profundidades de la
humildad y considerarnos insensatos ante Dios si queremos que nos abra la puerta de los cielos (véase
2 Nefi 9:42).
Esa humildad, incluyendo nuestra habilidad para admitir nuestros errores, parece ser un
elemento básico tanto para recibir ayuda divina como para ganarnos el respeto de nuestros hijos.
Mi hija es una joven dotada para la música. Durante muchos años creí que no desarrollaría ese
talento a menos que me apareciese de repente por detrás del piano y supervisase sus prácticas de
manera insistente como si de un Simón Legree se tratase, el tratante de esclavos del clásico La cabana
del tío Tom. Un día, a comienzos de su adolescencia, me di cuenta de que mi actitud, la cual
probablemente fuese útil en un principio, estaba ahora afectando visiblemente nuestra relación.
Atrapada entre el temor de que no desarrollase plenamente su talento divino y la realidad de un
aumento de tensión en cuanto a dicho asunto, hice lo que había visto hacer a mi propia madre siempre
que se enfrentaba a una dificultad seria. Me recluí en mi lugar secreto y derramé mi alma en oración,
buscando la única sabiduría que me podría ayudar a mantener abierto ese conducto de comunicación:
el tipo de sabiduría y de ayuda que procede de la lengua de los ángeles. Al incorporarme, sabía lo que
debía hacer.
Debido a que sólo restaban tres días para la Navidad, le di a Mary, a modo de regalo personal,
un delantal al cual le había cortado a propósito las cintas para atarlo, y en un bolsillo pequeño del
mismo puse una pequeña nota que decía: "Querida Mary, discúlpame por el conflicto que he originado
al haber actuado como un sargento con lo del piano. Debo haberme comportado como una tonta.
Perdóname. Te estás convirtiendo en una mujercita por derecho propio, y a mí sólo me preocupaba
que no te sintieras plenamente confiada y realizada como mujer si dejabas tu talento incompleto. Te
quiero. Mamá".
Poco más tarde, ese mismo día, ella me buscó y me dijo en un rincón tranquilo de nuestro hogar:
"Mamá, sé que quieres lo mejor para mí. Lo he sabido toda mi vida. Pero si alguna vez voy a tocar
bien el piano, soy yo la que tiene que practicar, no tú". Entonces me abrazó y dijo con lágrimas en los
ojos: "Me he estado preguntando cómo enseñarte esto, y de algún modo lo supiste por ti misma".
Ella ha ido evolucionando, por elección propia, hacia un desarrollo musical más disciplinado, y
yo estoy siempre cerca para animarla.
Cuando Mary y yo recordamos aquella experiencia años más tarde, ella me confió que mi
disposición para decir "lo siento, cometí un error, perdóname", le dio una mayor sensación de valor
propio, pues le hizo saber que era tan preciada como para merecer que su madre le pidiese disculpas, y
que a veces los hijos tienen razón. Me pregunto si la revelación personal viene siempre sin
considerarnos insensatos ante Dios. Me pregunto si el llegar a nuestros hijos y enseñarles requiere de
nosotros que nos volvamos más como niños. ¿No debiéramos compartir con ellos nuestros mayores
temores y sufrimientos, así como nuestras grandes esperanzas y dichas, en vez de simplemente tratar
de adoctrinarles, dominarles y reprenderles una y otra vez?
Cuando nuestro hijo menor, Duffy, tenía once años y se preparaba para jugar al fútbol
americano como defensa, pasó tres días seguidos saliendo de algún rincón de nuestra casa para
abalanzarse sobre mí, como si de la gran final se tratase. La última vez que lo hizo, y al intentar yo
esquivar semejante tornado, caí al suelo, golpeé una lámpara y me encontré con el codo torcido y a la
altura de las cejas. Perdí la paciencia por completo y le di una zurra por haberme tomado por su saco
de boxeo.
Su respuesta me derritió el corazón, cuando me dijo con lágrimas cayéndole por las mejillas:
"Pero mamá. Eres mi mejor amiga y pensé que para ti era igual de divertido que para mí.". Y añadió:
"Llevo mucho tiempo planeando lo que voy a decir cuando me entrevisten después de ganar mi primer
gran trofeo. Cuando me pregunten cómo he llegado a ser tan buen jugador, les diré: '¡Practiqué con mi
madre!' ".

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Todo niño tiene que practicar con su madre y, lo que es más importante, toda madre tiene que
practicar con su hijo. Ésta es la manera que dispuso Dios para que los padres y sus hijos trabajen en
favor de la salvación de unos y otros. Mencioné anteriormente que todos venimos al mundo llorando.
Al considerar todos los propósitos que tiene la vida para hacernos humildes, quizás sea comprensible
que continuemos derramando alguna que otra lágrima de vez en cuando. Ello nos ayuda a recordar
siempre que éstos son tanto hijos de Dios como nuestros, y, por encima de todo, el saber que cuando
necesitemos ayuda podremos procurarla más allá del velo, debiera darnos un fulgor perfecto
deesperanza.
Testifico que Dios nunca perderá la esperanza que tiene depositada en nosotros en esta
experiencia diseñada celestialmente, y nosotros no debemos perder la esperanza que tenemos en
nuestros hijos, ni en nosotros mismos.

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Capítulo 4

LOS FRUTOS DE LA PAZ


El amor por Dios y por nuestro prójimo es la única puerta
de escape de la prisión del yo. La región de la vida de una
mujer es una región espiritual. Dios, el prójimo de la
mujer, su familia y amigos son el amplio mundo en que el
espíritu de ella puede encontrar el único espacio en el que
crecer.

El Señor ha dicho: "Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él,
éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer" (Juan 15:5). También dijo por
medio de Pablo: "Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz" (Gálatas 5:22). Deseo hablar del fruto
de nuestro esfuerzo, del fruto del amor y del gozo, que es en última instancia el fruto de la paz. Se trata
de una cosecha que únicamente viene a la manera del Señor, pues sus raíces están inmersas en el
Evangelio de Jesucristo.
Me resulta trágico que las mujeres sean las peores enemigas de ellas mismas cuando deberían
ser sus mejores aliadas, nutriéndose y edificándose mutuamente. Todas sabemos lo importante que
puede ser para nosotras la opinión de un hombre, pero creo que nuestro valor propio como mujeres se
nos refleja con frecuencia en los ojos de otras mujeres. Cuando ellas nos respetan, nos respetamos a
nosotras mismas, y sólo cuando resultamos agradables y respetables para las demás, somos agradables
y respetables para nosotras. Si producimos este efecto las unas en las otras, ¿por qué no somos más
generosas y amorosas entre nosotras?
He pensado largo y tendido al respecto, y finalmente he llegado a la sospecha de que parte del
problema reside en el corazón. Tenemos miedo, miedo a tender una mano amiga, a destacar, a confiar
y a que confíen en nosotras, especialmente a confiar en otras mujeres y a que otras mujeres confíen en
nosotras. En resumen, no tenemos suficiente amor, no ejercemos al máximo de su capacidad el mayor
don y poder que Dios concedió a la mujer.
El doctor Gerald G. Jampolsky, psiquiatra en la Universidad de California, dice que el amor es
una característica innata, que ya está en nosotras, pero que con demasiada frecuencia se ve oscurecida
por el temor, al cual hemos evocado nosotras mismas a través de las experiencias de nuestra vida. Él
añade: "Cuando ustedes sienten amor por todos, no sólo por las personas a las que deciden amar, sino
por todas [con] las que entran en contacto, experimentan paz. Cuando sienten temor con cualquier
persona con la que se relacionan, quieren defenderse y atacar a los demás, y ahí surge el conflicto"
(Love Is Letting Go of Fear [Nueva York: Bantam Books, 1981], pág. 2).
De forma clara, la elección es nuestra. Si el doctor Jampolsky tiene razón, podemos escoger
amar y experimentar la paz, o podemos escoger el temor y experimentar el conflicto. Volviendo a citar
al profesional: "Para poder experimentar paz en vez de conflicto es necesario cambiar nuestra
percepción. En vez de ver a los demás como si nos estuvieran atacando, podemos verles como si se
sintieran temerosos. Siempre experimentamos amor o temor. El temor es verdaderamente un grito de
ayuda y, por tanto, una petición de amor. Resulta entonces evidente que para experimentar paz está en
nuestras manos el decidir la manera de percibir las cosas".
En su epístola a su hijo Moroni, Mormón hizo esa misma observación. Él defendía que era
capaz de vencer el temor porque estaba lleno de caridad, que es amor eterno: "He aquí, hablo con
valentía, porque tengo autoridad de Dios; y no temo lo que el hombre haga, porque el amor perfecto
desecha todo temor" (Moroni 8:16).
Si el temor a otras mujeres o a los hombres es la causa de nuestro conflicto, y si el amor
incondicional por ellos nos da la valiosa paz que deseamos, ¿no debiera ser entonces todo el propósito
de nuestra vida hacer llegar ese amor a todas partes y a todo el mundo? ¿No les hace desear poner en

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práctica todo gramo de la energía que tienen y perseguir ese amor perfecto?
Pero el simple hecho de desear amar no hace que necesariamente ocurra así. Aquéllos que lo
intenten con más fuerza serán más conscientes de sus flaquezas. Les insto a que no se desanimen. A
veces he orado para poder amar mejor a alguien sólo para descubrir que, momentáneamente, surge una
mayor división entre nosotros, pero que, al final y tras mucho esfuerzo, crece un amor más profundo y
más tierno. Erich Fromm ha escrito: "A causa de que no percibimos que el amor es una actividad, un
poder del alma, creemos que lo único que hace falta es encontrar el objeto apropiado, y que todas las
cosas encajarán en su sitio. Podemos comparar esta actitud a la del hombre que quiere pintar pero que,
en vez de aprender ese arte, sostiene que tiene que aguardar al objeto apropiado y que cuando lo halle
lo pintará de manera hermosa" (citado en Secrets to Share, selección de Lois Daniel [Nueva York:
Hallmark, 1971], pág. 59). El amor es como cualquier otro talento, arte, habilidad o virtud. El deseo no
implica su dominio, pero sí que tenemos el ánimo de intentarlo.
Cuando era más joven alimentaba los tiernos sueños de convertirme en una gran pianista.
Alcanzar esa meta requiere ejercicios diarios, actuaciones, recitales, pruebas y errores, así como
intentarlo una y otra vez durante muchos años. Del mismo modo podemos contemplar la búsqueda del
amor duradero y de la paz perfecta, con la excepción de que el Señor nos dice que la caridad es el
mayor de todos los talentos, dones y virtudes. Pero, tal y como enseñó Mormón: "Si no tenéis caridad,
no sois nada" (Moroni 7:46). Este pasaje contiene una observación clásica y crucial sobre el valor
propio, pues para ser alguien debemos amar a todos.
Volviendo a la "practica" del amor, me gustaría sugerir tres ejercicios básicos para desarrollar
este don.
El ejercicio número uno es perdonar. El perdón es la clave para tener paz en las relaciones
personales. Si de algún modo podemos borrar y empezar de nuevo y ver a los demás como carentes de
culpa, comenzaremos también a vernos a nosotros de la misma manera. Recuerden la observación del
doctor Jampolsky sobre el temor y el amor, pues puede ayudarnos a perdonar las ofensas y los ataques
de los demás si vemos que estaban influenciados por el temor y no por la malicia.
Una vez trabajé con otra mujer en la presidencia de una organización de uno de los muchos
barrios en los que hemos vivido. A menudo me menospreciaba, pero como lo hacía en tono de broma,
ella creía que podía salir impune. Sin embargo, para mí se trataba de una fuente de gran daño e
irritación. Mientras intentaba poner en práctica este concepto del perdón me di cuenta de que, cada vez
que esta hermana me pinchaba con sus bromas, era a causa de la incapacidad que ella sentía hacia sí
misma. Creo realmente que era una mujer con muchos temores. En la privacidad de su propia vida y
fuera del alcance de mi oído y de mi vista, estaba tan ocupada cuidando de su dolor que no era capaz
de tener en cuenta la pena de nadie más. Desgraciadamente, creo que sentía que tenía tan poco que dar,
que cualquier cumplido o virtud que se extendiera a otra persona le haría empequeñecer a ella.
Necesitaba de mi amor, y yo sería una insensata si me daba por ofendida.
El presidente Spencer W. Kimball aconsejó que al intentar pasar de largo lo que los demás nos
hayan hecho comenzaremos a sentir cómo se aleja todo aquello que nos resultaba difícil perdonar en
nosotros mismos. Sentiremos paz e integridad, y recordaremos que el Señor sufrió por nuestros
pecados para que podamos experimentar unidad con Él, con nuestro prójimo y, muy importante, con
nosotros mismos (véase La fe precede al milagro [Salt Lake City: Deseret Book, 1972].
El ejercicio número dos es aceptar incondicionalmente a los demás. Lo que más deseamos por
encima de todo es la aprobación, la alabanza y el amor incondiciona! de los demás, ¿Podemos dar
menos de lo que deseamos para nosotras mismas?
Un día, una persona cercana a mí hirió mis sentimientos. Al sentir que lo que necesitaba en ese
momento era un poco de autocompasión, me fui a mi cuarto y derramé en oración mi corazón
quebrantado. Recuerdo haber dicho concretamente: "Querido Padre Celestial, por favor, ayúdame a
encontrar a alguien en quien poder confiar, alguien al que sabré que podré amar". Él me bendijo y me
dio, por un momento, la apacible impresión que sólo puede venir por medio del Espíritu. Me ayudó a
ver que estaba orando en busca de una amistad perfecta, mientras que Él me había rodeado
generosamente de amigos cuyas debilidades eran como las mías.

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Una buena relación no es aquélla en la que reina la perfección, sino que es aquélla en la que una
perspectiva saludable nos permite sencillamente pasar por alto los defectos de la otra persona.
... La siguiente es una manera muy específica de poner en práctica este ejercicio. Durante todo
un día tome nota de cada vez que evalúe críticamente a alguien. Esto no tiene que ver únicamente con
la crítica hablada (aunque también se debe tener en cuenta), sino que es importante advertir toda
ocasión en que juzgue a alguien de manera silenciosa, ya que podría emitir juicios en contra suya, de
sus hijos, de su esposo, de un vecino o de un amigo. Al día siguiente vea si puede estar todo el tiempo
sin ser crítica ni quisquillosa hacia nadie.
Este pequeño ejercicio puede llegar a sorprenderle. Mi esposo se encarga de verificar que me
esfuerzo conscientemente por no hablar mal de nadie, la cual es una virtud que persigo con anhelo y a
la que considero uno de los cimientos del verdadero cristianismo. Cuando llevé a cabo este pequeño
ejercicio, me sorprendí a mí misma al darme cuenta de con cuánta frecuencia emitía juicios, aunque
sólo fuera mentalmente. Me sorprendió mucho más notar lo increíblemente bien que me sentí conmigo
misma cuando fui capaz de estar todo un día manteniendo esta tendencia bajo control. Recuerde que
todo lo que salga de usted, mental o verbalmente, volverá de nuevo a usted de acuerdo con el plan de
compensación de Dios: "Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con
que medís, os será medido" (Mateo 7:2). Un comentario crítico, sarcástico o malintencionado es
sencillamente un ataque contra nuestra dignidad personal. Por otro lado, si nuestra mente está
constantemente buscando lo bueno en los demás, también esto nos será devuelto, y nos sentiremos
verdaderamente bien con nosotros mismos.
El ejercicio número tres consiste en dar sin esperar nada a cambio. No me refiero a que en modo
alguno debamos convertirnos en mártires, pero para aceptar por completo a los demás debemos
aceptar el hecho de que ellos no pueden satisfacer todos nuestros deseos. La gente sólo puede ser lo
que es, por lo menos actualmente. Sólo pueden dar lo que tienen en el momento de dar. Quizás no
hayan tenido tanto conocimiento ni tanta práctica en cuanto al amor como la hayamos tenido nosotros.
Aún así, cuando queremos que nos den algo que no pueden dar, nos sentimos frustrados, enfadados,
abatidos, enfermos, rechazados o atacados.
Durante un largo período de mi vida hubo una mujer a la que admiré mucho y cuyo amor
incondicional yo habría apreciado. Intenté todo lo que estaba a mi alcance para ganarme su amor, pero
nada parecía hacer efecto. Entonces, un día leí que el primer principio de la buena higiene mental
consiste en aceptar aquello que no se puede cambiar, y finalmente comprendí que aquella mujer amaba
tanto como podía. De pronto nuestra relación cambió. Era más formal y constreñida de lo que me
hubiera gustado, pero era una relación al fin y al cabo. De haber seguido con mi exigencia de recibir
más de lo que ella podía dar, la relación habría terminado por apagarse y desaparecer. En cierto
sentido, yo había nutrido aquella planta concreta en una maceta demasiado pequeña, por lo que la
trasplanté a un recipiente más apropiado para su tamaño, dándole más lugar para su crecimiento, y
comenzando así a florecer. Pude ver que el fruto de esta relación bien valía la pena ser nutrido de esta
manera única, y ahora estoy contenta por poder aguardar a que ella esté lista para dar de sí misma.
Quiero que sepan que cuando he puesto en práctica estos ejercicios de manera eficaz, se ha
producido un milagro.
Yo solía ser muy tímida y me resultaba muy difícil mudarnos cada dos años para apoyar a mi
esposo en su carrera. Cada nueva mudanza estaba llena de temor. ¿Iba yo a ser aceptada? ¿Viviríamos
cerca de gente mejor preparada que yo? ¿Nos mudaríamos en un vecindario en el que la gente pudiera
dar más oportunidades a sus hijos? En varias de nuestras primeras mudanzas llevábamos viviendo en
la nueva comunidad tan sólo unos meses, cuando era llamada a servir como presidenta de la Sociedad
de Socorro del barrio, en medio de mi lucha por establecer una nueva identidad. Dios debe haber
sonreído al observar que hicieron falta más repeticiones de esta misma experiencia antes de que yo
fuese capaz de ver que en el preciso momento en que comenzaba a poner en práctica mi amor hacia las
hermanas y sus familias en dichos barrios, perdía de inmediato todo mi temor. Es mi testimonio
personal que si, en vez de ver la vida con los lentes de recibir, cambiamos nuestro enfoque por el de
dar sin restricción, nos olvidaremos del temor y del conflicto y comenzaremos a conocer la paz

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verdadera y duradera.
Estos son mis tres ejercicios. Pero aún así, aunque les animo a practicarlos, deben saber que las
demandas de la competición real pueden ser pasmosas. Las sugerencias que ofrezco para los
conflictos, las heridas o las irritaciones menores pueden no ser de mucha ayuda si alguien toma la vida
de su hijo, o le roba el afecto de su esposo o intencionalmente le hiere de alguna forma injusta.
A la luz de estas necesidades mayores, les testifico que en este mundo hay muchas cosas que
sólo se pueden lograr con la ayuda de Dios. Si Él nos manda amar, nos dará el poder para hacerlo.
Quizás hayan leído el libro The Hiding Place, de Corrie Ten Boom. ¿Se nos ha pedido a alguno
de nosotros que padezcamos la intensidad de las injusticias que ella describe? ¿Hemos experimentado
el adormecedor temor a la guerra, a los campos de prisioneros o a la muerte de familiares y amigos? El
siguiente es un pasaje de su libro, en el cual se relata una experiencia que tiene lugar hacia el final de
la guerra. Ella acaba de ser liberada de un campo de prisioneros y su único deseo es enseñar a su
pueblo que el camino de la reconstrucción pasa por medio del amor, y entonces se enfrenta a un
desafío sobrecogedor e inesperado:
"Fue en un servicio religioso celebrado en Munich cuando vi a uno de los guardias que habían
estado en la puerta del cuarto de las duchas en el centro de procesamiento de Ravensbruck. Era el
primero de nuestros carceleros que veía desde aquella vez, y de repente todo volvió a estar allí: el
cuarto lleno de hombres burlándose, nuestras ropas amontonadas y el rostro de Betsie empalidecido
por el dolor.
"Se acercó hasta mí cuando la iglesia comenzaba a quedar vacía, sonriente y con la cabeza
inclinada en señal de reverencia. 'Cuan agradecido estoy por su mensaje, señora', dijo. '¡Pensar, como
usted dijo, que Él me limpió de mis pecados!'.
"Había extendido su mano para que se la estrechase y yo, que había predicado con tanta
frecuencia a la gente de Bloemendaal la necesidad de perdonar, mantuve mi mano pegada al cuerpo.
"Aun cuando los pensamientos rencorosos y de venganza hervían en mi interior, pude ver el
pecado de ello. Jesucristo había muerto por este hombre, ¿iba yo a pedir más? 'Señor Jesucristo', oré,
'perdóname y ayúdame a perdonarle'.
"Intenté sonreír y me esforcé por extender la mano, pero no pude hacerlo. No sentí nada, ni la
más pequeña chispa de calor o de caridad; por lo que una vez más hice una oración en mi corazón:
'Jesús, no puedo perdonarle. Dame Tu perdón'.
"Al estrecharle la mano ocurrió la cosa más increíble. Desde el hombro, y a lo largo de todo el
brazo y la mano, pasó una corriente de mí hacia él, mientas que en mi corazón manaba un amor casi
abrumador por este extraño.
"Y de esta manera descubrí que la curación del mundo no depende de nuestro perdón ni de
nuestra bondad, sino de la de Él. Cuando Él nos dice que amemos a nuestros enemigos, junto con el
mandamiento nos da también el amor mismo" (The Hiding Place [Nueva York: Bantam Books, 1974]
pág. 238).
Mormón enseñó el mismo principio: "Por consiguiente, amados hermanos míos, pedid al Padre
con toda la energía de vuestros corazones, que seáis llenos de este amor que él ha otorgado a todos los
que son verdaderos discípulos de su Hijo Jesucristo" (Moroni 7:48).
Este amor perfecto, el tipo de amor que nos da paz de verdad, es otorgado, es un don que
recibimos de nuestro Padre Celestial como respuesta a la oración de fe. Con frecuencia no tenemos
habilidad ni poder alguno más allá de nuestra capacidad para suplicar la ayuda de Dios.
Permítanme concluir describiendo una relación entre hermanas, la cual puede ser la más sagrada
de todas las Escrituras. Nunca antes, ni desde entonces, dos mujeres — amigas, vecinas y miembros
del mismo círculo familiar — han sido escogidas para llevar tal tipo de responsabilidades. Sus raíces
tenían que ser profundas, pues el fruto de sus lomos iba a ser el fruto de la paz para todo el mundo.
Siempre me ha emocionado que en el momento de mayor necesidad, un momento tan singular
de confusión, admiración y asombro, María acudiese a otra mujer. Sabía que podía acudir a Elisabet.
También me emociona que la edad no parece ser un factor a considerar, pues para el amor de Dios no
existe distancia generacional alguna. María era muy joven, probablemente de dieciséis o diecisiete

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años, y Elisabet se hallaba más allá de la edad de tener hijos. La Escrituras dicen que era "de edad
avanzada" {Lucas 1:7). Aun así, ambas mujeres se acercaron y se saludaron mutuamente con un
vínculo que sólo las mujeres pueden conocer. Realmente, fue el hecho de que ambas fuesen mujeres lo
que Dios utilizó para Sus más sagrados propósitos. Y en los papeles especiales que ambas estaban
destinadas a representar, estas dos mujeres tan queridas, que representan a las mujeres de todas las
edades, tanto personal como generacionalmente, se saludaron la una a la otra con cánticos, mientras el
bebé de una de ellas saltaba en su vientre en reconocimiento de la divinidad del otro.
Elisabet no era mezquina, ni temerosa ni envidiosa. Su hijo no iba a tener la fama, el papel ni la
divinidad que habían sido otorgados al hijo de María; sino que sus propios sentimientos eran de amor
y devoción. A su joven pariente le dijo con sencillez: "Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto
de tu vientre. ¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí?" (Lucas 1:42-
43, cursiva agregada).
María sabía también que la humildad y el desinterés son las consignas; lo sabía cuando le dijo al
ángel Gabriel: "Hágase conmigo conforme a tu palabra" (Lucas 1:38; cursiva agregada). Y a Elisabet
le cantó: "Engrandece mi alma al Señor... Esparció a los soberbios en el pensamiento de sus
corazones" (Lucas 1:46, 51).
Este intercambio entre dos mujeres diferentes, aunque al mismo tiempo semejantes, me parece
ser la esencia del amor, la paz y la pureza. Ciertamente el desafío para nuestra época es ser igual de
puras en nuestra condición de mujeres. Cuando contaminamos el poderoso potencial del amor con
nuestro rencor y nuestros temores, entonces la enfermedad reemplaza a la salud emocional, y el
desaliento substituye a la paz.
Como mujeres tenemos la elección y el privilegio de relacionarnos con Dios de manera tal que
hundamos nuestras raíces en Su rico amor. Tal paz y poder podrán entonces ser extendidos a los
demás. Al igual que María, cuyo dulce gozo y terrible carga no podían caber en sí misma, cada uno de
nosotros podría encontrar a una Elisabet a la que acudir si viviésemos por entero para esa relación.
Al igual que los ciclos de los árboles, de las raíces y de las ramas, el amor de una mujer puede
ser un giro eterno. Cuando amamos al Señor nos amamos los unos a los otros, nos amamos a nosotras
mismas, y la cosecha que recogemos es el fruto de la paz.
Con un único cambio en los pronombres, comparto este pensamiento final de George
MacDonald:
"El amor por Dios y por nuestro prójimo es la única puerta de escape de la prisión del yo.
Tenerse a ella misma, conocerse, disfrutar de sí misma, a esto le llama vida; y si se olvidara de sí
misma, diez veces más sería su vida para con Dios y con su prójimo. La región de la vida de una mujer
es una región espiritual. Dios, el prójimo de la mujer, su familia y amigos, los vecinos y todas las
hermanas de ella son el amplio mundo en el que su espíritu puede encontrar el único espacio en el que
crecer. Ella misma es su propia prisión.
"[Al dar a los demás] una mujer nunca perderá la consciencia de [su propio] bienestar. Dios y su
prójimo le devolverán esa consciencia de manera mucho más profunda y completa, pura como la vida.
Nunca más agonizará para generarla a la luz de su propia decadencia, pues ella conocerá la gloria de
su propio ser en la luz de Dios y en la de sus hermanas" (George MacDonald, Creation in Christ
[Wheaton, Ill.:Harold Shaw, 1976] pág. 304).

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Capítulo 5

LA CONSOLACIÓN
CON LA QUE SOMOS
CONSOLADOS
Cuando a veces nos sentimos totalmente solos, o sufrimos
el mayor de los dolores, es cuando sentimos que Dios no
está con nosotros; es el momento en el que nos
consideramos completamente abandonados por Él. Pero
nuestro deseo de ejercer esa gran fe hacia Su abrazo cuando
menos seguros estamos de Su presencia, podría ser el hecho
más importante de nuestra vida.

Las cosas que más me importan, las que más deseo ejemplificar, son los aspectos más apacibles
y menos visibles de la vida. Los tipos de virtudes que deseo defender, si soy capaz de ello, son
personales, y no profesionales. Me gustaría ser recordada como una esposa, una madre y una amiga,
una amiga personal y cariñosa. Tengo la esperanza de que estas metas modestas puedan llegar a
calificarme como a una mujer ejemplar. Recibí estos valores de mis amados padres, unos padres que,
junto con mi querida suegra, mi esposo y mis hijos, me han dado días y noches de un apoyo personal
alejado del punto de mira de la aparición en público y del aplauso. Ellos han sido siempre ejemplos
hermosos de un gran amor y de un servicio apacible.
Para poder hablar del servicio debo comenzar donde comienzan todas las cosas: con Dios.
Muchos de nosotros queremos servir pero no lo hacemos o sentimos que no podemos, bien porque nos
consumen nuestros propios problemas o porque simplemente carecemos de la confianza para extender
nuestra mano. Todos queremos ser más caritativos, más generosos y más cariñosos. Se nos ha dicho
una y otra vez que el verdadero sentido del valor propio procede del servicio, que para hallar nuestra
vida debemos perderla. Aun así, con demasiada frecuencia, algo entorpece nuestra capacidad y
nuestros esfuerzos.
Quiero hablar a aquéllos que desean servir pero que sienten que adolecen del valor, de la fuerza
o de la habilidad para hacerlo, y para ello necesito hablar de Dios.
Una noche, mientras oraba en cuanto a cómo abordar este problema tan complicado, sentí que
era conducida a las palabras de Pablo, y en un pasaje poco conocido y poco citado leí: "Bendito sea el
Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual
nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que
están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por
Dios" (2 Corintios 1:3-4).
No soy capaz de expresar el poder y la paz que sentí cuando leí este pasaje. ¡Qué mundo de
significado e instrucción estaba condensado en esas líneas sencillas! Concéntrense por un momento
conmigo en la primera promesa, que Dios es el Dios de toda consolación, y consideraremos la segunda
mitad del versículo más adelante. Ya que todos necesitamos consuelo en tantos momentos diferentes a
lo largo de cada día de nuestra vida, resulta maravillosamente reconfortante que nuestro Dios, nuestro
Padre, sea "Dios de toda consolación". Esa frase, "de toda consolación", me da a entender que no sólo
no existe una fuente mayor de solaz y de fortaleza, sino que, técnicamente hablando, no hay otra
fuente.
Tras muchos años en el campus de la Universidad Brigham Young, con tantas oportunidades
para hablar con cientos de estudiantes, he llegado a darme cuenta de que prácticamente cada uno de
nosotros lleva cargas y temores que nos agotan y nos oprimen enormemente. Creo que resulta obvio

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que las cargas emocionales y las luchas espirituales que he visto llevar a la gente son mucho más
pesadas y terribles que las perspectivas de cualquier limitación física que tengamos que enfrentar en la
vida. De acuerdo con un estudio reciente sobre salud mental en América, la desfasada y simple
preocupación es uno de los pocos problemas emocionales que están en auge por razones no del todo
claras para los médicos y los científicos del comportamiento. La doctora Claire Weekes, al intentar
descubrir un patrón para esta preocupación espiritual y emocional, dijo: "El problema básico es el
temor. La culpa abre la puerta al temor. La ansiedad, la preocupación, el terror, el conflicto e incluso la
tristeza no son sino variantes disfrazadas del temor" (Hope and Help fot Your Nerves [Nueva York:
Hawthorn Books, 1969], pág. 21).
Es en respuesta a estos mismos desafíos de nuestra época que nuestro Padre Celestial acude a
nosotros como "Padre de misericordias y Dios de toda consolación". Qué tranquilidad y recompensa el
saber que esta ayuda que todo lo abarca está a nuestro alcance en los momentos de ansiedad. No hace
falta preguntarse por qué le llamamos Padre.
Pero, ¿verdaderamente nos imaginamos a un padre de verdad cuando oramos? ¿Pensamos en
Él? ¿Realmente pensamos en Él como nuestro Padre? ¿Dedicamos tiempo a estar de rodillas intentado
esbozar al ser al que oramos? Quisiera sugerir un procedimiento que a mí me da resultado. No es mi
intención que éste se convierta en un ritual para todos, sino en una motivación.
Busquen un lugar privado y arrodíllense cómodamente y con calma en el centro del cuarto. No
digan nada por unos momentos, tan sólo piensen en Él. Arrodíllense y sientan la cercanía de Su
presencia, Su calor y Su paz. Expresen con humildad su gratitud por cada bendición, por cada cosa
buena de la que disfrutan. Compartan con Él sus problemas y sus temores, háblenle sobre cada uno de
ellos y deténganse el tiempo suficiente para recibir Su consejo. Les prometo que descubrirán que Sus
hombros son lo bastante anchos para las cargas de ustedes.
Sin embargo, el desplegar toda nuestra carga de problemas sobre los hombros de El no es un
asunto sencillo, pues también se requiere el ejercicio de toda nuestra fe. Cuando a veces estamos
totalmente solos, o sufrimos el mayor de los dolores, es cuando sentimos que Dios no está con
nosotros; es el momento en el que nos consideramos completamente abandonados por El y por los
demás. Pero nuestra disposición a confiar en que El nos consolará, especialmente en los momentos
difíciles, la disposición para poner en práctica la fe hacia Su abrazo cuando menos seguros estamos de
Su presencia, bien podría ser el hecho más importante de nuestra vida. Cuando tratamos con Él
nuestros temores y frustraciones con plena confianza en que nos ayudará a resolverlos, cuando
liberamos de tal modo nuestro corazón, nuestra mente y nuestra alma de toda ansiedad, descubrimos
de manera milagrosa que Él aún puede infundir en nosotros toda una nueva perspectiva. Puede
llenarnos con "ese gozo que es inefable y lleno de gloria" (Helamán 5:44) aun en medio de nuestra
angustia. Me resulta significativo que esta promesa de un gozo que es inefable y lleno de gloria llegara
a Nefi y a Lehi, hijos de Helamán, en un momento de terrible dificultad, pues estaban en una prisión,
enfrentándose a una opresiva oposición a su obra. Pero fue ahí, en medio de tales obstáculos, que "el
Santo Espíritu de Dios descendió del cielo y entró en sus corazones; y fueron llenos como de fuego".
Entonces leemos que una voz vino a ellos, "una voz agradable, cual si fuera un susurro, diciendo: ¡Paz,
paz a vosotros por motivo de vuestra fe" (Helamán 5:45-47).
Durante mi infancia tuve una experiencia en la que estuvieron involucrados el fuego, el temor y
la fe. Aprendí algo sobre los milagrosos dones y el poder de Dios a la tierna edad de nueve años. Tras
haber pasado la mayor parte de mi niñez compitiendo alegremente con dos hermanos mayores y tres
pequeños, a esa edad no era muy dada a jugar con muñecas. Mis ideas favoritas en cuanto a diversión
familiar eran montar a caballo, ordeñar vacas, jugar a las canicas, cazar conejos salvajes y,
dependiendo de la estación, patinar sobre hielo o nadar en la laguna de Holt. Todo esto tuvo lugar, por
cierto, en el pequeño y humilde pueblo de Enterprise, Utah, toda una comunidad de fe fundada y
colonizada por mi bisabuelo.
Mi legado estaba ricamente sembrado de relatos del valor mormón de los pioneros, por lo que
mi prima y yo, cuando no estábamos actuando como muchachos, pasábamos la mayor parte del tiempo
imaginando que éramos grandes mujeres pioneras. Un día, después de la escuela, llevamos nuestros

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caballos hasta la cima de un cerro cercano, donde, con gran imaginación y todos los ingredientes
auténticos a mano (una lata de alubias, dos costillas de cerdo, dos patatas, dos piedras de mechero, una
pequeña caja de cerillas a modo de refuerzo para las piedras de mechero, y una olla) hicimos los
preparativos para "cocinar nuestra manduca".
La cena salió bien, y dado que ninguna comida pionera podía estar completa sin nuestros
malvaviscos, nos pusimos a buscar unas varillas en las que poder insertarlos y cocinarlos. Poco
después regresamos para descubrir que el fuego estaba completamente fuera de control, al menos
parecía estarlo para dos aterrorizadas niñas de nueve años. Al aumentar su intensidad, pudimos ver que
iba en dirección a la casa, los cobertizos y los animales del señor Windsor.
De repente nos estábamos enfrentando a un verdadero problema pionero. Fieles a la fe que
nuestros bisabuelos habían atesorado, sabíamos que nuestra única esperanza tenía que ser de carácter
celestial. De manera instintiva y simultánea nos pusimos de rodillas, llorando, suplicando, orando
vocalmente en busca de la ayuda y del poder divinos. Oramos con todo nuestro corazón, mente y alma,
como si nuestra vida dependiera de ello, como sólo las niñas de nueve años saben orar, con una fe
absoluta, sin dudar en nada. Aquel día Dios estuvo con nosotras en lo alto del cerro, y me atrevería a
decir que estuvo también con todo el poblado. (Cierro los ojos y puedo imaginarme los titulares: "Dos
cocineras de nueve años asan por completo el pueblo de Enterprise"). Él puede controlar, y de hecho
controló, nuestro seto ardiente. Creo que fue a partir de ese momento que llegué a saber, sin dudar en
nada, que el poder de Dios es grande y que las oraciones de los niños son contestadas.
He descubierto, a medida que he vadeado más experiencias en la vida, que es casi más fácil
tener fe en lo milagroso, especialmente desde la perspectiva de un niño de lo que es milagroso, que
entregarle a Dios nuestras preocupaciones, inquietudes y ansiedades cotidianas, las cuales vamos
acumulando como una "nube de tinieblas". De los mismos versículos relacionados con el fuego que se
concedió a Nefi y a Lehi en la prisión, podemos leer: "¿Qué haremos para que sea quitada esta nube de
tinieblas que nos cubre? Y les dijo Amínadab:... que tengáis fe en Cristo... y cuando hagáis esto, será
quitada la nube de tinieblas que os cubre" (Helamán 5:40-41).
Este fulgor de esperanza y de gozo inefable en el poder y la consolación de Dios viene, para mí
hasta en los asuntos de cada día, sólo tras haber ejercido fielmente mi derecho a Su Espíritu. Si en mi
corazón acudo a Dios en el momento en que siento la más mínima percepción de temor (o de tinieblas,
o de preocupación), en vez de aguardar a que vaya aumentando, si hablo con Dios como si fuese el
amigo en el que más confío, mi más sabio consejero, y continúo hablando con él en mi corazón o de
rodillas, puedo ver siempre un rayo de luz al final de las negras sombras. La mayoría de las veces
puedo salir de Su presencia cantando en mi corazón, lo cual no quiere decir que mis problemas hayan
desaparecido (probablemente no ha sido así), pero de algún modo tengo el poder de elevarme por
encima, alrededor y a través de esas nubes de tinieblas con una mayor calma y paz. Sé que con el
tiempo Él me ayudará a disiparlas por completo.
Mediante la consoladora y protectora gracia de Dios se nos aleja de la pena y de la
desesperación, y somos elevados por encima de nuestras debilidades hasta la cima misma de la
trascendencia pacífica y espiritual que, sin el "Padre de toda consolación", tan sólo podríamos soñar
con acariciar de lejos. Un poeta francés, Guillaume Apollinaire, escribió una vez:
Acércate al borde.
No,pues caeremos.
Acércate al borde.
No, pues caeremos.
Se acercaron al borde,
Él los empujó y ellos volaron.
Uno de los pasajes de las Escrituras favoritos de mi esposo se encuentra en Isaías: "¿No has
oído que el Dios eterno es Jehová, el cual creó los confines de la tierra? No desfallece, ni se fatiga con
cansancio... Él da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas del que no tiene ningunas... los que
esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán;
caminarán, y no se fatigarán" (Isaías 40:28-31).

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La actitud exuberante de mi esposo es tan increíblemente contagiosa que no creo que mucha
gente pueda estar a su alrededor durante mucho tiempo sin sentir que también ellos tienen alas. He
tenido la oportunidad de verle poner éste y otros pasajes en práctica en su vida en muchas ocasiones.
Hubo una experiencia que tuvo lugar cuando estábamos en la escuela de posgrado, en una época muy
agotadora para todos nosotros, pero especialmente para él, esposo dedicado y padre amoroso de dos
niños pequeños, quien además tomaba la pesada carga de un programa difícil en la Universidad de
Yale. Para llegar a fin de mes con un presupuesto muy limitado impartía una clase en el instituto de
religión de New Haven, Connecticut, y otra en el Amherst College de Massachusetts; esta última
requería que viajase en coche unos trescientos treinta kilómetros cada semana. Servía, además, como
consejero en la presidencia de la estaca.
Parecíamos tener muy poco dinero y aun menos tiempo, y nos quedábamos sin ambos con
mucha regularidad.
A causa de nuestra situación familiar y de la responsabilidad que Jeff sentía por nosotros, tomó
la determinación, apoyado por sus profesores, de realizar el examen oral con una antelación
considerable respecto a sus compañeros de clase, casi un año antes que algunos de ellos. Se lanzó
vigorosamente a la preparación del mismo, pero la presión era inmensa. Sabía que el comité
examinador sería particularmente consciente de que se le examinaba muy pronto e iban a asegurarse
de no dejarle pasar con una preparación mediocre. Lo peor de todo era que fracasar en este agresivo
primer intento retrasaría con toda seguridad nuestros planes, mucho más que si aguardara a tomar el
examen con el resto de los estudiantes.
Desde que conozco a Jeff, al momento de tener una carga de cualquier tipo, siempre ha
comenzado un ayuno y ha tratado el asunto directamente con el Señor. Nunca olvidaré la noche en la
que tenía que decidir tomar el examen o no en esa fecha, una especie de "Ser o no ser" al estilo de
New Haven. Aquéllas fueron horas de ansiedad y desasosiego, y sí, de verdadero temor al fracaso, a la
responsabilidad, al exceso de confianza o a la falta de ella, temor a un aparentemente ilimitado número
de consecuencias que afectarían como mínimo a cuatro personas, en vez de a una sola. Todos
sentíamos una carga pesada de responsabilidad, que en definitiva descansaba sobre los hombros de
Jeff.
Ayunábamos y orábamos; vivíamos el Evangelio lo mejor que sabíamos; nos esforzábamos por
ser lo que Dios quería que fuésemos, y éramos creyentes. Al final de aquel día de ayuno, cuando
suplicamos al Señor respecto a lo que nos parecía que era un asunto muy serio, no creo haber visto en
toda mi vida a un ser humano tan radiante. Realmente Jeff irradiaba un "fulgor de esperanza" y estaba
lleno de un "gozo inefable". Hasta el día de hoy todavía conservo fresca en el recuerdo la imagen de su
rostro. Todo su ser parecía brillar. Las únicas palabras que recuerdo que él dijera fueron: "Todo va a
estar bien". Así fue, así es, y así será siempre.
Éste es un relato común tomado de nuestros días comunes de estudiantes, el cual tiene el
propósito de recordarnos que el Señor "da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas del que no
tiene ningunas". Con fe podemos levantar "alas como las águilas", en los brazos mismos del "Dios de
toda consolación", el cual sonríe ante nuestros temores infantiles y comprende toda duda constante. Él
es nuestro Padre y escucha nuestras oraciones, y siempre que acudamos a Él buscando diligentemente
Su Espíritu — un privilegio no limitado por el tiempo, el lugar ni las circunstancias — seremos llenos
de luz y nuestra carga nos será aligerada. Es un don de Dios.
George MacDonald escribió: "Allí donde está el espíritu del Señor hay libertad; no hay velo
alguno, sino vía libre y una percepción e impresión claras y radiantes. Allí donde no está el espíritu del
Señor hay esclavitud en todo momento, apatía, oscuridad y estupidez" (Getting to Know Jesús [Nueva
York: Ballantine, 1987], pág. 5).
Para ser sincera, no estoy interesada en más "apatía, oscuridad y estupidez" de la que ya siento.
Entonces, ¿por qué no tenemos con nosotros el Espíritu del Señor con más frecuencia de la que lo
tenemos? En realidad, nada ocupaba más mis pensamientos cuando era joven que por qué continuaba
teniendo temor o sintiéndome "apática, oscura y estúpida", como escribió George MacDonald, cuando
tenía tanta fe y en ocasiones había sido capaz de mover una montaña de verdad, ¡o por lo menos de

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evitar que se quemase una! Éste me resultó siempre un misterio grande y muy molesto cuando estaba
en la escuela, y pensé en él durante mucho, mucho tiempo.
Al echar ahora una mirada en el tiempo tras muchos años de experiencia y de perspectiva, me
pregunto si quizás muchas de esas dudas personales e inseguridades vienen porque realmente tememos
a Dios. ¿Todavía lo vemos como el Dios del Antiguo Testamento, lleno de ira, de enojo y de
venganza? ¿Continuamos actuando o llevando a cabo nuestros deberes porque tememos Su juicio y Su
castigo? ¿O actuamos movidos por nuestro amor por El con el conocimiento absoluto, sin dudar en
nada, de que Él verdaderamente nos ama? Él es el "Padre de misericordias y Dios de toda
consolación". Ahora lo creo y deseo que todos lo creamos.
Admito tímidamente que ha habido demasiadas ocasiones en mi vida en las que he dado por
sentado que el amor que Dios tiene por mí era un amor condicional, que de algún modo yo tenía que
ser absolutamente perfecta para poder recibirlo, y que alguna chiquillada que hubiera cometido,
pensado o dicho me haría ser indigna de ese amor. A veces me he sentido como si mi habilidad para
pedir la ayuda de Dios dependiese totalmente de mi propia rectitud. Estoy segura de que mucha gente
se ha sentido así.
Me ha resultado reconfortante el darme cuenta de que tras muchos años se me han otorgado un
sin fin de bendiciones. Se me ha ayudado y recompensado mucho más allá de mis mejores sueños y
esperanzas, y todo ello a pesar de esas imperfecciones que yo sabía que tenía y que tanto me
preocupaban. Pat Holland, la imperfecta, la incapaz y la carente de confianza, ha recibido todas esas
respuestas a sus oraciones y toda esa enormidad de bendiciones. Si la imperfección puede
proporcionar tal consuelo, ¿qué nos depara el futuro si verdaderamente mejoramos en este aspecto de
vivir la vida de manera perfecta?
Catherine Marshall, cuyos escritos he llegado a admirar a causa de su plena confianza en Dios,
escribió sobre un momento de su vida en el que estaba llena de descontento consigo misma, de dudas
y de preguntas, y tenía grandes temores acerca de su dignidad y continua nulidad para con Dios. Dijo
que le pidió ayuda urgentemente, y que le vinieron estas palabras de consuelo absoluto:
"Eres mi hija amada, Catherine. Descansa en este amor... Deja de hacerte tantas preguntas. Deja
de ponerte a prueba, de tomarte la temperatura espiritual. '¿Quiere el Señor que haga esto o aquello?
¿Es bueno esto? ¿Es bueno esto?' Ésta es la fuente de la confusión que sientes.
''Eres Mi hija, Mi discípula. Te acepté hace mucho tiempo, tal y como eres, tal y como creces.
"Todavía eres aceptada...
"Esta prueba nerviosa es la obra de Satanás, para inquietarte, para confundirte, para hacerte caer
de la base de tu creencia...
"No temas. [Mi] gozo barrerá tu temor y tus incertidumbres" (A Closer Walk [Nueva York:
Avon Books, 1987], pág. 132).
Con esta súplica de alguien que busca una confirmación para ser útil, podemos recordar la
segunda parte del pasaje de 2 Corintios: "El cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que
podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la
consolación con que nosotros somos consolados por Dios". ¡Qué idea tan magnífica! Tenemos derecho
al amor, a la confirmación y al consuelo de Dios, al menos en parte, para que podamos hacer llegar
este don a otras personas.
El nexo entre el consuelo que Dios nos da y nuestro consuelo o servicio a los demás es una idea
poderosa. Tal ánimo de magnificar el amor de Dios por medio de otras personas aparece en este
maravilloso consejo del libro los hermanos Karamazov, de Dostoievski. El padre Zossima está
hablando con una mujer que tiene gran temor respecto a sus incapacidades, como Catherine Marshall y
el resto de nosotros, y de este modo se encuentra separada y distanciada del resto de la gente.
"No temas nada, nunca tengas miedo", dice Zossima, "y no te irrites... ¿Puede existir pecado
alguno que exceda el amor de Dios? Piensa sólo en el arrepentimiento... pero desecha todo temor. Cree
que Dios te ama como no puedes ni imaginar... Se ha dicho en el pasado que hay más gozo en el cielo
por un pecador arrepentido que por diez hombres justos. Ve y no temas. No te resientas con los
hombres y no te enfades si te equivocas. Perdona...

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"Si eres penitente, amas", prosigue Zossima. "Y si amas, eres de Dios. Todas las cosas son
expiadas y salvadas por el amor. Si yo, un pecador como tú, soy amable contigo y me compadezco de
ti, ¿cuánto más lo hará Dios? El amor es un tesoro de valor tan incalculable que puedes redimir al
mundo entero gracias a él, y expiar no sólo tus propios pecados, sino los pecados de los demás. Vete y
no tengas miedo" (Nueva York: The Modern Library, pág. 51).
Ese mandamiento de ir, de avanzar y ascender con confianza en Dios es por el propósito
expreso de bendecir a los demás, de traer a los demás a la plenitud de la fe en Dios y al gozo del
Evangelio de Cristo.
Una noche invité a mi hijo ex misionero a sentarse conmigo y a tratar esta idea de obtener
confianza para bendecir a otras personas. Aunque ahora parezca difícil de creer, hubo una época en la
vida de Matt en la que era muy tímido y temeroso.
Nos mudamos a Provo para asumir la nueva responsabilidad de Jeff en una etapa muy difícil
para Matt. Acababa de comenzar la secundaria, el cual es, como mínimo, un tiempo de considerable
inseguridad para un adolescente, y seguro que era así en un nuevo vecindario, sin ni siquiera un amigo
y, además, llevando a todas partes las letras rojas de "HR", la pesada etiqueta de "hijo del Rector".
Cuando nos sentamos a charlar en el salón, él compartió conmigo algo que nunca me había
dicho en esos momentos de dificultad. Dijo que siendo un asustado y solitario muchacho, nuevo en
una escuela nueva, durante muchos meses repitió palabra por palabra exactamente la misma oración.
Me dijo: "Cada noche oraba y pedía: 'Padre Celestial, bendíceme para que pueda jugar en el equipo de
baloncesto del colegio, bendíceme para que pueda ser un buen estudiante y bendíceme con la
confianza suficiente para hacer amigos'".
Al poco tiempo, todas esas oraciones fueron contestadas. Jugó en el equipo de baloncesto del
colegio, fue un buen estudiante e hizo muchos amigos; pero aquella noche me dijo: "No fue sino hasta
que serví mi misión que me di cuenta de que en el asunto de la confianza había tomado un camino
completamente equivocado. Fue sólo en el intenso deseo de mi corazón de servir a las personas como
misionero que hallé el significado de la verdadera confianza.
"Cuando pedía por mis propias necesidades en aquellos años de secundaria, no recibía ese
alivio. Aun hoy, si pido ayuda a Dios para tener más popularidad o caerle bien a la gente, pierdo esa
confianza. Pero en la misión, cuando quería ser capaz de llegar hasta los incrédulos para el beneficio
de ellos, a causa de lo que sabía que podía darles, tenía la confianza de Josué y de Jeremías juntos.
Sabía que podía llegar hasta ellos de algún modo, y tenía esa fantástica certeza propia a causa de que
era para el beneficio de alguien más. Siempre veré la autoconfianza de manera diferente gracias a mi
misión.
"La confianza", concluyó, "es un don de Dios que nos permite servir a los demás".
El mismo Zossima, al que nos referimos antes en la novela de Dostoievski, refuerza este mismo
principio importante, no con un creyente como Matt, sino con una incrédula, una mujer que ha perdido
la fe y que quiere saber cómo recuperarla. No nos sorprende que le aconseje servir, buscar y consolar a
los demás con el mismo consuelo que ella desea tener.
"[Debes tener] la experiencia del amor activo", le dice. "Lucha por amar a tu prójimo de manera
activa e incansable. A medida que progreses en el amor, crecerás en la certeza de la realidad de Dios y
de la inmortalidad de tu alma. Si te sujetas a un olvido perfecto en el amor de tu prójimo, entonces
creerás sin dudar, y ninguna duda puede entrar en tu alma. Esto ha sido probado y es cierto".
Dios quiere tanto que bendigamos a los demás, y que hallemos nuestra vida al perderla, que
contesta nuestras oraciones con frecuencia y con propósito, al igual que las de los demás, por medio de
nuestras obras de interés y de consuelo. En muchas ocasiones he oído decir a la gente: "Estaba orando
para que viniese alguien, y Dios te envió a ti. Estaba sola y tú entraste por la puerta. Estaba
desanimada hasta que me dijiste 'hola'. Estaba triste y tú me escribiste aquella nota. Tenía miedo hasta
que me tomaste de la mano". Éstas son muestras de amor activo.
Uno de nuestros alumnos de la Universidad Brigham Young, David Rodebeck, compartió
conmigo el siguiente relato. Podernos aprender mucho de los hechos de dos jovencitas que entienden
que el consuelo y la compasión de Dios con frecuencia tienen que llegar a los demás por medio de

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nosotros.
Estas dos alumnas eran el tipo de cristianas que a todos nos gustaría ser. Hasta estudiaban las
Santas Escrituras diariamente con el propósito expreso de aprender más de los atributos y de las
doctrinas de Jesucristo. Y de manera apacible pero inevitable, esos atributos divinos van surgiendo.
Las dos estudiantes, por supuesto, tienen sus propias dificultades, algunas de las cuales son serias,
aunque quizás no tanto como los problemas de otra persona.
Al caminar una tarde por los alrededores del Templo de Provo, vieron a una joven indígena
norteamericana, una alumna nueva en la universidad, que estaba sentada a la afueras del templo,
bañando el césped con sus lágrimas. Era una estudiante excelente que toda su vida había soñado con
asistir a la Universidad Brigham Young. Finalmente su sueño se había hecho realidad, pero ahora,
unas semanas más tarde, había obtenido unas pésimas notas en los exámenes parciales y, muy lejos de
allí, su familia estaba deshaciéndose, con la vida de la madre corriendo peligro a manos de un padre
borracho. El dinero de la joven se había esfumado, no podía encontrar empleo alguno, no tenía
amistades, y estaba perdiendo la salud y las buenas notas a causa de todo ello. ¡No es de extrañar que
llorase! ¡Ni es de extrañar que hubiese acudido a los terrenos del templo para orar!
Estas dos jóvenes, llevando en sus rostros la imagen de ángeles consoladores, se detuvieron a
charlar con ella. Hablaron por más de una hora y luego las tres se fueron cada una por su lado; pero
sus caminos no se separaron, pues cada pocos días, ya fuese que tuviesen tiempo o no, las dos
visitaban a aquella joven temerosa o le dejaban una nota en la puerta. Cada vez el mensaje era el
mismo en esencia, aunque no necesariamente con estas palabras: "Te amamos. Dios te ama. Permite
que tu corazón sea consolado 'porque toda carne está en mis manos'. 'Dios es nuestro amparo y
fortaleza, nuestro auxilio en las tribulaciones... Estad quietos, y conoced que yo soy Dios' " (D&C
101:16; Salmos 46:1,10).
Por supuesto que las pruebas no desaparecen al instante; algunas de ellas ni siquiera
disminuyen. Pero la joven cambió. Desconozco lo que ella sabía de Dios con anterioridad a aquel
solitario atardecer de octubre — obviamente sabía cómo orar —, pero ahora sabe algo acerca de Él
que no sabía antes. Ella ha visto al "Dios de toda consolación" en dos jóvenes de su edad. Sabe que
una y otra vez Él envió a Sus dos discípulas a su rescate, dos mujeres cuyos apellidos ni siquiera
conoce, y sabe que Él las envió porque la ama.
Nuestro Padre Celestial nos ama a todos, a pesar de nuestros temores, nuestros errores, nuestra
obvia falta de talentos y de confianza. Al abrazar plenamente esta verdad, seremos llenos de un fulgor
de esperanza y de un gozo inefable.

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Capítulo 6

LA PERSPECTIVA
DE UNA MUJER
SOBRE EL SACERDOCIO
Resulta evidente que nuestro mayor desafío es el de vivir lo
suficientemente dignos de conocer paso a paso la voluntad
del Señor en relación a nosotros, recordando que, de vez en
cuando, lo que quizás queramos hacer hoy a causa de las
modas y de las vanidades del mundo puede que no sea lo
que hayamos acordado hacer tiempo atrás. Finalmente
debemos decir, al igual que María: "Hágase conmigo
conforme a tu palabra".

El presidente Spencer W. Kimball dijo en un discurso de una charla fogonera para las
mujeres de la Iglesia: "Disfrutábamos de plena igualdad como hijos espirituales de la Deidad".
Luego prosiguió diciendo que "a pesar de esta gran certeza, nuestros papeles y asignaciones eran
diferentes" (Liahona, enero de 1980).
Creo que cada uno de nosotros tiene que cumplir una misión específica en la tierra. "Para cada
hombre [y cada mujer] hay una hora señalada, de acuerdo con sus obras" (D&C 121:25). "Porque no a
todos se da cada uno de los dones; pues hay muchos dones, y a todo hombre le es dado un don por el
Espíritu de Dios. A algunos les es dado uno y a otros otro, para que así todos se beneficien" (D&C
46:11-12).
Creo que hicimos promesas sagradas en los concilios premortales con relación a nuestro papel
en la edificación del reino de Dios en la tierra. A cambio se nos prometieron los dones y los poderes
necesarios para cumplir con estas responsabilidades tan especiales. Me gustaría volver a citar al
presidente Kimball: "Recuerden, en el mundo anterior a éste las mujeres fieles recibieron ciertas
asignaciones mientras que los hombres fieles fueron preordenados a ciertas tareas del sacerdocio...
¡Son responsables por las cosas que tiempo atrás se esperaba de ustedes, tal como lo son aquéllos a
quienes sostenemos como profetas y apóstoles! (Véase Liahona, enero de 1980). Creo además que
esas asignaciones y papeles difieren mucho entre una mujer y otra, tanto como hay diferencias entre un
hombre y una mujer.
A todos se nos ha enseñado que es bueno tener modelos, alguien a quien emular. Sin embargo,
hay un gran peligro en querer ser demasiado como otra persona, pues tendremos celos competitivos y
nos sentiremos abatidos. No hay dos personas iguales. A algunas mujeres se les concede tener familias
numerosas, a otras pequeñas y otras no tienen familia. Muchas esposas ejercen sus dones y talentos
para sostener a sus maridos en sus trabajos como líderes comunitarios, líderes de los negocios,
presidentes de estaca, obispos o Autoridades Generales, y contribuyen al desarrollo de sus hijos. Otras
mujeres aplican sus dones y talentos directamente como líderes por derecho propio. Existe también
otro tipo de mujeres que combinan tanto el papel de apoyo como el de líder en el ejercicio de sus
dones y sirven de este modo de dos maneras simultáneas. Por ejemplo, todos sabemos que había
grandes diferencias entre las asignaciones de Mary Fielding Smith y las de Eliza R. Snow; no obstante
ambas buscaron con entusiasmo la voluntad del Señor, ambas buscaron el matrimonio y el tener hijos,
y ambas dieron al reino todo lo que tenían.
Resulta evidente que nuestro mayor desafío es el de vivir lo suficientemente dignos de conocer
paso a paso la voluntad del Señor en lo que concierne a nosotros, recordando que, de vez en cuando, lo
que tal vez queramos hacer hoy a causa de las modas y de las vanidades del mundo puede que no sea
lo que hayamos acordado hacer tiempo atrás. Deberíamos estar dispuestos a vivir y a orar igual que

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María, la madre de Jesús, cuando le dijo al ángel que acababa de darle su asignación: "Hágase
conmigo conforme a tu palabra"(Lucas 1:38).
Permítanme emplear un ejemplo personal por un instante. La hermana Ardeth Kapp, una de mis
queridas amigas, es una de las mujeres más puras, dulces y fuertes que conozco. Su esposo, Heber, es
un gran pilar y sirvió como presidente de nuestra estaca en Bountiful, Utah. Los Kapp no han sido
bendecidos con hijos. Joan Quinn es otra amiga querida y también una de las mujeres más puras,
dulces y fuertes que conozco. Su esposo, Ed, es un hombre brillante y capaz, otra influencia estable e
inspiradora en nuestra vida. Los Quinn han sido bendecidos con doce hijos. Mi esposo y yo estamos
haciendo lo que podemos en el reino y hemos sido bendecidos con tres hijos.
Algunas mujeres que conozco no han sido bendecidas todavía con un compañero ni con el
matrimonio, pero aun así están edificando el reino cada día y bendiciéndome personalmente a través
de nuestra amistad. Seis ejemplos muy diferentes son Maren Mouritsen y Marilyn Arnold, a quienes
considero mis queridas amigas de la Universidad Brigham Young; Caroíyn Rasmus, con quien he
trabajado en las Mujeres Jóvenes; y otras tres que han trabajado como secretarias muy eficaces de mi
esposo, Randi Greene, Janet Calder y Jan Nelson, cuyas contribuciones a nuestra vida son tanto de
carácter personal como profesional. Obviamente la lista de mujeres que me bendicen y que bendicen a
la Iglesia podría continuar, pero lo que quiero resaltar es que Ardeth, Joan, Carolyn, Maren, Marilyn,
Randi, Janet y Jan son todas muy diferentes. En realidad, todas tenemos papeles diferentes en la vida.
Quizás estos papeles cambien para cada una de nosotras en los años venideros, pero aun así nos
amamos mucho las unas a las otras y siempre hemos amado a los hombres de nuestra vida: padres,
hermanos, amigos, esposos e hijos. Amamos al sacerdocio. Cada una de nosotras desea lo correcto,
debe anhelar lo correcto y debe dar todo lo que tiene al reino con la mira puesta únicamente en la
gloría de Dios y en los convenios que hemos hecho. Como el presidente David O. McKay solía decir
con frecuencia: "Sea lo que seas, haz bien tu papel".
Claro que para hacer esto debemos vivir cerca del Espíritu a través de la oración, del estudio y
de una vida recta, a fin de evitar las distracciones y las metas más egoístas que podrían frustrar el plan
que el Señor tiene para nosotros y hacer que lo despreciemos; pues cuando esto ocurre, creo que nos
sentiremos frustrados y desechados, que no sentiremos la paz ni la seguridad que sólo proceden de
cumplir con la misión que nos pertenece. Parafraseando a John E Kennedy, no pregunten lo que el
reino puede hacer por ustedes sino lo que ustedes pueden hacer por el reino. Cualquiera que sea
nuestro papel, debemos llevarlo a cabo mediante una vida recta y la revelación personal. No debemos
confiar en el brazo de la carne ni en las filosofías de los hombres, o de las mujeres. Debemos tener
nuestra liahona personal. Eso es lo que el Señor espera también de los poseedores del sacerdocio.
De hecho, digo todo esto para resaltar que apreciamos las diferencias, no sólo entre el hombre y
la mujer, sino entre una mujer y otra. Al tratar la relación de la mujer con sus asignaciones especiales y
los hombres con sus tareas del sacerdocio, me resulta mucho más útil hablar en el lenguaje de las
obligaciones y las responsabilidades, que en el de los "derechos". Francamente, estoy cansada de las
luchas, los movimientos y las manifestaciones por los derechos, tanto masculinos, como femeninos o
de cualquier otro tipo. Así que quiero hablar de obligaciones, y cito como fuente estas impresionantes
palabras de Aleksandr Solzhenitsyn: "Ya es hora en Occidente de defender no tanto los derechos
humanos sino las obligaciones humanas. A la libertad destructiva e irresponsable se le ha concedido
espacio ilimitado [en el mundo libre]. La sociedad [occidental] parece estar indefensa ante... la
decadencia humana... [y] el uso erróneo de la libertad en favor de la violencia moral... Todo esto se
considera parte de la libertad... [pero] la vida organizada de modo [tan] legalista ha demostrado su
incapacidad para defenderse contra la corrosión de la maldad" ("A World Split Apart", National
Review, 7 de julio de 1978, pág. 838, cursiva agregada).
Creo que si atendemos nuestras responsabilidades, nuestros derechos se encargarán de sí
mismos, tanto para los hombres como para las mujeres. Mientras apoyaba a mi esposo en su doctorado
en la Universidad de Yale, nuestro vecino, quien estaba haciendo su residencia en psiquiatría, me
comentó un día que yo mostraba evidencias de agotamiento. Lleno de preocupación y con el deseo de
ayudar, este vecino me dijo: "Pat, ¿por qué no defiendes tus derechos y pones punto final a todo

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esto?". En aquel momento supe, por medio de la oración, que mis derechos, cualesquiera que fueran,
tenían que ser puestos en la perspectiva de mi obligación para alcanzar mis nietas a largo plazo.
Ciertamente nunca pensé en el título de Jeff como algo exclusivo de su futuro, y él nunca ha pensado
que los niños me perteneciesen sólo a mí. Estábamos juntos en esto y no malgastamos tiempo ni
energías dando voces acerca de derechos. Aquel fue un tiempo intenso y difícil, pero sólo duró tres
años. Como consecuencia directa de mi papel de apoyo de entonces, ahora tengo el tiempo y los
medios., así como oportunidades maravillosas de aspirar a muchos de mis intereses y talentos, aparte
de seguir siendo esposa y madre. Además sé, y me encanta saberlo, que mi papel y mi propósito
finales incluyen el gozo concreto de proporcionar apoyo sabio y cariñoso a los demás mientras
cumplen con sus propias asignaciones.
Si nuestro papel o asignación es apoyar, y muchas de nosotras tendremos ese papel con
frecuencia, debemos estudiar y prepararnos lo suficiente para saber expresar al mundo que no nos
estamos disculpando por fortalecer nuestro hogar; al contrario, estamos persiguiendo nuestras
prioridades más elevadas personal, social y teológicamente hablando.
Hace muchos años asistí con mi esposo a un seminario de dos semanas, celebrado en Israel, para
musulmanes, cristianos y judíos. Los participantes eran editores de periódicos, antiguos embajadores,
sacerdotes, rabinos, rectores de universidad y profesores. Durante ese período de dos semanas, casi
cada participante se permitió preguntarme sobre las mujeres mormonas. Aunque había otras esposas
asistiendo al seminario que vivían como yo, quedándose en casa y criando a sus hijos, yo fui la única a
la que le preguntaron. Como mujeres mormonas sí que sobresalimos. Debiéramos ser una luz en la
colina. Tenemos la responsabilidad de estudiar, de prepararnos y de trabajar para ser lo
suficientemente elocuentes para enseñar la verdad sobre nuestras prioridades y privilegios como
mujeres en la Iglesia.
A la luz de tales obligaciones (en oposición a los derechos), consideremos la revelación que
tanto hemos llegado a amar de la experiencia de José Smith en la cárcel de Liberty. ¿No es irónico que
la escena de tan pocos derechos, de tan escasa libertad y de tanta autoridad abusiva fuese el escenario
para una revelación tan profunda sobre los derechos, la libertad y el uso de la autoridad? Supongo que
en estas situaciones el Señor tiene toda nuestra atención y utiliza nuestro dolor (en este caso el dolor
de José Smith) como un megáfono para darnos instrucciones muy significativas. Este pasaje tan
conocido es largo, pero al mismo tiempo hermoso y muy importante:
"He aquí, muchos son los llamados, y pocos los escogidos. ¿Y por qué no son escogidos?
Porque a tal grado han puesto su corazón en las cosas de este mundo, y aspiran tanto a los honores de
los hombres, que no aprenden esta lección única: Que los derechos del sacerdocio están
inseparablemente unidos a los poderes del cielo, y que éstos no pueden ser gobernados ni manejados
sino conforme a los principios de la rectitud.
"Es cierto que se nos pueden conferir; pero cuando intentamos encubrir nuestros pecados, o
satisfacer nuestro orgullo, nuestra vana ambición, o ejercer mando, dominio o compulsión sobre las
almas de los hijos de los hombres, en cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiran, el
Espíritu del Señor es ofendido, y cuando se aparta, se acabó el sacerdocio o autoridad de tal hombre...
"Hemos aprendido, por tristes experiencias, que la naturaleza y disposición de casi todos los
hombres, en cuanto reciben un poco de autoridad, como ellos suponen, es comenzar inmediatamente a
ejercer injusto dominio...
"Ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener en virtud del sacerdocio, sino por
persuasión, por longanimidad, benignidad, mansedumbre y por amor sincero; por bondad y por
conocimiento puro, lo cual ennoblecerá grandemente el alma sin hipocresía y sin malicia;
reprendiendo en el momento oportuno con severidad, cuando lo induzca el Espíritu Santo; y entonces
demostrando mayor amor hacia el que has reprendido, no sea que te considere su enemigo; para que
sepa que tu fidelidad es más fuerte que los lazos de la muerte.
"Deja también que tus entrañas se llenen de caridad para con todos los hombres, y para con los
de la familia de la fe, y deja que la virtud engalane tus pensamientos incesantemente; entonces tu
confianza se fortalecerá en la presencia de Dios; y la doctrina del sacerdocio destilará sobre tu alma

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como rocío del cielo. El Espíritu Santo será tu compañero constante, y tu cetro, un cetro inmutable de
justicia y de verdad; y tu dominio será un dominio eterno, y sin ser compelido fluirá hacia ti para
siempre jamás" (D&C 121:34-37,39,41-46).
Parece importante notar que mientras el Señor le habla al profeta José Smith sobre derechos —
y por cierto que así lo hace —, éstos son expresados, están apoyados y rodeados con todo tipo de
instrucciones sobre obligaciones y responsabilidades. Los privilegios del sacerdocio no se encuentran
aislados de los deberes, ni tampoco lo están los privilegios de las mujeres. Fíjense en las líneas
introductoras: ¿Por qué son tan pocos los escogidos después de que tantos han sido llamados? "Porque
a tal grado han puesto su corazón en las cosas de este mundo, y aspiran tanto a los honores de los
hombres" (D&C 121:35).
Este mundo no es nuestro hogar definitivo; y aunque tengamos que vivir aquí y vivamos de
manera constructiva, como cristianos jamás seremos realmente de este mundo, ni buscamos su
alabanza. El presidente Kimball dijo: "Entre las verdaderas heroínas del mundo que vienen a la Iglesia
hay mujeres que están más preocupadas por ser justas que por ser egoístas. Estas heroínas reales tienen
la verdadera humildad, la cual otorga un valor más elevado a la integridad que a lo visible. Recuerden,
es tan equivocado hacer las cosas para ser vistos de las mujeres como lo es para ser vistos de los
hombres" {véase Liahona, enero de 1980).
No puedo hablar sino por mí misma, pero para mí no hay ni habrá jamás un asunto político de
este mundo más importante que mi familia eterna en el mundo venidero. No es que crea que los
asuntos políticos terrenales no son importantes. Lo son. Se trata simplemente de que el reino eterno de
Dios es supremamente importante. Si quiero ser escogida tanto como llamada (incidentalmente se trata
de un privilegio y no de un derecho, el cual deseo mucho), entonces mi devoción debe ser para con un
gobernante que es Rey de reyes y Señor de señores, que me conoce y que conoce mis necesidades, y al
cual debo ser leal.
Hago este aparte sencillamente para recalcar una vez más que este mundo, por mucho que
trabajemos en él, no es nuestro hogar. Nuestro corazón no debe estar demasiado en las cosas de aquí;
no debemos buscar la alabanza de los hombres más que la de Dios. Es decir, no debemos hacerlo si
creemos que el reino de Dios, tal y como ahora lo conocemos en la institucional Iglesia de Jesucristo
de los Santos de los Últimos Días, está avanzando bajo Su mano para que pueda venir el reino de los
cielos. Nada debe desviarnos de esta creencia y de esta misión, para que podamos darnos plena cuenta
del triunfante regreso del Príncipe de Paz. Les prometo que este regreso será orquestado por la Iglesia
con su misión eterna, y no por la política con su fallecimiento final. En este sentido, los miembros de
la Iglesia somos todos soldados de a pie en el mismo ejército, un batallón liderado por Cristo e
instruido por los profetas. (Ésta es una infantería de justicia a la que las mujeres se ofrecerán
voluntarias sin tener que pasar por la junta de reclutamiento).
Volviendo a la sección 121, ¿por qué la gente que está atrapada en esta preocupación mundana
no recuerda esta lección única: ''Que los derechos del sacerdocio [y de la mujer] están
inseparablemente unidos a los poderes del cielo, y que éstos no pueden ser gobernados ni manejados
sino conforme a los principios de la rectitud"? (D&C 121:36).
¿No es interesante que los derechos, tal y como se mencionan en el idioma del Señor, no
parecen decir nada masculino ni femenino? Aunque este versículo habla del sacerdocio, de seguro que
los derechos y poderes de cada mujer están condicionados exactamente a la misma premisa. Éstas son
las reglas del juego para todos, hombres, mujeres, negros, blancos, esclavos o libres (véase 2 Nefi
26:33). ¿Puede ser que si guardamos los mandamientos, mandamientos que son comunes a todos
nosotros, entonces venga el día en que como recompensa eterna Dios nos diga a cada uno, hombre y
mujer: "Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré"? (Mateo 25:21).
En la sección 121 advertimos la resolución de muchos posibles problemas. Por ejemplo, el
versículo 37 dice que no debemos "encubrir nuestros pecados, o satisfacer nuestro orgullo [o] nuestra
vana ambición". ¿Son estos mandamientos exclusivos de los hombres? ¿O lo son de las mujeres? ¿O
de ambos? Se nos dice en ese versículo que no debemos "ejercer mando, dominio o compulsión" sobre
los demás en injusticia. ¿Es ése un consejo sólo para hombres? ¿Sólo para mujeres? ¿O para ambos?

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¿Cómo deben los hombres ejercer su influencia en el reino de Dios? ¿Cómo deben hacerlo las
mujeres? Palabras como persuasión, longanimidad, benignidad, mansedumbre o amor sincero, ¿son
cualidades masculinas? ¿Son cualidades femeninas? ¿O se trata de cualidades no negociables de una
vida cristiana, masculina y femenina? Me inclino por esta última opción.
Con respecto a los dos últimos versículos de la sección 121, ¿son las mujeres las únicas que
deben tener sus entrañas llenas de "caridad"? ¿Son los hombres los únicos que deben "engalanar" sus
pensamientos con la virtud? ¿Es el Espíritu Santo un "compañero constante" exclusivo de los
poseedores del sacerdocio? ¿Son las mujeres las únicas que pueden sostener "un cetro inmutable de
justicia y de verdad"? ¿Tendrán tanto un hombre como una mujer "un dominio eterno" el uno sin el
otro? Las preguntas se responden por sí mismas. Cuando el Señor habla de rectitud no hay conflicto en
cuanto al género.
Todo esto me lleva a preguntar: ¿Por qué los hombres y/o las mujeres Santos de los Últimos
Días dedican tal cantidad de energía a temas como las mujeres y el sacerdocio?
Ofrezco la siguiente respuesta a mi propia pregunta: Me parece que si existe un conflicto es
porque alguien, hombre o mujer, no está viviendo el Evangelio de Jesucristo. No quiero decir con ello
que la persona que tenga esta preocupación no esté viviendo el Evangelio. Puede que sea así o no. Lo
que digo es que alguien no está viviendo el Evangelio. Una mujer que sufre puede estar viviendo el
Evangelio lo mejor posible y aún así sufrir. Si ése es el caso, todavía creo que alguien no está viviendo
o no ha estado viviendo el Evangelio en su vida. En alguna parte, de algún modo, no se han guardado
las promesas o no se han honrado las obligaciones, de ahí el dolor. Pero éste no es un problema del
sacerdocio, lo único que podemos decir es que se trata de un problema de las personas. De este modo,
la responsabilidad es de todos nosotros, hombres y mujeres, para vivir como se prescribe en la sección
121 y como requiere cualquier otro ejemplo cristiano. Con este tipo de relación de hombres y mujeres
amorosos, y con este tipo de promesas, el dolor, la desesperación y las frustraciones de este mundo
desaparecen, y esto lo creo de todo corazón. Las respuestas a nuestras dificultades proceden del
Evangelio, o del sacerdocio si lo prefieren, pero no son respuestas de hombre ni de mujer. Son
promesas para los fieles.
Un último ejemplo concreto que procede de una persona que no es de nuestra fe. El élder Dallin
H. Oaks me habló de esta inspiradora aplicación del tema de las elecciones y las obligaciones. Cuando
era un joven profesor de leyes, el élder Oaks estaba estrechamente relacionado con un miembro de la
Corte Suprema, Lewis M. Powell. La hija del juez Powell se acababa de graduar en una prestigiosa
facultad de derecho, tras lo cual dio comienzo a una exitosa práctica de la abogacía y a un matrimonio
casi simultáneo. Cierto tiempo después tuvo su primer hijo. Al hacerle una visita de cortesía como
amigo de la familia, el élder Oaks quedó gratamente sorprendido al descubrir a esta joven madre en
casa dedicando todo su tiempo a su hijo. Cuando le preguntó respecto a esta decisión, ella contestó:
"Bueno, alguna vez volveré a la abogacía, pero no de momento. Para mí la cuestión es sencilla.
Cualquiera puede cuidar de mis clientes, pero sólo yo puedo ser la madre de este niño". ¡Qué respuesta
tan incisiva para un asunto que ella consideraba tan sencillo! Y parece que así lo era, pues lo abordó en
términos no de derechos, sino principalmente de responsabilidades. Creo que el asunto no hubiera sido
tan sencillo si su actitud hubiese sido del tipo "es mi cuerpo", "es mi carrera" o "es mi vida", pero su
interés estaba en sus obligaciones. Cuando lo vemos de este modo, el asunto y la respuesta son claros.
Todos tenemos derechos y la libertad de luchar por ellos, y eso es lo que nos ha prometido el
Señor. Creo, entonces, que el punto crucial al que necesitamos llegar como hombres y mujeres Santos
de los Últimos Días es el de no permitirnos sentirnos forzados a elegir lo correcto, sino llegar a hacerlo
de nuestra propia libertad y deseo. En la obligación o en la fuerza residen el dolor, la frustración y la
depresión de los que tanto oímos hablar. Debiéramos buscar diligente y fielmente la luz que acelere
nuestro corazón y nuestra mente para desear de verdad los resultados de tomar decisiones correctas.
Debemos orar para ver como Dios ve, para girar el interruptor de nuestra mente y ver las cosas desde
una perspectiva eterna. Si con demasiada frecuencia prestamos atención a las voces del mundo,
llegaremos a estar confusos y contaminados. Debemos aferramos al Espíritu, lo cual requiere una
vigilancia diaria.

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En Gálatas 5 de la Nueva Traducción Inglesa hallamos esta conclusión:


"Vosotros, amigos míos, fuisteis llamados a ser hombres libres [o en otras palabras, tenéis
vuestros derechos]; solamente que no uséis la libertad [vuestros derechos] como ocasión para vuestra
naturaleza caída... Si continuáis luchando los unos con los otros, con uñas y dientes, no podéis esperar
sino vuestra mutua destrucción...
"Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre,
templanza. No nos hagamos vanagloriosos, irritándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros. Si el
Espíritu es la fuente de vida, dejemos que el Espíritu dirija nuestro camino" (Gálatas 5:13,22, 25-26).

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Capítulo 7

LOS MUCHOS
ROSTROS DE EVA
Vivimos en un mundo lleno de tensión en el que todas las personas parecen estar apuradas, preocupadas o ambas
cosas. Hay una mayor inquietud por lo que se espera de nosotras, por lo que debemos esperar de nosotras mismas y por
cómo podemos hallar el tiempo, la energía y los medios para hacerlo todo. Si es que vamos a tener éxito debemos estar
centradas y tener control de nuestra vida. Debemos poner orden en medio de este caos.

Antes de que como hijas de Eva lleguemos a florecer plenamente en nuestra feminidad, cada
una de nosotras luce una variedad de rostros en los diferentes papeles que representamos en el teatro
de la vida: hijas, madres, hermanas, esposas, vecinas y amigas, para nombrar unos pocos. Nuestros
rostros denotan caridad, envidia, paciencia, ansiedad, orgullo, humildad, generosidad, codicia, paz y
perplejidad. Estos retratos reflejan juntos la dicha y el pesar, y mediante este intercambio las líneas son
"finamente tejidas". Todas estamos aprendiendo la lenta y firme manera que Dios tiene de esculpir las
experiencias que no se nos pueden escapar "hasta que tengamos nuestro rostro".
¿Qué rostro es realmente el mío? ¿Cuál es mi papel en la vida? ¿Qué pasa si los rostros cambian
tan rápido y las demandas son tan grandes que nos cuesta saber quiénes somos en cada momento?
¿Cómo podemos aspirar jamás a tener el control en todo momento?
Permítanme intentar darles algo de alivio. Lo primero y más importante, si contemplamos de
cerca los numerosos reflejos de esos rostros, veremos siempre el interés infinito de Dios en el proceso
de hacernos lo que somos y lo que estamos llegando a ser. Vemos de qué manera gentil se arrodilla a
cepillar nuestro cabello o a secar una lágrima, cómo ajusta el ángulo de la luz y cómo obra Sus
maravillas con líneas, cicatrices y sombras. Con frecuencia nos susurra con dulzura para que
soportemos la dificultad o el desánimo, por lo que éstos puedan representar de iluminación y de
belleza eternas. Bajo Su mano, nuestra persona interior se convierte en la persona exterior y el Artista
da forma a Su imagen perfecta.
Mientras participamos en este proceso y reflexionamos en la santidad y la soledad, estas
percepciones e impresiones de nuestro Padre Celestial pueden darnos gran paz y propósito. Cuando
nos acercamos al alivio de estos momentos de adoración, nos resulta más fácil mantener esta
perspectiva y no sucumbir al torbellino constante de rostros, papeles y actividades. Con las
complejidades del rápido cambio en el mundo actual es fácil perder de vista nuestra perspectiva
divina, nuestro dolor y hasta el valor de nuestra viabilidad. En medio de las rigurosas exigencias de
todo ello puede que nos preguntemos si simplemente podemos sobrevivir y mucho menos triunfar.
David E. Shi ha escrito en su libro In Search of the Simple Life: "Los americanos de hoy día
viven inmersos en una 'desesperación apacible'. Bajo el atractivo y el brillo de la abundancia se
encuentra la molesta realidad de que los tres medicamentos recetados con más frecuencia [en
Norteamérica] son una medicina para la úlcera, un medicamento para tratar la hipertensión y un
tranquilizante" (Layton, Utah: Gibbs M. Smith, 1986,pág.l).
Vivimos en un mundo de mucha tensión en el que todas las personas parecen estar apuradas,
preocupadas o ambas cosas.
Hay presiones que exigen mucho de nuestro tiempo y parece haber una mayor inquietud por lo
que se espera de nosotras, por lo que debemos esperar de nosotras mismas y por cómo podemos hallar
el tiempo, la energía y los medios para hacerlo todo.
El azote de nuestro tiempo es la ansiedad. Quizás parte de nuestra ansiedad tenga su causa en
que, irónicamente, la abundancia y las bendiciones de nuestra época nos han proporcionado
oportunidades y elecciones que nuestros antepasados no habrían podido considerar jamás. Gracias a la

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automatización y a la tecnología tenemos más tiempo libre. Gracias a tener más conocimiento
disfrutamos de una salud mejor y de más energía, y al haber una afluencia mayor tenemos más
oportunidades de proporcionarnos crecimiento y experiencias especiales para nosotras mismas y para
nuestra familia. Nuestras madres, y sus madres antes que ellas, no podrían haber soñado con tal
libertad de escoger ni con la abundancia de tales decisiones.
Sin embargo, estas bendiciones contribuyen inmensamente a nuestra ansiedad cuando las
decisiones que enfrentamos implican un conflicto no sólo entre lo bueno y lo malo sino, con mayor
frecuencia, entre lo bueno y lo bueno. ¿Debo llevar a las niñas a una clase de ballet más o debo
apuntarme en un curso de "Cómo ser mejor madre"? ¿Paso la tarde con mi marido o me voy corriendo
a la capilla para escuchar el discurso sobre "Lo que todo hombre desea de su esposa"? Nos
preocupamos y nos preguntamos si deberíamos estudiar para tener relaciones más fructíferas o si
debemos dedicar el tiempo necesario a cultivarlas. ¿Quién está primero? ¿Nuestro esposo? ¿Nuestros
hijos? ¿La Iglesia? ¿Nuestros familiares? ¿Nuestros vecinos? ¿Los no miembros? ¿Los muertos? Y,
¿qué hay de nosotras mismas?
A veces no sabemos a dónde debemos volvernos ni qué tarea tenemos que hacer primero. Nos
sentimos frustradas, en ocasiones asustadas, y a menudo completamente fatigadas. Con demasiada
frecuencia podemos sentirnos casi totalmente fracasadas. ¿A dónde acudimos en busca de ayuda?
¿Cómo permanecer firmes y enfocadas? ¿Cómo permanecer centradas y asentadas en vez de indecisas
en una inconsciente masa de confusión? En resumen, ¿cómo poner orden en medio de este caos?
Yo elijo creer que el Señor no nos pone en este mundo triste y solitario sin un mapa para poder
sobrevivir. En Doctrina y Convenios 52:14 leemos: "Y además, os daré una norma en todas las cosas,
para que no seáis engañados". Nos ha dado normas en las Escrituras y nos ha dado normas en la
ceremonia del templo.
He escogido las normas del templo para compartir mi descubrimiento personal de los rostros
que se me ha pedido llevar, y suplico humildemente que a través de este compartir íntimo ustedes
hallen algunas hebras que poder aplicar en su búsqueda de su identidad personal y de su certeza eterna.
El templo es sumamente simbólico y se le ha llamado la universidad del Señor. Cada vez que
asisto al templo con la mente abierta aprendo continuamente; me esfuerzo por ejercitar, ahondar y
buscar un significado más profundo; busco paralelismos y símbolos, temas y motivos, tal y como lo
haría en una composición de Bach o de Mozart, y busco los modelos que se repiten.
Mi hábito de buscar símbolos sagrados y mi testimonio de encontrar respuestas a problemas
personales fue pasado de madre a hija, de hija a nieta, y de nieta a mí. He aprendido de generaciones
de hijas de Eva la estrecha relación existente entre nuestras dificultades temporales y el mundo
espiritual, y cómo unas ayudan al otro en lo que concierne a los que asisten al templo. Para que puedan
comprender mis profundos sentimientos al respecto he decidido compartir mi primera experiencia
sobre el sostén que es el poder del templo.
Yo tenía doce años y vivía en Enterprise, Utah, cuando mis padres fueron llamados como
obreros del Templo de St. George, a ochenta kilómetros de distancia. Al hablarme de su llamamiento,
mi madre me refirió lo que eran los templos, porqué la gente servía en ellos y las experiencias
espirituales que algunos de los santos habían tenido en esos edificios. Ciertamente, ella creía que los
mundos visible e invisible se combinaban y se entremezclaban en el templo. Mis deberes consistían en
ser dispensada temprano de la escuela una vez a la semana y darme prisa para llegar a casa y atender a
mis cinco revoltosos hermanos, el menor de los cuales estaba aprendiendo a caminar. Recuerdo
haberme quejado un día respecto a esa tarea y nunca olvidaré el poder con el que mi madre me dijo:
"Cuando papá y yo fuimos apartados para esta asignación se nos prometió que nuestra familia sería
bendecida, protegida y hasta 'asistida por los ángeles'".
Tiempo después, una tarde de uno de los días en que mis padres asistían al templo y en la que
yo me estaba sintiendo particularmente cansada de entretener a mis jóvenes responsabilidades, puse al
bebé en su cochecito y, junto con mis demás hermanos, fuimos caminando a visitar a mi abuela, quien
vivía a cinco calles.
Después de una calurosa bienvenida, la abuela sugirió que jugásemos en el césped mientras ella

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iba al mercado a comprarnos un refrigerio. Yo estaba entretenida con mis demás hermanos y no me di
cuenta de que el más pequeño había empezado a gatear detrás de la abuela. De repente y con gran
temor, me di cuenta de que no estaba a la vista. De manera instintiva corrí hacia el coche justo para ver
la rueda trasera pasar por encima de su pequeña cabeza y presionarla contra la gravilla. Presa del
pánico, grité con todas mis fuerzas. Mi abuela oyó el sonido característico, escuchó mi grito y supo de
inmediato lo que había pasado. Sin embargo, en vez de detener el vehículo, también ella se asustó y
dirigió de nuevo el coche por encima del bebé. Dos veces pasó la rueda enteramente por encima de la
cabeza de mi amado hermanito, quien estaba por completo bajo mi responsabilidad.
Los lamentos de dos voces histéricas llamaron pronto la atención de mi abuelo, el cual salió de
la casa y tomó al bebé (a quien mi abuela y yo dábamos por muerto), y condujo el coche
frenéticamente por veinticinco kilómetros hasta el médico más cercano. Yo lloraba y oraba, oraba y
lloraba. Sin embargo, los niños recuerdan las promesas aun cuando los adultos puedan haberlas
olvidado, y de manera asombrosa me calmé y fui consolada al recordar las palabras relativas a ser
"asistida por los ángeles".
Tras lo que pareció ser una eternidad, mis abuelos llamaron e informaron que el bebé se
encontraba bien. Tenía el rostro bastante arañado donde la llanta le había herido la cabeza y la mejilla,
pero no tenía daño craneal alguno, aunque yo había visto claramente y por dos veces la fuerza de la
rueda sobre su cabeza.
A los doce años de edad uno no puede saber muchas cosas espirituales. Especialmente yo
desconocía lo que pasaba en el templo de Dios, pero gracias a mi experiencia supe que era un lugar
sagrado y que en sus inmediaciones había, con aprobación y protección, ángeles celestiales. Supe algo
relativo a la ayuda celestial del otro lado del velo.
En Doctrina y Convenios 109, la sección que nos enseña en cuanto a la santidad del templo,
leemos en el versículo 22: "Te rogamos, Padre Santo, que tus siervos salgan de esta casa armados con
tu poder, y que tu nombre esté sobre ellos, y los rodee tu gloria, y tus ángeles los guarden".
Ésta es una promesa poderosa para aquellas mujeres que se sientan abrumadas por las presiones
y la tensión del diario vivir, un poder y una promesa con la que me tropecé por primera vez a los doce
años de edad. Ahora, con las muchas experiencias que he tenido desde entonces, puedo declarar que es
verdad. El templo nos da protección, así como normas y promesas que pueden encauzarnos,
fortalecernos y estabilizarnos, sin importar lo inquietante del momento. Si dominamos los principios
que se enseñan allí, recibiremos la promesa que el Señor nos dio por medio de Isaías: "Y lo [o la]
hincaré como clavo en lugar firme" (Isaías 22:23).
A menudo el Señor permite que nos veamos sumidas en la confusión antes de que el maestro
que mora en nosotras siga el camino que aligera nuestro sendero. Jeff y yo éramos una pareja de
jóvenes estudiantes graduados, casados, con dos bebés y con fuertes asignaciones en la Iglesia, cuando
el presidente Harold B. Lee compartió su consejo como profeta relativo al "orden en el caos". Un
médico inquieto, preocupado porque a causa de su profesión y de las responsabilidades en la Iglesia,
estaba descuidando a su hijo, le preguntó al presidente Lee: "¿Cómo debo administrar el tiempo? ¿Qué
es lo más importante de la vida? ¿Qué hago para hacerlo todo?". El presidente Lee le contestó: "La
primera responsabilidad de un hombre es para consigo mismo, luego para con su familia y después
para con la Iglesia, siendo conscientes de que tenemos responsabilidades en nuestras profesiones, en
las cuales también debemos sobresalir". Entonces hizo hincapié en que un hombre debe primero cuidar
de su propia salud, tanto física como emocional, antes de poder ser una bendición para otras personas.
Cuando era joven luché contra este consejo, por considerar cuidadosamente que cuando una se
preocupa primero de sí misma se arriesga a perderse en perjuicio de los demás. Con el transcurso de
los años, he visto cómo la verdad del consejo del presidente Lee encajaba perfectamente en el orden
del que se habla en el templo. El templo enseña prioridades, orden, crecimiento, gozo y cumplimiento.
Consideren las siguientes enseñanzas del templo (he tomado las palabras de las Escrituras para no
tratar inapropiadamente las cosas sagradas).
En el cuarto capítulo de Abraham, los Dioses proyectan la creación de la tierra y toda vida sobre
ella. En estos planes, que son expuestos en treinta y un versículos, la palabra o la derivación de la

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palabra orden aparece en dieciséis ocasiones. Los Dioses organizan y dan orden a toda cosa viviente:
"Y los Dioses dijeron: Haremos todo lo que hemos dicho y los organizaremos; y he aquí, serán
obedientes" (Abraham 4:31). Si vamos a ser como los Dioses, comenzaremos por el orden,
decidiremos obedecer las leyes y los principios del cielo, lo cuales conducen al orden.
Una de las primeras verdades que se enseña en el templo es la de que "cada cosa viviente
cumplirá con la medida de su creación". ¡Qué mandamiento tan poderoso! Considérenlo a la luz del
consejo del presidente Lee. Debo admitir que la primera vez que oí esta directiva pensé que sólo se
refería a la procreación, a tener descendencia o progenie. Estoy segura de que ésta es la parte más
importante de su significado, pero mucha de la ceremonia del templo es simbólica, por lo que es
seguro que hay multitud de significados implícitos en esa declaración. ¿De qué otras maneras cumple
una mujer con la medida de su creación? ¿Cómo llega a ser todo lo que sus Padres Celestiales quieren
que sea? El crecimiento, el cumplimiento, el alcance y el desarrollo de nuestros talentos es parte del
proceso de llegar a ser como Dios, la "medida [definitiva] de nuestra creación".
¿Cómo podemos ser esposas, madres, misioneras, obreras del templo, ciudadanas o vecinas de
éxito si no estamos dando lo mejor de nosotras mismas en estas tareas? Ciertamente, por eso dijo el
presidente Lee que necesitamos ser fuertes física y emocionalmente para poder ayudar a otras personas
a serlo también. Ése es el orden de la creación.
A cualquiera que lea un periódico o una revista se le está recordando constantemente que una
dieta apropiada, el hacer ejercicio apropiado y el buen descanso contribuyen al aumento de nuestras
aptitudes y de la duración de nuestra vida. Pero demasiadas de nosotras llegamos a posponer incluso
esfuerzos mínimos como el pensar en nuestra familia o en nuestros vecinos, por lo que nuestras otras
muchas responsabilidades llegan a ocupar el primer lugar. Al obrar así arriesgamos aquello que estas
personas necesitan más: nuestro yo más saludable, más feliz y más cordial. Cuando nos pidan pan no
estemos tan cansadas y enfermas como para darles una piedra.
Para mí el asunto consiste en aceptar que bien valemos el tiempo y el esfuerzo que requiere el
lograr la plena medida de nuestra creación, y creer que no todo es egoísta, que está equivocado o que
es malo. De hecho, es esencial para nuestro desarrollo espiritual.
Mi hijo mayor intentó enseñarme este principio hace algunos años. No me encontraba bien un
día que había prometido llevarle al jardín zoológico, cuando por aquel entonces él tenía tres años. A
medida que aumentaban mis dolores le dije finalmente llena de exasperación: "Matthew, no sé si
debemos ir al zoológico y cuidar de ti, o si debemos quedarnos en casa y cuidar de mamá". Él me miró
por un instante con sus grandes ojos marrones y dijo enfáticamente: "Mamá, creo que tú debes cuidar
de ti para que tú puedas cuidar de mí". Fue lo bastante sabio, aun a esa edad, para saber cómo
beneficiar sus intereses en última instancia. A menos que cuidemos de nosotras mismas resulta
virtualmente imposible cuidar de manera adecuada de los demás.
Los expertos en medicina están confirmando, gracias al estudio de personas preocupadas en
exceso y sobrecargadas de trabajo, que muchas enfermedades están relacionadas con el estrés. Por
tanto, la pregunta básica a hacerse mientras servimos desinteresadamente a los demás es: ¿Cuánto
estrés es demasiado? ¿Cuándo se convierte éste en contraproductivo? Jennifer James, ex miembro del
Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Washington, nos da algunas sugerencias: "Todos
necesitamos cierta cantidad de tensión corporal para mantenernos en forma. Pero, ¿cuánto es
demasiado? ¿Se han hecho un examen últimamente? ¿Cómo se sienten? ¿Cuan rígido tienen el cuello?
¿Y los hombros? ¿Pueden encontrar el equilibrio? ¿Están centrados? ¿Se sienten irritables? ¿Le han
gritado a alguien últimamente? ¿Qué tal el estómago? El estómago siempre les dirá la verdad, a menos
que le den un antiácido y le enseñen a mentir. Sabemos reconocer cuándo estamos tensos, pero a veces
no le hacemos caso; la pregunta es ¿porqué?- .
"Sabemos que el ejercicio nos alivia la tensión de manera casi instantánea. Sabemos que si
dejamos de tomar cafeína y azúcar, si dejamos de fumar y de trabajar demasiado, podremos aliviar la
tensión. Pero escogemos no hacerlo.
"Algunas personas creen que alguien más se hará cargo de la responsabilidad —sus padres,
amigos, el cónyuge, o quizás la naturaleza misma. Pero si no se cuidan a sí mismos, nadie más lo hará.

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¿Cuál es su elección? ¿Por qué están eligiendo no cuidarse de las tensiones? ¿Creen que no merecen
sentirse mejor? Lo merecen" (Success Is the Quality of Your Journey [Nueva York: Newmarket Press,
1986], pág. 23).
Nuestro médico en Provo, quien es también uno de mis líderes en la estaca, me dio una
reprimenda un día cuando notó que una de mis últimas prioridades era el cuidar de mí misma. Me
miró fijamente a los ojos y me pidió que recordase las promesas hechas en la investidura y que
pensase en las promesas de las ordenanzas preparatorias. Nuestros hijos y los hijos de ellos, así como
toda nuestra posteridad, dependen en gran medida de nuestra salud física. El cuidado de nuestra salud
es entonces un requisito previo para la segunda prioridad del presidente Lee: la salud emocional.
Hemos sido creadas para llegar a ser como dioses, lo cual significa que tenemos inherentes en
nosotras ciertos atributos cristianos, el mayor de los cuales es la caridad. La clave para la salud
emocional es la caridad, el amor. El gozo proviene de amar y ser amado. Cuando ponemos a trabajar
este atributo divino en nuestros sentimientos por nuestra familia, nuestro prójimo, nuestro Dios y
nosotras mismas, sentimos gozo. Cuando queda inmovilizado por el conflicto con otras personas, con
Dios o con nosotras mismas, paralizamos nuestro crecimiento y nos deprimimos en nuestra actitud.
La depresión, el conflicto o el negativismo suelen ser un mensaje de que no estamos creciendo
hacia la plena medida que Dios ha concebido para nosotras. Nuestro dolor, el dolor emocional, es una
demanda de que paremos y dediquemos algo de tiempo a cambiar nuestra vida porque nos estamos
desviando de nuestro rumbo. Como el élder Richard L. Evans solia decir: "¿Cuál es el propósito de
todo este ir y venir si estamos en el camino equivocado?". Por supuesto que todas nos vamos por el
camino equivocado de vez en cuando, todas tenemos conflictos, nos desanimamos, y algunas veces
cometemos errores. Pero me encantan estas palabras de la hermana Teres Lizia: "Si estamos
dispuestos a soportar con serenidad la prueba de [la decepción y la debilidad personales] seremos
entonces un placentero lugar de refugio para Jesús". La palabra clave es serenidad. Si soportamos
nuestras debilidades y errores, nuestros sentimientos heridos y nuestra aprensión de manera serena, si
aceptamos los momentos de desánimo y aprendemos de ellos, éstos pasarán y no volverán tan a
menudo.
Actualmente recibimos mensajes confusos de que los sentimientos de amor hacia uno mismo y
de valor personal son manifestaciones de egoísmo y vanidad. Sin embargo, sé por experiencia propia
que cuando no me acepto plenamente a mí misma con todos mis defectos, tachas e imperfecciones,
estoy coja en mi caridad hacia Dios y hacia mi prójimo. Permítanme animarlas para que no se sientan
culpables en sus buenas aspiraciones de amor propio, el cual viene en parte a través de una aceptación
y un reconocimiento propio sinceros.
Quizás todas estemos de acuerdo con esta premisa, aunque no tengamos la certeza en cuanto al
proceso de lograrla. Me resulta más fácil entenderlo cuando la veo aplicada a otra persona. Por
ejemplo, comienzo a amar a mi prójimo cuando doy lugar a experiencias que me permiten llegar a
conocerla y entender porqué actúa y reacciona de esa manera ante diferentes circunstancias. Cuanto
más la conozco, más la entiendo. Mi conocimiento de Dios aumenta también cuando paso más tiempo
con Él en oración, en Sus santas Escrituras y en Su servicio; y cuanto más le conozco y le entiendo,
más le amo.
Este mismo principio se aplica a nosotras. El amarnos apropiadamente a nosotras mismas
requiere que nos observemos en profundidad, de manera honrada y serena, tal y como sugiere la
hermana Teres; requiere echar un vistazo amoroso tanto a lo bueno como a lo malo. Cuanto más
entendamos y sepamos, más amaremos.
Nuestro Padre Celestial nos necesita como somos, como vamos a llegar a ser. De manera
intencionada nos ha hecho diferentes las unas de las otras para que aun con nuestras imperfecciones
podamos cumplir con Sus propósitos. Sufro mi mayor decepción cuando siento que tengo que encajar
en lo que los demás están haciendo o en lo que pienso que los demás esperan de mí. Soy muy feliz
cuando estoy cómodamente siendo quien realmente soy e intento hacer lo que mi Padre Celestial y yo
esperamos de mi persona.
Durante muchos años intenté contrastar a la con frecuencia apacible, reflexiva y pensativa Pat

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Holland con el robusto, impetuoso, hablador y energético Jeff Holland y otras personas semejantes. He
aprendido, a través de numerosos fracasos, que no se puede ser dichosa siendo impetuosa, si en
realidad uno es una persona impetuosa, pues es una contradicción. He dejado de verme como alguien
con imperfecciones porque mi nivel de energía sea menor que el de Jeff o no hable tanto ni tan rápido
como él. El librarme de esto me ha permitido aceptarme y regocijarme, según mi propia forma de ser y
mi personalidad, en la medida de mi creación. Irónicamente, ello me ha permitido admirar y disfrutar
todavía más de la exuberancia de Jeff.
En algún momento y de algún modo, el Señor "me ha dado el aviso" de que mi personalidad fue
creada para encajar de manera precisa en la misión y los talentos que Él me dio. Por ejemplo, el
apacible y tranquilo talento de tocar el piano revela mucho de la Pat Holland real. Nunca habría
aprendido a tocar el piano si no hubiera disfrutado de las largas horas de soledad requeridas para el
desarrollo de dicho talento. Este mismo principio se aplica a mi amor por escribir, leer, meditar y,
especialmente, enseñar y hablar con mis hijos. Milagrosamente he descubierto que tengo una
numerosa cantidad de fuentes de energía inéditas para ser yo misma. Pero en el momento en que me
permito imitar a mi prójimo me siento quebrada, fatigada y empiezo a nadar contra corriente. Cuando
frustramos el plan que Dios tiene para nosotras privamos al mundo y al reino de Dios de nuestras
contribuciones exclusivas, y un cisma serio se asienta en nuestra alma. Dios nunca nos ha dado tarea
alguna que sobrepase nuestra habilidad para cumplir con ella. Simplemente, tenemos que estar
dispuestas a hacerla a nuestra manera. Siempre tendremos recursos suficientes para ser quienes somos
y lo que podemos llegar a ser.
El conocimiento de una misma no es algo egoísta, es un viaje espiritual prioritario. Pablo nos
exhorta: "Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os
conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros" (2 Corintios 13:5). Cada una de nosotras
debe prepararse ahora mismo para intensificar su propio viaje interior. En ninguna otra estructura ni
lugar podemos recibir una luz más brillante y que ilumine nuestra autorealización como la que
recibimos en el templo. Al ir a él con frecuencia el Señor nos enseñará que hemos sido creadas para
que podamos tener gozo, y el gozo viene al abrazar la verdadera medida de nuestra creación.
En Doctrina y Convenios leemos: "Y concede, Padre Santo, que todos los que adoren en esta
casa aprendan palabras de sabiduría... y que crezcan en ti y reciban la plenitud del Espíritu Santo; y se
organicen de acuerdo con tus leyes y se preparen para recibir cuanto sea necesario" (D&C 109:14-15).
Después de nuestra salud física y emocional, nuestra siguiente prioridad es la familia, y una
familia Santo de los Últimos Días comienza allí donde termina: con un hombre y una mujer unidos en
el templo del Señor. En el templo llegamos a entender que "en el Señor, ni el varón es sin la mujer, ni
la mujer sin el varón" (1 Corintios 11:11). En Abraham 4:27 leemos: "De modo que los Dioses
descendieron para organizar al hombre a su propia imagen, para formarlo a imagen de los Dioses, para
formarlos varón y hembra". Se requiere tanto del hombre como de la mujer para tener la imagen
completa de Dios.
Cuando Jeff y yo nos casamos, nos convertimos en una entidad nueva. Juntos, Jeff, con toda su
masculinidad, y yo, con toda mi feminidad, creamos un todo nuevo y completo. Cuando estamos
integrados, Jeff comparte mi feminidad y yo comparto su masculinidad, por lo que el todo,
inseparablemente unido, es mayor que la suma de las partes. Pero Satanás no quiere que seamos uno,
él sabe que el matrimonio en su unidad y totalidad tiene gran poder, por lo que insiste insidiosamente
en la independencia, en la individualización y en la autonomía; con lo que finalmente el cuerpo se
fragmenta, se rompe.
Permítanme compartir un pensamiento de Madeleine L'Engle: "La relación original entre el
hombre y la mujer era la de un cumplimiento y gozo mutuos, pero para nuestra desgracia esa relación
se rompió y se volvió una relación de sospecha, de guerra, de falta de entendimiento y de exclusión, y
no será restaurada hasta el fin de los tiempos. No obstante, se nos dan bastantes oportunidades de
vislumbrar la relación original para que seamos capaces de regocijarnos en nuestra participación" (The
Irrational Season [Nueva York]: The Seabury Press, 1977], pág.9).
Tengo en mente dos perspectivas que contribuyen a mantener la unidad de Pat y de Jeff

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Holland.
La primera es que ambos somos compañeros iguales, plenos, en desarrollo y colaboradores. La
mayoría de nuestro movimiento juntos es lateral. Nos movemos de un lado al otro, juntos,
simultáneamente, como un yugo de dos bueyes. Pero hay momentos en los que, para el beneficio de un
progreso y un desarrollo divinos, yo sigo a mi esposo en una relación vertical. La casa de Dios es una
casa de orden. Siempre hacemos cola detrás de alguien en el camino recto que conduce a la bendición
eterna. Me siento muy agradecida por hacer cola con Jeff.
Gran parte del tiempo actúo de manera autónoma e independiente; de hecho, Jeff estará de
acuerdo conmigo en que soy la mujer más independiente que conoce. Pero cuando damos pasos
grandes, e incluso hasta los pequeños, cuando estoy preocupada por los niños o por mis asignaciones
de la Iglesia, o cuando sufro debilidad y dolor, entonces escucho y obedezco el consejo de mi marido
porque sé que él escucha y obedece el consejo de nuestro Padre. Sé que ése es el orden de los cielos.
Si Dios nos creó para ser uno juntos, debemos ser el número uno para nuestro cónyuge. "Pero al
principio de la creación, varón y hembra los hizo Dios. Por esto dejará el hombre a su padre y a su
madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne" (Marcos 10:6-8).
Creo firmemente que mi esposo está primero, antes que los amigos, mi padre, mi madre, la
comunidad, la Iglesia e incluso los hijos. Estuvimos juntos al comienzo de nuestro matrimonio, solos,
y si es la voluntad del cielo, estaremos juntos hasta el final. Afortunadamente pienso que ambos hemos
madurado lo suficiente como para darnos cuenta de cuándo las necesidades de los niños han sustituido
las nuestras; aunque ahora nuestros hijos nos afirman que lo mejor que jamás hicimos por ellos, la
mayor seguridad de la que han disfrutado, fue nuestro amor y nuestro interés el uno por el otro.
Cuando nuestra hija Mary tenía cerca de nueve años se percató de manera sensible de que tanto
Jeff como yo parecíamos estar tan agotados y al límite de nuestra paciencia, que un día nos dijo:
"Mamá, llegó otra vez el momento. Toma a papá y salgan juntos". Los niños reconocen que el tiempo
que pasamos juntos es una de las cosas más reconfortantes y redentoras que podemos hacer tanto por
ellos como por nosotros.
Me gusta el mandato que el Señor dio a Emma Smith, y a todas las esposas: "Y el oficio de tu
llamamiento consistirá en ser un consuelo para mi siervo... tu marido, en sus tribulaciones, con
palabras consoladoras, con el espíritu de mansedumbre" (D&C 25:5). Siento que estoy en el pináculo
de mi creación cuando consuelo y alivio a mi esposo. No hay nada más recompensante ni que me dé
más dicha. Los sonidos más dulces que escucho proceden de Jeff cuando me susurra: "Eres mi ancla,
mis cimientos, mi fortaleza. Nunca podría haber hecho esto sin ti".
De igual modo me encanta el consejo de Pablo a todos los esposos: "Así también los maridos
deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama.
Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a
la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos" (Efesios 5:28-30).
Segundo, los matrimonios se han constituido para procrear, para tener posteridad, para tener
dicha y regocijarnos en ello. Entonces, una parte crucial de cualquier prioridad en el matrimonio son
los niños, aun cuando reconozco que algunas parejas no han sido bendecidas con esa oportunidad. De
hecho, la mayor parte de mi ansiedad en la vida gira entorno a mis hijos. Debido a que el mundo en el
que vivo está tan lleno de complejidades y de desafíos, temo y tiemblo con frecuencia al pensar en los
problemas que mis hijos tendrán que enfrentar. Ya estamos viendo las señales de los tiempos. Enoc
tuvo visiones del futuro, vio nuestros problemas y tribulaciones, vio que "desfallecía el corazón de los
hombres mientras esperaban con temor" (Moisés 7:58-69).
Jeff y yo estamos de acuerdo en que tras nuestro propio esfuerzo hacia la espiritualidad
individual y matrimonial, nuestra mayor prioridad espiritual es la de una paternidad concienzuda y
devota, para ver que nuestros hijos "no [tengan] temor de malas noticias; [que] su corazón está firme,
confiado en Jehová" (Salmos 112:7). Hemos resuelto que nuestros hijos serán pacíficos, firmes y que
confiarán en el Señor, por lo menos en gran parte, en la medida en que sus padres sean pacíficos,
firmes y confíen en el Señor. Creo que la influencia más poderosa en la vida de un niño es el imitar,
especialmente el imitar a un padre. Si estamos apresurados y preocupados, o de algún modo

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desequilibrados, de seguro que nuestros hijos andarán apresurados, estarán preocupados y


desequilibrados.
El vivir de manera tranquila y fortalecedora para nuestros hijos requiere tiempo, un tiempo
apacible, amoroso y centrado. Esto implica aprender a decir no a algunas de las otras demandas que
vienen conjuntamente, sin llegar a sentirnos culpables. Todavía no he aprendido a hacerlo todo, pero
con la increíble práctica que he tenido en el transcurso de los años he llegado a ser una experta en
decir no sin sentirme culpable. Casi cada día recibo una o dos invitaciones importantes para discursar,
pero una persona no puede hacer tanto. Jeff y yo tomamos decisiones juntos e intentamos apartar de
manera apropiada un tiempo proporcional para nosotros, para cada uno, para nuestros hijos, nuestras
responsabilidades en la Iglesia y para la comunidad. Es bastante como para intentar ponerse a hacer
malabarismos.
Así que he aprendido a decir no a ciertas cosas para poder decir sí a otras. El sí más importante
que podamos decir a nuestros hijos es: "Sí, tengo tiempo para ti". Para mí eso implica tanto cantidad
como calidad de tiempo.
Pasé dos años maravillosos sirviendo como consejera en la Presidencia General de las Mujeres
Jóvenes de la Iglesia. Tengo muchas razones para estar agradecida al Señor por haberme llamado fuera
del hogar durante esos dos años de servicio, pues pude contribuir a la vida de niños que quizás no
tengan las ventajas de las que disfrutamos en nuestro hogar, al mismo tiempo que mi esposo y mis
hijos aprendieron acerca de la importancia del sacrificio, del servirse unos a otros, así como del gozo
de saber que Cristo nos compensará y nos llevará cuando seamos llamados de acuerdo con Sus
propósitos.
El tener la oportunidad de servir fuera de casa a jornada completa también me enseñó algo
respecto a los desafíos que surgen cuando intentamos hacer malabarismos con la familia y las
expectativas del lugar de trabajo. Soy consciente de las tareas que enfrentan las mujeres que tienen que
trabajar mientras los hijos todavía están en el hogar. No estoy juzgando ni deseo ofender a nadie en
este asunto tan difícil y delicado, pero sé que a través de mi experiencia el Señor me enseñó lecciones
valiosas en cuanto a las necesidades de mis hijos.
La gente que trabaja y que tiene éxito se coloca a sí misma en una posición de incremento de
sus obligaciones. A medida que mis meses de servicio avanzaban, comencé a ver cómo esas demandas
crecían rápidamente y paralelas a mis responsabilidades como esposa y madre. Tal y como ha escrito
Deborah Fallows: "Cuanto más 'exitosa' sea la posición en términos de prestigio, poder, dinero y
responsabilidad, tanto más rutinaria y represora puede ser su tiranía" (A Mother's Work [Boston:
Houghton Mifflin, 1985], págs. 18-19). Es más fácil pedir a nuestros hijos, desde el lugar de trabajo,
que se sujeten a las exigencias de nuestro horario, que pedirle a nuestro jefe que lo haga él. Los niños
no han aprendido todavía a hablar en favor de sus necesidades.
Una tarde, mi hija Mary llegó de la escuela un poco más temprano de lo habitual. Si yo hubiera
estado en Salt Lake City no habría estado en casa para recibirla, pero aquel día el Señor me puso
donde más iba a ser necesitada. Ella entró en la cocina llorando a causa de una conversación que había
tenido con unas amigas y una maestra acerca de unos asuntos muy polémicos; todo lo cual originó la
experiencia más cálida, íntima e iluminadora que jamás hayamos tenido en sus años de adolescencia,
hasta el punto de hacerle decir de manera espontánea: "¿Sabes, mamá? Si no hubieses estado en casa
no habríamos tenido nunca esta conversación, porque no habría tenido la necesidad de hablar después
de comer algo y de ver un poco la televisión".
Dado que la conversación había tenido que ver con virtudes y valores que son increíblemente
importantes, he dado las gracias al Señor con frecuencia por aquel momento tan singular. Nuestros
mejores momentos de calidad con nuestros hijos suelen ocurrir no cuando estamos preparadas e
intentamos tenerlos, sino que vienen por sorpresa, como episodios fugaces que no podríamos haber
anticipado. Si somos afortunadas, estaremos allí preparadas para aprovechar esos momentos.
El tener que estar lejos de mis hijos por largas horas durante dos años, me ayudó a entender que
cuando uno de ellos está abrumado, confuso o en dificultades, hay una forma inequívoca en la que
responderé como madre, diferente a como lo haría una niñera, una amiga o hasta su abuela, sin

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importar lo amorosas que sean o lo llenas de confianza que estén. Irónicamente, fue por medio del
servicio en un programa de la Iglesia que aprendí a apreciar plenamente que nadie puede ser madre de
mis hijos tan bien como yo, y que mi mayor responsabilidad y gozo es ser esposa y madre en mi
propio hogar.
Deborah Fallows resume mis sentimientos de manera exacta: "Para estar a la altura de mi
modelo de madre responsable, tengo que conocer [a mis hijos] tan bien como me sea posible, y verles
en muchos ambientes y situaciones diferentes para saber mejor cómo ayudarles a crecer, mediante el
consuelo, el dejarlos solos, el disciplinarles, el disfrutar de su compañía, siendo seria pero no
agobiante. Lo que necesito es pasar tiempo con ellos, en cantidad, y no [sólo] en 'calidad' " (Ibídem,
pág. 16).
Un psicólogo destacado, Scott Peck, ha escrito: "Los padres que dedican tiempo a sus hijos aun
sin que lo exijan ciertas fechorías notorias, se darán cuenta de que hay en ellos necesidades sutiles de
disciplina, a las cuales responderán con una urgencia, una reprimenda, una frase o una alabanza
amables, administradas todas ellas con cuidado y reflexión. Observarán cómo sus hijos comen
pasteles, cómo estudian o cuándo dicen pequeñas mentiras para escapar de los problemas más bien que
enfrentarse a ellos. Tomarán el tiempo para hacer pequeñas correcciones y ajustes, para escuchar a sus
hijos, para responderles, para ajustar aquí y aflojar allá, para darles pequeños discursos, contarles
relatos breves, darles abrazos y besarles, para darles pequeñas amonestaciones y unas palmaditas en la
espalda" (The Road Less Traveled [Nueva York: Touchstone, 1978], pág 23).
Esencial para la salud mental de todo niño es el sentimiento de "Soy de valor". La manera en
que decidimos pasar el tiempo revela a nuestros hijos lo valiosos que son para nosotros. De este modo
los niños otorgan a sus padres el mayor de los desarrollos espirituales. Nuestros hijos son los
conejillos de indias que nos permitirán ser padres eternos.
La prioridad final de nuestra espiritualidad tiene que ver con la edificación del reino de Dios.
Siempre intento recordar que todas nuestras responsabilidades importantes están relacionadas entre sí,
que la Iglesia es una estructura terrenal proporcionada para ayudarme en mi responsabilidad eterna
para con mi Dios, mi familia y las demás personas sobre las que tengo una influencia positiva, tanto
los aún en vida como los que han muerto. La Iglesia me ayuda tanto en esas responsabilidades, que
estoy más dispuesta a aguardar mi turno para hacer mi parte a la hora de ayudar a los demás en su
progreso.
Por supuesto que el Señor sabe que nuestro servicio en la Iglesia, además de ser una bendición y
una ayuda para otras personas, incrementa nuestro propio desarrollo. Reconozco plenamente que a
causa de mi servicio en la Iglesia he comenzado a desarrollar talentos que desconocía tener, como el
de hablar, escribir, enseñar, dirigir música, aprender y, especialmente, amar; pero, por encima de todo,
la Iglesia me da una estructura en la que desarrollar mi atributo divino de la caridad.
A veces el elegir entre la familia y la Iglesia es la más difícil de todas las decisiones a las que
nos enfrentamos. Pero también aquí nuestros profetas nos han dado pautas para decidir lo que es
esencial y lo que es secundario. Cuando todo hogar esté establecido según el modelo del templo, "una
casa de oración, una casa de ayuno, una casa de fe, una casa de instrucción, una casa de gloria, una
casa de orden, una casa de Dios" (D&C 109:8), entonces vendrá el reino de Dios. Pero debido a que
ninguna de nosotras ni de nuestros hogares ha llegado aún a la perfección, y a causa de que muchas
mujeres están comenzando a dar sus primeros pasos con menos privilegios de los que han tenido
algunas otras, nos extendemos por toda la estructura y los programas de la Iglesia para enseñar,
bendecir, y sacrificarnos por otras personas que no son de nuestra propia familia hasta que seamos
iguales en todas las cosas. Todas somos bendecidas enormemente por nuestro servicio en la Iglesia. Es
la manera más beneficiosa que tenemos de guardar los dos mandamientos: amar a Dios y a nuestro
prójimo como a nosotras mismas.
Permítanme finalizar tal y como empecé, para completar el círculo. He compartido de manera
muy personal mi perspectiva sobre la organización y el orden que las enseñanzas del templo me han
dado, pero no con la idea de que la vida de ustedes deba ser a semejanza de la de Pat Holland, pues
cada una de nosotras sólo hallará paz al cumplir con la medida de su propia creación. Mi deseo es

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meramente que haya sido capaz de hacer detonar el proceso de sus pensamientos a la hora de
establecer prioridades para su propia vida. Espero que este mensaje haya creado en cada una de
nosotras el deseo de destacar mentalmente nuestro propósito en la vida para que no seamos presa fácil
de las pequeñas preocupaciones, temores, y debilidades, ni de los fracasos, los retrocesos y las
tristezas temporales. Pueden ver que, al igual que ustedes, he tenido esos días maravillosos en los que
una se despierta con un sentimiento cálido y agradable, con un sentimiento de propósito y de paz de
que todo está bien. Pero las tensiones dinámicas están obrando dentro de cada una de nosotras. Las
cargas del misterio, del descontento divino y del malestar interior nos mantienen alejadas de la
complacencia, dando origen a una energía cristiana en busca de una nueva verdad.
En esos días en los que me siento descentrada, desenfocada o desequilibrada, cuando siento que
no tengo tiempo suficiente, perspectiva interior ni fuerza para solucionar mis problemas; sé que el
consuelo se encuentra muy cerca, en el templo. Antes de ir al templo me retiro a un cuarto privado de
mi hogar, donde me haya ido acercando a mi Padre Celestial por medio de la oración frecuente; allí me
arrodillo y expreso mis más profundos sentimientos de amor y de gratitud. También derramo sobre Él
mis problemas, uno por uno, poniendo cada carga y toda decisión a los pies del Señor. Al estar así
preparada me alejo de este mundo de modas, de frenesí y de imitaciones para ir a la Casa del Señor.
Allí, vestida de blanco al igual que mi prójimo, y sin ventanas ni relojes que me distraigan, soy capaz
de ver este mundo de manera objetiva. Allí recuerdo que la esencia de esta vida es un viaje del espíritu
hacia una esfera más elevada y más santa, recuerdo que el éxito de mi viaje depende de mi cercamía a
los pasos secuenciales que Dios ha puesto en mi mapa individual de carreteras.
Mientras sirvo a otra hermana en el templo, alguien que no ha tenido mis privilegios durante su
vida, tengo tiempo para estar a solas, para orar en privado y meditar. Tengo tiempo para escuchar y
contemplar los pasos que puedo dar, los pasos indicados para mí. A menudo el Señor me muestra
cómo tomar decisiones de manera eficaz entre lo bueno y lo malo, y entre lo bueno y lo bueno. Me
bendice para que pueda ver lo que es esencial y lo que es secundario. Me siento consolada a pesar de
mis desánimos y soy capaz de ver esos momentos como meros mensajes que me guían de regreso a mi
destino individual. Si el señor en Su amor y gracia hace esto por mí, ¡les testifico que también lo hará
por ustedes!
Somos hijas de Padres Celestiales que nos han invitado a un viaje para llegar a ser como ellos.
A una sombra de distancia nos han preparado un hogar al que podemos ir y recordar que hay gozo en
este viaje, que nuestros caminos tienen un propósito y que la vida puede ser vivida tan amorosamente
en la tierra como en el cielo. Que todos nuestros rostros —nuestros muchos rostros de Eva— reflejen
el espíritu radiante del Señor y la gran gloria de Dios que es nuestra.

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Capítulo 8

CON TU ROSTRO
PUESTO EN EL HIJO
Todas somos hijas de Eva, tanto si estamos casadas como
solteras, tanto si somos madres como si no tenemos hijos.
Somos creadas a imagen de Dios para llegar a ser diosas.
Podemos darnos algo de ese prototipo maternal las unas a
las otras y a las que vengan detrás de nosotras.
Cualesquiera que sean nuestras circunstancias, podemos
extender nuestra mano, tocar, sostener, elevar y nutrir,
pero no podemos hacerlo aisladamente. Necesitamos una
comunidad de hermanas que consuelen el alma y venden
las heridas de la fragmentación.

Tras mi relevo de la Presidencia General de las Mujeres Jóvenes en abril de 1986, tuve la
oportunidad de disfrutar de una semana en Israel. Aquellos dos años habían sido muy difíciles y
habían exigido mucho de mí. El ser una buena madre, junto con la gran cantidad de tiempo que se
necesita para tener éxito en dicha tarea, había sido mi prioridad principal, por lo que intenté ser madre
de jornada completa para un niño de primaria, una chica de secundaria y para un hijo que se estaba
preparando para servir una misión. Intenté también ser una esposa de jornada completa para un
atareado rector de universidad. También me había esforzado por ser una buena consejera de jornada
completa en la Presidencia General, tanto como me lo permitían los ochenta kilómetros de distancia
que me separaban del despacho. Pero en un momento tan importante de formación de principios y de
comienzo de programas, me preocupaba el no estar haciendo lo suficiente, por lo que intenté correr un
poco más rápido.
Hacia el final de mis dos años de servicio, mi salud se estaba resquebrajando. Perdía peso de
forma regular y no podía dormir bien. Mi esposo y mis hijos intentaban ayudarme a la par que yo
intentaba ayudarles a ellos, por lo que todos estábamos exhaustos. Aun así continuaba preguntándome
qué más podía hacer para mejorarlo todo. Las Autoridades Generales, con su compasión habitual, me
extendieron un cariñoso relevo al final de mis dos años. A pesar de lo agradecidos que yo y mi familia
estábamos por el relevo, tuve un cierto sentimiento de pérdida de asociación y, debo confesar, de
identidad para con aquellas mujeres a las que tanto había llegado a querer. ¿Quién era yo, y dónde me
encontraba en medio de esta marabunta de exigencias? ¿Iba la vida a ser así de difícil? ¿Cuán exitosa
había sido en mis varios y competitivos llamamientos? ¿O no los había magnificado? Los días
posteriores a mi relevo fueron tan difíciles como las semanas previas. No había reserva alguna en la
que apoyarme, tenía el tanque vacío y no estaba segura de que hubiera una estación de servicio a la
vista.
Unas semanas más tarde, mi esposo recibió la asignación de viajar a Jerusalén y las Autoridades
Generales que le acompañaban le pidieron que yo fuese con él. "Ve conmigo", me dijo. "Puedes
recuperarte en la tierra del Salvador, una tierra de aguas vivas y de pan de vida". Con lo cansada que
estaba hice las maletas creyendo, o al menos teniendo la esperanza, de que mi estancia allí me
proveería un respiro de alivio.
Un día luminosamente claro y hermosamente brillante me hallaba sentada contemplando el mar
de Galilea y releyendo el décimo capítulo de Lucas. Pero, en vez de las palabras de la página me
pareció ver en mi mente y oír en mi corazón lo siguiente: "[Pat, Pat, Pat,] afanada y turbada estás con
muchas cosas". Y el poder de la revelación personal me envolvió mientras leía: "Pero sólo una cosa

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[sólo una cosa] es necesaria" (Lucas 10:40-41).


El sol brilla tanto en Israel en el mes de mayo que a una le parece estar sentada en la cima del
mundo. Acababa de visitar el lugar llamado Bet-horón, donde el sol "se detuvo" para Josué (véase
Josué 10:11-12) y, de hecho, me pareció que me había pasado lo mismo a mí. Al sentarme y meditar
en mis problemas, sentí los rayos del sol purificándome como un bálsamo templado que se derramaba
en mi corazón, relajando, calmando y consolando mi alma atribulada.
Nuestro amoroso Padre Celestial parecía estar susurrándome: "No tienes que preocuparte por
tantas cosas. La cosa necesaria, la única cosa realmente necesaria es mantener tus ojos puestos en el
sol, mi Hijo". De repente tuve paz. Sabía que mi vida había estado siempre en Sus manos, desde el
principio mismo. El mar que permanecía en paz ante mis ojos había sido un mar tempestuoso y
peligroso en muchas, muchas ocasiones. Todo lo que necesitaba hacer era renovar mi fe, aterrarme
fuertemente a Su mano y caminar juntos sobre las aguas.
Me gustaría proponer una pregunta para que cada una de nosotras meditara en ella. ¿Cómo es
que, como mujeres, damos ese salto que nos lleva de estar preocupadas y consternadas, aun el
preocuparnos por cosas realmente serias, a ser mujeres de gran fe? Un aspecto parece negar al otro. La
fe y el temor no pueden coexistir. Consideremos algunas de las cosas que nos preocupan. He servido
como presidenta de la Sociedad de Socorro en cuatro barrios diferentes. Dos de ellos eran de solteros y
los otros dos eran barrios tradicionales con muchas madres jóvenes. Al sentarme en consejo con mis
hermanas solteras, mi corazón se consternaba cuando me describían sus sentimientos de soledad y
desengaño. Sentían que sus vidas no tenían significado ni propósito alguno en una iglesia que, de
manera correcta, hace tanto hincapié en el matrimonio y la vida familiar. Lo más doloroso de todo era
la sugerencia ocasional de que su estado de soltería era culpa de ellas mismas, o peor aún, la
consecuencia de un deseo egoísta. Buscaban con desesperación la paz, el sentido, algo de valor real a
lo que poder dedicar sus vidas.
No obstante, al mismo tiempo me parecía que las madres jóvenes tenían igualmente muchísimas
dificultades. Me hablaban de los problemas para criar a sus hijos en un mundo tan difícil, puesto que
nunca teman tiempo suficiente, ni los medios, ni la libertad de sentirse como alguien de valor, y
siempre se sentían presionadas contra el filo cortante de la supervivencia. Había muy pocas evidencias
tangibles de que lo que estuvieran haciendo estaba realmente teniendo éxito. No había nadie que les
diese un aumento de sueldo y, aparte de sus esposos (quienes a veces lo recordaban y otras no), nadie
les felicitaba por una labor bien hecha. Y ellas siempre estaban cansadas. La cosa que recuerdo con
mayor realismo de aquellas jóvenes madres es que siempre estaban muy cansadas.
Ahí estaban aquellas mujeres que, sin culpa alguna, se encontraban con que eran los únicos
proveedores de sus hogares financiera, espiritual, emocionalmente y de todo otro tipo. Yo ni siquiera
era capaz de comprender los desafíos a los que se enfrentaban. Obviamente y en cierto modo, sus
circunstancias eran las más exigentes de todas.
La perspectiva que he obtenido a lo largo de estos años de escuchar las preocupaciones de las
mujeres, es que ninguna, tanto individual como colectivamente (casadas, solteras, divorciadas, viudas,
amas de casa o trabajadoras), ha monopolizado el mercado de las preocupaciones. Hay montones de
desafíos a nuestro alrededor.
Cada una de nosotras goza de bendiciones y privilegios al igual que de temores y pruebas.
Parece osado decirlo, pero el sentido común indica que nunca antes en la historia del mundo las
mujeres, incluyendo a las Santos de los Últimos Días, se han enfrentado a una mayor complejidad en
sus preocupaciones.
Aprecio mucho el hecho de que el movimiento de la mujer haya dado un buen respaldo a un
principio del Evangelio que hemos tenido desde nuestra madre Eva, o incluso desde antes: el albedrío,
el derecho a escoger. Pero uno de los efectos colaterales más desafortunados al que hemos tenido que
hacer frente en el asunto del albedrío, debido a la creciente diversidad de los estilos de vida de las
mujeres de hoy, es que somos más imprecisas e inseguras con los demás. No nos estamos acercando,
sino alejando de ese sentimiento de comunidad y hermandad que nos ha sostenido y dado fuerza por
generaciones. Parece haber un aumento de nuestra competitividad y una disminución de nuestra

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generosidad unas con otras.


Las que tienen tiempo y energía para envasar fruta y verduras desarrollan una gran habilidad
que les servirá positivamente en tiempo de necesidad, y tal y como está nuestra economía, esto puede
llegar a suceder en cualquier momento. Pero estas hermanas no deben sentirse inferiores ante aquéllas
que compran la fruta enlatada y que desprecian el arroz y las treinta y cinco formas que hay de
disfrazar su sabor, o que han decidido de forma consciente emplear su tiempo y energía de otras
maneras también provechosas.
¿Y dónde encajo yo en todo esto? Durante tres cuartos de mi vida he estado atemorizada hasta
la médula porque odiaba coser. Ahora puedo coser si es absolutamente necesario. Coseré, pero lo odio.
¿Pueden imaginar mi carga de los últimos veinticinco o treinta años, fingiendo en las actividades de
economía doméstica e intentando sonreír al ver a seis niñitas entrando en la capilla vistiendo trajes
bordados, con sus lazos y puntillas, todas de manera idéntica, con vestidos cosidos a mano, caminando
delante de su madre quien también lleva el mismo porte inmaculado? No considero necesariamente mi
actitud como virtuosa, cariñosa, de buen ánimo ni digna de alabanza, pero estoy siendo sincera en
cuanto a mi antipatía hacia la costura.
He madurado un poquito desde esos días en, por lo menos, dos maneras. Ahora puedo admirar a
una madre que es capaz de hacer todo eso por sus hijos, y he dejado de sentirme culpable porque el
coser no me dé satisfacción. La cuestión es que simplemente no podemos considerarnos cristianas y a
continuación ponernos a juzgar a las demás, o a nosotras mismas, de manera tan baja. No hay tarro de
cerezas que justifique una confrontación que nos robe nuestra compasión y nuestra hermandad.
Resulta obvio que el Señor nos ha creado con personalidades diferentes, al igual que con
diferentes niveles de energía, interés, salud, talentos y oportunidades. En la medida en que estemos
comprometidas en ser rectas y en vivir una vida de fiel devoción, deberíamos disfrutar de esas
diferencias divinas, sabiendo que son dones de Dios. No debemos sentirnos tan asustadas, amenazadas
ni inseguras, no debemos tener la necesidad de encontrar réplicas exactas de nosotras mismas para
sentirnos mujeres de valor. Hay muchas cosas por las cuales podemos dividirnos, pero sólo
necesitamos una cosa para lograr nuestra unidad: la empatia y la compasión del Hijo viviente de Dios.
Me casé en 1963, año en el que Betty Frieden publicó el libro que conmovió a toda la sociedad:
The Femenine Mystique; por lo que como adulta, no puedo sino contemplar con ojos de niña los
recuerdos de las décadas de los años 40 y 50. Debe haber sido mucho más cómodo tener ya un estilo
de vida preparado para ustedes, con vecinas a ambos lados cuyas vidas les han proporcionado
ejemplos a seguir. Sin embargo, debe ser algo muy doloroso para aquéllas que, sin culpa de su parte,
estaban solteras en aquel entonces, tenían que trabajar o estaban luchando con una familia
desmembrada. Pues en este complejo mundo de hoy, incluso aquel primer modelo ha quedado
obsoleto, y nosotras parecemos estar menos seguras de quiénes somos y de a dónde vamos.
De seguro que no ha habido otra época en la historia en la que las mujeres hayan cuestionado su
propio valor con tanta dureza y crítica como en la segunda mitad del siglo XX. Muchas mujeres están
buscando, casi frenéticamente como no lo habían hecho antes, un sentido de propósito y de significado
personal, y muchas mujeres Santos de los Últimos Días buscan, a su vez, reflexión y entendimiento
eternos en cuanto a su femineidad.
Si yo fuera Satanás y quisiera destruir una sociedad, creo que lanzaría un ataque sin tregua
contra las mujeres. Las mantendría confusas y distraídas para que nunca pudieran encontrar la fuerza
tranquilizadora y la serenidad por la que su género siempre se ha caracterizado.
Él ya ha logrado esto de manera eficaz convenciéndolas de que debemos intentar ser super
humanas, en vez de esforzarnos por alcanzar nuestro propósito individual y nuestro potencial único y
divino entre tanta diversidad. Lo que intenta es hacernos creer que, si no lo tenemos todo, fama,
fortuna, familia y diversión en todo momento, somos menos que de segunda mano, seres de segunda
clase en la carrera de la vida. Tenemos dificultades, nuestras familias tienen dificultades, al igual que
la sociedad en la que vivimos. Drogas, adolescentes embarazadas, divorcio, violencia familiar y
suicidio, son algunos de los efectos secundarios de nuestra vida tan agitada.
Demasiadas de nosotras estamos luchando y sufriendo, estamos corriendo más aprisa de lo que

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nuestras fuerzas nos lo permiten, esperando demasiado de nosotras mismas. A consecuencia de ello
estamos padeciendo nuevas enfermedades relacionadas con la tensión, para las que todavía no hay
diagnóstico. Por ejemplo, el síndrome Epstein-Bar es en el argot médico una especie de malaria de los
años 80. Los que lo sufren "padecen fiebres frías, dolores en las coyunturas y, a veces, tienen irritación
en la garganta; pero no tienen gripe. Están extremadamente cansados y debilitados; pero no tienen
SIDA. Otras veces tienen lapsus de memoria y olvidan cosas; pero no padecen de Alzheimer. Muchos
pacientes sufren trastornos suicidas, pero no se trata de una depresión clínica... Las víctimas femeninas
aventajan a las masculinas en una proporción de 3 a 1, y la gran mayoría son personas de éxito con
vidas llenas de tensión" (Newsweek, 27 de octubre de 1986).
Debemos tener el valor de ser imperfectas mientras luchamos en pos de la perfección. No
debemos permitir que nuestro sentido de culpa o nuestros libros feministas, los programas de debate y
la cultura de los medios de comunicación nos vendan una lista de cosas buenas, o quizás una lista de
cosas no buenas. Creo que podemos llegar a desviarnos tanto en nuestra búsqueda compulsiva de la
identidad y de la autoestima, que realmente creemos que se puede encontrar en el tener una figura
perfecta, en los títulos académicos, en los niveles profesionales, o incluso en el éxito absoluto como
madre. Pero en esta búsqueda externa podemos desviarnos de nuestro yo interno y eterno. A menudo
nos preocupamos tanto por complacer a los demás, que perdemos aquello que es exclusivamente
nuestro: esa aceptación plena y relajante de nosotras mismas como personas de valor e individualidad.
Llegamos a estar tan inseguras y asustadas que no podemos ser generosas para con la diversidad, la
individualidad y, sí, los problemas de nuestro prójimo. Demasiadas mujeres con estas ansiedades ven,
sin poder hacer nada para evitarlo, cómo sus vidas se deshilaclian desde la esencia misma que las
centra y las sostiene. Hay demasiadas mujeres que son como un barco sin vela ni timón, "llevados por
doquier", como dijo el apóstol Pablo (véase Efesios 4:14), y cada vez más y más de nosotras nos
mareamos de verdad.
¿Dónde está la certeza que nos permite navegar nuestro barco sin importar qué vientos sean los
que soplen, con el grito triunfante del señor del mar: "Firme como mi nave"? ¿Dónde está la calma
interior que tanto apreciamos y por la que nuestro género ha sido tradicionalmente conocido?
Creo que podemos encontrar el paso apacible y el alma tranquila por medio de hacer a un lado
las preocupaciones físicas, los logros de la super mujer y los interminables concursos de popularidad,
para volver a la entereza del alma, esa unidad en nosotras mismas que equilibra la exigente e
inevitable diversidad de la vida.
Una mujer que no es de nuestra fe y cuyos escritos me encantan es Arme Morrow Lindbergh.
Sus comentarios en cuanto a la desesperación femenina y al tormento general de nuestra época son los
siguientes:
"Las feministas no vieron... con [suficiente] perspectiva, no establecieron reglas de conducta.
Para ellas bastaba con exigir los privilegios... por lo que la mujer de hoy todavía prosigue su búsqueda.
Somos conscientes de nuestras carencias y necesidades, pero todavía desconocemos lo que las
satisfará. Con todo nuestro cúmulo de tiempo libre estamos más preparadas para secar nuestros
manantiales de creatividad que para llenarlos. Intentamos regar un campo, [en vez de] un jardín... con
nuestros cántaros. Nos abalanzamos de manera indiscriminada a formar parte de comités y de causas.
Desconocemos cómo alimentar el espíritu, pero intentamos acallar sus demandas con distracciones. En
vez de apaciguar el centro, el eje de la rueda, añadimos más actividades centrífugas a nuestra vida, las
cuales tienden a hacernos perder el equilibrio. En la última generación hemos ganado mecánicamente,
pero espiritualmente hemos... perdido". Sin importar el período de tiempo, continúa diciendo, para las
mujeres "el problema [sigue] siendo cómo alimentar el alma" (Anne Morrow Lindbergh, Gift from the
Sea [Nueva York: Pantheon Books, 1975], págs. 51-52).
He meditado largo y tendido acerca de alimentar nuestro yo interior, acerca de "la cosa
necesaria" de entre una multitud de problemas. No es coincidencia que hablemos de alimentar el
espíritu como si hablásemos de alimentar el cuerpo, pues ambos necesitan ser nutridos
constantemente. El presidente Ezra Taft Benson dijo: "No hay duda en cuanto a que la salud del
cuerpo afecta al estado del espíritu, o el Señor no nos hubiera dado nunca la Palabra de Sabiduría.

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Dios no ha dado jamás un mandamiento temporal, y todo aquello que afecte a nuestra estatura afecta
también a nuestra alma". Necesitamos mucho que el cuerpo, la mente y el espíritu se unan en un alma
sana y estable.
Estoy segura de que Dios está bien equilibrado, por lo que quizás estamos más cerca de Él
cuando también nosotras lo estamos. Nuestra unidad de alma dentro de la diversidad de las
circunstancias, nuestro "apaciguamiento del centro", bien vale la pena el esfuerzo.
Con frecuencia no llegamos a considerar la gloriosa posibilidad que hay dentro de nuestra alma.
Necesitamos recordar esa divina promesa que dice: "El reino de Dios está entre vosotros" (Lucas
17:21). Quizás olvidamos que el reino de Dios está entre nosotras porque le prestamos demasiada
atención a lo externo, a nuestro cuerpo humano y al frágil y endeble mundo en el que se mueve.
Permítanme compartir con ustedes mi propia analogía de algo que leí hace años, lo cual me
ayudó entonces y me ayuda ahora en el examen de mi fortaleza interior y de mi crecimiento espiritual.
La analogía es la de un alma, un alma humana con todo su esplendor, la cual es puesta en una
caja pequeña y tallada de manera hermosa, pero fuertemente cerrada. Reinando en majestuosidad e
iluminando nuestra alma, en el interior de esta caja se encuentra nuestro Señor y Redentor, Jesucristo,
el Hijo viviente del Dios viviente. Ponemos y encerramos esta caja en el interior de otra caja más
grande hasta que hay cinco cajas hermosamente talladas pero firmemente aseguradas aguardando por
la mujer que sea lo suficientemente hábil y sabia como para abrirlas. Para que esta mujer tenga acceso
libre al Señor, debe encontrar la llave que libere los contenidos de las cajas. El éxito le revelará la
belleza y la divinidad de su propia alma, así como sus dones y su gracia como hija de Dios.
Para mí, la oración es la llave que abre la primera caja. Nos arrodillamos para pedir ayuda con
las tareas y luego nos levantamos para descubrir que el primer cerrojo ya está abierto. Éste no debiera
parecemos un milagro conveniente y efectista, pues si queremos buscar la luz verdadera y las certezas
eternas, tenemos que orar como oraron los de la antigüedad. Ahora somos mujeres, no niñas, y se
espera de nosotras que oremos con madurez. Las palabras más frecuentemente empleadas para
expresar esta labor urgente y fiel son: luchar, suplicar, llorar y anhelar. En algún sentido, orar puede
ser la tarea más difícil que tengamos que hacer, y deseo que así sea. Es nuestra protección contra el ser
demasiado mundanas y llegar a estar tan absorbidas con las posesiones, el privilegio, los honores y la
clase social, como para no tener ganas de llevar a cabo la comprobación de nuestra alma.
Aquéllas que, como Enós, oran con fe y logran entrar en una nueva dimensión de su divinidad,
son llevadas ante la caja número dos, donde no parece que nuestras oraciones sean suficientes por sí
solas. Debemos volvernos a las Escrituras en busca de los registros divinos de antaño que hablan de
nuestra alma. Debemos aprender. Ciertamente toda mujer en la Iglesia está bajo la obligación divina
de aprender, crecer y desarrollarse. Somos un ejército diverso de talentos sin bruñir, somos el ejército
de Dios, y ni debemos enterrar estos talentos ni debemos esconder nuestra luz. Si la gloria de Dios es
la inteligencia, entonces aprender nos acerca a Él, especialmente el aprender de las Escrituras.
Él emplea muchas metáforas para identificar la influencia divina, como por ejemplo "agua de
vida" y "el pan de vida". He descubierto que si mi progreso se detiene es a causa de la desnutrición
ocasionada por no comer ni beber diariamente de las santas Escrituras. Han habido desafíos en mi vida
que podrían haberme destruido por completo de no haber sido por las Escrituras de mi mesilla de
noche y las del bolso, por lo que pude participar de ellas noche y día ante el más pequeño aviso.
Conocer a Dios a través de las Escrituras ha sido para mí como un suero intravenoso, una inyección
intravenosa celestial, la cual mi hijo describió como un cordón "angelical". Así que abrimos la caja
número dos al aprender de las Escrituras. He descubierto que al estudiarlas puedo tener una y otra vez
un encuentro vigorizador con Dios.
Sin embargo, durante el inicio de este proceso de emancipación del alma, Lucifer se inquieta
más, especialmente al acercarnos a la caja número tres. Sabe que se aproxima un principio
fundamentalmente importante. Sabe que estamos a punto de aprender que para encontrarnos debemos
perdernos a nosotras mismas, por lo que empieza a bloquear nuestros esfuerzos de amar a Dios, a
nuestro prójimo y a nosotras mismas. Especialmente durante la década pasada, Satanás ha animado a
la gente a gastar mucha energía persiguiendo un amor romántico, un amor objeto o un exceso de amor

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propio. Si le hacemos caso podemos llegar a olvidar que el verdadero amor propio y la autoestima son
las recompensas prometidas al poner a los demás en primer lugar. "Todo el que procure salvar su vida
la perderá; y todo el que la pierda, la salvará" (Lucas 17:33). La caja número tres sólo se abre con la
llave de la caridad.
El crecimiento verdadero y las impresiones genuinas llegan ahora, con la caridad. Pero la tapa
de la caja número cuatro parece imposible de penetrar. Desgraciadamente las mujeres descorazonadas
y temerosas se rinden llegado este punto; el camino parece difícil y el cerrojo demasiado seguro. Éste
es un tiempo para evaluarnos a nosotras mismas. El vernos como en realidad somos suele causar dolor,
pero sólo por medio de la verdadera humildad podremos llegar a conocer a Dios. "Aprended de mí,
que soy manso y humilde de corazón", dijo Él (Mateo 11:29).
Debemos ser pacientes con nosotras mismas para vencer estas debilidades, debemos recordar
regocijarnos por todo lo bueno que hay en nosotras. Este deseo nos fortalece interiormente y nos hace
menos dependientes de alabanzas externas. Cuando el alma alcanza el nivel en el que presta menos
atención a la alabanza, también suele importarle muy poco la desaprobación del público. La
competencia, los celos y la envidia empiezan a carecer de sentido. Imaginen el poderoso espíritu que
existiría en nuestra sociedad femenina si finalmente llegáramos al punto en el que, al igual que el
Salvador, nuestro verdadero deseo fuera el de ser contadas entre las menores de nuestras hermanas.
Las recompensas son de una fortaleza tan profunda y de un triunfo de la fe tan apacible, que somos
transportadas a una esfera mucho más brillante. La cuarta caja, a diferencia de las demás, está abierta
del mismo modo que lo está el corazón contrito. Volvemos a nacer, al igual que una flor que crece y
florece fuera de la quebrada corteza de la tierra.
Para compartir con ustedes mis sentimientos sobre la quinta caja, debo comparar la belleza de
nuestra alma con la santidad de nuestros templos. En ellos, lugares no de este mundo, donde las
modas, la posición y el progreso pasan desapercibidos, tenemos la oportunidad de hallar una paz, una
serenidad y una tranquilidad que anclen nuestra alma para siempre, para que podamos encontrar a
Dios. Para las que, como el hermano de Jared, tengan el valor y la fe de traspasar el velo hacia ese
centro sagrado de la existencia, hallarán que el brillo de la última caja es mayor que el del sol al
mediodía. Allí encontramos plenitud y santidad. Eso es lo que dice a la entrada de la quinta caja:
"Santidad al Señor". "¿No sabéis que sois templo de Dios?" (1 Corintios 3:16). Testifico que cada una
de ustedes es santa, que la divinidad se encuentra en nosotras esperando a ser descubierta, desatada,
magnificada y demostrada.
He oído decir a algunas personas que la razón por la que las mujeres de la Iglesia tienen
dificultad para conocerse a sí mismas es porque no tienen un modelo femenino divino con el que
identificarse. Pero sí lo tenemos. Creemos que tenemos una madre celestial. El presidente Spencer W.
Kimball declaró en una conferencia general: "Cuando cantamos ese himno lleno de doctrina, 'Oh, mi
Padre', percibimos el sentimiento de la modestia maternal más extrema, de la elegancia restringida y
regia de nuestra madre celestial y, sabiendo cuán profundamente nuestras respectivas madres mortales
han contribuido a darnos forma, ¿suponemos que la influencia de ella sobre nosotros, en forma
individual, es menor?" (Ensign, mayo de 1978, pág. 4).
Nunca he cuestionado el porqué nuestra madre celestial siempre nos aparece velada, pues creo
que el Señor tiene Sus razones para revelar tan poco sobre este tema como en realidad lo ha hecho. Es
más, creo que sabemos mucho más sobre nuestra naturaleza eterna de lo que creemos; y es nuestra
obligación sagrada el expresar nuestro conocimiento para enseñarlo a nuestras hermanas más jóvenes
y a nuestras hijas, y al hacerlo estaremos fortaleciendo su fe y les ayudaremos a vadear las falsas
confusiones de éstos, los últimos días. Permítanme destacar algunos ejemplos.
El Señor no nos ha puesto en este mundo triste y solitario sin un mapa con el que sobrevivir. En
Doctrina y Convenios leemos las palabras del Señor: "Os daré una norma en todas las cosas, para que
no seáis engañados" (D&C 52:14). Él incluye también a las mujeres en esta promesa. Nos ha dado
normas en la Biblia, en el Libro de Mormón, en Doctrina y Convenios, en la Perla de Gran Precio y en
la ceremonia del templo. Al estudiar estas normas debemos preguntarnos continuamente: "¿Por qué el
Señor elige decir estas palabras en concreto y exponerlas de esta manera?". Sabemos que Él emplea

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metáforas, símbolos, parábolas y alegorías para enseñarnos acerca de Sus caminos eternos. Todas
hemos reconocido que la relación entre Abraham e Isaac tiene su paralelismo con la angustia de Dios
respecto al sacrificio de Su propio Hijo, Jesucristo. Pero, como mujeres, ¿nos esforzamos por saber y
preguntamos sobre el dolor de Sara en esta experiencia? Necesitamos escudriñar de este modo, así
como buscar siempre un significado más profundo. Debemos buscar paralelismos y símbolos, temas y
motivos, como los que encontraríamos en una composición de Bach o de Mozart, y debemos buscar
los modelos que se repiten.
Un modelo obvio es que tanto la Biblia como el Libro de Mormón comienzan con el tema de
una familia, y en ambos casos con el conflicto familiar. Siempre he creído que esto simbolizaba algo
eterno con respecto a la familia, más que la simple historia de esos padres en concreto con sus hijos en
particular. Ciertamente, todas nosotras, casadas o solteras, con hijos o sin ellos, vemos algo de Adán y
Eva, y algo de Caín y Abel en cada día de nuestra vida. Con matrimonio o sin él, con hijos o sin ellos,
todas tenemos algo de los sentimientos de Lehi, Saríah, Lamán, Nefi, Rut, Noemí, Ester, los hijos de
Helamán y las hijas de Ismael.
Esos son nuestros tipos y sombras, prefiguraciones de nuestros propios gozos y pesares
mortales, tal como José y María son, en un sentido, tipos y sombras de la devoción de unos padres que
nutren al hijo de Dios. Para mí todos éstos son símbolos de verdades y de principios mayores,
símbolos cuidadosamente escogidos para mostrarnos el camino, tanto si estamos casadas como
solteras, si somos jóvenes o mayores, con familia o sin ella.
Obviamente, el templo es sumamente simbólico. ¿Puedo compartir una experiencia que tuve en
el templo hace pocos meses relativa a la elección cuidadosa de palabras y de símbolos? He escogido
mis propias palabras con sumo cuidado para no compartir nada inapropiado fuera del templo. Mis
palabras han sido tomadas de las Escrituras.
Quizás fue una coincidencia (alguien dijo que "la coincidencia es un milagro pequeño en el cual
Dios escoge permanecer anónimo"), pero en cualquier caso, mientras aguardaba en la capilla del
templo, me senté al lado de un hombre mayor quien, de manera inesperada pero dulce, se volvió hacia
mí y me dijo: "Si quiere tener una imagen más clara de la Creación lea Abraham 4". Al comenzar a
buscar Abraham me encontré con Moisés 3:5: "Porque yo, Dios el Señor, creé espiritualmente todas
las cosas de que he hablado, antes que existiesen físicamente sobre la faz de la tierra". Otro mensaje de
prefiguración, un modelo espiritual que otorga significado a las creaciones mortales. Entonces leí
Abraham 4 cuidadosamente y aproveché la oportunidad de hacer una sesión de ordenanzas
preparatorias, de la cual salí con una mayor luz de revelación sobre algo que siempre había sabido que
era así en mi corazón: que los hombres y las mujeres son coherederos de las bendiciones del
sacerdocio, y aunque los hombres posean una mayor carga para administrarlo, las mujeres no carecen
de responsabilidades relativas al mismo.
Luego, al asistir a una sesión de investiduras, me pregunté a mí misma: Si yo fuera el Señor y
sólo pudiera dar a mis hijos en la tierra un ejemplo simbólico y sencillo, pero poderoso, ¿cuánto les
daría y dónde comenzaría? Presté atención a cada palabra y busqué los modelos y los prototipos.
Cito de Abraham 4:27: "De modo que los Dioses descendieron para organizar al hombre a su
propia imagen, para formarlo a imagen de los Dioses, para formarlos varón y hembra" (cursiva
agregada). Formaron al varón y a la hembra, a la imagen de los Dioses, a Su propia imagen.
Y así, en un conmovedor intercambio con Dios, Adán declara que llamará Eva a la mujer. ¿Y
por qué la llama Eva? "Por cuanto ella [es] la madre de todos los vivientes" (Génesis 3:20; Moisés
4:26).
Al reconocer amorosamente el dolor real que muchas mujeres, casadas o solteras, y que no han
tenido hijos sienten en cualquier conversación sobre la maternidad, ¿podríamos considerar la siguiente
posibilidad acerca de nuestra eterna identidad femenina, nuestra unidad en la diversidad? A Eva se le
dio la identidad de ser "la madre de todos los vivientes" años, décadas o quizás siglos antes de que
tuviera un hijo. Parece que el ser madre precedió a su maternidad, con la misma certeza de que el
jardín de Edén precedió a los padecimientos de la mortalidad. Creo que madre es una de las palabras
que han sido escogidas muy cuidadosamente, una de esas palabras ricas, con significado tras

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significado. En modo alguno debemos permitir que el mundo nos divida. Creo con todo mi corazón
que esta palabra es principalmente una declaración, un título, sobre nuestra naturaleza, y no el
resultado de haber contado nuestro número de hijos.
Sólo tengo tres hijos y he llorado por no haber podido tener más, del mismo modo que sé que
algunas mujeres sin hijos también han llorado. En otras ocasiones algunas nos hemos, sencillamente,
enfadado con este asunto. Por el bien de nuestra maternidad eterna, les suplico que no sea así. Algunas
mujeres dan a luz hijos y los crían, pero nunca son sus "madres". Otras, a quienes amo de todo
corazón, son "madres" toda su vida, pero nunca han dado a luz. Todas nosotras somos hijas de Eva,
tanto si estamos casadas como solteras, si somos fértiles o estériles; y podemos contribuir a ese
modelo divino, el prototipo de maternidad, tanto para el beneficio de las unas para las otras, como para
aquéllas que nos sucedan. Cualesquiera que sean sus circunstancias, podemos extender nuestra mano,
tocar, sostener, elevar y nutrir, pero no podemos hacerlo por separado. Necesitamos una comunidad de
hermanas que acallen el alma y venden las heridas de la fragmentación.
Sé que Dios nos ama individual y colectivamente como mujeres, y que tiene una misión
personal para cada una de nosotras. Tal y como aprendí en mi colina de Galilea, testifico que si
nuestros deseos son justos, Dios nos dirigirá para bien, y nuestros Padres Celestiales atenderán
nuestras necesidades con cariño. Mi súplica es que estemos unidas en nuestra diversidad e
individualidad a la hora de buscar nuestra misión específica, individual y preordenada; no
preguntando: "¿Que puede hacer el Reino por mí?", sino: "¿Qué puedo hacer yo por el Reino? ¿Cómo
cumplo con la medida de mi creación? En mis circunstancias, en mis desafíos con mi fe, ¿dónde está
mi plena realización de la imagen divina a semejanza de la cual fui creada?".
Con fe en Dios, en Sus profetas, en Su Iglesia y en nosotras mismas, con fe en nuestra creación
divina, podemos tener paz y dejar de lado nuestras preocupaciones y problemas sobre muchas cosas.
Deseo que creamos, sin dudar en nada, en la luz que brilla, hasta en un lugar oscuro.

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UNA CONVERSACIÓN

con Jeffrey R. Holland y Patricia T. Holland

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Capitulo 9

ALGUNAS
COSAS QUE HEMOS
APRENDIDO JUNTOS

El matrimonio es la más elevada y la más santa de todas las


relaciones humanas, o al menos debería serlo. Ofrece
oportunidades interminables para la puesta en práctica de
cada virtud cristiana, así como para la demostración del
verdadero amor divino. El matrimonio puede ser también
el escenario de la lucha y la dificultad, especialmente si
marido y mujer no trabajan juntos. Esta charla, celebrada
en l983, está tal y como la hicimos: juntos.

JRH: Este año alcanzamos un hito en nuestra vida: Llevaremos tanto tiempo casados el uno con
el otro, veintidós años, como el que estuvimos solteros. Seguro que esto puede justificar algún tipo de
sabio consejo por nuestra parte. Aquel fatídico día de 1963 me dijeron que con el matrimonio había
llegado el fin de mis problemas, pero no me di cuenta de a cuál fin se referían.
PTH: Lo que menos queremos hacer es sonar como unos santurrones, por lo que nuestra primera
afirmación es que nuestro matrimonio no es perfecto, y para demostrarlo tenemos cicatrices
confirmatorias. Para citar a mi padre: Las piedras de la cabeza de Jeff todavía no han cubierto los
agujeros de la mía.
JRH: Así que, perdónennos por utilizar el único matrimonio que conocemos, aunque sea
imperfecto, pero llevábamos cierto tiempo queriendo reflexionar en la mitad de la vida que hemos
pasado juntos desde que éramos estudiantes en la Universidad
Brigham Young, y ver qué significado puede tener dentro de otros veintidós años, en caso de
que tenga alguno.
PTH: Déjenme decirles que éste no va a ser el típico discurso sobre el matrimonio. Por un lado,
vamos a intentar aplicar a todos, solteros o casados, las pequeñas lecciones que hemos aprendido. Por
otro lado, tememos que demasiados de ustedes, especialmente la mujeres, estén excesivamente
inquietos sobre el tema del discurso. Por favor, no se inquieten.
JRH: Al mismo tiempo, conozco unos pocos hombres que debieran estar un tanto más inquietos
de lo que están. Hombres, inquiétense; o para sonar un poco más como las Escrituras: "Embarqúense
en la inquietud".
PTH: Realmente creemos que el romance y el matrimonio, si van a llegar, lo harán de forma
mucho más natural si los jóvenes se interesan mucho menos en ambas cosas. Del mismo modo,
sabemos también que esto es fácil de decir, pero difícil de hacer. Es difícil porque gran parte de
nuestra vida como jóvenes en la Iglesia está medida por una secuencia de tiempo precisa. Somos
bautizados a los ocho años. A los doce, los varones son ordenados diáconos y las jóvenes ingresan en
la Mutual. A los dieciséis salimos en citas, a los dieciocho nos graduamos de secundaria y a los
diecinueve o veintiuno vamos a la misión.
JRH: Pero luego, de repente, todo está cada vez menos estructurado y se vuelve más incierto.
¿Cuándo nos casamos? ¡Seguro que en algún lugar de un manual de la Iglesia debe haber una fecha
específica! Bueno, no la hay. Las cuestiones del matrimonio son mucho más personales de lo que
pudiera permitirnos la edición de un calendario celestial. Así que nuestro nivel de ansiedad da un
brinco.

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PTH: Con este reconocimiento, somos conscientes de que algunas personas no se casarán
durante los años de universidad, ni quizás en los años posteriores. Al hablar de este tema, no es nuestra
intención hacerlo más doloroso de lo que ya lo es para esas personas; antes bien, queremos hacer
algunas observaciones sobre nuestro propio matrimonio que pudieran ser de valor para todos, jóvenes,
mayores, casados o solteros. Pedimos que el Señor nos bendiga y nos ayude a compartir algo de
nuestra breve, ordinaria y, a veces, tumultuosa vida juntos. Otros veintidós años de trabajo en unión
nos permitirían dar un discurso mucho mejor.
JRH: Tras esta larga introducción, no sé si éste es nuestro primer consejo o el último, pero, en
cualquier caso, no se precipiten de manera innecesaria e innatural. La naturaleza tiene su propio ritmo
y armonía, y haríamos bien en intentar encajar lo mejor que podamos en esos ciclos, más que
lanzarnos frenéticamente contra ellos.
PTH: Al reflexionar en ello, los veintidós años me parece una edad demasiado joven para
casarse, aunque para nosotros era el momento apropiado. Cuando sea apropiado, debemos hacerlo;
para unos será más temprano o más tarde que para otros, pero no deben marchar tras un tamborilero
arbitrario que parece estar tocando una cadencia delirante al paso de los años.
JRH: Veintiuno,
PTH: (Parece que me voy acercando...).
JRH: Veintidós,
PTH: (¿Alguna vez le encontraré?).
JRH: Veintitrés,
PTH: (Vaya, soy yo, soy yo).
JRH: Veinticuatro,
PTH: (¡Muerte, hazme tuya! ¡O tumba, recíbeme!).
JRH: Bueno, eso es un poco melodramático, aunque no mucho.
PTH: Conocemos a algunas personas, no muchas pero sí unas pocas, a quienes les ha entrado el
pánico cuando ella...
JRH: O él...
PTH: ...todavía no ha alcanzado el objetivo matrimonial que se fijó a los diez años de edad, o
peor aún, el objetivo fijado por una tía bien intencionada cuya felicitación cada Navidad parece ser:
"Bueno, ya has estado en la universidad durante todo un semestre. ¿Has encontrado al candidato
perfecto?".
JRH: O ese tío ansioso que dice: "Ya hace seis semanas que regresaste de la misión. Me parece
que las campanas de boda empezarán a sonar pronto, ¿verdad? Empezarán pronto, ¿verdad?".
PTH: Por supuesto que no somos los más apropiados para hablar de este aspecto en particular,
ya que nos comprometimos treinta días después de que Jeff regresase de su misión.
JRH: Bueno, es que tenía un tío ansioso.
PTH: Pero tienes que recordar además que nos conocimos bien el uno al otro durante los dos
años anteriores a comenzar a salir juntos. Entonces estuvimos saliendo en citas durante otros dos años
antes de la misión de Jeff, y luego le escribí durante los dos años que estuvo fuera. Todo ello hace un
total de seis años de amistad antes del compromiso. Además, las primeras veces que salí con Jeff no lo
podía aguantar. (Digo esto para animar a las mujeres que estén saliendo con hombres a los que no
pueden aguantar).
JRH: ¡Y yo dejo que lo haga para fortalecer a los hombres inaguantables!
PTH: Pues para demostrar que no estábamos cansados del juego de esperar, yo salí para Nueva
York al día siguiente de comprometernos, dejando que Jeff se compenetrase con la universidad
mientras yo estudiaba música y cumplía una misión de estaca a tres cuartos de continente de distancia.
Con lo cual sumamos otros diez meses, por lo que es justo decir que no nos precipitamos.
JRH: Dejando a un lado los asuntos de los estudios, la misión, el matrimonio o cualquier otra
cosa, la vida es para ser disfrutada en cada ámbito de nuestra experiencia y no debiéramos
apresurarnos, retorcernos, truncarnos ni hacernos encajar en un programa innatural establecido de
antemano, pero que puede no ser el plan personal que el Señor tenga para nosotros. Al volver la vista

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atrás nos damos cuenta de que probablemente nos hemos precipitado en demasiadas cosas, y hemos
estado excesivamente ansiosos durante gran parte de nuestra vida; y hasta puede que también ustedes
se sientan culpables de lo mismo. Puede que todos hayamos pensado que la vida de verdad aún está
por venir, que está un poco más adelante en el camino.
PTH: No esperen para vivir. Obviamente, nuestra vida comenzó hace ya tiempo, veintidós años
más para nosotros que para ustedes, y el reloj de arena sigue desgranando el tiempo de manera tan
constante como que el sol sale cada día y que los ríos corren hacia el mar. No esperen a que la vida
entre al galope y los barra del mapa, pues en realidad es un visitante mucho más tranquilo y peatonal.
En una iglesia que entiende más sobre el tiempo y su relación con la eternidad que cualquier otra,
nosotros, de entre todas las personas, debemos saborear cada momento, llenándolo hasta el borde de su
capacidad con todas las cosas buenas de la vida, siendo la educación universitaria una de las más
valiosas.
JRH: Permítanme añadir otra advertencia relacionada con esto. En mi vida profesional y
eclesiástica con los jóvenes adultos, casi la misma segunda mitad de mi vida que corresponde con
nuestro matrimonio, me he encontrado a menudo con hombres y mujeres jóvenes que buscan un
compañero idealizado, alguien que es una amalgama perfecta de virtudes y atributos que han visto en
sus padres, en sus seres queridos, en los líderes de la Iglesia, en las estrellas del cine y del deporte, en
los líderes políticos o en otros hombres y mujeres maravillosos a los que puedan haber conocido.
PTH: Ciertamente, es muy importante que hayan considerado esas cualidades y atributos que
ustedes admiran en otras personas y que deben estar adquiriendo. Pero recuerden que cuando algunos
jóvenes han hablado con la hermana Camilla Kimball acerca de lo maravilloso que debe ser el estar
casada con un profeta, ella les ha dicho: "Sí, es maravilloso estar casada con un profeta, pero no me
casé con un profeta sino con un ex misionero". Consideren la siguiente declaración del presidente
Kimball sobre el tomar decisiones con los pies sobre la tierra: .
JRH: "Dos personas con antecedentes diferentes aprenden pronto, tras la ceremonia del
matrimonio, que deben hacer frente a la cruda realidad. Ya no hay más vida de fantasías ni de
ensueños; debemos bajar de las nubes y poner los pies en tierra firme...
"Uno llega a darse cuenta muy pronto tras el matrimonio que el cónyuge tiene debilidades que
no habíamos descubierto o que no se nos habían revelado previamente. Las virtudes que durante el
cortejo eran magnificadas de manera constante ahora se van empequeñeciendo, mientras que las
debilidades que parecían tan pequeñas e insignificantes durante el noviazgo crecen ahora hasta
proporciones considerables... Siendo esto real, todavía es posible lograr la felicidad duradera... Se
encuentra al alcance de cada pareja, de cada matrimonio. Lo de las 'almas gemelas' es algo de ficción,
un espejismo; y aun cuando todo buen varón joven y toda buena jovencita buscarán diligentemente y
con fidelidad encontrar a un compañero con el que la vida pueda ser más compatible y hermosa, de
todos modos casi todo buen varón y mujer joven pueden ser felices y tener un matrimonio exitoso si
ambos están dispuestos a pagar el precio" (Marriage and Divorce [Salt Lake City: Deseret Book,
1976], págs. 13,18).
PTH: En cuanto a esto, déjennos compartir con ustedes un poco de nuestra "cruda realidad". De
vez en cuando Jeff y yo tenemos conversaciones que nos hacen "bajar de las nubes", para emplear la
frase del presidente Kimball. ¿Quieren saber lo que le he dicho que él hace y que me irrita mucho?
Que siempre va con prisa a todas partes, dos, tres o cinco metros delante de mí. Ya he aprendido a
llamarle en voz alta y a decirle que me guarde un sitio cuando llegue a su destino.
JRH: Bueno, ya que estamos revelando secretos, ¿quieren saber qué es lo que me molesta a mí?
Que ella siempre llega tarde, por lo que siempre tenemos que correr a todas partes, yendo yo dos, tres
o cinco metros delante de ella.
PTH: Hemos aprendido a reírnos un poco del asunto, así como a transigir. Yo presto más
atención a la hora y él aminora la marcha uno o dos pasos, lo cual nos permite ir de la mano alguna
que otra vez.
JRH: Pero todavía no lo hemos solucionado todo, como lo de la temperatura de las habitaciones.
Yo solía bromear sobre los Santos de los Últimos Días estudiosos de las Escrituras que se preocupaban

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por la temperatura corporal de los seres trasladados, pero ya no bromeo más al respecto, pues ahora
estoy seriamente preocupado por la temperatura corporal de mi esposa. Ella se cubre con una manta
eléctrica once meses al año. ¡Hasta sufre de hipotermia durante la celebración del 4 de julio! (Pleno
verano en el hemisferio norte). Se descongela desde las 2:00 hasta las 3:30 de la tarde del 12 de agosto
y luego es hora de volverse a abrigar.
PTH: Mira quién habla, el que cada noche abre la ventana de par en par, como si fuera el
explorador aquel que iba en busca del Polo Norte. Pero si alguien sugiere ir a correr una mañana de
invierno, él comienza a quejarse como si fuera un sabueso malherido. El señor Pura Salud necesita
oxígeno hasta para atarse la correa de los zapatos.
JRH: En relación a aquello de tener antecedentes diferentes, podría resultar difícil pensar que
dos jóvenes de St. George pudieran tenerlos, o que incluso pudieran tener cualquier tipo de
antecedente. Pero en cuanto a los asuntos financieros, Pat procede de una familia en la que su padre
era muy cuidadoso con el dinero, y por tanto siempre tenía una pequeña cantidad que compartir
generosamente; mientras que el mío se crió sin dinero alguno, pero acabó gastándolo tan
generosamente como si lo tuviera. Ambas familias eran muy felices, pero cuando los dos nos casamos
fue un "Viva la vida..."
PTH: "...y el que reparte se lleva la mejor parte". Lo cual nos introduce en otra de esas "crudas
realidades" del matrimonio. Cito al élder Marvin }. Ashton en un discurso que dio a los miembros de
la Iglesia:
"¿Cuán importante es la administración del dinero en el matrimonio y en los asuntos familiares?
Es tremendamente importante. La Asociación de Abogados de los Estados Unidos anunció
recientemente que el 89 por cien de todos los divorcios se deben a disputas relacionadas con el dinero.
[Otro estudio] estimaba que el 75 por ciento de todos los divorcios son consecuencia de discusiones
sobre las finanzas. Algunos consejeros profesionales indican que cuatro de [cada] cinco familias tienen
serias dificultades con asuntos de dinero... Una futura esposa haría bien en no preocuparse por la
cantidad que su futuro esposo puede ganar en un mes, sino en cómo él administrará el dinero que
llegue a sus manos... Un futuro esposo que está prometido a una mujer que lo tiene todo hará bien en
echar otro vistazo y observar si ella tiene algún sentido de la administración del dinero" ("One for the
Money", Ensign, Julio de 1975, pág. 72).
El control de sus circunstancias financieras es otra de esas "destrezas matrimoniales" (y lo
ponemos entre comillas) que obviamente a todo el mundo le importa mucho antes de casarse. Una de
las grandes leyes del cielo y de la tierra dice que los gastos necesitan ser menores que los ingresos.
Ustedes pueden reducir la ansiedad, el dolor y un temprano desacuerdo marital —de hecho, ¡pueden
reducir la ansiedad, el dolor y el desacuerdo marital de sus padres ahora mismo!— si aprenden a
administrar un presupuesto.
JRH: Como parte de este aviso financiero general, recomendamos, en caso necesario, la "cirugía
plástica" tanto para el esposo como para la esposa. Es una operación sin dolor que les puede
proporcionar más autoestima que una simple operación de nariz o de reducción de cintura.
Simplemente, corten sus tarjetas de crédito. A menos que estén preparados para utilizar estas tarjetas
bajo las condiciones y restricciones más estrictas, no deben emplearlas para nada, por lo menos no al
dieciocho, ni al veintiuno, ni al veinticuatro por ciento de interés. No existe conveniencia conocida
para el hombre moderno que haya puesto en peligro la estabilidad financiera de una familia,
especialmente la de familias jóvenes, como lo ha hecho la omnipresente tarjeta de crédito. "¿No salir
de casa sin ella?", como dice irónicamente el anuncio de televisión. Ése es exactamente el motivo por
el cual él se va de casa...
PTH: ...¡y por el cual ella lo deja a él! Permítanme parafrasear algo que el presidente J. Reuben
Clark dijo una vez en una conferencia general:
"[La deuda] nunca duerme, no enferma ni muere; nunca va al hospital; trabaja domingos y
festivos; nunca se va de vacaciones; ...nunca está cansada de trabajar...; no compra comida; no lleva
ropa; no vive en una casa...; nunca tiene bodas, ni nacimientos ni defunciones; no tiene amor ni
conmiseración; es tan dura y desalmada como un barranco de granito. Una vez en ella, [la deuda] es

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nuestra compañera cada minuto del día y de la noche; no podemos apartarnos ni alejarnos de ella; no
pueden mandarle que se marche; y siempre que se crucen en su camino o no puedan cumplir con sus
demandas, ella los aplastará" (Conference Repon, abril de 1938, pág. 103).
JRH: La religión de ustedes debe protegerlos contra la inmoralidad, la violencia o cualquier otro
número de tragedias familiares que están asolando a los matrimonios por toda la tierra; y si se lo
permiten, su religión les protegerá de igual modo contra la desesperación financiera. Paguen sus
diezmos y ofrendas en primer lugar. No existe una mayor protección financiera que se les pueda
ofrecer. Luego, simplemente administren lo que les quede para el resto de ese mes. Hagan que lo que
tengan les alcance y arréglenselas sin lo que no necesiten. Digan no. Pueden tener la cabeza bien alta
aún cuando sus ropas no sean las más elegantes, ni su casa la más regia, por la sencilla razón de que no
está doblada ni inclinada por la despiadada carga de la deuda.
PTH: Bueno, hemos dicho más sobre el dinero de lo que era nuestra intención, pues recordamos
cómo nos fue cuando nosotros estábamos empezando.
JRH: Todavía me acuerdo de cómo nos fue el mes pasado.
Este último tema es el más difícil de todos y probablemente el más importante. Espero que
podamos ser capaces de transmitir nuestros sentimientos al respecto. Se ha dicho mucho acerca de lo
inapropiado de la intimidad antes del matrimonio. Éste es un mensaje que esperamos continúen
oyendo a menudo y que honren con la integridad que se espera de un hombre o de una mujer Santo de
los Últimos Días. Mas ahora deseamos decir algo referente a la intimidad después del matrimonio, una
intimidad que va mucho más allá de la relación física de la cual disfruta una pareja casada. Este
aspecto nos parece que es la esencia del verdadero significado del matrimonio.
PTH: El matrimonio es la más elevada, santa y sagrada de las relaciones humanas, y a causa de
ello, es la más íntima. Cuando Dios creó a Adán y a Eva antes de que existiese la muerte para
separarlos, les dijo: "Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán
una sola carne" (Génesis 2:24). Para reforzar la metáfora de esa unidad, las Escrituras indican que
Dios había tomado de manera figurada una costilla del costado de Adán para crear a Eva, no la tomó
de la frente para que ella lo guiase, ni de la espalda para que lo despreciase, sino del costado, debajo
del brazo y cerca del corazón. Allí, hueso de sus huesos y carne de su carne, esposo y esposa debían
estar unidos en todos los aspectos, uno al lado del otro. Debían entregarse completamente el uno al
otro, allegarse el uno al otro y a nadie más (véase D&C 42:24).
JRH: El entregarnos completamente a otra persona es el paso de mayor confianza y más
decisivo que podamos dar en la vida, pues se trata de un riesgo y de un acto de fe. Ninguno de
nosotros que avanzamos hacia el altar parecemos tener la confianza de revelar a otra persona todo lo
que somos, todas nuestras esperanzas, nuestros temores, nuestros sueños y nuestras debilidades. La
seguridad, el sentido común y la experiencia de este mundo nos sugieren que aguardemos un poquito y
que no llevemos el corazón en la mano, donde puede ser herido fácilmente por alguien que sepa
demasiado de nosotros. Tal y como Zacarías dijo de Cristo, tememos ser "heridos en casa de [nuestros]
amigos" (Zacarías 13:6).
Pero ningún matrimonio vale realmente la pena, al menos en el sentido en que Dios espera que
nos casemos, si no invertimos plenamente todo lo que tenemos y todo lo que somos en esa otra
persona que se ha unido a nosotros mediante el poder del santo sacerdocio. Sólo cuando estamos
dispuestos a compartir la vida en su totalidad, Dios nos halla dignos de dar vida. La analogía de Pablo
para este compromiso completo fue la de Cristo y la Iglesia. ¿Podría Cristo haberse retraído aún en los
momentos más vulnerables de Getsemaní o del Calvario? A pesar del dolor que pudiera haber en ello,
¿podría haber fracasado al dar todo lo que era y todo lo que tenía para la salvación de Su Iglesia, Sus
seguidores, aquéllos que tomarían sobre sí Su nombre hasta en el convenio del matrimonio?
PTH: De la misma manera, Su Iglesia no puede ser reacia, aprensiva o dubitativa en su
compromiso con Aquél a quien pertenecemos. Así es también con el matrimonio. Cristo y la Iglesia, el
novio y la novia, el hombre y la mujer deben insistir en la unión más completa. Todo matrimonio
mortal debe recrear el matrimonio ideal que anhelaron Adán y Eva, Jehová y los hijos de Israel. Al no
retraerse y al no allegarse a ninguna otra persona, cada espíritu humano y frágil queda desnudo, por así

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decirlo, en manos de su cónyuge, como lo estuvieron nuestros primeros padres en aquel hermoso
escenario del jardín. Por cierto que hay un riesgo. Seguro que se trata de un acto de fe. Pero el riesgo
es algo esencial en el significado del matrimonio, y la fe tanto mueve montañas como calma el mar en
tempestad.
JRH: Habremos empleado bien nuestro tiempo si podemos dejar en ustedes la impresión de la
sagrada obligación que un esposo y una esposa tienen el uno para con el otro cuando la fragilidad, la
vulnerabilidad y la delicadeza de la vida del uno quedan a cargo del otro. Pat y yo hemos vivido juntos
durante veintidós años, apenas el tiempo que cada uno de nosotros había vivido de solteros antes del
día de nuestra boda. Puede que no lo sepa todo acerca de ella, pero sé de ella todo los últimos
veintidós años, y ella sabe lo mismo de mí. Conozco sus predilecciones y aversiones, y ella conoce las
mías. Conozco sus gustos, intereses, esperanzas y sueños, y ella conoce los míos. A medida que
nuestro amor va creciendo y que nuestra relación madura, hemos ido abriéndonos el uno al otro
respecto a todo ello durante veintidós años, y el resultado es que sé con mayor claridad cómo ayudarla,
y sé exactamente cómo herirla. Quizás desconozca todos los botones que hay que pulsar, pero conozco
la mayoría de ellos, y ciertamente Dios me hará responsable por cualquier dolor que le cause al pulsar
de manera intencionada los botones que le harán daño cuando ella ha estado confiando tanto en mí.
Jugar con tal responsabilidad sagrada —su cuerpo, su espíritu y su futuro eterno— y explotarlo para
mi beneficio, aún cuando sólo sea un beneficio emocional, me descalifica para ser su esposo y
consigna mi triste alma al infierno. El ser así de egoísta significaría que soy un compañero de
habitación legal que disfruta de su compañía, pero no su esposo en ningún sentido cristiano de esta
palabra. No he sido como Cristo es para la Iglesia, no sería hueso de mis huesos, ni carne de mi carne.
PTH: Dios espera un matrimonio, y no un acuerdo ni un arreglo sancionado en el templo para
vivir como una asalariada o como una ama de llaves. Estoy segura de que todos los que me oyen
entienden la severidad del juicio que desciende sobre este tipo de compromisos casuales antes del
matrimonio. Creo que todavía recaerá sobre mí un juicio más severo después del matrimonio si todo lo
que hago es compartir la cama de Jeff, su trabajo, su dinero y hasta sus hijos. No existe el matrimonio
a menos que, literalmente, nos compartamos el uno al otro, los buenos y los malos momentos, en
enfermedad y en buena salud, en vida y en muerte. No es un matrimonio a menos que esté a su lado
cuando me necesite.
JRH: No se puede ser una buena esposa, ni un buen esposo, ni un buen compañero de cuarto ni
un buen cristiano sólo cuando nos "sentimos bien". Una vez un estudiante entró en el despacho del
decano Lebaron Russell Briggs, en Harvard, y le dijo que no había cumplido con su asignación porque
no se había sentido bien. Con los ojos clavados en el estudiante, el decano Briggs le dijo: "Sr. Smith,
creo que con el tiempo quizás descubra que la mayoría del trabajo del mundo es hecho por personas
que no se sienten muy bien" (citado por Vaughn ). Featherstone, "Self—Deal", New Era, noviembre
de 1977, pág. 9).
Habrá días que serán más difíciles que otros, pero si dejan abierta la escotilla del avión porque
deciden antes de despegar que quizás se bajarán a mitad del vuelo, les prometo que va a ser un viaje en
el que van a tener mucho frío menos de quince minutos después del despegue. Cierren la puerta,
abróchense los cinturones y aceleren al máximo. Ésa es la única manera de hacer que funcione el
matrimonio.
PTH: ¿Es de llamar la atención que nos vistamos de blanco y vayamos a la casa del Señor y nos
arrodillemos ante los administradores de Dios para comprometernos mutuamente con una confesión de
la Expiación de Cristo? ¿De qué otro modo podemos traer la fortaleza de Cristo a esta unión? ¿De qué
otro modo podemos traer Su paciencia, Su paz y Su preparación? Y por encima de todo, ¿de qué otro
modo podemos traer Su permanencia y Su resistencia? Debemos estar tan fuertemente unidos que
nada nos separe del amor de nuestro esposo o nuestra esposa.
JRH: Respecto a esto tenemos la más reconfortante de todas las promesas finales: El poder que
nos une en rectitud es mayor que cualquier fuerza —cualquier fuerza— que intente separarnos. Ése es
el poder de la teología de los convenios, el poder de las ordenanzas del sacerdocio y el poder del
Evangelio de Jesucristo.

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PTH: Permítanme compartir una experiencia que, aunque tomada de nuestro matrimonio, se
aplica a ustedes en este momento, jóvenes o mayores, casados o solteros, conversos recientes o
miembros de hace mucho tiempo.
Hace veintidós años, Jeff y yo, con el certificado de matrimonio en mano, nos dirigimos a la
Universidad Brigham Young. Metimos todas nuestras pertenencias en un Chevrolet de segunda mano
y emprendimos rumbo a Provo. No estábamos incómodos ni teníamos miedo, estábamos aterrorizados.
Éramos dos pueblerinos de St. George, Utah, y allí estábamos, en Provo, en la Universidad Brigham
Young, nuestro mundo.
Las personas de la oficina de alojamientos nos ayudaron mucho al darnos listas de
apartamentos. El personal de matriculación nos ayudó a transferir algunos créditos de estudios ya
cursados. Los del centro de empleo nos dieron sugerencias sobre dónde encontrar trabajo. Nos hicimos
con algunos muebles y con algunos amigos. Más tarde nos dimos a la buena vida y salimos de nuestro
apartamento de cuarenta y cinco dólares mensuales, dos habitaciones y una ducha, para ir a cenar a la
cafetería del Centro Wilkinson. Estábamos impresionados y eufóricos, pero seguíamos estando
aterrorizados.
JRH: Recuerdo una de esas hermosas tardes de verano en la que salimos de nuestro apartamento
y fuimos hasta lo alto de la colina donde se levanta majestuoso el Edificio Maeser. Pat y yo íbamos de
la mano, muy enamorados, las clases aún no habían comenzado y parecía haber mucho en juego.
Éramos dos estudiantes no licenciados, sin nombre, sin rostro e insignificantes, que buscaban su lugar
bajo el sol. Estábamos recién casados y cada uno confiaba su futuro tan plenamente en el otro que
apenas éramos conscientes de ello en aquel momento. Recuerdo estar parado a medio camino entre el
Edificio Maeser y la residencia del Rector, y de repente verme sobrecogido por el desafío que sentía:
Una nueva familia, una nueva vida, una nueva educación, la falta de dinero y de confianza. Recuerdo
haberme vuelto a Pat, abrazarla en la belleza de aquella tarde de agosto, reprimiendo las lágrimas, y
decirle: "¿Crees que podremos lograrlo? ¿Crees que podemos competir con todas las personas de todos
estos edificios, que saben mucho más que nosotros y que son más capaces? ¿Crees que hemos
cometido un error?". Entonces le dije: "¿Crees que debemos dar marcha atrás y volver a casa?".
A modo de breve tributo a Pat en lo que ha sido un mensaje muy personal, creo que aquélla fue
la primera vez que vi lo que volvería a ver en ella una y otra vez: el amor, la confianza, la resistencia,
la certeza, el cuidadoso trato de mis temores y el sensible nutrir de mi fe, especialmente la fe en mí
mismo. Ella, quien también debe haber estado atemorizada, especialmente en ese momento, se unió a
mí de por vida, hizo a un lado sus propias dudas, cerró de un portazo la escotilla del avión y me ató al
cinturón de seguridad. "Claro que podemos lograrlo", dijo. "Por supuesto que no nos vamos a casa".
Entonces, de pie en aquel lugar, casi de manera literal bajo las sombras del atardecer de una casa a la
que mucho después llamaríamos nuestro hogar, ella me recordó de manera amable que seguramente
habría otras personas sintiéndose igual, que lo que temamos en el corazón era suficiente para seguir
adelante y que nuestro Padre Celestial nos iba a ayudar.
PTH: Si ustedes van al patio al sur de la residencia del Rector, podrán ver el lugar donde
estuvieron dos estudiantes de la Universidad Brigham Young recién casados, vulnerables y asustados,
hace veintidós años, reprimiendo las lágrimas y enfrentándose al futuro con toda la fe de la que podían
hacer gala. Hay noches en las que contemplamos ese lugar, especialmente las noches en las que las
cosas han sido un poco difíciles, y recordamos aquellos días tan especiales.
Por favor, no sientan que ustedes son los únicos que alguna vez han sido vulnerables, o que han
estado temerosos o solos, antes o después del matrimonio. Todo el mundo ha pasado por ello y puede
que de vez en cuando todos volvamos a vivirlo. Ayúdense los unos a los otros, no hace falta estar
casados para ello. Sean amigos, sean Santos de los Últimos Días. Y si están casados, no hay
bendiciones mayores que puedan venir a su matrimonio que algunos problemas y dificultades a los
que se enfrentarán si aceleran el motor y permanecen firmes en medio de todos los truenos, los
relámpagos y las turbulencias.
JRH: Parafraseando a James Thurber en una de las mejores y más sencillas definiciones jamás
dadas sobre el amor: "El amor es aquello por lo que pasamos juntos". Ello vale tanto para el

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matrimonio, como para padres e hijos, hermanos y hermanas, compañeros de cuarto y amigos,
compañeros de misión y cualquier otra relación humana digna de ser disfrutada.
El amor, al igual que las personas, es puesto a prueba por la llama de la adversidad. Si somos
fieles y enérgicos, la prueba nos templará y nos retinará, pero no nos consumirá. Disfruten de aquello
que tengan, sean discípulos de Cristo, vivan dignos del matrimonio aunque no tengan planes
próximos, y aprécienlo de todo corazón cuando se cumpla.

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CERTEZAS Y AFIRMACIONES

por Jeffrey R. Holland

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Capítulo 10

ELEVA TUS OJOS


Mientras Jesús caminaba y hablaba con la gente corriente
de Galilea y de Judea, no había nada de corriente en el
impacto que tenía sobre ellos. Aunque les enseñó de
manera ordinaria, elevó sus vidas de forma tan notable,
que a Su toque maestro se le puede muy apropiadamente
llamar poco común. Mientras estuvo en la tierra hizo
hincapié en cosas muy celestiales.

Jesús nos dio una lista viva de virtudes a través del ejemplo de Su experiencia diaria. Una de
esas virtudes que es especialmente necesaria en nuestro contacto rutinario con los demás (con la
familia, los amigos, los miembros y los no miembros), es la rara habilidad de aceptar a las personas
por lo que son, al mismo tiempo que se las eleva a lo que pueden llegar a ser. Tanto al tratar con Sus
devotos discípulos, o con los publicanos y las prostitutas que estaban menos familiarizados con este
tipo de amor, Jesús los veía a todos como hijos de Dios. Sabía que algunos de ellos estaban en mejor
situación que otros, pero todos tenían necesidad de la perspectiva más elevada y celestial que Él vino a
traer.
En Sus relaciones con hombres y mujeres de todo estrato y situación, Jesús puso en práctica lo
que se puede denominar el toque común. Sus parábolas iban dirigidas a gente corriente como
pescadores, granjeros, esposos, esposas, siervos y pastores. Él era particularmente consciente de los
necesitados, del extranjero hambriento y del deudor encarcelado, aquéllos a quienes los demás
pudieran considerar inferiores (véase Mateo 25:35-40).
Aún así, mientras caminaba y hablaba con la gente corriente de Galilea y de Judea, no había
nada de corriente en el impacto que tenía sobre ellos. Aunque les enseñaba con este toque común, Él
elevaba sus vidas de manera tan notable que a Su modo de enseñanza se le puede denominar, de
manera apropiada, poco común. Hay muchos ejemplos de Su compasión unida a un firme consejo, de
Su paciencia acompañada de una persuasión urgente. Consideremos los siguientes momentos fugaces
del Evangelio según Juan.
Nicodemo no era una persona corriente en la sociedad judía de la época, pero era alguien que
también necesitaba que su visión fuese ampliada y su vida elevada. Su necesidad del toque del
Maestro reveló lo universal de la misma. A los ojos de Dios, todos necesitaban que el "nuevo
testamento" fuese escrito en sus corazones, independientemente de la situación social o del papel
eclesiástico de cada uno de ellos bajo la ley de Moisés (véase Jeremías 31:33).
Juan describe a Nicodemo como "un hombre de los fariseos... un principal entre los judíos", un
miembro del poderoso sanedrín judío. Pero en su acercamiento hacia la luz, en cierta forma Nicodemo
era semejante a los demás que vivían en la oscuridad de la apostasía y bajo el perjuicio de una vida sin
revelación. Era obvio que le atraía lo que oyó, vio y sintió que emanaba de Jesús. Por otro lado,
carecía de la confianza suficiente para acudir de día, públicamente, y reconocer la misión mesiánica de
Jesús. En sus primeras palabras parece estar tanteando, explorando. "Sabemos qué has venido de
Dios", dijo; pero en el registro que tenemos, Nicodemo no llega a admitir el papel mesiánico del
Salvador y siente reparo en preguntar lo que tiene que hacer para ser salvo.
Afortunadamente, al igual que ocurre con otras personas que se aproximan con otro tipo de
limitaciones, Jesús se acercó a Nicodemo y le invitó a elevarse: "De cierto, de cierto te digo, que el
que no naciere de nuevo [o 'de lo alto'] no puede ver el reino de Dios".
La respuesta de Nicodemo fue confusa. Condicionado por el literalismo farisaico, no tuvo la
voluntad o fue incapaz de entender las palabras del Salvador y decidió referirse al significado más
inmediato del nacimiento.

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"¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre
de su madre, y nacer?", preguntó.
Jesús aclaró pacientemente: "De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del
Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios".
Nicodemo debía parecer perplejo o incrédulo, porque Jesús continuó, llevando hasta el nivel del
rabino una enseñanza que aparentemente resultaba demasiado elevada para ser entendida de otro
modo. Siendo el gran maestro que era, Jesús se basó en el doble significado de una palabra hebrea y la
utilizó para conducir a Nicodemo de lo temporal a lo espiritual. En hebreo, la palabra espíritu se
representa cómo rhua, la cual significa también racha o soplo, como en la expresión "un soplo de
viento". De este modo, en su esfuerzo por enseñar acerca del Espíritu, Jesús empleó esta misma
palabra.
"No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo. El viento sopla de donde
quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido
del Espíritu".
Pero Nicodemo parecía más confuso que antes. "¿Cómo puede hacerse esto?", preguntó.
Jesús le respondió: "¿Eres tú maestro de Israel, y no sabes esto?... si os he dicho cosas
terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales?" 0uan 3:1-12).
Por cierto, ¿cómo puede nadie entender las verdades espirituales y eternas si está confuso en
cuanto a los hechos físicos y temporales? Si no entiende la fuente de los susurros del espíritu, quizás
entienda la fuente de los susurros del viento, a modo de aplicación terrenal de una enseñanza celestial.
Debemos llegar a entender las cosas celestiales desde el punto mismo en que nos encontramos.
Esta misma enseñanza se repite dos veces en el siguiente capítulo del libro de Juan. La
geografía, las circunstancias y los participantes son diferentes, pero es obvio que existe una necesidad
común a lo largo y ancho de la vida judía. Resulta evidente que todas las personas necesitan el toque
poco corriente del Salvador para que las escamas de tinieblas les sean retiradas de sus ojos.
Mientras caminaba por Samaría, entre un pueblo fuertemente despreciado por los judíos de
aquella época, Jesús y Sus discípulos pasaron por una ciudad llamada Sicar, "junto a la heredad que
Jacob dio a su hijo José". Esta zona, que tenía entre sus límites el pozo de Jacob, era especialmente
representativa de la enemistad existente entre judíos y samaritanos. Éstos defendían con fuerza sus
lazos ancestrales con Jacob, mientras que los judíos negaban tal afirmación con igual vehemencia.
¿Escogió Jesús ese lugar para elevar la visión de ambos grupos, que por tan largo tiempo había estado
limitada por oscuras tradiciones?
Mientras Sus discípulos iban a la ciudad a comprar comida (era el mediodía), Jesús se sentó
junto al pozo y vio a una mujer samaritana que se acercaba con un cántaro en la mano. La mujer debió
haberse sorprendido mucho al oír cómo este viajero judío le hablaba mientras preparaba el cántaro
para bajarlo por agua. No sólo se trataba de un hombre hablando con una mujer a la cual no conocía,
sino que lo más chocante era que se trataba de un judío dirigiéndose a una samaritana. No obstante Él
le dijo: "Dame de deber".
Ella cuestionó la petición lo mejor que pudo, y Jesús tuvo exactamente la situación que había
deseado para enseñar. "Si conocieras el don de Dios", le dijo, "y quién es el que te dice: Dame de
deber; tú le darías, y él te daría agua viva".
El Salvador dio de manera inmediata una pista sobre Su verdadera identidad, la revelación de
que podía llegar a ser "agua viva" para esta mujer si ella pudiera captar las cosas celestiales. Pero ella
no mostró tal inclinación, y preguntó en voz alta cómo podría ese hombre darle agua alguna, viva o de
cualquier otro tipo, cuando no tenía nada con que quitarla de un pozo tan profundo. Al igual que
Nicodemo, ella tenía dificultad aun para entender las cosas terrenales.
Jesús prosiguió y, al referirse al temporal sustento, le dijo: "Cualquiera que bebiere de esta agua,
volverá a tener sed". Y luego añadió: "Mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed
jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna".
Esta profunda declaración, dicha de manera tan emotiva, captó claramente la atención de la
mujer samaritana; mas ella todavía parecía no poder ver más allá de las cosas comunes. No podía ver

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el propósito más elevado del Señor, mas tenía un interés genuino en una fuente de agua perpetua que
la librara de realizar sus penosos viajes diarios hasta el pozo. "Señor", le dijo con respeto, "dame esa
agua, para que no tenga yo sed, ni venga aquí a sacarla".
Jesús intentó una vez más hacerle a entender. Trató de ayudarle hablándole de las cosas
terrenales más personales de la mujer y le pidió que llamase a su marido. Ella contestó que no tenía
uno, a lo que Jesús le dijo que, en efecto, no tenía marido e incluyó en esa negativa no sólo al hombre
con el que estaba viviendo en ese momento, sino quizás también a los cinco que le habían precedido.
Ante esta revelación sorprendente, la mujer declaró: "Señor, me parece que tú eres profeta".
Ciertamente cabe dar por sentado que Cristo habría preferido hablar a la mujer acerca del agua
viva, más bien que de los falsos maridos. Pero con ella, al igual que con Nicodemo, descendió hasta el
nivel del alumno para poderla llevar a donde necesitaba ir. De hecho, tomó a la más corriente de las
mujeres con uno de los pecados más comunes, y al mismo tiempo más serios, y la elevó hacia una
oportunidad excepcional. En respuesta a su confesión, "sé que ha de venir el Mesías, llamado el
Cristo", Él respondió poderosa e inequívocamente: "Yo soy, el que habla contigo" (Juan 4:25-26).
Jesús se aferró a las cosas terrenales que la mujer podía entender, con el propósito de elevarla
hacia aquéllas más celestiales que era incapaz de comprender.
Pero, ¿qué hay de los demás que estaban más cerca de Cristo y eran más fuertes de espíritu?
Podemos suponer que un miembro del sanedrín con fuertes raíces en la tradición y una mujer infiel de
Samaria podrían tener considerable dificultad para apartarse de aquello que les había oprimido. Pero,
¿qué hay de los discípulos de Jesús? En respuesta a esta pregunta, al menos en parte, prosigue de
inmediato el relato de Juan.
En el momento en que Jesús estaba terminando de conversar con la mujer samaritana, Sus
discípulos regresaron de la ciudad con comida para el almuerzo, diciendo: "Rabí, come. Él les dijo: Yo
tengo una comida que comer, que vosotros no sabéis".
Obviamente, Jesús se estaba refiriendo al "sustento" de la experiencia que acababa de tener con
la mujer samaritana. En unos instantes la había elevado de una probable hostilidad y estupor
espirituales, a un estado en el que, por lo menos, comenzó a captar asuntos espirituales y a escuchar en
una ocasión maravillosamente extraña cómo el Hijo de Dios declaraba ser el por tanto tiempo esperado
Mesías. Esto era "comida" para alguien que se alimentaba de las cosas del Espíritu, mucho más que un
mero pedazo de pan o un trozo de cordero tan diligentemente obtenidos en la ciudad por Sus
hermanos.
Pero al igual que Nicodemo y la mujer samaritana antes que ellos, los discípulos todavía no
habían tenido experiencia suficiente para entender.
"¿Le habrá traído alguien de comer?", preguntaron perplejos. Si ha comido algo que
desconocemos, ¿quién se lo trajo y por qué nos envió a la ciudad?, se preguntaban. ¿Por qué nos ha
mandado hacer tal esfuerzo para luego comer con otro antes de que volviésemos?
Nosotros sonreímos ligeramente ante este momento de confusión porque sabemos lo que ocurrió
en ausencia de los discípulos. Quizás, si ellos hubieran sabido porqué Jesús estaba hablando con la
mujer y lo que le dijo, hubieran entendido fácilmente Su alusión a tomar una comida de otro tipo
bastante más diferente. La "comida" de Cristo, al igual que Su "agua viva", nos habrían dejado
satisfechos por toda la eternidad. Con Su manera amable, paciente y poco corriente, Cristo elevó a Sus
amados seguidores por encima de la mediocridad.
"Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra. ¿No decís vosotros:
Aún faltan cuatro meses para que llegue la siega? He aquí os digo: Alzad vuestros ojos y mirad los
campos, porque ya están blancos para la siega" (Juan 4:27-35).
Jesús había visto una oportunidad de significado eterno y se aferró a ella. Para El, el campo
siempre está blanco para la siega. Pasó por alto las tradiciones, las riñas y las pequeñeces de los
hombres. De hecho había incluso pasado por alto los muy serios pecados de la mujer. Vio la
oportunidad de elevar una vida, de enseñar a un alma humana, de edificar a una hija de Dios y de
ayudarle a avanzar hacia la salvación. Ésta era Su "comida" y Su "obra". Ciertamente, era la voluntad
de Su Padre la que había venido a cumplir. Aun estos discípulos que tanto se habían acercado al

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Maestro tenían todavía que retirar por completo de sus ojos las escamas de la tradicional oscuridad.
También ellos necesitaban la poco corriente indicación, tan frecuentemente extendida, de alzar sus
ojos hacia propósitos más elevados, hacia significados más altos y hacia un sustento más espiritual.
Tras destacar estos breves incidentes, se hace más aparente que el Salvador enseñó esta lección
una y otra vez. Jesús habló sobre los Templos y la gente pensó que se refería a los templos (Juan 2:18-
21). Habló del Pan y la gente pensó que se refería al pan (Juan 6:30-58), y así sucesivamente. Éstas no
fueron meras parábolas en el sentido alegórico de ser aplicaciones múltiples de un mismo dicho, sino
que en cada caso fueron una invitación a "elevar vuestros los ojos" para ver "cosas celestiales",
específicamente para verle y entender. Fueron, además, manifestaciones repetidas de Su disposición
para reunirse con personas en sus propias condiciones, sin importar lo limitado de su entendimiento, y
conducirlos a un terreno más elevado. En última instancia, y si ellos querían, Él los conduciría más
allá del tiempo y del espacio, hacía la eternidad.
A modo de recordatorio de esta misma obligación que todos tenemos, consideren esta última
aplicación. Tras la crucifixión y resurrección de Jesús, la crisis y la confusión de los discípulos se
puede representar bien con la expresión de Pedro: "Voy a pescar". Creyendo que quizás su tarea
relativa al Evangelio había finalizado con la conclusión mortal de la vida de Cristo, los demás
discípulos dijeron: "Vamos nosotros también contigo". En breve, todos regresaron a sus tareas
mundanas.
Pero tras toda una noche de labor infructuosa con las redes, los discípulos contemplaron la
llegada del alba y a Jesús de pie en la orilla. Tras regresar a la playa para estar con Él, el Salvador
volvió a elevarlos una vez más con Su toque poco corriente.
Le dijo a Simón Pedro, el apóstol mayor a quien Él había entregado el manto del ministerio
mortal y del liderazgo: "Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos?". Pedro le aseguró
rápidamente a su Maestro: "Sí, Señor; tú sabes que te amo".
Jesús preguntó por segunda vez: "Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?". Pedro, más confundido,
reaccionó con ansia: "Sí, Señor; tú sabes que te amo".
El Salvador preguntó por tercera vez: "Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?", y Pedro, entristecido
porque el Señor dudase de él, le contestó: "Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo" 0uan 21:3-
17).
Quizás sea tan innecesario como injusto ahondar en este intercambio. El gran mandamiento
dado a Pedro y a los discípulos en aquella ocasión fue el de apacentar las ovejas de Cristo, el pequeño
rebaño de seguidores que ya le había aceptado, así como a la multitud más allá del círculo inmediato,
que todavía no había oído ni aceptado el mensaje del Evangelio. Claramente, Pedro fue llamado a ser
un pescador de hombres por el resto de su vida y necesitaba abandonar sus redes en Galilea. Quizás
sea esto todo lo que necesitemos leer aquí.
Además, será suficiente con hacer notar que la pregunta repetida tres veces, así como la
respuesta, podrían simplemente haber servido como refuerzo del gran significado de esta labor. Puede
que a Pedro le hayan dolido los tres recordatorios tras haber negado tres veces su asociación con el
Salvador (véase Mateo 26:34), pero no tenemos motivo alguno para dudar de la sinceridad de su amor.
Sin embargo, el idioma del Nuevo Testamento empleado aquí nos proporciona una invitación más
poderosa para salir de la mediocridad del ámbito terrenal, hacía las posibilidades poco corrientes de lo
celestial.
Aunque Jesús y Pedro no estaban hablando en griego (habrían estado haciéndolo en arameo), el
registro que tenemos del evangelio de Juan llega hasta nosotros en esa lengua. En esta conversación se
emplean dos palabras griegas diferentes para amor. Tanto en la primera como en la segunda pregunta,
la indagación de Jesús respecto al amor de Pedro se realiza empleando el término ágape, la expresión
más elevada de amor, o lo que nosotros llamaríamos un amor cristiano o sacrificado. Pero en su
respuesta, en ambas ocasiones la certeza del amor de Pedro se representa con una palabra diferente y
menor: philos; algo más que un mero amor fraternal. Resulta entonces significativo que en la tercera
ocasión Jesús mismo empleara el equivalente de philos, y no de agape, y que Pedro respondiera por
tercera vez con philos.

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Parece apropiado que uno de los grandes recordatorios del último capítulo del registro de Juan
fuese que Cristo nos ama a nuestro nivel, aún cuando ése no sea aquél en el que debemos estar. El
amor fraternal de Pedro fue aceptable, aunque Jesús aprovechó esa ocasión para profetizar el amor
cristiano y sacrificado que Pedro pronto sería llamado a mostrar, y cuán magníficamente lo haría
(véase Juan 21:18-19).
Pero para Pedro, al igual que para Nicodemo, la mujer samaritana y los demás discípulos, ese
logro tendría lugar otro día. Lo que tanto él como los demás podían hacer era comenzar, allí donde
estuviesen y con lo que tuvieran, aun siendo de manera tan corriente. Y a través del toque milagroso
de la mano del Maestro, podrían ser llevados a vivir momentos extraordinariamente elevados.
Allí donde nos encontremos, también nosotros podemos estar de camino hacia las cosas
celestiales si buscamos y aceptamos el toque paciente, ennoblecedor y poco corriente del Salvador.

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Capítulo 11

LA VOLUNTAD
DEL PADRE EN TODAS LAS COSAS
La obra de la maldad y las tinieblas es más segura de ser .. derrotada cuando los hombres y las mujeres,
aun sin hallarlo fácil ni placentero pero con la determinación de cumplir con la voluntad del Padre, contemplan
sus vidas como si todo vestigio de ayuda divina pareciera haberse desvanecido y, tras preguntar por qué han
sido abandonados de ese modo, inclinan su cabeza y obedecen.

Permítame preparar por un momento el escenario para este capítulo. Utilizo la palabra escenario
a propósito pues quiero representar un drama divino. Ralph Waldo Emerson dijo una vez: "Si las
estrellas sólo aparecieran una noche cada mil años, ¡cómo podrían los hombres creer, adorar y
preservar durante muchas generaciones el recuerdo de la ciudad de Dios que [les] había sido
mostrada!" (Nature [1836], sección 1). Bajo el espíritu de ese pensamiento provocador, les invito a
considerar otra escena sobrecogedora y mucho más importante, la cual debiera evocar creencia y
adoración; una escena que, al igual que las estrellas de la noche, hemos sin duda alguna dado con
frecuencia por sentada. Imagínese estar entre el pueblo de Nefi, que vivía en la tierra de Abundancia,
en el año 34 de nuestra era. Las tempestades, los terremotos, los huracanes y las tormentas, junto con
los truenos y relámpagos sumamente brillantes, asolan toda la faz de la tierra. Algunas ciudades,
ciudades enteras, se han incendiado como por combustión espontánea. Unas han desaparecido en el
mar para nunca más volver a ser vistas, mientras que otras han quedado completamente cubiertas por
montones de tierra o han sido llevadas por el viento.
Toda la faz de la tierra ha sido cambiada; todo el paisaje ha sido deformado. Entonces, mientras
usted y sus vecinos se aproximan a las inmediaciones del templo (un lugar que a muchos de pronto les
parece un buen sitio para estar), oyen una voz y ven a un hombre vestido con ropas blancas que
desciende del cielo. Es una escena deslumbrante. Parece que la esencia misma de la luz emana de él,
un esplendor que contrasta bruscamente con los tres días de muerte y de tinieblas que acababan de
presenciar.
Él habla y dice simplemente, con una voz que penetra hasta el tuétano de los huesos: "Yo soy
Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo" (3 Nefi 11:10).
Ahí está, o para ser más correcto, ahí está Él; el centro y la figura principal de cada charla
fogonera, de cada reunión espiritual y de cada noche de hogar celebrada por los nefitas durante los
últimos seiscientos años, y por sus antepasados israelitas durante miles de años antes.
Todos han hablado de Él, han cantado acerca de Él y han soñado o le han orado a Él; ahora Él
está ahí de verdad. Éste es el día, y la generación a la que le ha tocado vivirlo es la suya. ¡Qué gran
momento! Pero usted descubre que no tiene tantos deseos de comprobar si su cámara tiene filme como
de comprobar si hay fe en su corazón.
"Yo soy Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo". De todos los
mensajes que puede haber en lo inmenso de la eternidad, ¿cuál nos ha traído a nosotros? Todo el
mundo presta atención.
Él prosigue: "Soy la luz y la vida del mundo... He bebido de la amarga copa que el Padre me ha
dado, y he glorificado al Padre, tomando sobre mí los pecados del mundo... me he sometido a la
voluntad del Padre en todas las cosas desde el principio". Ahí está, en ocho líneas, cuarenta y siete
palabras. "Y... cuando Jesús hubo hablado estas palabras, toda la multitud cayó al suelo" (3 Nefi
11:11-12).
He meditado a menudo sobre ese momento de la historia nefita y se me hace difícil pensar que
fuese algo accidental o un mero capricho que el Buen Pastor, en Su estado recién exaltado, se
apareciera a una parte bastante representativa de Su rebaño y eligiera hablar primero en cuanto a Su

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obediencia, a Su deferencia, a Su lealtad y sumisión amorosa a Su Padre. En un momento inicial y


profundo de deslumbrante maravilla, cuando de seguro tiene la atención de todo hombre, mujer y niño
hasta donde alcanza la vista, Su sumisión al Padre es la cosa principal y más importante que desea que
sepamos acerca de Él.
Francamente, me siento un poco intrigado por la idea de que éste sea el aspecto principal y más
importante que Él desee saber acerca de nosotros, cuando un día nos reunamos con Él de forma
semejante. ¿Fuimos obedientes aun cuando fue doloroso? ¿Nos sometimos aun cuando la copa fue
amarga? ¿Nos sometimos a una visión más elevada y sagrada que la nuestra, aun cuando puede que no
hayamos visto propósito alguno en todo ello?
Él nos invita, uno por uno, a palpar las heridas de Sus manos, de Sus pies y de Su costado. Y a
medida que pasemos, toquemos y sigamos nuestra marcha, quizás nos susurre: "Si alguno quiere venir
en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame" (Mateo 16:24).
Si tal negación propia de llevar nuestra cruz fuese, por definición, la cosa más difícil que Cristo
o cualquier hombre tuviese que hacer jamás, un acto de sumisión que haría, según las propias palabras
del Salvador, que Él, "Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y
padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu"-¡si el someterse, obedecer y aceptar la voluntad
divina nos depara únicamente eso, ¡no debe extrañarnos que aún el Hijo Unigénito del Dios verdadero
y viviente "deseara no tener que beber la amarga copa y desmayar"! (D&C 18:19).
Aún al recrear el mayor de todos los sacrificios personales, puede estar seguro de que para
algunas personas de este mundo no resulta halagüeño hablar de someterse a nadie ni a nada. En el
umbral del siglo XXI es de débiles y de flojos hablar de ello.
Tal y como escribió el élder Neal A. Maxwell: "En la sociedad actual, la mera mención de las
palabras obediencia y sumisión provocan la cólera y la gente se pone nerviosa... Se apresuran a
recuperar ejemplos de la historia secular que ilustran cómo la obediencia a una autoridad imprudente y
la servidumbre a líderes malos han ocasionado mucha miseria y sufrimiento humano. Por tanto, resulta
difícil prestar atención al verdadero significado de las palabras obediencia y sumisión, aun cuando la
aclaración 'a Dios' vaya adjunta" (Not My Will, But Thine [Salt Lake City: Bookcraft, 1988], pág. 1).
Después de todo venimos a la tierra, por lo menos en parte, para cultivar la autoconfianza y la
independencia, para aprender a pensar y a actuar por nosotros mismos. ¿No fue Cristo mismo el que
dijo: "Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres"? (Juan 8:32). Entonces, ¿cómo es que el cielo
habla a la vez de una libertad espiritual y de la independencia intelectual en un párrafo, sólo para
pedirnos que seamos sumisos y muy dependientes en el siguiente?
Lo hace porque ninguna cantidad de educación, ni ningún otro tipo de experiencia deseable y
civilizada de este mundo nos ayudará en el momento de nuestra confrontación con Cristo si no hemos
sido capaces, y si no somos capaces en ese momento, de someter todo lo que somos, todo lo que
tenemos y todo lo que tengamos la esperanza de tener a la voluntad del Padre y del Hijo.
El sendero que conduce a una experiencia cristiana completa pasará muy probablemente por el
Jardín de Getsemaní. Allí aprenderemos, si es que no lo hemos aprendido antes, que nuestro Padre no
tiene otros dioses ante él, ni siquiera (y particularmente) si ese dios es uno mismo. A cada uno de
nosotros se nos requerirá que nos arrodillemos cuando puede que no queramos hacerlo, que nos
inclinemos cuando puede que no tengamos el deseo, que nos confesemos cuando puede que no
queramos (una confesión fruto de una experiencia dolorosa por la que sabemos que los pensamientos
de Dios no son nuestros pensamientos, ni Sus caminos los nuestros, dice el Señor [véase Isaías 55:8]).
Creo que por eso Jacob dice que ser instruido, y nosotros podríamos añadir que ser cualquier
otra cosa digna, es bueno si hacemos caso de los consejos de Dios (véase 2 Nefi 9:29). Pero la
educación, el servicio público, la responsabilidad social o los logros profesionales de cualquier tipo,
son vanos si en esos momentos cruciales de nuestra historia personal no podemos someternos a Dios
aún cuando todas nuestras esperanzas y temores puedan estar tentándonos. Debemos estar dispuestos a
colocar todo lo que tenemos en el altar de Dios, no solamente nuestras posesiones (éstas pueden ser los
cosas más fáciles de sacrificar), sino también nuestra ambición, el orgullo, la terquedad y la vanidad,
arrodillarnos allí en sumisión silenciosa y luego alejarnos voluntariamente.

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Creo que lo que estoy describiendo aquí es la definición de un santo según las Escrituras, una
persona que "se someta al influjo del Espíritu Santo", y "por la expiación de Cristo... se vuelva como
un niño: sumiso, manso, humilde, paciente, lleno de amor y dispuesto a someterse a cuanto el Señor
juzgue imponer sobre él, tal como un niño se somete a su padre" (Mosíah 3:19).
Como el Gran Ejemplo y la Estrella del Alba que es de nuestra vida, ¿es de extrañar que Cristo
elija antes que nada y en primer lugar definirse en relación a Su Padre diciendo que le amaba, que le
obedecía y que se sometía a Él como el Hijo fiel que era? Lo que Él hizo como Hijo de Dios también
nosotros debemos esforzarnos por hacer.
La obediencia es la primera ley de los cielos, y en caso de que no nos hayamos dado cuenta,
algunos de los mandamientos no son fáciles de cumplir. Parece que, a veces, las cosas salen peor de lo
que esperábamos. Al menos, si somos verdaderamente serios al respecto de llegar a ser santos, creo
que descubriremos que éste es el caso. Permítame emplear un ejemplo que con frecuencia nuestros
enemigos, y hasta algunos amigos, consideran como el momento más desagradable de todo el Libro de
Mormón. Lo escojo precisamente porque muchas personas se han ofendido al leerlo, pero si le damos
la vuelta veremos que es muy semejante a una copa amarga.
Me refiero a la obligación de Nefi de matar a Labán para preservar un registro, salvar a un
pueblo y, en última instancia, dar pie a la restauración del Evangelio en la dispensación del
cumplimiento de los tiempos. No puedo decir cuánto está en juego cuando Nefi estaba al lado del
borracho y enemigo Labán, pero se jugaba mucho. La ironía dramática de este pasaje reside en que
nosotros sabemos que ése fue un momento crucial, aunque Nefi puede que no lo sepa. Y, a pesar de lo
mucho que está en juego, ¿cómo puede hacer algo así? Él es una persona buena, puede que hasta bien
educada, a quien desde la cumbre misma del Sinaí le ha sido enseñado: "No matarás"; además, ha
entrado en los convenios del Evangelio.
"El Espíritu me compelió a que matara a Labán; pero... me sobrecogí y deseé no tener que
matarlo" (1 Nefi 4:10). ¿Una prueba difícil? ¿Deseos de sobrecogerse? ¿Les suena familiar?
Desconocemos el porqué esas planchas no podían haber sido obtenidas de ninguna otra manera.
Podrían haberlas olvidado accidentalmente una noche en los abrillantadores de planchas, o quizás
podían haberse caído del carro de Labán durante el paseo de un día de reposo por la tarde. Más aún,
¿por qué Nefi no dejó este relato fuera del libro? ¿Por qué no dijo algo como: "Y tras mucho esfuerzo
y angustia de espíritu, obtuve las planchas de Labán y partí para el desierto hacia la tienda de mi
padre"? Como último recurso podría haber enterrado el registro entre los capítulos de Isaías, y de ese
modo se garantizaba que nadie los iba a descubrir hasta este día.
Mas aquí está, directamente en el comienzo del libro, en la página nueve, donde hasta el lector
más accidental podría verlo y tendría que enfrentarse a ello. No se esperaba que tanto Nefi como
nosotros nos librásemos de la lucha de este registro.
Creo que este relato fue colocado en los primeros versículos de un libro de 642 páginas, y que
fue contado con detalles dolorosamente específicos para centrar a cada lector del mismo en los
principios absolutamente fundamentales del Evangelio como son la obediencia y la sumisión a la
voluntad del Señor, la cual conocemos cuando nos es comunicada. Si Nefi no puede someterse a este
mandato terriblemente doloroso, ni puede obligarse a obedecer, entonces es muy probable que nunca
pueda tener éxito ni sobrevivir las pruebas que se le avecinan.
"Iré y haré lo que el señor ha mandado" (1 Nefi 3:7). Confieso que me estremezco un poco
cuando oigo citar esa promesa entre nosotros tan a la ligera. Jesús sabía el tipo de compromiso que
ello implicaba, tal como ahora lo sabe Nefi, así como lo sabrán numerosas personas más antes de que
todo esto acabe. Ese juramento llevó a Cristo a la cruz del Calvario y reside en el corazón de cada
convenio cristiano. ¿"Iré y haré lo que el Señor ha mandado"? Bueno, ya lo veremos.
Al hablar de este asunto no estamos sino explorando el problema de Lucifer, el del ego furioso,
el del que siempre había que hacer todo a su manera. Satanás hubiera hecho bien en escuchar al más
sabio de los pastores escoceses cuando dijo: "Hay un tipo de religión en el que el hombre más devoto
es el que hace menos conversos: La adoración de uno mismo" (C. S. Lewis, ed., George MacDonald:
An Anthology [Nueva York: Macmillan, 1947], pág. 110).

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Pero la actuación de Satanás puede resultar instructiva. Desde el momento en que tenemos un
"yo", existe la tentación de ponerlo delante, en primer lugar, siendo el centro de todo. Y cuanto
mayores seamos, social, intelectual, política o económicamente, más grande será el riesgo de caer en la
adoración de uno mismo. Quizás sea éste el motivo por el cual los padres de un recién nacido lo
llevaron ante el venerable Robert E. Lee, para pedir consejo a este hombre tan legendario, diciendo:
"¿Qué hemos de enseñar a este niño? ¿Cómo debe abrirse camino en el mundo?". El viejo y sabio
general les dijo: "Enseñadle a negarse a sí mismo. Enseñadle a decir no".
Con frecuencia tal ejercicio de sumisión suele ser tanto solitario como violento. A veces, en
esos momentos en los que nos parece que más necesitamos al Señor, quedamos abandonados para
obedecer sin ayuda. El salmista exclama, representándonos a todos nosotros cuando nos encontramos
en tales momentos: "¿Por qué estás lejos, oh Jehová, y te escondes en el tiempo de la tribulación?".
"¿Por qué éstas tan lejos de mi salvación?... clamo de día, y no respondes; y de noche, y no hay para
mí reposo". "No escondas tu rostro de mí [Señor]... no me dejes ni me desampares, Dios de mi
salvación". "No te desentiendas de mí" (Salmos 10:1; 22:1-2; 27:9; 28:1).
La súplica del salmista suena más dolorosa en la angustia última del Calvario, en el llanto que
caracterizó el acto de sumisión suprema: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?"
(Mateo 27:46. Véase también Salmos 22:1). En un grado mucho menor podemos oír la súplica
procedente de la cárcel de Liberty: "Oh Dios, ¿en dónde estás? ¿y dónde está el pabellón que cubre tu
morada oculta? ¿Hasta cuándo se detendrá tu mano...? Sí, oh Señor, ¿hasta cuándo?" (D&C 121:1-3).
Sabemos bastante del abuso que José Smith y sus amigos sufrieron a manos de los carceleros.
Sabemos, además, del espíritu sumiso del profeta en aquella época, cuando de entre todos los
momentos escogió aquéllos para registrar el lenguaje más sublime de las Santas Escrituras, la
apelación de mantener la influencia sólo por "persuasión, por longanimidad, benignidad,
mansedumbre y por amor sincero" (D&C 121:41). ¡Vaya escenario para hablar de manera tan amable!
¡Qué contexto tan brutal para sacar el tema de la compasión!
Parte de la historia que no recordamos tan bien es la de uno de sus compañeros de prisión,
Sidney Rigdon. En realidad, Sidney salió de la cárcel dos meses antes que el profeta José y los demás,
pero Sidney salió quejándose de que los sufrimientos de Cristo no eran nada comparados con los
suyos.
No nos incumbe a nosotros, que estamos en la seguridad de nuestros hogares, emitir juicio
alguno sobre el hermano Rigdon o cualquier otra persona que sufriera tales indignidades en Misuri;
pero de ahí a decir que el sacrificio expiatorio de Cristo, el soportar el peso de todos los pecados de la
humanidad desde Adán hasta el fin del mundo, no era nada comparado con el confinamiento del
hermano Rigdon en la cárcel de Liberty, es como una bofetada de esa desafiante y finalmente fatal
arrogancia que con tanta frecuencia vemos en aquéllos que acaban teniendo problemas espirituales.
El profesor Keith Perkins ha escrito que este momento es el punto en el que la vida de Sidney
Rigdon cambia para peor (véase "Triáls and Tribulations: The Refiner's Fire" en The Capstone of Our
Religión: Insights into Doctrine and Covenants [Salt Lake City: Bookcraft, 1989], pág. 147). Tras esta
experiencia, nunca más volvió a ser el líder distinguido que verdaderamente había sido en los primeros
años de esta dispensación. Al poco tiempo, José Smith sintió que Sidney ya no era de gran ayuda en la
Primera Presidencia, y tras la muerte del profeta, Rigdon conspiró contra los Doce en un esfuerzo por
ganar el control unilateral sobre la Iglesia. Al final murió siendo un hombre insignificante y amargo,
un hombre que había perdido la fe, su testimonio, su sacerdocio y sus promesas.
Por otro lado, José perseveraría y sería exaltado cuando todo concluyese. No debe
sorprendernos que el señor le dijera con anterioridad en su vida: "Sé paciente en las aflicciones,
porque tendrás muchas; pero sopórtalas, pues he aquí, estoy contigo hasta el fin de tus días" (D&C
24:8).
"Éstos que están vestidos de ropas blancas, ¿quiénes son?", pregunta Juan el Revelador en su
poderosa visión. La respuesta dice: "Éstos son los que han salido de la gran tribulación, y han lavado
sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero?" (Apocalipsis 7:13-14).
A veces parece especialmente difícil someterse a una gran tribulación cuando al mirar a nuestro

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alrededor vemos a los demás, que parecen mucho menos obedientes y que están teniendo éxito,
mientras que nosotros lloramos. Pero el tiempo sólo está medido para el hombre, dice Alma (véase
Alma 40:8), y Dios tiene una memoria muy buena.
El élder Dean L. Larsen escribe sobre un granjero que observaba el día de reposo y que estaba
preocupado y consternado al ver que su vecino, quien no cumplía con este mandamiento, tenía
cosechas mejores con una productividad mucho más alta y beneficiosa. Pero en tales momentos de
aparente injusticia, debemos recordar que "las cuentas de Dios no siempre saldrán al fin del verano"
("The peaceable Things of the Kingdom", en Hope [Salt Lake City: Deseret Book, 1988], pág. 200).
A veces también nosotros sobrestimamos la disposición del Señor para escuchar nuestra súplica,
confirmar nuestro deseo, declarar que nuestra voluntad no es contraria a la Suya y recibir Su ayuda tan
sólo por haberla pedido. Fíjese en este ejemplo tomado de la biografía que el élder F. Burton Howard
escribió del presidente Marion G. Romney. Cito de manera abundante al élder Howard al resumir el
relato.
En 1967, la hermana Ida Romney sufrió un ataque grave. Los médicos dijeron al por entonces
élder Romney que el daño causado por la hemorragia era de magnitud. Se ofrecieron a mantenerla viva
por medios artificiales, aunque no lo recomendaban. La familia se preparó para lo peor. El hermano
Romney confesó a sus más allegados que, a pesar de su angustia, de su anhelo personal por la
restauración de la salud de Ida y por la continuación de su compañerismo, por encima de todo quería
"que se hiciese la voluntad del Señor, que tomase lo que necesitase tomar sin recibir reproche".
A medida que pasaban los días, la hermana Romney iba empeorando. Le habían dado una
bendición, pero el élder Romney "se mostraba reacio a aconsejar al Señor al respecto". Debido a una
experiencia anterior sin éxito relacionada con la súplica para que él y su esposa pudieran tener hijos,
sabía que nunca podía pedir en oración algo que no estuviese en armonía con la voluntad del Señor.
Ayunó para poder saber cómo mostrarle al Señor que tenía fe y que iba a aceptar Su voluntad en la
vida. Quería asegurarse de que había hecho todo lo que podía hacer, pero su esposa continuaba
empeorando.
Una noche, bajo un estado particularmente deprimido, con Ida incapaz de hablar y de
reconocerle, el hermano Romney se fue a casa y, como siempre había hecho, se volvió a las Escrituras
en un esfuerzo por tener comunión con el señor. Tomó el Libro de Mormón y continuó leyendo donde
lo había dejado la noche anterior, sobre el profeta Nefi, en los escritos de Helamán, quien había sido
falsa e injustamente acusado de sedición. Tras haber sido milagrosamente librado de sus acusadores y
mientras regresaba a casa meditando en las cosas que le habían acontecido, Nefi oyó una voz.
Aunque Marión Romney había leído ese relato muchas veces con anterioridad, esa noche le
sorprendió en forma de revelación personal. Las palabras del pasaje tocaron de tal modo su corazón
que por primera vez en semanas sintió que tenía una paz de verdad. Le parecía como si el Señor le
estuviese hablando directamente a él. La escritura dice: "Bienaventurado eres tú... por las cosas que
has hecho... [no] te has afanado por tu propia vida, antes bien, has procurado mi voluntad y el
cumplimiento de mis mandamientos. Y porque has hecho esto tan infatigablemente, he aquí, te
bendeciré para siempre, y te haré poderoso en palabra y en hecho, en fe y en obras; sí, al grado de que
todas las cosas te serán hechas según tu palabra, porque tú no pedirás lo que sea contrario a mi
voluntad" (Helamán 10:4-5).
Ahí estaba la respuesta. Sólo había buscado conocer y obedecer la voluntad del Señor, y éste le
había hablado. Se arrodilló y volcó su corazón, y al concluir su oración con la frase "hágase tu
voluntad", sintió o realmente oyó una voz que decía: "No es contrario a mi voluntad que Ida sea
sanada". El hermano Romney se puso en pie de inmediato. Eran más de las dos de la mañana, pero
sabía lo que tenía que hacer. Se puso rápidamente la corbata y el abrigo, y salió de noche hacia el
hospital para visitar a Ida. Llegó poco antes de las tres. La condición de su esposa no había cambiado.
No se movió cuando él puso las manos sobre la pálida frente de ella, y con una fe inquebrantable
invocó el poder del sacerdocio para el beneficio de su esposa. Pronunció una bendición sencilla y
añadió la increíble promesa de que recuperaría la salud y sus poderes mentales, y que todavía llevaría
a cabo "una gran misión" sobre la tierra.

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Aunque no lo dudaba, el élder Romney se quedó atónito al ver que Ida tenía los ojos abiertos al
fin de la bendición. Un tanto sorprendido por todo lo que había pasado, se sentó en el borde de la cama
para escuchar la frágil voz de su esposa por primera vez en meses, diciendo: "¡Madre mía!, Marión,
¿qué estás haciendo aquí?". Él no sabía si reír o llorar. Le dijo: "Ida, ¿cómo te encuentras?". Con ese
halo de humor tan característico de ambos, ella le contestó: "¿Comparada con qué, Marión?
¿Comparada con qué?".
Ida Romney comenzó a recuperarse desde ese mismo instante, pronto dejó la cama del hospital
y vivió para ver a su esposo ser sostenido como miembro de la Primera Presidencia de la Iglesia, "una
gran misión sobre la tierra", por cierto (F. Burton Howard, Marion G. Romney: His Life and Faith
[Salt Lake City: Bookcraft,1988], págs. 137-142).
Debemos tener cuidado de no perder la mano del Señor cuando ésta nos es ofrecida y Su deseo
es el de ayudarnos. Mi hija, Mary, llegó a este punto en una conversación que tuvo conmigo no mucho
después de que ella volviese de pasar seis meses estudiando en Jerusalén. Ella estaba hablando de la
tendencia irónica a temer y evitar la fuente misma de nuestra ayuda y liberación, de retraerse antes que
avanzar hacia nuestro refugio; y mencionó el relato de Mateo, cuando se desató una tormenta sobre el
mar de Galilea, y la barca que llevaba a los apóstoles fue "azotada por las olas; porque el viento era
contrario". En medio de su ansiedad, los discípulos miraron hacia la costa y vieron a un ser, un
espectro, una aparición que caminaba en dirección a ellos, lo cual no hizo sino aumentar su pánico y
comenzaron a gritar de temor. Pero se trataba de Cristo caminando hacia ellos sobre el agua. "Tened
ánimo" les dijo: "Yo soy, no temáis" (Mateo 14:24-27). Él iba en su ayuda en un momento de
necesidad y ellos, equivocadamente, querían escapar.
"[Este] milagro abunda en simbolismo y significado. El hombre no puede declarar por medio de
qué ley o principio se suspendió el efecto de la gravedad, a tal grado que un cuerpo humano pudo
sostenerse sobre la superficie líquida. El fenómeno es una demostración concreta de la gran verdad de
que la fe es un principio de poder mediante el cual se pueden modificar y gobernar las fuerzas
naturales. Cada vida humana adulta pasa por trances parecidos a la lucha contra los vientos contrarios
y mares amenazantes que sostuvieron los viajeros afectados por la tempestad; a menudo la noche de
angustias y peligros está sumamente avanzada para cuando llega el socorro; y además, con demasiada
frecuencia se confunde la ayuda salvadora con un terror más grande. Pero tal como fue con Pedro y
sus compañeros atemorizados en medio de las aguas agitadas, así también a todos los que se esfuerzan
con fe llega la voz del Salvador, diciendo: 'Yo soy, no temáis' " (Jesús el Cristo [Salt Lake City:
Deseret Book, 1975], págs. 356-357).
Con esa imagen de Cristo apareciendo nuevamente en grandeza ante nosotros, permítame
finalizar esta representación donde comencé. Se nos enseña que cada uno de nosotros estará frente a
frente con Cristo para ser juzgado por Él, del mismo modo que el mundo será juzgado en Su dramática
Segunda Venida. Finalizo con una adaptación del relato de C. S. Lewis titulado "La última noche del
mundo", del cual me he apropiado y he alterado para los propósitos de mi mensaje. La metáfora y gran
parte de las palabras son de Lewis, pero la aplicación es mía. En el acto III, escena vii de El rey Lear
aparece un hombre, un personaje secundario, al cual Shakespeare todavía no ha dado nombre; él es
simplemente el "Primer Sirviente". Todos los personajes a su alrededor, Regan, Cornwal y Edmundo,
tienen planes buenos y a largo plazo. Creen saber cómo va a terminar la obra, pero están bastante
equivocados. Sin embargo, el sirviente no tiene tales ilusiones pues desconoce cómo va a evolucionar
la representación, aunque comprende la escena actual. Contempla una aberración, el intento de cegar
al viejo Gloucester, y no va a permitirlo. Saca la espada y en un instante la apunta contra el pecho de
su señor, pero Regan le clava un puñal por la espalda y lo mata. Ése es todo su papel: ocho líneas. Sin
embargo, Lewis dice que, si se tratase de la vida real en vez de una obra de teatro, ése sería el mejor
papel a representar.
La doctrina de la Segunda Venida nos enseña que no sabemos ni podemos saber cuándo vendrá
Cristo ni cuándo acabará el teatro del mundo. Puede aparecer y el telón podrá caer en cualquier
momento, por decirlo así, antes de que usted termine del leer este párrafo. Este tipo de
desconocimiento les resulta intolerablemente frustrante a ciertas personas. Muchas cosas quedarían sin

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concluir. Quizás usted se iba a casar el mes próximo, o quizás iba a comprar una casa nueva el año que
viene. Puede que estuviera pensando en servir una misión, pagar el diezmo o negarse alguna
indulgencia. Seguro que ningún Dios bueno y sabio sería tan poco razonable como para poner fin a
todo tan de repente. De entre todos los momentos, ¿por qué ahora?
Pensamos de este modo porque seguimos dando por sentado que conocemos la obra, aunque en
realidad no sabemos mucho sobre ella. Creemos que estamos que el Acto II, pero casi no sabemos
cómo terminó el I ni cómo será el III. Ni siquiera estamos seguros de saber quiénes son los personajes
principales y secundarios. El autor lo sabe. El público, en el sentido de que hay un público de ángeles
que abarrota la sala, tiene una vaga idea. Pero nosotros, que nunca hemos visto una obra de teatro
desde fuera y que sólo conocemos a una pequeña minoría de los personajes que están en el escenario
en nuestras mismas escenas, nosotros que somos profundamente ignorantes del futuro y que estamos
erróneamente informados del pasado, no podemos decir en qué momento vendrá Cristo y nos hará
frente. Un día estaremos delante de Él, puede estar seguro de ello; pero perderemos el tiempo al
intentar averiguar cuándo será ese día. Esta representación humana tiene un significado del que
podemos estar seguros, aunque la mayor parte del mismo todavía no podemos verlo por completo.
Cuando la obra se acabe se nos dirá mucho más de lo que sabemos ahora. Se nos indica que debemos
aguardar a que el Autor nos diga algo a cada uno de nosotros referente al papel que hemos
representado. Entonces, hacer una buena representación es lo que más importa. Ser capaz de decir,
cuando el telón caiga por última vez: "He sufrido la voluntad del Padre en todas las cosas", es nuestro
único camino hacia la ovación final (véase "The World's Last Night", en Fern-Seed and Elephants and
Other Essays on Christianity by C. S. Lewis, ed. Walter Hooper [Gran Bretaña: Fontana/Collins,
1975], págs. 76-77).
La obra de la maldad y las tinieblas es más segura de ser derrotada cuando los hombres y las
mujeres, aun sin hallarlo fácil ni placentero pero con la determinación de cumplir con la voluntad del
Padre, contemplan sus vidas como si todo vestigio de ayuda divina pareciera haberse desvanecido y,
tras preguntar por qué han sido abandonados de ese modo, inclinan su cabeza y obedecen.
Obedecer la voluntad de Dios en "todas las cosas" hasta el final mismo es el único camino
certero abierto para los creyentes, es la única manera de ver cómo Su reino desciende y cómo hacer
que la vida sea "como en el cielo, así también en la tierra".

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Capítulo 12

OH, SEÑOR,
MANTEN FIRME MI TIMÓN
Una persona desleal puede no tener verdadera malicia;
puede estar incluso convencida de que se logra algo bueno
por medio de tales acciones. En estos casos está bien que se
nos recuerde que ciertos tipos de traición pueden llegar a
generar consecuencias que están más allá de nuestro
control. Puede que sólo quisiéramos bajarle los humos a
alguien, pero quizás vivamos para ver que, por
equivocación, hemos hecho añicos la vida de esa persona.

Hace muchos años tuvo lugar un acontecimiento en la Universidad Brigham Young que fue
ampliamente cubierto por la prensa. El 16 de noviembre de 1985 la Universidad Brigham Young hizo
historia. La televisión lo cubrió, los medios impresos lo publicaron y, a la mejor manera de Clint
Eastwood, fue el mejor día de Beano Cook, el relator deportivo nacional. La Universidad Brigham
Young abucheó a uno de sus propios jugadores de fútbol americano.
Uno de los filósofos más distinguidos de los Estados Unidos, Josiah Royce, escribió: "La lealtad
es para el hombre leal no sólo algo bueno, sino la principal de entre todas las cosas buenas y morales
de su vida, pues le proporciona... una solución personal [al] más difícil de [todos] los problemas...
humanos, el problema de: '¿Para qué vivo?' " {The Phüosophy of Loyalty [Nueva York: Macmillan,
1908], pág. 57).
Es esa lealtad, la lealtad a principios verdaderos, a la gente fiel, a instituciones honorables y a
ideales dignos, la que unifica nuestro propósito en la vida y define nuestra moralidad. Si carecemos de
tales lealtades o convicciones, de normas mediante las cuales medir nuestros actos y sus
consecuencias, estamos sin ancla y vamos a la deriva, "[arrastrados] por el viento y [echados] de una
parte a otra", dice la escritura (Santiago 1:6), hasta que una tormenta, un problema o una pasión nos
lleva en otra dirección por un igualmente breve e inestable período de tiempo. Cuanto mayor soy, más
creo que el profesor Royce tiene razón. "¿Para qué vivo?" es, en un sentido, la pregunta que todo
misionero Santo de los Últimos Días invita a hacerse a su investigador. Si existe una consideración
sincera de tal pregunta, entonces la verdad eterna tiene una posibilidad de bendecir a los hijos de Dios.
Estos asuntos de lealtad y honor son importantes en la Universidad Brigham Young, pues "hacer [a los
jóvenes] dignos de la honradez", dijo John Ruskin, "es el comienzo de la educación". Samuel Johnson
lo dijo todavía mejor: "La integridad sin conocimiento es débil e inútil, y el conocimiento sin
integridad es peligroso y temible".
Hay muchas razones por las cuales aquel incidente del abucheo me molesta. Ante todo, me
molesta que cualquier seguidor del equipo de fútbol de la Universidad Brigham Young abuchee a
nadie por motivo alguno. Si alguien puede explicarme lo cristiano que hay en ello, le invito
rápidamente a hacerlo. Obviamente, me molesta que tal experiencia fuese grabada por el señor Cook
en la memoria de toda la nación como el momento más deleznable de toda la temporada futbolística
universitaria. Me molesta que podamos hacerle esto a un compañero de estudios, a un vecino, a un
amigo y a un converso a la Iglesia, como ocurrió en este caso. No hace falta ni mencionar que ese
jugador nos condujo a dos de nuestros mejores años en la historia del fútbol americano de la
Universidad Brigham Young, incluyendo dos campeonatos, dos finales de postemporada, una victoria
en el famoso clásico "Kick-Off", a una temporada sin derrotas y a un campeonato nacional.
Me molesta que un puñado de individuos pudiera desmerecer un partido tan bueno (el cual, a
propósito, la Universidad Brigham Young ganó contra un equipo que acabaría siendo el número cinco
de todo el país), que desmerecieran toda la temporada y, por lo menos para mí, desmereciesen al

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equipo de fútbol de la universidad. Al mismo tiempo, confío en que este pequeño puñado de
seguidores fanáticos sean unas personas muy decentes durante el resto de la semana, que ni pensarían
en hablar de manera tan vergonzosa delante de nadie, pero que de algún modo se ven atrapados —o
bloqueados, como puede ser el caso— en el fervor de un partido, y ven cómo aumenta su
comportamiento tan grosero en proporción directa al anonimato de la muchedumbre y a la seguridad
de la distancia que les separa de un defensa fornido. Alguien dijo una vez que ningún copo de nieve se
siente responsable por la avalancha, lo cual puede ser también cierto respecto a los seguidores del
fútbol americano.
Debiéramos ser el tipo de persona que permanece fiel a los principios, a las personas y a las
instituciones a las que hemos declarado nuestra fidelidad, y que probablemente nos han dado gran
parte de las bendiciones que tenemos. En este sentido, lo que digo aquí tiene muy poco que ver con los
fanáticos, con el fútbol o con Beano Cook, quienquiera que éste sea. El abuchear a un ser humano
puede ser algo que se olvide pronto, excepto por el abucheado, por lo que nos disculpamos ante él y
ante todos los demás que hayan recibido un trato nada cristiano de nuestras manos, y damos un paso
hacia adelante para realizar la gran pregunta: Si toda persona tuviera exactamente el mismo sentido de
lealtad que tengo yo, ¿qué tipo de vecindario, de iglesia, de nación o de mundo sería el nuestro?
¿Cuánta presión es demasiada para seguir fiel? ¿Cuánta decepción es demasiada para permanecer
firme? ¿Cuánta distancia es demasiada para caminar con un amigo desanimado, con un cónyuge en
dificultades o un hijo con problemas? Cuando la oposición se enciende y la marcha se hace difícil
¿cuánto de lo que pensábamos que era importante para nosotros vamos a defender y, en ese inevitable
tire y afloje de la vida, cuánto vamos a hallar conveniente para ceder?
Al igual que ocurre con tantas abstracciones que necesitan ser concretadas, nuestros hogares y
familias son lugares muy buenos para una aplicación inicial. Por ejemplo, ¿estaríamos al lado de un
hermano joven o de una hermana mayor en momentos de dolor y desesperación? ¿Defenderíamos a
nuestros padres hasta la muerte si realmente necesitasen nuestra ayuda? Aun si nuestras oraciones son
vergonzosamente cortas, ¿no oramos al menos por los miembros de nuestra familia? Entiendo que
estas preguntas no son fáciles de contestar, porque solemos decir algo como: "Bueno, les amo", "se lo
debo a ellos", o "ellos harían lo mismo por mí".
Pero lo que comúnmente no solemos recordar es que debiéramos sentirnos así para con todo el
mundo, que "familia" es el verdadero nombre de toda la raza humana. ¿Hemos llegado al punto en que
nuestro saludo dominical al "hermano Jones y la hermana Brown" es demasiado corriente como para
recordar por qué lo decimos? ¿Ha llegado nuestra rápida alusión a nuestro "Padre Celestial" a
convertirse en algo caduco e insignificante? ¿Alguna vez ampliaremos nuestro círculo de influencia
más allá de aquél que reclamaban los fariseos, quienes, aún en su estado ignorante, no abucheaban a
otros fariseos? "¿Qué recompensa tendréis?... Y si saludáis a vuestros amigos solamente, ¿qué hacéis
de más? ¿No hacen también lo mismo los publicanos?" (Mateo 5:46-47). En cuanto a la lealtad, todos
tenemos un largo camino que recorrer.
El difunto Alvin R. Dyer se enfrentó a un desafío semejante cuando era obispo hace muchos
años. Un miembro de su barrio dijo que fumar era el mayor de los placeres de la vida, y le dijo al
obispo Dyer: "Por la noche pongo el despertador cada hora en punto para despertarme y fumarme un
cigarrillo. Obispo, el fumar me gusta demasiado como para dejar de hacerlo".
Unas pocas noches más tarde, sonó el timbre de la puerta de este hombre a las diez en punto. En
la entrada estaba el obispo Dyer.
"Hola obispo, ¿qué diablos está haciendo aquí a esta hora? Iba a irme a la cama".
"Lo sé", dijo el obispo Dyer. "Quiero verle poner la alarma, despertarse y fumar".
"Cielo santo, no puedo hacer eso delante de usted", dijo el hombre.
"Seguro que puede. No se preocupe por mí. Me sentaré en una esquina y estaré en silencio".
El hombre le invitó a pasar y se pusieron a hablar de todo a lo que el obispo Dyer pudo echar
mano para mantener despierto el interés de este hermano. "Perseguí toda idea y conversación en la que
pudiera pensar para mantenerle hablando", recuerda. "Creí que me iba a echar de su casa en muchas
ocasiones, pero poco después de las tres de la mañana le dije: '¡Bueno, por todos los cielos! Se ha

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perdido ya cinco alarmas. Perdóneme, por favor. He echado a perder el placer de su noche. Esta noche
se ha convertido en una decepción tal, que bien podría irse a la cama y olvidar el resto de las alarmas
por esta vez' ".
Fíjense en el siguiente comentario: "En ese momento percibí [en él] un sentimiento de honor y
dignidad... Me miró con una sonrisa muy particular... y dijo: 'De acuerdo, lo haré'. [Y] nunca más
volvió a tocar otro cigarrillo [durante el resto de su vida]" (véase Alvin R. Dyer, Conference Report, 5
de abril de 1965, pág. 85).
¿Cómo describirían la lealtad del hermano Dyer? ¿Fue la lealtad a ese hombre inactivo, a los
miembros de su barrio en general, a su oficio como obispo, a la Palabra de Sabiduría, al principio de la
revelación, a la Iglesia, o a Dios?; bueno, ya me entienden.
Nuestro Padre Celestial le preguntó a Caín: "¿Dónde está Abel tu hermano?". Y Caín respondió
airado: "No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?" (Génesis 4:9). Quizás la respuesta a esa
pregunta sea, como me dijo una vez el profesor Chauncey
Riddle: "No, Caín, no se espera que seas el guarda de tu hermano, pero sí que seas el hermano
de tu hermano".
Consideren ahora por un momento el tipo de traición que Caín introdujo en el mundo: la traición
a la familia, a los amigos y a los conciudadanos. Su legado es sumamente escalofriante, y sus
seguidores son legión. "Dante reservó el círculo central del infierno para [este tipo de personas], para
aquéllos que [se vuelven contra los suyos]. Allí puso a Judas, a Bruto y a Casio, los traidores más
notables de todos, así como a las tres bocas de Satanás mismo. Es revelador que el poeta no confíe en
la imagen del fuego para describir la situación lamentable de estas personas. Las almas de los traidores
permanecen aprisionadas en un lago de hielo. Se ve claramente que los peores pecados contra el
hermano [o la hermana] de uno mismo proceden del corazón frío. Los que son desleales a los demás
han escogido una vida aislada e inmóvil, una vida, en efecto, hostil a la vida misma, para la cual la
única imagen adecuada es la de un sombrío residuo de hielo" (William F. May, A Catalogue ofSins,
[Nueva York: Holt, Rinehart y de Winston, 1967], págs. 111-112).
Si no somos llamados a defender a un miembro de la familia de manera tan abierta como lo fue
Caín, quizás tengamos la oportunidad de defender a la Iglesia.
Tras cuatro años de servicio misional en las islas hawaianas (que, por cierto, comenzó cuando
tenía quince años), el joven Joseph R Smith regresó al continente y empezó el viaje de regreso al valle
de Salt Lake. Aquéllos eran días difíciles. Los sentimientos contra los Santos de los Últimos Días
estaban muy encendidos. La terrible experiencia de Mountain Meadows todavía estaba fresca en el
recuerdo de mucha gente. La poligamia se había convertido en un asunto de política nacional, y en ese
mismo momento, el ejército de Albert Sidney Johnston se dirigía hacia el territorio de Utah bajo las
órdenes del presidente de los Estados Unidos. Menos disciplinados que el ejército americano eran
muchos hombres desperdigados a lo largo y ancho del territorio, los cuales juraban abiertamente que
matarían a cualquier mormón que pudieran encontrar.
El joven Joseph F. Smith de diecinueve años conducía su carromato de regreso a ese mundo.
Una tarde, la pequeña compañía con la que viajaba acababa apenas de acampar cuando un grupo de
hombres borrachos llegó a caballo maldiciendo y amenazando con matar. Algunos de los hombres
mayores, al oír de la llegada de los jinetes, corrieron a esconderse en unos arbustos cercanos al arroyo,
esperando la señal de que la banda pasase. Pero el joven Joseph F. había estado alejado del
campamento recogiendo madera para hacer una hoguera, por lo que no era consciente del problema
que se avecinaba. Con la franqueza característica de los jóvenes, regresó al campamento para darse
cuenta, demasiado tarde, de la terrible circunstancia a la que se enfrentaba casi completamente solo.
Su primer pensamiento fue el de arrojar la madera al suelo y echarse a correr hacia el arroyo,
para buscar refugio entre los árboles. Entonces tuvo otro pensamiento: "¿Por qué debo escapar [de mi
fe]?". Con ese fuerte sentimiento de lealtad asentado de manera firme en su mente, continuó llevando
la madera hasta las proximidades de la hoguera. Cuando estaba a punto de dejar los leños, uno de los
rufianes, pistola en mano y apuntándole directamente a la cabeza, maldijo como sólo un truhán
borracho puede hacer y preguntó con voz altanera y enfadada: "Muchacho, soy un asesino de

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mormones. ¿Eres mormón?".


Sin dudarlo ni un momento y mirando al bárbaro directamente a los ojos, Joseph F. Smith,
apenas con la edad suficiente para entrar en el Centro de Capacitación Misional, respondió con osadía:
"Sí, señor. De cabo a rabo; de pies a cabeza; de todo corazón".
La respuesta fue tan osada y sin muestras aparentes de temor, que desarmó por completo al
violento hombre. Estaba tan perplejo que bajó la pistola, tomó al joven misionero de la mano y le dijo:
"Vaya, ¡eres el hombre más [juramento], [juramento] agradable que jamás he conocido! Choca esos
cinco, compañero, me alegra ver a un hombre que defiende sus creencias".
Años más tarde, mientras servía como presidente de la Iglesia, Joseph F. Smith dijo que
esperaba recibir a bocajarro la descarga del cañón de la pistola del hombre. Pero dijo también que tras
el deseo inicial de correr, nunca volvió a pasarle por la cabeza el hacer otra cosa que no fuese defender
sus creencias y enfrentarse a la muerte, la cual parecía ser el resultado inevitable de tal convicción
(Joseph Fielding Smith, Life of Joseph F. Smith [Salt Lake City: Deseret News Press, 1938], págs.
188-189).
El antiguo grito del marinero de Montaigne que era arrastrado por la tormenta vuelve a nuestra
mente: "¡Oh, Dios! Tú puedes salvarme si quieres, y si lo deseas, puedes destruirme; pero tanto si lo
haces como si no, yo mantendré firme mi timón" (Montaigne, Essays, libro II, capítulo 16).
Por supuesto que no basta con ser leal a cualquier causa. Lo que hizo que el joven Joseph F.
Smith se mantuviera valerosamente firme fue su respuesta a la pregunta: "¿Para qué vivo?". Él estaba
dispuesto a defender la verdad del Evangelio y a morir por ella.
Brigham Young tuvo ciertamente repetidas oportunidades de mantener un curso firme,
particularmente en aquellos primeros y difíciles años al lado del profeta José Smith. Mientras la
Primera Presidencia estaba fuera de Kirtland intentando estabilizar las difíciles circunstancias
financieras a las que hacían frente en el invierno de 1836-1837, se reunió un consejo integrado por
aquéllos que se oponían a que José Smith continuase en su oficio de profeta y presidente de la Iglesia.
"En esa ocasión [Brigham Young] se levantó... y en forma simple y firme les dijo que José era
un profeta, que yo lo sabía muy bien, y que ellos podían oponerse a él y calumniarlo tanto como
quisieran, pero que no lograrían destruir el llamamiento del profeta de Dios, sino la propia autoridad
de ellos, cortar el lazo que los unía con el profeta y con Dios para hundirse a sí mismos en el infierno.
Algunos de los presentes reaccionaron de manera violenta [hacia Brigham]. Jacob Bump... adoptó una
pose de boxeador y mientras varias personas le agarraban, se retorcía y forcejeaba, gritando: '¿No me
dejaréis poner las manos sobre ese hombre?'. 'Póngalas', respondió Brigham, 'si eso le va a dar alivio
alguno' ".
Pero no le puso las manos encima. Pocos días más tarde, Brigham oyó a alguien que corría por
las calles de Kirtland a media noche, gritando en voz alta y censurando al profeta José. A pesar de lo
tarde que era, Brigham saltó de la cama, salió a la calle, "volteó [al hombre] y le aseguró que si no
dejaba de hacer ruido y permitía que la gente disfrutase de su sueño", le iba a arrancar la piel a tiras en
ese mismo lugar, pues el profeta del Señor estaba en la ciudad y no quería que el emisario del diablo
anduviese gritando calle arriba y calle abajo.
Aquéllos eran días de verdadera crisis, relató, "cuando la tierra y el infierno parecían estar
unidos para derribar al profeta y a la Iglesia de Dios; y las rodillas de muchos de los hombres más
fuertes de la Iglesia desfallecieron". Brigham Young no desfalleció, pero antes de acabar ese año su
propia vida estuvo en peligro por causa de su lealtad. El 22 de diciembre dijo: "Tuve que escapar para
salvar la vida... Dejé Kirtland a consecuencia de la furia del populacho y del espíritu que prevalecía
entre los apóstatas, quienes habían amenazado con destruirme porque estaba dispuesto a proclamar,
públicamente y en privado, que sabía por el poder del Espíritu Santo que José Smith era un profeta del
Más Alto Dios". (Leonard J, Arrington, Brigham Young, American Moses [Nueva York: Alfred A.
Knopf, 1985 ], págs. 56-61).
¿Qué era del propio José Smith? Cuando tuvo que alejarse una vez más de su esposa e hijos,
dijo: "Estoy más expuesto al peligro mucho mayor de los traidores que hay entre nosotros que al de los
enemigos... Todos los enemigos sobre la faz de la tierra pueden bramar y ejercer todo su poder para

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lograr mi muerte, pero no pueden conseguir nada a menos que algunos de los que están entre nosotros
y disfrutan de nuestra compañía... ejecuten su esfuerzos conjuntos de venganza sobre nuestras
cabezas" (HistoryoftheChurch 6:152).
Y llevaron a cabo sus esfuerzos conjuntos de venganza. ¿Merece un profeta de Dios eso de sus
"amigos"? ¿Qué tiene uno el derecho a esperar de aquéllos que "disfrutan de nuestra compañía"?
(Recuerden que el crimen de Macbeth contra su rey fue todavía más mezquino porque Duncan era un
invitado en la casa de Macbeth). ¿Es posible que cada uno de nosotros que clamamos por los
privilegios y beneficios del reino de Dios tenga que pasar por su propio horno ardiente en el cual su
lealtad sea purificada de manera tan dramática como lo fue para Sadrac, Mesac y Abed-nego? ¿Hay
algún tipo de campo de batalla ahí fuera, delante de nosotros, algún tipo de Kirtland moral o una
Carthage metafísica que nos dé la oportunidad de levantarnos y ser contados entre sus defensores,
como lo fueron los dos mil jóvenes guerreros de quienes se dijo: "Eran... fieles a cualquier cosa que les
fuera confiada"? (Alma 53:20).
Karl G. Maeser, el primer Rector de la Universidad Brigham Young, escribió una vez: "Se me
ha preguntado qué significado tiene para mí la palabra honor. Se lo diré. Pónganme tras los muros de
una prisión, muros de piedra, altos, gruesos y profundamente afirmados en el suelo. Supongamos que
existe una posibilidad de poder escapar de una manera u otra; pero pónganme en el suelo, dibujen con
tiza un círculo a mi alrededor y hagan que les dé mi palabra de honor de que nunca la cruzaré. ¿Puedo
salir del círculo? ¡No, nunca! ¡Antes la muerte!".
De vez en cuando debemos ahondar en el alma, hábitos e inclinaciones, y medir nuestra lealtad
a la norma divina de nuestro Salvador, Jesucristo. ¿Cuan preparados estamos para las dificultades a las
que tengamos que hacer frente para adquirir una educación, servir una misión, criar una familia o
defender nuestras creencias? A modo de preparación para el asalto que sufrirán nuestro carácter y
convicciones, ¿es esperar demasiado vernos disfrutar de un lenguaje claro, de un entretenimiento
limpio, de un trabajo duro pero honrado y de un comportamiento disciplinado? Si así fuera, en este
mismo momento, en una trinchera situada en algún lugar contra un enemigo que pusiera en peligro
nuestra vida eterna, ¿estaría yo a salvo en las manos de ustedes? ¿Estarían ustedes a salvo en las mías?
Hace más de treinta años, cerca de quince soldados Santos de los Últimos Días se reunieron en
un búnker situado en el frente de batalla, en Corea, para celebrar un servicio dominical. Utilizaron los
tapones de las cantimploras y las galletas de los paquetes de comida para bendecir y participar de la
Santa Cena, para luego celebrar una reunión de testimonios. Un joven se presentó simplemente como
el sargento Stewart, de Idaho. Era un hombre bajo y delgado, de un metro sesenta y setenta kilos de
peso. Su gran ambición había sido llegar a ser un buen deportista, pero los entrenadores lo
consideraban demasiado pequeño para la mayoría de los deportes de equipo. Así fue que se concentró
en la competición individual y obtuvo cierto éxito como luchador y corredor de fondo. El sargento
Stewart relató a sus quince compañeros fatigados por la batalla, una experiencia que acababa de tener
con el comandante de su compañía, un hombre gigante, un teniente de apellido Jackson, que medía
cerca de dos metros, pesaba ciento diez kilos y era un destacado deportista universitario. El sargento
habló de él en términos muy entusiastas como un oficial fantástico y un caballero cristiano, que
inspiraba a aquéllos que tenían la fortuna de servir bajo su mando.
Poco antes de este servicio religioso en el que se hallaba ahora, al sargento Stewart se le había
asignado actuar bajo la dirección del teniente Jackson. Al descender de una colina que acababan de
tomar cerca de la base, fueron emboscados por el enemigo. El teniente, que iba delante, cayó
"acribillado... por el fuego de pequeñas armas automáticas. Al caer se las arregló para arrastrarse hasta
refugiarse detrás de una roca... mientras el resto de la patrulla se abría paso con dificultad colina arriba
para reagruparse. Ya que era el segundo al mando, la responsabilidad recaía ahora en el sargento
Stewart, así que envió al hombre más grande y aparentemente más fuerte... colina abajo para rescatar
al teniente mientras los demás le cubrían.
"Hacía media hora que este hombre se había ido, sólo para regresar e informar que no podía
cargar al oficial herido porque era demasiado pesado... Los hombres comenzaron a murmurar acerca
de salir de allí antes de que alguien más resultase herido. Entonces una voz dijo: 'Olvidemos al

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teniente, después de todo, ¡no es más que un negro!'. En ese momento el sargento Stewart se volvió a
sus hombres e irguiéndose hasta su metro y medio de estatura les dijo con un tono firme: 'No me
importa si es negro, verde o de cualquier otro color. No nos marchamos sin él. Él no nos abandonaría a
ninguno de nosotros en circunstancias semejantes. Además, es nuestro oficial al mando y yo le amo
como si fuese mi propio hermano' ".
Y a continuación él sólo bajó por la colina.
El sargento Stewart llegó finalmente hasta el oficial y descubrió que estaba muy débil a causa de
la pérdida de sangre. El teniente le aseguró que aquélla era una causa sin esperanza y que no habría
manera de llevarle a tiempo de regreso al puesto de socorro. "Fue entonces que la gran fe que el
sargento Stewart tenía en su Padre Celestial vino en su ayuda. Se quitó el casco, se arrodilló al lado de
su líder caído y le dijo: 'Ore conmigo, teniente'...
"Señor', suplicó, 'necesito fuerzas, mucho más allá de la capacidad de mi cuerpo físico. Este
gran hombre, Tu hijo, que está gravemente herido a mi lado, debe recibir atención médica pronto.
Necesito el poder para llevarle hasta la colina, a una enfermería en la que pueda recibir el tratamiento
que necesita para salvar su vida. Sé, Padre, que has prometido la fuerza de diez hombres a aquel cuyo
corazón y cuyas manos estén limpios y puros. Siento que cumplo con los requisitos. Por favor, Dios
nuestro, concédeme esta bendición' ".
Le dio gracias a su Padre Celestial por el poder de la oración y por el privilegio de tener el
sacerdocio. Entonces se colocó el casco, se agachó, puso a su comandante sobre los hombros y lo llevó
de regreso a la seguridad (Ben F. Mortensen, "Sergeant Stewart", The Instructor, marzo de 1969, págs.
82-83).
Alguien más ascendió una vez una colina difícil, con nosotros cuidadosamente puestos sobre
Sus hombros. Pero a medida que Cristo se acercaba más y más al Calvario, Sus defensores eran menos
en número. Al incrementarse la presión y aumentar los problemas, dijo: "Hay algunos de vosotros que
no creen. Porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían, y quién le había de
entregar... Desde entonces muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él" 0uan
6:64,66). Más tarde, cuando los soldados romanos y los principales sacerdotes, "mucha gente con
espadas y palos", dice Mateo, fueron a prenderle, "todos los discípulos, dejándole, huyeron" (Mateo
26:47,56.). Ahora entra en escena Judas, con su beso acordado para la traición.
No podemos saber con exactitud lo que estaba pensando Judas ni por qué escogió ese camino.
Quizás nunca pensó que acabaría de esa manera. Como dijo William F May: Una persona desleal
puede no tener verdadera malicia; "puede estar incluso convencida de que se logra algo bueno por
medio de tales acciones. En estos casos está bien que se nos recuerde que ciertos tipos de traición
pueden llegar a generar consecuencias que están más allá de nuestro... control, una secuencia más
salvaje de lo que era [nuestra] intención. [Hago algo o digo ciertas palabras a otra persona] sólo
porque quisiera bajarle los humos, pero quizás viva para ver que he hecho añicos su vida.
"Cuando Judas, el que traicionó a [Jesús], vio que se había condenado, se arrepintió y devolvió
las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y ancianos, diciendo: 'Yo he pecado entregando
sangre inocente'. Ellos le contestaron: '¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú!'. Precisamente debido a
que todo ha sido puesto más allá del alcance del traidor... el sentimiento de lo irreversible de todo
resulta sobrecogedor. No queda más por conseguir. Judas se ahorca, [quizás] como un acto
expiatorio... aunque [quizás también] porque ningún [acto] de expiación por su parte es [ya] posible de
lograr" (Wiiliam F May, A Catalogue of Sins, págs. 118-119).
Es también en este mismo momento, en la más absoluta y completa soledad, que la lealtad a los
principios y el amor por nuestros hermanos y hermanas alcanza su manifestación más gloriosa y
eterna. Sudando grandes gotas de sangre por cada poro y suplicando que la copa pudiera pasar, todavía
Jesús permanece fiel, sometiendo Su voluntad a la del Padre y resuelto a hacer la obra del reino.
Momentos más tarde, con insultos, saliva, mofas, abucheos, y espinas atravesando Su carne perfecta,
el principio triunfó tanto sobre la pasión como sobre el dolor, mientras el Salvador de todos nosotros
ora por sus hermanos y hermanas: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lucas 23:34).
Debemos dar nuestra más profunda lealtad a las causas más elevadas de la eternidad, aquéllas

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contenidas en la vida, la misión, el Evangelio y las enseñanzas del Hijo Unigénito de Dios. Si
podemos permanecer fieles a ellas, con la mira puesta únicamente en ese valor, todas las demás
lealtades encajarán en su lugar de forma natural. Consideren las siguientes estrofas de dos himnos bien
conocidos. A todos los que desean que la determinación del cielo permanezca con ellos en los
momentos de dificultad, les cantamos:
Al alma que anhele la paz que hay en mí,
no quiero, no puedo dejar en error;
yo lo sacaré de tinieblas a luz,
y siempre guardarlo, y siempre guardarlo,
y siempre guardarlo con grande amor
—Himnos, 1992, número 40.
Y para tener la fuerza personal para permanecer fieles, aún en tales momentos de dolor
personal, nos cantamos a nosotros mismos de manera más privada:
Ha llamado ala carga y no retrocederá.
A los hombres que lo siguen Jesucristo probará.
¡Oh, sé presta, pues, mi alma a seguirle donde val
Pues Dios avanza ya.
—Himnos, 1992, número 28.

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Capítulo 13

LA AMARGA COPA Y
EL BAUTISMO DE SANGRE
Dios desea que seamos más fuertes de lo que somos, más
firmes en nuestro propósito, más seguros de nuestros
compromisos, y que con el tiempo no tengamos necesidad
de que nos alce en Sus brazos, sino que mostremos más
disposición a arrimar el hombro a la carga de Su pesada
responsabilidad. En resumen, quiere que seamos más como
El.

En las semanas finales de 1944, un día a las seis de la mañana, me envolvieron en mantas y me
llevaron hasta el café Big Hand, en la intersección de la calle Main con la Autovía 91, en St. George,
Utah, lugar donde la línea de autobuses Greyhound tiene su parada en nuestra pequeña cuidad. Aquella
mañana mi tío Herb, de 17 años, salía para San Diego, California, donde quiera que eso estuviese.
Aparentemente, en 1944 había una guerra en algún lugar, y mi tío consideraba que era lo bastante
mayor como para ir y cumplir con su parte. Se había enrolado en la Marina de los Estados Unidos y
nosotros estábamos allí para despedirnos de él.
En realidad, yo tenía un papel bastante formal en el programa de la parada del autobús. Había
practicado y se suponía que ahora tenía que cantar un solo con mi voz de cuatro años, una pequeña
canción que festejaba a los marinos, y cuya letra comenzaba diciendo: "Chaqueta azul marino /
pantalones de campana / ella quiere a su soldado / y él quiere a su amada".
Sin embargo, como acontecería con otras asignaciones posteriores en mi vida, tenía miedo a
cantar en público, por lo que guardé un silencio sepulcral, me negué a cantar tan siquiera una nota.
Pero mi silencio pareció surtir buen efecto de todos modos, por qué mi madre, mi abuela y mis
tías estaban llorando, y a nadie le importaba mucho si yo cantaba o no. Les pregunté por qué estaban
llorando y me dijeron que era porque el tío Herb se iba a la guerra. Les pregunté: "¿Cuánto tiempo
estará fuera?", sin saber que algunos muchachos no iban a volver. Mi abuela me dijo en medio de un
mar de lágrimas: "Estará fuera todo el tiempo que haga falta, todo el tiempo que dure la guerra".
Bueno, yo no tenía ni idea de lo que eso quería decir. "¿Todo el tiempo que haga falta lo qué?",
¡por todos los santos! Y, ¿cuánto tiempo dura una guerra? Me sentía totalmente confuso y muy
contento por no tener que cantar la canción, lo cual no habría hecho sino contribuir a la confusión ya
existente, y el café Big Hand no podría soportar tanta confusión.
Posteriormente, a lo largo de mi vida, he pensado mucho en las palabras de mi abuela, más de lo
que pensé en ellas durante mi juventud. Cuanto más vivo, más me doy cuenta de que algunas cosas de
la vida son muy ciertas, permanentes e importantes. Son asuntos a los que podríamos etiquetar de
manera colectiva como cosas eternas. Sin tener que hacer todo un catálogo de estas posesiones buenas
y estables, basta con decir que todas ellas están incluidas, de un modo u otro, en el Evangelio de
Jesucristo. Tal y como Mormón le dijo a su hijo: "En Cristo habría de venir todo lo bueno" (Moroni
7:22). A medida que pasan los días y a modo de madurez personal y para crecer en el Evangelio,
debemos dedicar más de nuestro tiempo y energía a las cosas buenas, a las mejores, a aquéllas que
permanecen, bendicen y prevalecen.
Creo que ése es el motivo por el cual la familia y los verdaderos amigos, junto con el
conocimiento y los pequeños actos de bondad y preocupación por las circunstancias de los demás, se
convierten en algo más importante con el paso de los años. Pedro señala un buen número de estas
virtudes llamándolas "la naturaleza divina", y nos promete "Su divino poder" al tenerlas y compartirlas
(véase 2 Pedro 1:3—8). Estos principios y cualidades del Evangelio, según las entiendo, son las

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adquisiciones más importantes y permanentes de la vida. Pero tenemos una guerra en marcha al
respecto de tales posesiones y habrá uno o dos cañonazos en nuestra vida que nos impulsarán —de
hecho lo requerirán— a un cuidadoso examen de aquello en lo que decimos creer, de aquello que
consideramos preciado y de aquello que confiamos sea de valor permanente.
Cuando vengan los momentos difíciles o cuando la tentación parezca estar rondándonos,
¿estaremos —¿estamos ahora?— preparados para defender nuestro terreno y expulsar al intruso?
¿Estamos equipados para el combate, para permanecer fieles el tiempo que haga falta, para seguir
siendo leales mientras dure la guerra? ¿Podemos aferramos a los principios y a las personas que
verdaderamente nos importan de manera eterna?
Creo que para poder determinar la calidad de nuestra fe, la resolución de nuestro propósito,
debemos entender más claramente el compromiso que hicimos cuando fuimos bautizados no sólo en la
iglesia de Cristo, sino en Su vida, muerte y resurrección, en todo lo que Él es e implica en el tiempo y
en la eternidad. Nos hemos hecho promesas a nosotros mismos y a nuestro Dios. Aquéllos que han
sido investidos en el santo templo han tomado sobre sí los convenios más elevados y las ordenanzas
más sagradas disponibles en la mortalidad.
Somos un pueblo que ya está participando en el más serio y eterno de todos los asuntos. La
guerra continúa y nosotros nos hemos alistado de manera visible. Y ciertamente, ésta es una guerra en
la que merece la pena luchar; mas somos tontos, mortalmente tontos, si creemos que esta contienda va
a ser algo casual o conveniente; somos tontos si pensamos que no va a requerir nada de nosotros. De
hecho, como la figura central y el gran comandante que es en esta batalla, Cristo nos ha advertido
concerniente a tratar de manera trivial el nuevo testamento de Su cuerpo y Su sangre. Se ha hecho
hincapié en que no robemos ni profanemos, que no mintamos ni forniquemos, que no nos saciemos en
cada indulgencia o violación que nos venga a la mente, para luego suponer que todavía somos "unos
soldados magníficos". No, no en este ejército ni en la defensa del reino de Dios.
Se espera más que eso, se necesita mucho más. De manera muy real, la eternidad pende de un
hilo. Verdaderamente creo que no puede haber cristianos pasajeros, pues si no estamos alertas y si no
somos diligentes, nos convertiremos en una "baja" cristiana en el fragor de la batalla. Cada uno de
nosotros conoce a algunos de éstos. Puede que hasta nosotros mismos hayamos resultado heridos en
alguna ocasión. No fuimos lo bastante fuertes, no nos habíamos interesado lo suficiente, no nos
detuvimos a pensar y la guerra era más peligrosa de lo que habíamos supuesto. La tentación para
transgredir, para transigir, está a nuestro alrededor, y demasiados de nosotros, aún como miembros de
la Iglesia, hemos caído víctimas de ella. Hemos participado "indignamente de [la] carne y de [la]
sangre" de Cristo, y hemos comido y bebido condenación para nuestra alma (3 Nefi 18:28—29).
Puede que algunos de nosotros estemos todavía tomando esa transgresión a la ligera, pero por lo
menos el Maestro entiende el significado del bando que decimos haber adoptado. Dicho entendimiento
fue revelado de manera provechosa en Sus enseñanzas a los discípulos.
A la conclusión de Su ministerio en Perea, Jesús y los Doce regresaron a Jerusalén para esa
última semana, predicha de manera profética, la cual conduciría a Su arresto, juicio y crucifixión. En
esa sobria y anunciada secuencia de acontecimientos, la madre de dos de Sus discípulos principales,
Santiago y Juan, se acercó al Salvador, quien era el único que sabía lo que le aguardaba y lo difíciles
que serían los compromisos de Sus últimas horas, y de manera bastante directa le pidió un favor al
Hijo de Dios: "Ordena que en tu reino se sienten estos dos hijos míos, el uno a tu derecha, y el otro a
tu izquierda" (Mateo 20:21).
Esta buena madre, y puede que también la mayoría del pequeño grupo que había seguido
fielmente a Jesús, estaba claramente preocupada por el sueño y por la expectativa del tiempo en el que
Su Mesías reinase y gobernase con esplendor, cuando, como dice la escritura, "el reino de Dios se
manifestaría inmediatamente" (Lucas 19:11).
La pregunta realizada por esta madre era fruto más bien de la ignorancia que de la falta de
propiedad, y Cristo no dijo ni una palabra de reproche; antes bien, le contestó de manera educada,
como uno que siempre consideró la consecuencia de cualquier cometido.
"No sabéis lo que pedís", dijo de manera apacible "¿Podéis beber del vaso que yo he de beber?".

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Esta pregunta no tomó a Santiago ni a Juan por sorpresa, quienes de manera impulsiva y firme
contestaron: "Podemos". Y la respuesta de Jesús fue: "A la verdad, de mi vaso beberéis, y con el
bautismo con que yo soy bautizado, seréis bautizados" (Mateo 20:22—23).
Sin referencia alguna a la gloria ni al privilegio especial que tanto Santiago como Juan parecían
estar buscando, este favor que el Señor les iba a conceder puede parecemos extraño. No se estaba
burlando de ellos cuando les ofreció la copa de Su sufrimiento en vez de un trono en Su reino. No,
jamás había hablado más en serio. La copa y el trono estaban inseparablemente unidos y no podían ser
dados el uno sin el otro.
Estoy seguro de que, siendo no sólo menos dignos que Cristo sino también menos dignos que
apóstoles como Santiago y Juan, como Santos de los Últimos Días dejaríamos tales preocupaciones a
un lado si tan sólo ellas nos dejasen en paz a nosotros. Normalmente no tenemos tendencia a buscar la
copa amarga ni el bautismo de fuego, pero a veces son ellos los que nos buscan a nosotros. El asunto
en concreto es que Dios alista a hombres y a mujeres en la guerra espiritual de este mundo, y si
cualquiera de nosotros llega a tener una fe religiosa y una convicción genuinas como consecuencia de
ello —como les ha ocurrido a muchos otros soldados que también se han enrolado— sin duda alguna
se tratará de una fe y de una convicción que ciertamente no disfrutamos ni esperábamos con las
primeras explosiones de la contienda (véase A. B. Bruce, The training of the Twelve [Nueva York:
Richard R. Smith, 1930]).
Pongámonos en lugar de Santiago y de Juan, pongámonos en lugar de Santos de los Últimos
Días aparentemente dedicados, creyentes y fieles, y preguntémonos: "Si somos de Cristo y Él es
nuestro, ¿estamos dispuestos a permanecer firmes para siempre? ¿Estamos en esta Iglesia para siempre
jamás, por todo el tiempo, hasta que todo haya terminado? ¿Aguantaremos la copa amarga, el
bautismo de sangre y todo lo demás?". No estoy simplemente preguntando si algunos de nosotros
vamos a soportar el paso de los años como jóvenes adultos, o a servir por un trimestre como maestro
de Doctrina del Evangelio. Estoy haciendo preguntas más profundas y de un tipo más fundamental.
Estoy preguntando acerca de la pureza de nuestros corazones. ¿Cuán preciados son nuestros
convenios? Quizás al comienzo de nuestra vida en la Iglesia, debido a la insistencia de nuestros padres
o a causa de una casualidad geográfica, ¿hemos pensado que en el fondo la vida consiste en ser
tentados, probados y purificados por fuego? ¿Nos hemos preocupado lo suficiente por nuestras
convicciones y las reforzamos con regularidad de manera tal que nos ayuden a hacer lo correcto en el
momento y la época apropiados, especialmente cuando es tan poco popular y beneficioso o casi
impensable el hacerlo?
De hecho, puede que un día seamos relevados del atractivo llamamiento de maestro de Doctrina
del Evangelio para ser llamados al mucho más vacante puesto de creyente y cumplidor. ¡Eso probará
nuestra fortaleza! Seguro que las frecuentemente repetidas expresiones de testimonio y de lo
privilegiados que somos en estos últimos días, no llegan a tanto hasta que recibimos una invitación
abierta para probarlas en el fragor de la batalla y probarnos fieles ante semejante combate espiritual.
Puede que en las reuniones dominicales hablemos con demasiada elocuencia acerca de tener la verdad
o hasta de conocer la verdad, pero sólo el que se enfrenta al error y lo conquista, a pesar de lo doloroso
o lento que ello resulte, puede hablar con propiedad de amar la verdad. Creo que la intención de Cristo
para con nosotros es que un día lleguemos a amarle de manera verdadera y honrada, a Él, el camino, la
verdad y la vida.
Desgraciadamente, la tentación a comprometer las normas o a ser menos valientes ante Dios
suele proceder con frecuencia de otro miembro de la Iglesia. El élder William Grant Bangerter escribió
hace unos años sobre su experiencia en el ejército poco después de regresar de la misión. "Me doy
cuenta", concluía, "de que a través de esos años me consideraba diferente... [Pero] nunca consideré
necesario trastocar mis valores, quitarme los garments ni pedir disculpas por ser un Santo de los
Últimos Días". Entonces procedió a realizar la siguiente observación enérgica: "Puedo decir
honestamente que ninguna persona no miembro de la Iglesia ha intentado jamás inducirme a rechazar
los valores que he cultivado en ella. Las únicas personas que recuerdo que intentaron forzarme a
abandonar mis principios o que se han burlado de mí a causa de mis normas, han sido miembros no

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practicantes de [mi propia] iglesia" ("Don't Mind Being Square", New Era, julio de 1982, pág. 6).
Debido a que nos ha sido dado mucho, debemos estar preparados para permanecer cerca de los
principios y actuar con convicción, aún cuando parezca que estamos solos. Recuerden estas líneas
pertenecientes a la obra Paradise Lost, de John Milton:
Tan sólo yo
Considero erróneo en este mundo disentir
De todo; mi secta veis, y ahora demasiado tarde aprendo
Cuán pocos, a veces, parecen saber, cuando hay miles que se
equivocan.
-Libro VI, líneas 145-148
Trabajamos y vivimos en un mundo donde mucha gente se equivoca, muchos más que miles.
Pero a pesar de lo difícil y solitario que pueda parecer, no debemos ser contados entre aquéllos que
yerran; debemos vivir de acuerdo con los principios más elevados y permanecer firmes en nuestra fe.
Es indudable que seremos tentados, pero debemos ser fuertes. La copa y el trono están
inseparablemente unidos.
Quizás hemos dedicado demasiado tiempo a considerar las transgresiones bastante obvias a las
que se enfrentan los Santos de los Últimos Días, las tentaciones que Satanás parece no ocultar nunca
de manera sutil. Pero, ¿qué hay de ese vivir el Evangelio que no es tan claro y que todavía puede
pertenecer a un orden mayor? Cambiemos ligeramente tanto el tono como las tentaciones, y citemos
otros ejemplos de nuestro desafío cristiano.
La noche del 24 de marzo de 1832, una docena de hombres irrumpió en la casa situada en
Hiram, Ohio, donde residían José y Emma Smith. Ambos estaban física y emocionalmente agotados
no sólo a causa de las tareas que la joven iglesia les imponía en aquel momento, sino porque aquella
tarde en concreto ambos habían estado cuidando de los gemelos que habían adoptado, los cuales
habían nacido once meses atrás, el mismo día en que Emma había dado a luz y posteriormente perdido
a sus propios gemelos. Emma se había ido primero a la cama mientras José se quedaba con los niños;
ella despertó luego para tomar su turno y animó a su esposo a dormir un poco. No bien había
comenzado a dormitar, cuando José oyó que su esposa daba un grito de terror y se encontró a sí mismo
siendo arrastrado fuera de la casa, casi hasta el punto de serle arrancadas las extremidades.
Mientras iban maldiciendo, los vándalos que habían tomado a José juraban que lo matarían si se
resistía. Un hombre lo agarró del cuello hasta que el profeta perdió el conocimiento a causa de la falta
de aire. Volvió en sí justo para escuchar parte de las palabras de la muchedumbre en cuanto a si debían
matarlo, pero decidieron que por el momento bastaría con desnudarlo, golpearlo, embrearlo y
emplumarlo, para dejarlo abandonado y que se las arreglase por sí mismo en la fría noche invernal.
Despojado de sus ropas, defendiéndose de los puños y de la brea por todas partes, y
resistiéndose a tomar una ampolla de un líquido, quizás veneno, la cual rompió con sus dientes
mientras intentaban introducírsela en la boca, José Smith se las arregló milagrosamente para librarse
del gentío y regresar a la casa. Bajo la penumbra, su esposa pensó que las manchas de brea que cubrían
el cuerpo del profeta eran de sangre, y se desmayó en ese mismo instante. Varios amigos pasaron toda
la noche tratando de quitarle la brea, así como aplicando linimento a su maltratado y rasguñado
cuerpo. Ahora cito directamente del registro del profeta José:
"Por la mañana ya estaba listo para vestirme de nuevo. Era la mañana del día de reposo y la
gente se reunió a la hora habitual para adorar, y entre ellos vino también el populacho [de la noche
anterior, a cuyos integrantes pasa a nombrar]. Con mi carne lacerada y con cicatrices, prediqué a la
congregación como lo hacía siempre, y esa misma tarde bauticé a tres personas" (History of the
Church 1:264).
Desgraciadamente, uno de los gemelos adoptados empeoró a causa del frío y del revuelo de la
noche, y falleció al viernes siguiente. ¿"Con mi carne lacerada y con cicatrices, prediqué a la
congregación como hacía siempre"? ¿Predicó a esa odiosa banda de cobardes quienes el próximo
viernes serían literalmente los asesinos de su hijo? ¿Estuvo ahí de pie, con dolor por el cabello que le
fue arrancado de la cabeza, y que luego fue embreado hasta formar una maraña al lado de sus pies, uno

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de los cuales casi le arrancaron de cuajo mientras le arrastraban fuera de su casa? ¿Predicó el
Evangelio a ese maldito puñado de réprobos llorones? ¡Seguro que éste no es el momento de
permanecer fiel a los principios! Ahora es de día y ya no son ellos doce contra uno. Pongamos fin a
este servicio religioso en este mismo momento y salgamos afuera para terminar el asunto de anoche.
Después de todo, fue una noche bastante larga para José y para Emma; quizás ésta debiera ser,
por consiguiente, una mañana breve para estos doce asquerosos que han venido a burlarse con su
presencia en la iglesia.
Pero estos sentimientos que tengo en este momento, al leer sobre esta experiencia que ocurrió
hace 150 años, sentimientos que sé que habrían hecho hervir mi sangre irlandesa aquella mañana,
marcan solamente una de las diferencias entre el profeta José Smith y yo. Un discípulo de Cristo, y yo
sé que José lo era y lo es, tiene que ser siempre un discípulo; el juez no dispone de ningún tiempo libre
para portarse mal. Un cristiano siempre permanece firme a los principios, aun cuando yo siga
pensando en estar allí sosteniendo una horca y gritando ojo por ojo y diente por diente, olvidando,
como ha olvidado una dispensación tras otra, que con ello no se consigue nada sino dejarnos a todos
ciegos y sin dientes.
No, la gente buena y fuerte va más allá y encuentra una manera mejor. Al igual que Cristo, ellos
saben que cuanto más difícil se ponen las cosas, tanto más debe uno dar de sí mismo. Siempre he
temido que yo no hubiera sido capaz de decir en la cruz del Calvario: "Padre, perdónalos porque no
saben lo que hacen". No podría haberlo hecho después de haber sido escupido y maldecido, después de
las espinas y de los clavos, no habría podido hacerlo si ellos no entendieran ni les importase saber que
este horrible precio en dolor personal Alguien lo paga por ellos. Pero ése es justo el momento en que
la más acérrima de las integridades y lealtades a un fin elevado debe tomar el control. Ésa es la
ocasión en la que más importa y en la que todo lo demás pende de un hilo, como seguro que sucedió
aquel día. Nunca nos encontraremos en esa cruz, pero con frecuencia sí nos hallaremos al pie de ella.
La manera en que actuemos en ese momento dirá mucho de lo que pensemos del carácter de Cristo y
de Su llamado para que seamos discípulos Suyos.
Nuestras dificultades serán mucho menos dramáticas que ser embreados y emplumados; y de
seguro que no implicarán una crucifixión. Puede que ni siquiera se trate de algo personal, quizás sea
un asunto que involucre a otra persona, una injusticia hecha a un vecino, a alguien menos popular o
privilegiado.
A la hora de catalogar las pequeñas batallas de la vida, éste puede ser el tipo de guerra que nos
resulte menos atractivo: Una copa amarga que no queremos beber, especialmente porque parece haber
poco beneficio en ello. Después de todo, se trata del problema de otra persona; y, al igual que Hamlet,
también nosotros podremos lamentamos de que "¡El mundo está fuera de quicio!... / ¡Oh suerte
maldita!... / ¡Que [hayas] nacido para ponerlo en orden!" (Hamlet, acto I, escena v). Pero debemos
ponerlo en orden porque "en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo
hicisteis" (Mateo 25:40). En los momentos de una defensa semejante a la de Doniphan, el militar que
libró al profeta José Smith de ser ejecutado en Misuri, permanecer fiel puede resultar arriesgado y
hasta peligroso.
Martin Luther King dijo una vez: "La capacidad definitiva de un hombre no se mide por dónde
se encuentra en los momentos de comodidad y conveniencia, sino dónde está en aquéllos de dificultad
y controversia. El prójimo de verdad arriesgará su posición, su prestigio y hasta su vida por el
bienestar de los demás, y en los valles peligrosos, en los caminos arriesgados, conducirá a un hermano
maltratado y golpeado a una vida más elevada y noble" (Martin Luther King, hijo, Strength to Love
[Nueva York: Harper and Row, 1963]).
Pero, ¿qué pasa si en esta guerra ni nosotros ni un vecino está en peligro, sino que alguien a
quien amamos enormemente resulta herido, difamado o puede que hasta asesinado? ¿Cómo podríamos
prepararnos para ese día lejano en que nuestro propio hijo o nuestro propio cónyuge se encuentre en
peligro mortal? Un hombre maravillosamente talentoso, un converso al cristianismo, contempló
pacíficamente cómo su esposa moría de cáncer. Al observar cómo ella se iba alejando, con todo lo que
significaba para él y todo lo que ella le había dado, su nueva fe sobre la que tanto había escrito y con la

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que había fortalecido a tantos otros, ahora comenzaba a flaquear. En esos momentos de tanto dolor,
escribió C. S. Lewis, uno corre el riesgo de preguntar: " '¿Dónde está Dios?' Cuando estás feliz... [te]
vuelves a Él con gratitud y alabanza, [y] eres recibido... con los brazos abiertos. Pero, acude a Él
cuando tengas una gran necesidad, cuando todo otro auxilio resulte vano, ¿y qué te encuentras?
Primero un portazo en las narices, luego escuchas cómo pasan el cerrojo por dentro una y dos veces, y
después todo es silencio. También tú [podrías] dar media vuelta e irte. Cuanto más esperas, más
enfático es el silencio. No hay luz en las ventanas; quizás la casa esté vacía... [Pero antes Él estaba
dentro]. ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Por qué es [Dios] un soberano tan presente en nuestro
momento de prosperidad y una ayuda tan ausente cuando tenemos problemas? (C. S. Lewis, A Grief
Observed [Nueva York: Seabury Press, 1961] págs. 4-5).
Esos sentimientos de abandono escritos en medio de un dolor tan terrible, pasaron lentamente y
el consuelo de la fe de Lewis regresó más fuerte y puro tras la prueba. Pero fíjense en lo revelador que
esta copa amarga, este bautismo de sangre, fue para él. En una obligación de naturaleza bastante
diferente, también él se da cuenta de que el alistarse para toda la duración de la guerra no es un asunto
trivial, y que en el fragor de la batalla no había sido tan heroico como había animado a serlo a millones
de sus lectores.
"Uno nunca sabe cuánto cree en algo", confesó, "hasta que su certeza o falsedad se convierte en
un asunto de vida o muerte. Es fácil decir que cree que un cordel es fuerte y sólido cuando lo utiliza
para [atar] una caja. Pero supongamos que tuviera que descender por un precipicio con ese cordel. ¿No
averiguaría primero cuánto confía en él?... Sólo un riesgo de verdad prueba la realidad de una
creencia" (Ibídem, pág. 25).
"Su [visión de]... la vida eterna... no será [muy] seria si no hay nada en juego... Un hombre tiene
que perder el conocimiento antes de poder volver en sí" (Ibídem, pág. 43).
"Había sido advertido —[de hecho] me había advertido a mí mismo... [Sabía] que se nos habían
prometido sufrimientos, [lo cual era] parte del programa. Se nos dijo: 'Bienaventurados los que lloran',
y yo lo acepté. No tengo nada que no haya [acordado] tener... [Por lo que] si mi casa... se cae de un
soplo será porque está hecha de naipes. La fe que 'llevó a cabo estas cosas' no era la fe [adecuada]... Si
realmente las tristezas de [las demás personas de este] mundo hubiesen sido mi preocupación, como
creía que [eran], [entonces] no me habría sobrecogido cuando llegó mi propia tristeza... Pensé que
confiaba en el cordel, hasta que se convirtió en algo importante... [Y cuando algo fue importante,
descubrí que el cordel no era lo suficientemente fuerte].
"...Nunca descubrirá cuán serio [es] hasta que las recompensas sean terriblemente altas; [y Dios
tiene Su manera de elevar las recompensas]... las cuales [a veces] sólo se [pueden] elevar a través del
sufrimiento" (Ibídem, págs. 41-43).
"[Así que Dios es una especie de médico divino]. Un hombre cruel puede ser sobornado, podría
cansarse de su villanía y tener un momento pasajero de misericordia, del mismo modo que los
alcohólicos tienen momentos [pasajeros] de sobriedad. Pero supongamos que aquél a quien usted se
opone es un cirujano [fantásticamente habilidoso] cuyas intenciones son [total y absolutamente]
buenas. [Y] cuanto más amable y concienzudo es, [tanto más se interesa en usted], tanto más
proseguirá cortando de forma inexorable [a pesar del sufrimiento que pueda ocasionar. Pues] si
atendiera a las súplicas de usted, si se detuviera antes de completar la operación, todo el dolor
padecido hasta ese punto vendría a ser inútil..." (Ibídem, págs. 49-50).
"[Usted puede ver que soy] uno de los pacientes de Dios que todavía no se ha curado. Sé que no
sólo quedan lágrimas [por] secar, sino manchas que limpiar. [Mi] espada quedará aún más brillante"
(Ibídem, pág. 49).
Dios desea que seamos más fuertes de lo que somos, más firmes en nuestro propósito, más
seguros de nuestros compromisos, y que con el tiempo lleguemos a necesitar menos atención de Él,
que mostremos más disposición a arrimar el hombro a la carga de Su pesada responsabilidad. En
resumen, quiere que seamos más como Él.
La pregunta entonces para todos nosotros, es fundamental: Cuando los principios del Evangelio
dejen de ser populares, beneficiosos o se tornen difíciles de vivir, ¿permaneceremos firmes en ellos

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"todo el tiempo"? Ésa es la pregunta que nuestras experiencias en la vida como Santos de los Últimos
Días parecen más resueltas a responder. ¿En qué creemos realmente y cuán fieles somos a aquello que
estamos dispuestos a vivir? Como hermanos y hermanas brillantes, benditos, ansiosos y prósperos,
¿sabemos realmente lo que es la fe, especialmente la fe en el Señor Jesucristo, lo que requiere del
comportamiento humano y lo que todavía puede exigir de nosotros antes de que nuestras almas sean
salvadas finalmente?
Debemos recordar también que aunque las demandas puedan ser grandes, las bendiciones son
todavía mayores. Gracias al Salvador, a Su Evangelio restaurado y a la obra de los profetas vivientes,
para cada uno de nosotros hay un futuro brillante en las promesas del Evangelio. Si permanecemos
firmes y fieles a nuestro objetivo, en algún lugar habrá un gran momento final, cuando estaremos con
los ángeles "en la presencia de Dios, en un globo semejante a un mar de vidrio y fuego, donde se
manifiestan todas las cosas para [nuestra] gloria, pasadas, presentes y futuras" (D&C 130:7).
Éste es el día triunfal que se nos promete, dependiendo de nuestra rectitud, y el cual anhelamos
con tanto cariño. Para merecer el derecho de estar allí debemos, como dijo Alma: "ser testigos de Dios
en todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar en que [estuviésemos], aun hasta la muerte"
(Mosíah 18:9).

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Capítulo 14

EN EL CALOR DE
TUS BRAZOS
Si deseamos que a nuestros hijos se les enseñen los
principios del Evangelio, si deseamos que amen la verdad
y la entiendan, si deseamos que sean obedientes y estén
unidos a nosotros, debemos amarles y debemos
demostrarles que les amamos a través de cada palabra y de
cada acto dirigido a ellos.

Un estudio reciente dirigido por la Iglesia confirmó de manera notable y estadística lo que se
nos ha dicho una y otra vez: Si no proveemos a nuestro hogar de un ejemplo y de una instrucción
amorosa e inspirada, entonces todos nuestros esfuerzos relativos al éxito de los programas de dentro y
fuera de la Iglesia se verán severamente limitados. Resulta obvio que nosotros mismos debemos
enseñar el Evangelio a nuestra familia, debemos vivir esas enseñanzas en nuestro hogar, o correremos
el riesgo de descubrir demasiado tarde que una maestra de la Primaria o un asesor del sacerdocio no
pudo hacer por nuestros hijos aquello que nosotros no hicimos por ellos.
¿Me permiten hacer un mayor hincapié referente a esta responsabilidad tan importante? Lo que
aprecio de la relación con mi hijo Matt es que él es, junto con su madre, su hermana y su hermano, mi
mejor y más querido amigo. Me encanta estar con él. Hablamos mucho, nos reímos un montón.
Jugamos mano a mano al baloncesto, al tenis y al frontón, aunque me niego a jugar con él al golf (éste
es un chiste entre él y yo). También comentamos nuestros problemas. Yo soy el rector de una pequeña
universidad y él es el presidente de una gran clase de instituto. Comparamos nuestros apuntes, nos
damos consejos y compartimos las dificultades el uno del otro. Oro por él, he llorado con él y me
siento enormemente orgulloso de él. Algunas noches hemos hablado por largo tiempo sobre su
colchón de agua, una aberración del siglo XX que sé que, como parte del castigo de los últimos días,
llegará un momento en que reventará y el agua arrastrará a los Holland por las calles de la ciudad.
Puedo hablar con Matt sobre lo mucho que disfruta del seminario porque intento hablar con él
acerca de todas las clases de la escuela. A menudo nos imaginamos cómo será su misión, porque es
consciente de lo mucho que mi misión significa para mí. Me hace preguntas sobre el sellamiento en el
templo, pues sabe que estoy completamente loco por su madre. Quiere que su futura esposa sea como
ella, y desea que ambos puedan tener lo que tenemos nosotros.
Sé que hay padres e hijos que perciben que no tienen ni una pequeña parte de lo que he
mencionado aquí. Sé que hay padres que darían literalmente la vida misma por volver a estar al lado
de un hijo con problemas. Sé que hay hijos que desean que sus padres estén a su lado. Simplemente les
digo a todos, jóvenes y mayores: nunca se rindan. Sigan intentándolo, sigan esforzándose, sigan
hablando, sigan orando, pero nunca se rindan; y por encima de todo, nunca se alejen el uno del otro.
Permítanme compartir un breve pero doloroso momento de mis propios esfuerzos como padre.
A principios de nuestra vida de casados, mi joven familia y yo estábamos cursando estudios de
posgrado en una universidad de Nueva Inglaterra. Pat era la presidenta de la Sociedad de Socorro de
nuestro barrio y yo estaba sirviendo en la presidencia de la estaca. Yo iba a la universidad todo el día y
daba clases durante algunas horas. Por aquel entonces teníamos dos niños pequeños, poco dinero y
muchas presiones.
Una tarde llegué a casa tras muchas horas en la universidad, sintiendo el proverbial peso del
mundo sobre mis hombros. Todo parecía ser exigencias, desánimo y tinieblas. Me preguntaba si
volvería a ver un nuevo amanecer. Al entrar en nuestro pequeño apartamento de estudiantes había un
silencio poco frecuente en la sala.

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"¿Hay algún problema?", pregunté.


"Matthew tiene algo que quiere contarte", dijo Pat.
"Matt, ¿qué tienes que contarme?". Matt estaba jugando tranquilamente con sus juguetes en la
esquina de la sala, esforzándose por no oírme. "Matt", dije en un tono de voz un poco más fuerte,
"¿tienes algo que decirme?".
Dejó de jugar, pero por un instante no levantó la mirada. Entonces, dos enormes ojos marrones
llenos de lágrimas se volvieron hacia mí, y con el dolor que sólo un niño de cinco años puede conocer,
me dijo: "No le hice caso a mamá esta noche y le contesté mal"; y se echó a llorar, con todo su cuerpo
estremeciéndose de tristeza. Una indiscreción infantil fue descubierta, se ofreció una dolorosa
confesión, el crecimiento de un niño de cinco años continuaba y podría haber habido una amorosa
reconciliación.
Todo podría haber sido fantástico, de no haber sido por mí. Imaginen la cosa tan idiota que hice:
perdí la paciencia. No es que la perdiera a causa de Matt, es que tenía mil y una cosas en la cabeza;
pero él lo desconocía y yo no fui lo suficientemente disciplinado como para admitirlo. Así que me
descargué en él.
Le dije lo decepcionado que me sentía y lo mucho más que pensaba que podía esperar de él.
Sonaba como el padre patán que estaba siendo. Entonces hice lo que nunca antes había hecho en su
vida: le dije que se fuera directamente a la cama y que yo no iría a orar con él ni a contarle un cuento.
Se dirigió obedientemente a la cama entre sollozos, se arrodilló él solo para hacer la oración, y luego
se secó las lágrimas contra la almohada, unas lágrimas que su padre debería haber estado apaciguando.
Si creen que el silencio que había cuando llegué a casa era grande, el que había ahora no se lo
podrían ni imaginar. Pat no dijo ni una palabra. No tenía que hacerlo. ¡Me sentía terriblemente mal!
Más tarde, al arrodillarnos junto a nuestra cama, mi débil súplica por las bendiciones de mi
familia se desplomó sobre mis oídos con un sonido horriblemente hueco. En ese momento quería
levantarme e ir junto a Matt y pedirle perdón, pero ya hacía tiempo que estaba durmiendo
plácidamente.
Mi alivio iba a tardar en llegar, pero al final me quedé dormido y comencé a soñar, lo cual me
pasa muy rara vez. Soñé que Matt y yo estábamos metiendo nuestras cosas en dos coches pues nos
íbamos a mudar. Por algún motivo su madre y su hermana pequeña no estaban presentes. Al terminar
me volví a Matt y le dije: "Muy bien, Matt, tu conduces un coche y yo el otro".
El pequeño de cinco años se subió obedientemente al asiento para agarrar el enorme volante, yo
me fui al otro coche y encendí el motor. Al comenzar a avanzar eché un vistazo para ver cómo le iba a
mi hijo. Se estaba esforzando, ¡y de qué manera!, por llegarle a los pedales, pero no podía. Estaba
dándole a las palanquitas, apretando los botones e intentando encender el motor. Apenas sí se le veía la
parte superior de la cabeza, pero allí volvían a estar mirándome esos dos enormes y hermosos ojos
marrones llenos de lágrimas. Al alejarme me gritó: ""Papi, no me dejes. No sé cómo hacerlo, soy
demasiado pequeño". Pero yo me fui.
Al poco rato, al descender por aquella carretera desértica de mi sueño, me di cuenta de
inmediato de lo que había hecho. Detuve el coche en seco, abrí la puerta de golpe y comencé a correr
con todas mis fuerzas. Dejé el coche, las llaves y las pertenencias, y corrí, corrí y corrí. La calzada
estaba tan caliente que me dolían los pies, las lágrimas impedían que, pese a mis esfuerzos, viese a mi
hijo en algún lugar del horizonte. Continué corriendo, orando, suplicando ser perdonado y encontrar a
mi hijo sano y salvo.
Al girar en una curva, a punto de caerme a causa del cansancio físico y emocional, vi el coche
desconocido que había pedido a Matt que condujese. Estaba cuidadosamente aparcado a un lado de la
carretera y él estaba riendo y jugando muy cerca. Un hombre mayor estaba con él, jugando y
respondiendo a sus juegos. Matt me vio y dijo algo como: "Hola papá. Nos estamos divirtiendo".
Resultaba obvio que ya había perdonado y olvidado mi terrible transgresión contra él.
Sin embargo, yo tenía miedo de la mirada del hombre mayor, la cual seguía cada uno de mis
movimientos. Intenté decir "Gracias", pero los ojos del hombre estaban llenos de tristeza y decepción.
Murmullé una disculpa un poco incomprensible y el extraño me dijo simplemente: "No debiera

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COMO EN EL CIELO, ASÍ TAMBIÉN EN LA TIERRA

haberle dejado sólo para hacer una cosa tan difícil, la cual no hubiera sido requerida de usted".
Al decirme eso el sueño terminó y yo me desperté de golpe. Tenía la almohada empapada, bien
fuese por el sudor o por las lágrimas, no lo sé. Retiré las sábanas y corrí hacia la camita plegable de
Matt donde, de rodillas y en medio de las lágrimas, lo acuné en mis brazos y le hablé mientras él
dormía. Le dije que todo padre comete errores, pero que lo hace sin querer. Le dije que no era culpa
suya el que yo hubiese tenido un mal día. Le dije que cuando los niños tienen cinco o quince años, los
padres suelen olvidar que ellos tienen cincuenta. Le dije también que quería que siguiese siendo un
niño pequeño durante mucho más tiempo, porque de repente iba a crecer y sería un hombre que ya no
estaría jugando en el suelo con sus juguetes cuando yo regresase a casa. Le dije que le amaba a él, a su
madre y a su hermana más que a nada en el mundo, y que cualesquiera que fuesen los problemas que
tuviésemos en la vida, les haríamos frente juntos. Le dije que nunca más volvería a esconder de él mi
cariño ni mi perdón. Le dije que me sentía honrado de ser su padre y que intentaría de todo corazón ser
digno de tan grande responsabilidad.
Bueno, no he podido demostrar ser el padre perfecto que me comprometí a ser aquella noche,
así como miles de noches antes y después de ésa. Pero todavía quiero serlo, y creo en este sabio
consejo del presidente Joseph F. Smith: "Hermanos... si mantienen a sus [hijos] cerca de su corazón,
en el calor de sus brazos; si les hacen sentir que les aman... y los mantienen cerca de ustedes, no se
alejarán mucho, ni cometerán ningún pecado grande. Pero cuando ustedes les alejan del hogar y de su
cariño de padres... entonces los alejan de ustedes...
"Padres, si desean que a sus hijos les sean enseñados los principios del Evangelio, si desean que
amen la verdad y la entiendan, si desean que sean obedientes y estén unidos a ustedes, ¡ámenles! y
demuéstrenles que les aman a través de cada palabra y de cada acto dirigido [a] ellos" (Gospel
Doctrine, 5a edición, [Salt Lake City: Deseret Book, 1966], págs. 282,316).
Todos sabemos que el ser padres no es una asignación sencilla, pero se encuentra entre las más
imperativas jamás concedidas en esta vida y en la eternidad. No debemos alejarnos de nuestros hijos.
Sigan intentándolo, sigan esforzándose, sigan orando, sigan escuchando. Debemos tenerlos "en el
calor de nuestros brazos". Para eso somos padres.

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Capítulo 15

QUIENES SOMOS
Y LO QUE DIOS
ESPERA DE NOSOTROS
El fin de la educación es ayudarnos a saber quiénes somos
en realidad y a descubrir lo que Dios espera que hagamos.
Una de las cosas que espera es que recordemos que somos
herederos de una dispensación del Evangelio que ha tenido
entre sus primeros mandamientos el siguiente desafío:
"Buscad diligentemente y enseñaos el uno al otro palabras
de sabiduría; sí, buscad...[en] los mejores libros...
conocimiento, tanto por el estudio como por la fe". La
gloria de Dios es la inteligencia, y ésa será también nuestra
gloria.

Por lo menos hay un escritor que cree que gran parte de lo que necesitamos saber nos ha sido
indicado hace más de una docena de años. Dado lo que cuesta una educación universitaria, tal
afirmación merece la pena ser investigada. Consideremos su postura:
"Gran parte de lo que realmente necesito saber sobre cómo vivir, qué hacer y cómo ser, lo
aprendí en el jardín de infantes. La sabiduría no se encuentra en lo alto de la montaña de la
universidad, sino en la arenera del jardín.
"Éstas son los cosas que aprendí: Compartirlo todo. Jugar limpio. No pegar a la gente. Poner las
cosas en el sitio en que las encontré. Limpiar aquello que he ensuciado. No tomar lo que no es mío.
Disculparme cuando hago daño a alguien. Lavarme las manos antes de comer. Vivir una vida
equilibrada. Aprender un poco y pensar un poco; dibujar, cantar, bailar, jugar y trabajar un poco cada
día.
"Echar una siesta por la tarde. Cuando salgo al mundo exterior, observar el tráfico, darnos la
mano y estar juntos. No perder la capacidad de asombrarme. Recordar la pequeña semilla en el
germinador. Las raíces van hacia abajo y la planta hacia arriba; nadie sabe el porqué, pero todos
seguimos el mismo camino.
"Tanto los peces de colores como los ratoncitos blancos, e incluso la pequeña semilla del
germinador, se mueren. Y nosotros también.
"Recordar el libro sobre Dick y Jane, y la primera palabra que aprendí, la mayor de todas:
grande. Todo lo que uno necesita saber se encuentra ahí. La regla de oro, el amor y la higiene básica,
la ecología, la política y una vida sana.
"Piensa en cuánto mejor sería este mundo si a todos nos dieran galletas y leche cada tarde a eso
de las tres, y luego nos arropasen para dormir una siesta. Imagina que hubiese una norma básica en
nuestro país y en todos los demás referente a volver a poner las cosas donde las encontramos y a
limpiar aquello que ensuciamos. Y todavía sigue siendo verdad, no importa la edad que uno tenga, que
cuando se sale al mundo es mejor darse la mano y estar juntos" (Robert Fulghum, "We Learned It All
in Kindergarten", Reader's Digest, octubre de 1987, pág. 115).
Admito que es una lista bastante buena, tanto si uno tiene cinco años o cincuenta. De hecho,
quizás la mayoría de los cosas importantes que necesitamos oír en la vida hace tiempo que nos han
sido dichas, y probablemente en repetidas ocasiones. El inestimable Samuel Johnson dijo una vez que
las personas necesitaban más que se les recordase las cosas de lo que necesitaban que se las enseñasen,

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así que me permito compartir con ustedes algunos recordatorios tomados en su mayoría del pasado.
Preservar el pasado sin comprometer el presente no es con frecuencia una cuestión sencilla,
pudiendo llegar a colocarnos en una situación precaria, algo parecido a un violinista en el tejado. De
hecho, deseo pedir la ayuda de Tevye, el personaje de la obra musical Un violinista en el tejado, para
relatarnos y recordarnos las verdades que a la mayoría de nosotros nos han sido enseñadas desde el
jardín de infantes o incluso antes. Éste es Tevye hablando sobre "la tradición":
"Un violinista en el tejado. Parece una locura, ¿no? Pero en nuestro pequeño pueblo de
Anatevka podría decirse que cada uno de nosotros es un violinista en el tejado, intentando extraer una
melodía agradable y sencilla sin rompernos el cuello. No es fácil. Usted puede preguntarse por qué
estamos ahí arriba si es tan peligroso. Lo hacemos porque Anatevka es nuestro hogar. ¿Y cómo
mantenemos el equilibrio? Se lo puedo decir en una palabra: ¡Tradición!
"Gracias a nuestras tradiciones, hemos mantenido el equilibrio durante muchos, muchos años.
En Anatevka tenemos tradiciones para todo: cómo comer, dormir o qué ropa vestir. Por ejemplo,
siempre tenemos la cabeza cubierta y utilizamos una pequeña mantilla para orar. De este modo
mostramos nuestra devoción constante a Dios. Quizás se pregunte cómo empezó esta tradición. Se lo
diré: ¡No lo sé! Pero es una tradición. Gracias a nuestras tradiciones, cada cual sabe quién es y lo que
Dios espera que haga" ("Fiddler on the Roof", en Great Musicals of the American Theatre, ed. Stanley
Richards, vol. 1 [Radnor, Pensilvania: Chilton Book Company, 1873], pág. 393).
Entonces, ¿quiénes somos nosotros? ¿Qué espera Dios que hagamos? Por un lado espera que
recordemos que somos herederos de una dispensación del Evangelio que ha tenido entre sus primeros
mandamientos el siguiente desafío: "Buscad diligentemente y enseñaos el uno al otro palabras de
sabiduría; sí, buscad... [en] los mejores libros... conocimiento, tanto por el estudio como por la fe"
(D&C 88:118; véase también D&C 88:78). Este mandamiento crucial está inseparablemente unido a la
profunda verdad restaurada que nos enseña que somos hijos e hijas literales de Dios, y que algún día
podemos llegar a ser como Él. La verdad restaurada nos enseña que la gloria de Dios es Su
inteligencia, y que también será nuestra gloria.
Esta doctrina inestimable, restaurada a un mundo en tinieblas hace más de siglo y medio, se ha
convertido en ese período de tiempo en una fuerte tradición para los Santos de los Últimos Días, el
primero de los cuales trabajaba de día y leía libros de noche en su esfuerzo por llegar a ser más como
Dios "tanto por el estudio como por la fe".
No es algo insignificante que el símbolo central y el único folleto de aquella fe naciente de los
Santos fuese un libro, un registro que daría sentido a todo lo que hacían y creían. Nadie tenía que
recordarles la importancia de leer, pues se trataba de un "acto del corazón". Más adelante se reunían en
el cuarto superior del templo, en Ohio, para estudiar no sólo teología, sino también matemáticas,
filosofía, gramática inglesa, geografía y hebreo. En las orillas del Misisipí planificaron Nauvoo, la
Ciudad Hermosa, su ciudad/estado de Sión, apoyada en dos grandes pilares de enseñanza: un templo y
una universidad. Aún cuando fueron expulsados de sus hogares, los Santos mantuvieron vivo su
sueño. Se daban clases en cuevas excavadas en la roca, en cabañas, en los carros de mano y en los
carromatos. No era fácil, mas era la doctrina. "Es imposible [salvarse] en la ignorancia", había dicho
su profeta y maestro, y "cualquier principio de inteligencia que logremos en esta vida se levantará con
nosotros en la resurrección" (D&C 131:6; D&C 130:18). Ellos le creyeron. Tenían tanta hambre como
Erasmo, un filósofo del siglo XVI que escribió: "Cuando consigo un poco de dinero compro libros, y
si me [sobra] algo, compro [pan]".
"Por doquier que hubiera asentamientos mormones, la escuela de la ciudad era una de las
primeras cosas en las que se pensaba y por las que se trabajaba", dijo el futuro presidente de la Iglesia,
Lorenzo Snow. En aquellas partes del nuevo territorio mormón donde no había edificios disponibles,
los maestros de escuela intentaban desempeñarse lo mejor posible. El élder George A. Smith dijo de su
experiencia en el sur de Utah: "Mi tienda india es un establecimiento muy importante, compuesto por
ramas, unas pocas tablas y tres carromatos. [Tiene un] fogón en el centro así como muchos taburetes
de ordeñar, bancos y troncos colocados alrededor, dos de los cuales están cubiertos de piel de búfalo...
[Sin embargo, resultaba molesto] contemplar mi escuela durante algunas de las noches de febrero, con

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los alumnos alrededor de mi gran hoguera, con el viento entrando por entre la maleza y toda la bóveda
celeste por techo. ¡El termómetro marcaba bajo cero!... Yo estaba de pie con mi libro de gramática, el
único en toda la escuela, leía una frase a la vez en voz alta y lo hacía pasar de un alumno a otro"
(Ernest L. Wilkinson y W. Cleon Skousen, Brigham Young University: A School of Destiny [Provo,
Utah: Brigham Young University Press, 1976], pág. 15).
De esa tradición de aprender, de esa casi insaciable sed por el conocimiento, ha surgido la
Universidad Brigham Young, la cual tiene muy poco que ver con taburetes de ordeñar, pieles de
búfalo y un único libro de texto; nada que ver con aquello por lo que lucharon y con lo que soñaron
nuestros antepasados pioneros de hace más de un siglo, y gran parte de los cuales no vivió lo
suficiente para verlo.
Les debemos algo. Nosotros, que somos los beneficiarios de su sacrificio y de su fe, les
debemos el mejor esfuerzo que podamos realizar para la obtención de una verdadera educación
edificante, liberadora y motivadora del espíritu. Necesitamos trabajar fuerte, sacar partido de cada
oportunidad, jugar mucho menos y estudiar bastante más. Necesitamos aprender a escribir y a hablar
bien, hacer una inversión en nosotros mismos del mismo modo que los que pagan el diezmo en la
Iglesia han hecho una en nosotros, y ver que las semillas plantadas en el campo de la educación
vuelvan a nosotros y a nuestra posteridad multiplicadas por cien. Llenemos nuestros carros de mano
con libros y emprendamos el rumbo a Sión, avancemos igual que lo hicieron nuestros antepasados,
quienes con frecuencia no tenían nada más tangible para su sustento que sus sueños y sus tradiciones.
"La gloria de Dios". "Luz y verdad". La mayoría de nosotros ha oído todo esto desde el jardín
de infantes o puede que antes. La pregunta que debemos hacernos es: "¿Qué haremos con este ideal?".
Recuerden Anatevka. "Cada cual sabe quién es y lo que Dios espera que haga". ¡Tradición!
Hay otra tradición importante estrechamente relacionada con la búsqueda del conocimiento en
estos últimos días. Durante mi primer año como presidente de la universidad acuñé la frase latina
virtus et ventas, para definir una misión doble. Añadí a la búsqueda de ventas (la verdad) una segunda
tarea, virtus (la virtud), creyendo de todo corazón que la manera en que vivimos era la prueba final de
la educación, que si la verdad permanecía indefensa o sin ser ejercida no merecía la pena la inversión
realizada en su descubrimiento.
Al hacerlo sabía que tenía de mi lado no sólo a los filósofos, sino también a los profetas de
Dios, pasados y presentes. De hecho, una Primera Presidencia de la Iglesia de esta dispensación dijo
esto mucho mejor de lo que lo harían jamás los educadores profesionales. Brigham Young, Heber C.
Kimball y Willard Richards declararon:
"Si los hombres [e incluimos a las mujeres] quieren ser grandes en bondad, deben ser
inteligentes, pues nadie puede hacer el bien a menos que sepa cómo. Por tanto, busquen el
conocimiento, todo tipo de conocimiento, especialmente aquel que viene de lo alto, aquel que es
sabiduría para aplicar a todas las cosas; y si encuentran cualquier cosa que Dios desconoce, no tienen
por qué aprenderla. Mas esfuércense por saber lo que Dios sabe y empleen ese conocimiento como lo
emplea Dios, y entonces serán como Él;... tendrán caridad, amor el uno por el otro, y harán lo bueno
continuamente y para siempre... Pero si un hombre tiene todo conocimiento y no lo utiliza para lo
bueno, llegará a serle por maldición en vez de bendición, como le aconteció a Lucifer, el Hijo de la
Mañana" (Milenial Star 14 [15 de enero de 1852]:22).
¡Qué filosofía educativa tan demoledora! Parece simple: aprenda y amen, esfuércense por saber
lo que Dios sabe, utilicen ese conocimiento como Dios lo utiliza, y serán como El. Luchen por obtener
una mayor educación para que cada uno haga el bien continuamente y para siempre. Por supuesto que
eso fue lo que se nos enseñó en los años de jardín de infantes: Jugar limpio, no pegar, limpiar lo que
ensuciamos, darnos la mano y permanecer juntos. Nuestra educación siempre ha llevado implícitas
estas obligaciones morales ineludibles.
¿Cuán importante es todo esto mientras intentamos mantener un precario equilibrio en el tejado?
Creo que muy importante. Parece que como país estamos atrapados por el remolino del caos ético,
cultural y político, y parecemos sobrecogidos por ello. Las implicaciones morales de nuestra sociedad
son las más severas a las que se hayan enfrentado los Estados Unidos, son serias en parte porque

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amenazan directamente la idea misma de sociedad. Estas violaciones de la república dañan nuestros
esfuerzos por vivir juntos en confianza y reciprocidad.
"Estados Unidos necesita recuperar cierto idealismo", decía el titular de un periódico reciente.
"Las universidades generan bárbaros altamente capacitados", exclama una revista nacional. Somos una
"nación sin honor", declara otra publicación mensual; una "nación de mentirosos", grita otra. Hasta el
Papa viaja a los Estados Unidos para recordarnos nuestras virtudes perdidas. Y nada menos que un
árbitro de la virtud nacional como la revista Time publica todo un artículo sobre "la mala fama, los
escándalos y la hipocresía", documentando la frenética búsqueda que la nación hace de sus valores,
una búsqueda desesperada del comportamiento en una época pasmosa de desorden moral.
Los estudiantes universitarios han contribuido a esta ciénaga moral. Consideren el siguiente
fragmento extraído recientemente de una publicación educativa trimestral:
"La literatura popular ha dibujado a la generación actual de estudiantes universitarios como a un
puñado cínico de buscadores de dinero, deseosos de inclinarse hacia cualquier lado con tal de 'llegar
arriba'... Desgraciadamente, ... los estudiantes [de hoy no] acarician, ni siquiera entienden los
principios básicos de la honestidad académica. La evidencia, basada casi por completo en informes de
los estudiantes mismos, muestra claramente que los niveles de hacer trampas en los exámenes [de la
universidad] son elevados... La imagen... es la de una generación de alumnos centrada en sí mismos,
competitiva, insegura y cínica, cuyo cometido es obtener lo máximo del presente [sin importar el
precio que suponga para los demás]. En este contexto, no es de extrañar que las universidades
comiencen a preocuparse por las normas éticas de sus alumnos" (Richard A. Fass, "Brigham Young
Honor Bound: Encouraging Academic Honesty", Educational Record, otoño de 1986, pág. 32).
¿Comenzando a preocuparse? "Las normas éticas de sus alumnos" no es un asunto de moda en
la Iglesia. Es nuestra herencia, nuestra tradición; y debiera ser una tradición en cada universidad. Pero
para serles francos, las universidades que sólo existen como tales no pueden hacerlo. Cuando Hitler
subió al poder, Alemania tenía la tradición universitaria más elegante de toda la Europa continental.
Gran parte de los problemas verdaderamente desesperados y severos a los que me he referido en
Estados Unidos, tanto moral, como política y culturalmente, han venido de manos de hombres y
mujeres entrenados en la universidad. (Aquí utilizo intencionadamente la palabra entrenados, en vez
de educados). No, "una encuesta intelectual justa y completa" tampoco puede lograrlo por sí misma.
La instrucción académica desmedida y carente de integridad, la instrucción desprovista de luz por las
fuerzas civilizadoras y las obligaciones morales que acompañan a la verdad, simplemente producirán
todavía más "bárbaros altamente capacitados". Seguro que casi cada periódico o boletín nocturno de
noticias puede ser una muestra bien representativa de este hecho.
Recuerden: "Si un hombre tiene todo conocimiento y no lo utiliza para lo bueno, llegará a serle
por maldición en vez de bendición, como le aconteció a Lucifer, el Hijo de la Mañana".
Para mí el elemento más triste en todo esto no es que el mundo no entienda los valores
civilizadores o, peor todavía, que no lo hagan los educadores. Lo más triste de todo ello es que algunos
Santos de los Últimos Días tampoco parecen entenderlos, aún cuando tenemos tradiciones por largo
tiempo establecidas y repetidas con regularidad con el propósito de guiarnos. Las infracciones de esos
pocos con frecuencia dañan la experiencia y la oportunidad de otras personas.
No hace falta decir que los Santos de los Últimos Días llevamos una carga especial porque
declaramos que somos diferentes, porque decimos que defendemos algo tradicional y espiritualmente
valioso. Claramente, desde el momento en que decimos esto, nos convertimos en mujeres y en
hombres marcados; hay multitudes de personas a las que les gustaría derribarnos. Está bien, pues tras
la hora de las galletas y la leche, la siguiente razón importante para nosotros es darnos la mano y
permanecer juntos.
Para cuando llegamos a la universidad hemos tenido tiempo de sobra para considerar este
sentimiento compartido de responsabilidad que tenemos por una vida vivida con otros. La Declaración
de Independencia de los Estados Unidos expresa que la democracia puesta en práctica correctamente
requiere el compromiso de "nuestra vida, nuestra fortuna y nuestro honor sagrado", como lo expresó
Thomas Jefferson en su frase culminante. Me gustaría creer que en cierta forma modesta, nuestro

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"juego" del siglo XX con la virtud, la moralidad y la integridad de hombres y mujeres jóvenes no es
diferente del juego de la América del XVIII. Ben Franklin apeló a todos nosotros en aquel día decisivo
de la firma de dicha declaración, el 4 de julio de 1776: "Debemos estar todos unidos, o de seguro que
estaremos separados".
Llegado a este punto, no hace falta citar a John Donne para recordar que ningún hombre es una
isla. Todo aquel que ingresa a una universidad de la Iglesia, ha entrado de forma bastante literal en una
sociedad de convenios. Tomamos nuestra posición en el tejado, con el violín en la mano, y declaramos
al resto del mundo: "Tradición".
¿Tradición? ¡Tradición! Mucha, preciosamente ganada y aún de manera más preciada
defendida. Resulta difícil mantener los pies en un tejado resbaladizo, pero ahí estamos, con la
determinación de quedarnos. La única forma de poder tener éxito es mediante la integridad y el
comportamiento disciplinado de nuestros ciudadanos, los cuales escogen voluntariamente vivir en una
sociedad rigurosamente disciplinada. Cada uno de nosotros debe ser fiel a Cristo y a nuestros
convenios. En una época en que la cultura tiene cerca de cinco kilómetros de ancho y un par de
milímetros de profundidad, yo pido algo más profundo. Deseo un pasado, un presente y un futuro
inspirador, es decir, una tradición que dé profundidad, altura e infinidad de sentido a las personas; todo
lo cual sólo puede proceder de nuestro entendimiento de la gloria de Dios y de nuestra determinación
para disfrutar plenamente de las bendiciones que Él tiene para nosotros.
¿Recuerdan la semilla y el vaso de la historia del jardín de infantes? "Las raíces van hacia abajo
y la planta hacia arriba, y nadie sabe realmente el porqué". Quiero que nuestras raíces vayan hacia
abajo y nuestras plantas hacia arriba, y cuanto más visibles sean los tallos, las ramas y los retoños,
tanto más profundas tendrán que ser las raíces que los sostengan. No caigamos en tierra intelectual ni
espiritualmente poco profunda. El Salvador enseñó parábolas poderosas acerca de semillas que
necesitan ser plantadas profundamente y de casas que tenían que ser construidas sobre cimientos
firmes.
Permítanme concluir con un relato sobre la tradición. Karl G. Maeser fue con seguridad uno de
los hombres más refinados y educados que se unieron a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los
Últimos Días durante los primeros cincuenta años de su existencia restaurada. Instruido en la gran
tradición clásica y distinguido en Sajonia por su deseo de aprender, dio literalmente todo lo que tenía
para entrar en las aguas del bautismo. Condenado al ostracismo por su comunidad y sin manera alguna
de poder trabajar, llevó a su esposa y dos hijos a América, sirviendo misiones mientras iban de
camino, para finalmente unirse a los Santos en los valles de las Montañas Rocosas. Allí dedicó el resto
de su vida a los esfuerzos educativos de la Iglesia, entre los que se incluyen quince años de absoluta
pobreza como el primer y más grande director de la por entonces nueva y poco reconocida Academia
Brigham Young, en Provo, Utah.
En diciembre de 1900, dos meses antes de su muerte, el hermano Maeser fue llevado de regreso
para ver una vez más el modesto campus con su único edificio en la University Avenue, el cual él
había construido, amado y defendido. Le ayudaron a subir las escaleras y a ir a una de las aulas, donde
los estudiantes se pusieron de pie de manera instintiva al él entrar. No se habló ni una palabra. Él los
miró y luego se dirigió lentamente hacia la pizarra. Con su caligrafía clásica escribió allí cuatro frases
para luego salir para siempre del edificio, cerrando así una de las vidas más distinguidas que la
universidad haya conocido jamás. Varios años después de la muerte del hermano Maeser, se realizó la
propuesta de construir un edificio en su nombre, no en el centro sobre la University Avenue, sino en lo
alto de la Colina del Templo, donde un día se iba a construir un predio universitario nuevo que tendría
tres o quizás cuatro edificios. El coste sería de la astronómica cifra de 100.000 dólares, pero el edificio
iba a ser un símbolo del pasado, una muestra de una tradición ambiciosa, un ancla para el futuro de la
universidad.
A pesar de la difícil crisis financiera que oscurecía el futuro mismo de la universidad en aquella
época, el profesorado y los alumnos decidieron que el edificio estuviera por lo menos parcialmente
completado hacia 1912, para que la universidad pudiera entregar los diplomas a la primera clase que se
graduaba tras un curso de cuatro años. Pero aunque se estaba elaborando el programa de la graduación,

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igualmente urgentes eran los planes que estaban en camino para vender el resto de la Colina del
Templo, con el propósito de construir un nuevo barrio residencial en Provo. La universidad necesitaba
el dinero para sobrevivir. Dieciocho miembros se graduaron en esa primera clase de cuatro años, pero
aún si el cuerpo estudiantil triplicaba su número en los años posteriores, de seguro que habría más que
sitio suficiente para acomodarlos en el espacio disponible en los edificios Maeser, Brimhall y Grant de
nuestro campus actual. Sí, el resto del terreno de la colina tenía que ser vendido, motivo por el cual los
servicios de la graduación iban a finalizar con una especie de subasta entre los líderes de la comunidad
que iban a asistir.
Cuando esa mañana se presentó a Alfred Kelly como el orador de la graduación de los
estudiantes, éste se levantó y permaneció en absoluto silencio por varios momentos. Algunas personas
de entre el público pensaron que había perdido el habla. Comenzó sus palabras lentamente, explicando
que había estado tan preocupado por su discurso que había escrito numerosas versiones del mismo,
pero que las había descartado todas y cada una de ellas. Entonces, una mañana temprano, dijo, con un
sentimiento de desesperación relacionado con su asignación inminente, caminó en dirección norte
desde su apartamento en el centro de la ciudad, hacia donde estaba el parcialmente completado
Edificio Maeser, al cual Horace Cummings describiría más tarde como un "castillo de aire" que
descendiera sobre la tierra en la Colina del Templo. Quería recibir inspiración de esta esperanza de un
nuevo campus, pero tan sólo sintió una profunda decepción. El cielo comenzaba a iluminarse con la
luz de la mañana, mas la oscura silueta del Edificio Maeser parecía un símbolo de penumbra.
Entonces volvió la mirada para contemplar el valle a sus pies, el cual todavía estaba oscuro. La
luz del sol naciente comenzaba a iluminar las colinas occidentales situadas detrás del Lago Utah con
un fulgor de un dorado inusual. A medida que se aproximaba la mañana, la luz iba descendiendo
gradualmente por las colinas, cruzó el valle y avanzó lentamente hacia donde se encontraba Kelly.
Dijo que cerró los ojos casi por completo mientras la luz se acercaba y quedó sobrecogido por lo
que pudo ver. Se quedó absorto. Bajo la luz del sol que se aproximaba, todo lo que vio cobró la
apariencia de personas, jóvenes de su edad que avanzaban hacia la Colina del Templo. Vio a cientos
de ellos, a miles de jóvenes ante sus ojos. Dijo que sabía que eran estudiantes porque todos llevaban
libros en las manos.
Entonces, la Colina del Templo fue bañada por la luz del sol, y todo el campus actual quedó
iluminado no con un edificio parcialmente completado, no con casas ni con una subdivisión moderna,
sino con lo que Kelly describió a esa clase de graduados como "templos de conocimiento", cientos de
enormes y hermosos edificios que cubrían la cima de aquella colina y que se extendían hasta la entrada
del Cañón Rock. Entonces los estudiantes entraron en esos templos del saber con libros en mano y al
salir, Kelly dijo que en sus rostros había sonrisas de esperanza y de fe. Observó que parecían más
animados y muy confiados. Sus pasos eran ligeros, pero firmes, mientras volvían a formar parte de la
luz del sol que avanzaba hacia lo alto de la Montaña "Y", e iban desapareciendo gradualmente de la
vista.
Kelly se sentó ante lo que era un absoluto y profundo silencio. Nadie dijo una palabra. ¿Qué
había de la subasta? Nadie se movió ni susurró. Entonces, el por largo tiempo benefactor de la
Universidad Brigham Young, Jesse Knight, se puso de pie de un salto y gritó: "No venderemos ni una
hectárea, ni una parcela". Se volvió al rector George Brimhall y se comprometió a donar varios miles
de dólares al futuro de la universidad. Al poco rato, otras personas se pusieron de pie y se sumaron a
él, algunos ofreciendo solamente la dádiva de la viuda, pero todos creyendo en el sueño de un joven
alumno de Provo, creyendo en el destino de una gran universidad, el cual apenas acababa de comenzar
aquel día (B. F. Larsen, discurso dado al alumnado de la Universidad Brigham Young, 25 de mayo
1962).
Consideren ahora el campus que se extiende desde el recién renovado Edificio Maeser hasta la
entrada misma del Cañón Rock, donde un especial templo del saber, edificado en terreno propiedad de
la Universidad Brigham Young, vigila noche y día el valle de Utah. Piensen en los edificios, en las
vidas y en la tradición.
Ah sí, supongo que se estarán preguntando acerca de esas cuatro frases que Karl G. Maeser

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escribió aquel día en la pizarra, las cuales son también parte de la tradición:
1. [Amar a] Dios es el principio de toda sabiduría.
2. Esta vida es una gran tarea escolar... sobre los principios de la mortalidad y de la vida eterna.
3. El hombre sólo crece con sus metas más elevadas.
4. Nunca permitan que nada impuro entre aquí.
¿Un violinista en el tejado? Es una tarea difícil, pero estamos juntos en ello, defendiendo esta
herencia. Es mi deseo que descubramos en nuestra tradición del saber, del amor y de la pureza,
quiénes somos en realidad y lo que Dios espera que hagamos.

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Capítulo 16

SOBRE ALMAS, SÍMBOLOS


Y SACRAMENTOS
El espíritu y el cuerpo constituyen el alma del hombre.
Debemos contemplar este cuerpo como algo que perdurará
más allá de la tumba, algo que debemos mantener puro y
sagrado. No tengan miedo a ensuciarse las manos, ni a las
cicatrices que puedan producirles el esfuerzo fervoroso; mas
cuídense de aquellas marcas ocasionadas en los lugares a
los que no deberían haber ido. Tengan cuidado de las
heridas producidas en las batallas peleadas en el bando
contrario.

El tema de la intimidad humana es tan sagrado como cualquier otro del que tenga conocimiento,
y a la hora de abordarlo, éste puede pasar rápidamente de lo sagrado a lo meramente sensacional.
Quizás sería mejor no tratar este asunto en absoluto en vez de dañarlo con la despreocupación o la
falta de tacto.
Algunos pueden pensar que este tema es tratado con demasiada frecuencia, pero dado el mundo
en el que vivimos, quizás no estamos haciéndolo lo suficiente. Todos los profetas, pasados y presentes,
han hablado de él. La mayoría de los miembros de la Iglesia no tienen problema alguno con el asunto
de la pureza personal, pero algunos sí lo tienen, y a gran parte del mundo que nos rodea no le va nada
bien.
En 1987 la prensa norteamericana destacó lo siguiente: "3.000 adolescentes quedan
embarazadas cada día en este país. Un millón al año. Cuatro de cada cinco no están casadas. Más de la
mitad aborta. 'Las niñas tienen niños'. [Las niñas] matan [niños]" ("What's Gone Wrong with Teen
Sex", People, 13 de abril de 1987, pág-111).
La misma encuesta nacional indicaba que casi el 60 por ciento de los estudiantes de secundaria
en la América "moderna" había perdido la virginidad, así como el 80 por ciento de los universitarios.
Un columnista del The Wall Street Journal escribió: "El SIDA [parece estar alcanzando] la proporción
de una plaga, llegando a reclamar las vidas de víctimas inocentes: Los recién nacidos y los receptores
de transfusiones de sangre. Es tan sólo cuestión de tiempo el que se extienda entre la gente
heterosexual... El SIDA debiera recordarnos que el nuestro es un mundo hostil... Cuanto más nos
movemos por él, mayor es la probabilidad de que se nos pegue algo... Tanto en el aspecto clínico
como en el moral, parece claro que la promiscuidad tiene su precio" (21 de mayo de 1987, pág. 28).
Mucho más extendidas en nuestra sociedad que la indulgencia de la actividad sexual personal,
lo están las descripciones impresas y las fotografías de aquéllos que tanto la consienten. Un
observador contemporáneo dice al respecto de ese ambiente lascivo: "Vivimos en una época en la que
ser un "vouyerista" ha dejado de ser la excusa del pervertido solitario, para convertirse ahora en un
pasatiempo nacional plenamente institucionalizado y [extendido] en los medios de comunicación"
(William R May, citado por Henry Fairlie, The Seven Daily Sins Today [Notre Dame, Indiana:
University of Notre Dame Press, 1978], pág. 178).
De hecho, el auge de la civilización parece, de manera bastante irónica, haber hecho de la
promiscuidad real o imaginaria un problema mayor y no menor. Edward Gibbon, el distinguido
historiador británico del siglo XVIII, escribió: "Aunque el progreso de la civilización ha contribuido
de manera indudable a mitigar las pasiones más fuertes de la naturaleza humana, parece haber sido
menos favorable a la virtud de la castidad... Los refinamientos de la vida [parecen] corromper las
[relaciones] entre los sexos aun cuando les den brillo" (The Decline and Fall of the Román Empire,
vol. 40 de Great Books of the Western World, 1952, pág. 92).

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Pero de nada vale documentar los problemas sociales ni restregarse las manos ante los peligros
que tales influencias externas pueden tener para nosotros. Con lo serias que son tales realidades
contemporáneas, deseo abordar este asunto de una manera bastante diferente y tratarlo de manera
concreta para los Santos de los Últimos Días. Hago visiblemente a un lado los horrores del SIDA y las
estadísticas nacionales sobre los embarazos de jóvenes solteras, y me referiré más a la pureza personal
desde el punto de vista del Evangelio.
De hecho, deseo hacer algo un poco más difícil que enumerar lo que se puede y lo que no se
puede hacer respecto a la pureza personal. Es mi deseo examinar, al máximo de mi habilidad, por qué
debemos ser limpios y por qué la disciplina moral es un asunto tan significativo a los ojos de Dios. Sé
que puede sonar presuntuoso, pero un filósofo dijo una vez: "Explicadme suficientemente por qué
debo hacer una cosa y removeré el cielo y la tierra para hacerla". Con la esperanza de que se sientan
del mismo modo que él, y con un pleno reconocimiento de mis limitaciones, deseo por lo menos
intentar dar una respuesta parcial a la pregunta "¿Por qué ser moralmente limpios?". Primero
necesitaré exponer brevemente lo que considero como la seriedad doctrinal de este asunto antes de
ofrecer tres razones para dicha seriedad.
Permítanme comenzar con la mitad de un poema de nueve versos escrito por Robert Frost. (La
otra mitad también vale la pena un sermón, pero tendrá que esperar a otro día). Éstas son las primeras
cuatro líneas del poema "Hielo y fuego": "Hay quien dice que el mundo acabará en llamas, / otros
dicen que en el hielo. / Pero como tú que el deseo amas / me inclino por los del fuego". Una
segunda opinión menos poética pero más específica nos la ofrece el autor de Proverbios: "¿Tomará el
hombre fuego en su seno sin que sus vestidos ardan? ¿Andará el hombre sobre brasas sin que sus pies
se quemen?... Mas el que comete adulterio es falto de entendimiento; corrompe su alma el que tal
hace. Heridas y vergüenza hallará, y su afrenta nunca será borrada" (Proverbios 6:27-28,32-33).
En relación a la seriedad doctrinal, ¿por qué es tan riguroso el asunto de las relaciones sexuales,
que casi siempre se emplea el fuego como metáfora, con la pasión dibujada de manera vivida en forma
de llamas? ¿Qué hay en ese calor potencialmente dañino que destruye el alma de la persona, o quizás
todo el mundo, según Frost, si descuidamos esa llama y no refrenamos esas pasiones? ¿Qué hay en
todo ello que impulsa a Alma a advertir a su hijo Coriantón que la transgresión sexual es "una
abominación a los ojos del Señor; sí, más [abominable] que todos los pecados, salvo el derramar
sangre inocente o el negar al Espíritu Santo"? (Alma 39:5. Cursiva agregada).
Dejando a un lado los pecados contra el Espíritu Santo por un momento, como una categoría
especial en sí mismos, es la doctrina de los Santos de los Últimos Días que la transgresión sexual está
en segundo lugar tras el asesinato en la lista que el Señor tiene de los pecados más serios de la vida. Al
asignar dicha posición a un apetito tan claramente notable en todos nosotros, ¿qué está intentando
decirnos Dios sobre el lugar que éste ocupa en el plan que Él tiene para todos los hombres y mujeres
en la mortalidad? Les digo que está haciendo precisamente eso, hablar sobre el plan mismo de la vida.
Para ser claros, las mayores preocupaciones de Dios referentes a la mortalidad son cómo venimos a
este mundo y cómo salimos de él. Estos dos puntos importantes de nuestro progreso personal tan
cuidadosamente supervisado, son los dos aspectos que Dios, como Creador, Padre y Guía, desea que
más reservemos para Él. Éstos son los dos asuntos que en repetidas ocasiones nos ha dicho que nunca
quiere que abordemos de manera ilegal, ilícita, infiel o sin aprobación.
En cuanto a tomar la vida de otra persona, generalmente tenemos bastante responsabilidad. Me
parece que la mayoría de las personas perciben de manera clara la santidad de la vida, y como norma
no corren hasta sus amigos, les apuntan con un revólver a la cabeza y aprietan el gatillo sin
miramientos. Es más, cuando se oye el ruido del percutor en vez de una explosión de plomo y parece
haberse evitado una posible tragedia, nadie en tal circunstancia sería tan insensato como para musitar:
"Vaya, no me salió del todo bien".
No, "del todo bien" o no, lo insano de tal acción con el polvo y el hierro fatídicos está
claramente a la vista. Una persona que va por ahí con todo un arsenal y armamento militar apuntando a
los jóvenes, debiera ser detenido, juzgado y encerrado en una institución si de hecho tal lunático no se
ha pegado un tiro en todo ese tremendo jaleo. Tras semejante momento ficticio de horror, sin duda

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alguna nos sentaríamos en nuestras casas o en las aulas con el miedo en la mente durante muchos
meses, preguntándonos cómo pudo llegar a pasar semejante cosa, especialmente a miembros de la
Iglesia.
Afortunadamente, en el caso de cómo es tomada la vida, creo que somos bastante responsables.
La seriedad de ello no tiene que sernos recordada con frecuencia y no hace falta dedicarle muchos
sermones. Pero en cuanto a la importancia y a la santidad de dar vida algunos no somos tan
responsables, y en el gran mundo que gira a nuestro alrededor solemos encontrar una irresponsabilidad
casi criminal. Lo que en el caso de tomar una vida ocasiona un horror absoluto y la exigencia de la
justicia más severa, el dar vida genera chistes sucios, canciones con palabras malsonantes y una
carnalidad estúpida en la pantalla del televisor o del cine.
¿Es malo todo esto? Ésta es una pregunta que ha sido siempre formulada, especialmente por el
culpable. "El proceder de la mujer adúltera es así: Come, y limpia su boca y dice: No he hecho
maldad" (Proverbios 30:20). Aquí no hay asesinato alguno. Bueno, quizás no, pero ¿y transgresión
sexual? "Corrompe su alma el que tal hace" (Proverbios 6:32). A mí me suena como a algo casi
funesto.
Queda dicho suficiente en cuanto a la seriedad doctrinal. Ahora, con el deseo de evitar
momentos dolorosos, para evitar lo que Alma llamó el "indecible horror" de permanecer en la
presencia de Dios siendo indignos y para permitir que la intimidad que ustedes tienen el derecho, el
privilegio y el gozo de disfrutar en el matrimonio no se vea afectada por un remordimiento y una culpa
tan apabullantes, deseo dar esas tres razones que mencioné anteriormente en cuanto a porqué creo que
éste es un asunto de magnitud y consecuencias tales.
En primer lugar, debemos simplemente entender la doctrina revelada y restaurada de los Santos
de los Últimos Días relativa al alma, así como la parte elevada e inseparable que el cuerpo tiene en esa
doctrina.
Una de las verdades "claras y de gran valor" restaurada en esta dispensación es la de que "el
espíritu y el cuerpo son el alma del hombre" (D&C 88:15; cursiva agregada), y que cuando el espíritu
y el cuerpo se separan, los hombres y las mujeres "no [pueden] recibir una plenitud de gozo" (D&C
93:34). Ciertamente, ello sugiere algo de la razón por la cual el tener un cuerpo es tan importante para
el plan de salvación, por qué el pecado de cualquier tipo es un asunto tan serio (principalmente, porque
su consecuencia automática es la muerte, la separación del espíritu del cuerpo, y la separación del
espíritu y del cuerpo con respecto a Dios), y por qué la resurrección del cuerpo es vital para el gran
triunfo duradero y eterno de la expiación de Cristo. No tenemos que ser una piara de cerdos
endemoniados bajando por las colinas gadarenas hasta el mar para entender que el cuerpo es el gran
premio de la vida mortal, y que aun un cerdo bastará para esos espíritus enloquecidos que se rebelaron
y que hasta este día permanecen desposeídos, en su estado primero y desincorporado.
Quisiera citar parte de un discurso dado en 1913 por el élder James E. Talmage respecto a este
punto de doctrina:
"Se nos ha enseñado... a cuidar de nuestro cuerpo como un don que es de Dios. Nosotros, los
Santos de los Últimos Días, no consideramos el cuerpo como algo que tiene que ser condenado o
despreciado... lo consideramos como, una señal de nuestra primogenitura real... Reconocemos el hecho
de que a aquéllos que no guardaron su primer estado... les fue negada esta bendición inestimable...
Creemos que estos cuerpos... pueden ser, realmente, el templo del Espíritu Santo...
"Es característico de la teología de los Santos de los Últimos Días que consideramos el cuerpo
como parte esencial del alma. Lean sus diccionarios, sus libros de léxico y enciclopedias, y
descubrirán que en ningún sitio, a excepción de en la Iglesia de Jesucristo, se encuentra la verdad
solemne y eterna que enseña que el alma del hombre es el resultado de combinar el cuerpo y el
espíritu" (Conference Report, octubre de 1913, pág. 117).
Así que, en parte como respuesta a por qué tanta seriedad, respondemos que aquél que juega con
el cuerpo de otra persona, el cual Dios le ha dado y Satanás desea, está jugando con el alma misma de
ese individuo y con el propósito central y el producto de la vida, "la clave misma" de la vida, como
una vez lo llamó el élder Boyd K. Packer. Al tratar de manera trivial el alma de otra persona (por

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favor, incluyan aquí la palabra cuerpo), minimizamos la expiación que salvó a esa alma y que
garantizaba su existencia continua. Y cuando uno juega con el Hijo de Rectitud, la Estrella del Día,
juega con fuego y con una llama más caliente y sagrada que el sol del mediodía. No podemos hacer
esto sin resultar quemados. No pueden "[crucificar]... de nuevo al Hijo de Dios" (Hebreos 6:6) y
quedar impunes. La explotación del cuerpo (por favor, incluyan aquí la palabra alma) es, en definitiva,
la explotación de Aquél que es la Luz y la Vida del mundo. Puede que aquí la amonestación de Pablo
a los Corintios cobre un nuevo y mayor significado:
"Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo... ¿No
sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Quitaré, pues, los miembros de Cristo y los
haré miembros de una ramera? De ningún modo... Huid de la fornicación... El que fornica, contra su
propio cuerpo peca. ¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual ésta en
nosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?... Habéis sido comprados por precio;
glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios" (1 Corintios
6:13-20. Cursiva agregada).
Lo que está en juego aquí es nuestra alma: nuestro espíritu y nuestro cuerpo. Pablo entendía la
doctrina del alma en detalle, tan bien como James E. Talmage, porque es la verdad del Evangelio. El
precio pagado por nuestra plenitud de gozo, la unión eterna del cuerpo y del espíritu, es la sangre pura
e inocente del Salvador del mundo. No podemos decir en ignorancia o desafiantes: "Bueno, es mi
vida", o peor aún: "Es mi cuerpo". No lo es. "No sois vuestros", dijo Pablo. "Habéis sido comprados
por precio". Así que en respuesta a la pregunta "¿por qué Dios se preocupa tanto por la transgresión
sexual?", ello se debe a causa del preciado don ofrecido por Su Hijo Unigénito y mediante Él, para la
redención de las almas (los cuerpos y los espíritus) que compartimos y de las que con frecuencia
abusamos de maneras tan baratas y vergonzosas. Cristo restauró la simiente misma de las vidas eternas
(véase D&C 132:19,24), y nosotros la profanamos por nuestra cuenta y riesgo. ¿Cuál es la primera
razón clave para la pureza personal? El que nuestras almas mismas estén implicadas y en juego.
Segundo, la intimidad humana, esa sagrada unión física ordenada por Dios para una pareja
casada, está relacionada con un símbolo que requiere una santidad especial.
Tal acto de amor entre un hombre y una mujer es, o por lo menos fue ordenado a ser, un
símbolo de unión total: la unión de sus corazones, esperanzas, amor, familia, futuro y su todo. Es un
símbolo que intentamos sugerir con una palabra como sellar. El profeta José Smith dijo una vez que
quizás debemos representar esta unión sagrada como una soldadura, como si aquéllos unidos en
matrimonio y las familias eternas fuesen soldados juntos, de forma inseparable, para hacer frente a las
tentaciones del adversario y a las aflicciones de la mortalidad. (Véase D&C 128:18).
Pero una unión virtualmente irrompible y total, un compromiso inflexible entre un hombre y
una mujer, sólo puede producirse gracias a la intimidad y permanencia permitidas en un convenio
matrimonial, con la unión de todo lo que ellos poseen: Sus corazones y sus almas, todos sus días y
todos sus sueños. Ambos trabajan juntos, lloran juntos, disfrutan juntos de Brahms, de Beethoven y
del desayuno, se sacrifican, ahorran y viven juntos en favor de toda la abundancia que proporciona una
vida completamente íntima a esta pareja. El símbolo externo de esa unión, la manifestación física de
ese lazo mucho más espiritual y metafísico, es la unión física, la cual es parte, y de hecho es la
expresión más hermosa y gratificante, de esa mayor y más completa unión de propósito y promesa
eternos.
Aún cuando sea delicado mencionarlo, no obstante confío en la madurez de los lectores para
entender que, psicológicamente, somos creados como hombres y mujeres para poder realizar dicha
unión. En esta última y definitiva expresión física de un hombre y de una mujer, ambos llegan a ser
uno casi de manera literal, como sólo dos cuerpos físicos individuales pueden llegar a serlo. Es en ese
acto definitivo de intimidad física que casi cumplimos por completo el mandamiento del Señor dado a
Adán y a Eva, símbolos vivientes para todas las parejas casadas, cuando Él los invitó a allegarse el uno
al otro y ser, por tanto, "una carne" (Génesis 2:24).
Obviamente, el mandamiento dado a estos dos, el primer esposo y la primera esposa de la
familia humana, tiene implicaciones sociales, culturales, religiosas y físicas de carácter limitado, pero

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COMO EN EL CIELO, ASÍ TAMBIÉN EN LA TIERRA

ése es exactamente el punto al que voy. Cuando todas las parejas llegan a ese momento de unión en la
mortalidad, se espera que ésta sea una unión completa. Este mandamiento no puede ser cumplido, y
ese simbolismo de "una carne" no puede ser preservado, si nosotros compartimos esta intimidad de
manera apresurada, culpable y a hurtadillas en una esquina oscura y a una hora oscura, para luego
volver a nuestros mundos separados del mismo modo apresurado, culpable y a hurtadillas, no para
comer, vivir, llorar o reír juntos, ni para lavar la ropa y los platos o realizar las tareas de la casa, ni
tampoco para administrar un presupuesto, pagar las cuentas, cuidar a los niños o planear juntos el
futuro. No, no podemos hacerlo hasta que seamos uno de verdad, unidos, enlazados, atados, soldados,
sellados, casados.
¿Pueden ver entonces la esquizofrenia moral que resulta de fingir que somos uno, de compartir
los símbolos físicos y la intimidad física de nuestra unión, para luego marcharnos, retirarnos, y romper
con todos los demás aspectos y símbolos de lo que se esperaba que fuese una obligación total; sólo
para volver a unirse de manera furtiva alguna que otra noche o, peor todavía, unirse furtivamente (y
pueden darse cuenta de la manera cínica en que empleo esta palabra) con algún otro compañero que
tampoco está unido a nosotros, que no es uno con nosotros más de lo que lo fue el último o del que lo
será el de la próxima semana, el del próximo mes, el del próximo año, o el de cualquier momento
antes de los vinculantes convenios del matrimonio?
Deben esperar hasta que puedan darlo todo, y no pueden darlo hasta que por lo menos
legalmente, y en cuanto a los objetivos Santos de los Últimos Días se refiere, sean declarados
eternamente como uno. Dar de manera ilícita aquello que no es suyo (recuerden: "No sois vuestros") y
dar sólo parte de aquello que no puede ir seguido del don de todo su corazón, toda su vida y todo su
ser, es una manera muy personal de jugar a la ruleta rusa. Si persisten en compartir a medias sin
compartir el todo, en perseguir una satisfacción carente de simbolismo, en dar solamente partes, piezas
y fragmentos incandescentes, corren el terrible riesgo de sufrir un daño físico y espiritual que pueda
minar tanto su intimidad física como el entregar su corazón a un amor más verdadero y tardío. Pueden
llegar a ese momento de amor real, de unión total, sólo para descubrir, para su horror, que lo que
debían haber reservado ha sido gastado y que sólo la gracia de Dios puede recuperar poco a poco esa
disipación de su virtud.
Un buen amigo Santo de los Últimos Días, el doctor Victor L. Brown, hijo, escribió al respecto:
"La fragmentación permite a los que la utilizan falsificar la intimidad... Si nos relacionamos el
uno con el otro a pedazos, en el mejor de los casos perdemos el disfrutar de una relación plena. En el
peor de los casos, manipulamos y explotamos a los demás para satisfacer nuestra propia gratificación.
La fragmentación sexual puede ser particularmente perjudicial porque proporciona unas recompensas
psicológicas poderosas, las cuales, aunque ilusorias, pueden persuadirnos temporalmente a hacer caso
omiso a las serias deficiencias del total de la relación. Dos personas pueden casarse en busca de
gratificación física para luego descubrir que la ilusión de la unión se colapsa bajo el peso de las
incompatibilidades intelectuales, sociales y espirituales...
"La fragmentación sexual es particularmente perjudicial porque es especialmente engañosa. La
intensa intimidad sexual que debiera ser disfrutada y simbolizada en la unión sexual es falsificada por
episodios sensuales que sugieren, pero que no pueden dar, aceptación, entendimiento y amor. Tales
encuentros confunden el fin con los medios, y las personas solas y desesperadas buscan un
denominador común que permita la gratificación más fácil y rápida" (Human Intimacy: Illusion &
Reality [Salt Lake City: Parliament Publishers, 1981], págs. 5-6).
Prestemos atención a una observación un tanto más penetrante realizada por una persona que no
es de nuestra fe, relativa a tales actos vacíos tanto del alma como del simbolismo del que hemos estado
hablando. Ese hombre escribe: "Nuestra sexualidad ha sido animalizada, robada del complejo
sentimiento con el que han sido investidos los seres humanos, dejándonos para contemplar únicamente
el acto, y temer nuestra impotencia en él. Es la animalización de la que no pueden escapar los
manuales de sexualidad, aun cuando intentan hacerlo, porque son reflejos de ella. Podríamos
considerarlos como libros de texto para veterinarios" (Fairlie, The Seven Deadly Sins Today,pág.
182).

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COMO EN EL CIELO, ASÍ TAMBIÉN EN LA TIERRA

Es en cuanto a este asunto de la falsa gratificación y de la gratificación engañosa que expreso mi


advertencia a los varones que lean este mensaje. Toda mi vida he oído que es la jovencita la que debe
asumir la responsabilidad sobre el control de los límites de la intimidad durante el cortejo, porque el
joven no puede. En raras ocasiones he oído comentario alguno respecto al asunto que me haga sentir
más decepcionado que éste. ¿Qué tipo de hombre es él? ¿Qué sacerdocio, poder, fuerza o autodominio
tiene este hombre, que le permite desarrollarse en la sociedad, crecer hasta la edad de la
responsabilidad madura, quizás hasta lograr una educación universitaria y prepararse para influir en
futuros colegas, reinos y en el curso del mundo, pero que no tiene la capacidad mental ni moral para
decir: "No haré tal cosa"? No, esta psicología farmacéutica del perdón nos hace decir: "No puedo
evitarlo. Mis glándulas tienen control completo sobre mi vida, mi mente, mi voluntad y todo mi
futuro".
Decir que una joven en una relación semejante tiene que llevar tanto su responsabilidad como la
de un joven es una de las sugerencias más inapropiadas que nadie pueda imaginar. En la mayoría de
los casos, si hay una transgresión sexual, yo descanso la carga sobre los hombros del joven —para
nuestros propósitos, el poseedor del sacerdocio—, pues es ahí donde creo que Dios considera que debe
recaer la responsabilidad. Al decir esto no excuso a las jóvenes que no ejercen moderación alguna o no
tienen el carácter ni la convicción para exigir que la intimidad sea reservada únicamente para su papel
adecuado. He tenido experiencia suficiente en llamamientos de la Iglesia como para saber que las
mujeres, al igual que los hombres, pueden ser agresivas. Pero también me niego a aceptar la inocencia
fingida de un joven que quiere pecar y lo llama psicología.
De hecho, y lo que es más trágico, la joven es con mayor frecuencia la víctima; es la joven la
que suele sufrir el mayor dolor; es la joven la que en la mayoría de los casos se siente usada, abusada y
terriblemente sucia. Y un hombre pagará por esa suciedad impuesta, tan seguro como que el sol se
pone y los ríos corren hacia el mar.
Fíjense en el lenguaje directo del profeta Jacob en sus escritos del Libro de Mormón. Tras una
osada confrontación sobre el tema de la transgresión sexual entre los nefitas, pasa a citar a Jehová:
"Porque yo, el Señor, he visto el dolor y he oído el lamento de las hijas de mi pueblo en la tierra... Y
no permitiré, dice el Señor de los Ejércitos, que el clamor de las bellas hijas de este pueblo... ascienda
a mí contra los varones de mi pueblo, dice el Señor de los Ejércitos.
"Porque no llevarán cautivas a las hijas de mi pueblo, a causa de su ternura, sin que yo los visite
con una terrible maldición, aun hasta la destrucción" (Jacob 2:31-33. Cursiva agregada).
No sean engañados ni destruidos. Amenos que controlen ese fuego, tanto sus ropas como su
futuro serán quemados; y su mundo, falto de un arrepentimiento doloroso y perfecto, arderá en llamas.
Se lo digo con buenas palabras, con las palabras de Dios.
Tercero, tras el alma y el símbolo viene la palabra sacramento, un término estrechamente
relacionado con los otros dos.
La intimidad sexual no es sólo la unión simbólica entre un hombre y una mujer, la unión de sus
mismas almas, sino que es también la unión simbólica entre los mortales y la deidad, la unión entre
humanos ordinarios y falibles en un momento excepcional con Dios mismo y todos los poderes
mediante los cuales se concede la vida en este gran universo nuestro.
Referente a este último aspecto, la intimidad humana es un sacramento, un tipo muy especial de
símbolo. Para nuestro objetivo, un sacramento podría ser cualquiera de un número de gestos, actos u
ordenanzas que nos unen con Dios y con Sus ilimitados poderes. Somos imperfectos y mortales,
mientas que Él es perfecto e inmortal. Pero de vez en cuando, de hecho, tan pronto como sea posible y
apropiado, encontramos maneras, vamos a lugares y creamos circunstancias donde podemos unirnos
simbólicamente con Él; y al hacerlo ganamos acceso a Su poder. Esos momentos especiales son
momentos sacramentales, como el arrodillarse ante un altar durante la celebración de un matrimonio,
la bendición de un recién nacido o el participar de los emblemas de la Cena del Señor. Esta última
ordenanza es aquélla que hemos llegado a asociar en la Iglesia con la palabra sacramento, aunque
técnicamente es uno de los muchos momentos semejantes en los que tomamos a Dios formalmente de
la mano y sentimos Su poder divino.

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COMO EN EL CIELO, ASÍ TAMBIÉN EN LA TIERRA

Éstos son momentos en los que muy literalmente unimos nuestra voluntad a la de Dios, nuestro
espíritu al Suyo, donde la comunión a través del velo se torna muy real. En esos momentos no sólo
reconocemos Su divinidad, sino que de manera bastante literal tomamos algo de esa divinidad para
nosotros. Así son los santos sacramentos.
No conozco a nadie que fuese a irrumpir en un salón sacramental, tomase los manteles de las
mesas, arrojase el pan de un extremo al otro del cuarto, derramase el agua de las bandejas por el suelo
y se alejase del edificio riéndose y aguardando una nueva oportunidad para hacer lo mismo en otro
servicio de adoración al domingo siguiente. Nadie haría eso durante uno de los momentos
verdaderamente sagrados de nuestra adoración religiosa, ni nadie se atrevería a violar ninguno de los
momentos sacramentales de nuestra vida, esos momentos en los que de manera consciente clamamos
por el poder de Dios y por una invitación a estar junto a Él en privilegio y principado.
Pero deseo destacar, como la tercera de mis razones para ser limpio, que la unión sexual es
también, en su aspecto más profundo, un sacramento verdadero del orden más elevado, una unión no
sólo de un hombre y una mujer, sino la unión de un hombre y de una mujer con Dios. De hecho, si
nuestra definición de sacramento es la del acto de reclamar, compartir y ejercer el propio poder
inestimable de Dios, no conozco entonces otro privilegio divino que nos sea dado de manera tan
rutinaria a todos nosotros, hombres y mujeres, ordenados o no ordenados, Santos de los Últimos Días
o no, como el milagroso y majestuoso poder de transmitir la vida, el indecible, el insondable y el
continuado poder de la procreación. Hay momentos especiales en nuestra vida cuando las otras
ordenanzas más formales del Evangelio, los sacramentos, por así llamarlos, nos permiten sentir la
gracia y la grandeza del poder de Dios. Muchas son experiencias únicas, como nuestra confirmación o
nuestro matrimonio, y otras se repiten con frecuencia, como la bendición de los enfermos o las
ordenanzas que efectuamos por otras personas en el templo. Pero no conozco nada tan trascendental y
al mismo tiempo tan universal y generosamente concedido a todos nosotros, como el poder divino del
que disponemos en cada uno desde nuestros años de adolescencia para crear un cuerpo humano, la
maravilla de todas las maravillas, un ser genética y espiritualmente único, nunca antes visto en la
historia del mundo y que nunca será duplicado en todas las épocas de la eternidad: un hijo, nuestro
hijo; con ojos, oídos, dedos en las manos y en los pies, y un futuro de grandeza indecible.
Imagínenselo. Jóvenes verdaderos, y todos nosotros durante muchas décadas posteriores,
llevando cada día, cada hora, minuto a minuto, prácticamente en cada momento de vigilia y de sueño,
el poder, la química y la simiente de la vida, transmitida de manera eterna para garantizar a alguien
más su segundo estado, su siguiente nivel de desarrollo en el plan divino de salvación. Les aseguro
que no hay poder, del sacerdocio o de cualquier otro tipo, dado por Dios de manera tan universal y a
tantas personas con prácticamente ningún control sobre su uso, excepto el dominio propio. Y les
aseguro que nunca seremos más semejantes a Dios en ningún momento de esta vida como cuando
estemos expresando ese poder en particular. De todos los títulos que ha escogido para Sí mismo, el de
Padre es con el que se presenta, y la creación es Su lema, especialmente la creación humana, creación
a Su imagen. Su gloria no está en una montaña, aun cuando las montañas son asombrosas. No está en
el mar, ni en el cielo, en la nieve, ni en el amanecer, aunque todos ellos son hermosos. No está en el
arte, ni en la tecnología, bien sea un concierto o una computadora. No, Su gloria, y Su dolor, está en
Sus hijos. Nosotros, ustedes y yo, somos Sus posesiones más valiosas y somos la evidencia terrenal,
aunque inadecuada, de lo que Él es en realidad. La vida humana es el mayor de los poderes de Dios, la
química más misteriosa y magnífica de todas, y nos ha sido concedida tanto a ustedes como a mí,
aunque bajo las más serias y sagradas restricciones. Ustedes y yo, quienes no podemos hacer una
montaña, ni un rayo de luz, ni una gota de lluvia ni tan sólo una rosa, disponemos de manera
absolutamente ilimitada del mayor de los dones; y el único control impuesto sobre nosotros es el
autodominio, un autodominio nacido del respeto por el poder sacramental y divino que es.
De seguro que la confianza que Dios deposita en nosotros respecto a este don para crear es
increíblemente asombrosa. Nosotros, quienes probablemente no somos capaces de reparar una
bicicleta ni de montar un rompecabezas de nivel medio, podemos sin embargo y con todas nuestras
debilidades e imperfecciones, llevar este poder procreador que nos hace tan semejantes a Dios, al

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menos de esa manera grandiosa y majestuosa.


Almas. Símbolos. Sacramentos. ¿Nos sugieren estas palabras por qué la intimidad humana es un
asunto tan serio? ¿Por qué es tan justo, recompensante y asombrosamente hermoso cuando es utilizado
en el matrimonio y aprobado por Dios (no sólo con un "bueno", sino con un "muy bueno", como les
declaró a Adán y Eva), y tan blasfemamente incorrecto, semejante a un crimen, cuando se utiliza fuera
de tal convenio? Según yo lo veo, aparcamos el coche, nos besuqueamos, dormimos juntos y ponemos
en peligro nuestra vida. El castigo puede no llegar el día exacto de nuestra transgresión, pero de seguro
que llega, y de no ser por un Dios misericordioso y el privilegio atesorado del arrepentimiento
personal, habría mucha gente en este momento sintiendo ese dolor infernal que, al igual que la pasión
de la que hemos estado hablando, también se describe con la metáfora del fuego. Un día, en algún
lugar, en algún momento, los moralmente sucios orarán, hasta que se arrepientan, como el hombre rico
que deseaba que Lázaro "moje... su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en
esta llama" (Lucas 16:24).
Para concluir, consideremos lo siguiente de dos estudiosos de la instructiva y larga historia de
la civilización:
"Ningún hombre [ni mujer], sin importar lo brillante o instruido que sea, puede en toda su vida
llegar a tal plenitud de entendimiento como para juzgar con seguridad y hacer a un lado las costumbres
o las instituciones de su sociedad, pues en ellas reside la sabiduría de generaciones tras siglos de
experimentación en el laboratorio de la historia. Un joven con sus hormonas hirviendo se preguntará
por qué no puede dar rienda suelta a sus deseos sexuales; si este joven no está restringido por la
costumbre, la moral o las leyes, puede arruinar su vida [o la de ella] antes de madurar lo suficiente
como para entender que el sexo es un río de fuego que hay que encauzar y enfriar por medio de un
centenar de restricciones antes de que sumerja en el caos tanto al individuo como al grupo" (Will y
Ariel Durant, The Lessons of History [Nueva York: Simón & Schuster, 1968], págs. 35-36).
O dicho en las palabras más eclesiásticas de James E. Talmage:
"Ha sido declarado por la solemne palabra de la revelación, que el espíritu y el cuerpo
constituyen el alma del hombre; y, por tanto, debemos contemplar este cuerpo como algo que
perdurará más allá de la tumba, algo que debemos mantener puro y sagrado. No tengan miedo a
ensuciarse las manos ni a las cicatrices causadas por el esfuerzo fervoroso o [ganadas] en luchas
honestas, mas cuídense de las marcas que desfiguran, ocasionadas en los lugares a los que no deberían
haber ido, que les han acontecido en empresas indignas [producidas en sitios en los que no deberían
haber estado]; tengan cuidado de las heridas producidas en las batallas peleadas en el bando contrario"
(Conference Report, octubre de 1913, pág. 117).
Si algunos están sintiendo las "cicatrices... ocasionadas en los lugares a los que no deberían
haber ido", a ellos se les extiende la paz especial y la promesa que está a su alcance a través del
sacrificio expiatorio del Señor Jesucristo. Su amor, los principios del Evangelio restaurado y las
ordenanzas que hacen que ese amor esté a nuestro alcance con todo su poder purificador y sanador,
nos son concedidas de manera gratuita. El poder de estos principios y ordenanzas, incluyendo el
arrepentimiento pleno y redentor, se lleva solamente a cabo en ésta, la Iglesia verdadera y viviente del
Dios verdadero y viviente. Todos debemos "venir a Cristo" por la plenitud del alma, del símbolo y del
sacramento que nos ofrece.

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Capítulo 17

ASOMBRO ME DA
Seguramente la razón por la que Cristo dijo en la cruz,
"Padre, perdónalos", fue porque aun en aquella hora tan difícil,
sabía que ése era el mensaje que había venido a
traer a través de toda la eternidad.
Todo el plan de salvación se habría perdido si Él hubiese retirado
Su perdón a toda la familia humana. Es el momento más puro
de Su ministerio, tan perfecto en ejemplo como doloroso de soportar.

Uno de nuestros himnos favoritos comienza con las palabras "Asombro me da" (Himnos, 1992,
número 118). Al considerar cualquier momento de la vida de Cristo, hay razones más que suficientes
para estar asombrados en todos los aspectos. Estamos asombrados por Su papel premortal como el
gran Jehová, agente del Padre, creador de la tierra, custodio de toda la familia del hombre. Estamos
asombrados por Su venida a la tierra y por las circunstancias que rodearon Su nacimiento tras miles de
años de liderazgo revelado a Adán, Abraham, Moisés, Lehi y todos los profetas de la antigüedad.
Estamos asombrados por Su padrastro bueno y humilde, y por la joven virgen que fue Su madre
terrenal. Estamos asombrados por el milagro de Su concepción, por la pobreza y la soledad de Su
nacimiento, que sería tan sólo un símbolo de toda la soledad que le aguardaba.
Nos asombra el que con sólo doce años de edad ya estuviera en los asuntos de Su padre, sentado
en medio de los doctores de la ley, donde "éstos le oían y le hacían preguntas" (TJS, Lucas 2:46). Nos
asombra el comienzo formal de Su ministerio, Su bautismo, los dones espirituales y el llamamiento de
hombres por demás comunes para estar a Su lado en la enseñanza de lo que serían doctrinas
extraordinarias y con frecuencia muy poco populares. Nos asombra porque a todos lados a donde iba,
las fuerzas del mal fueron ante Él, y nos asombra que le conocieran desde el principio, aun cuando los
mortales no le reconocieron. A la par que algunos decían: "¿No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo
padre y madre nosotros conocemos?" (Juan 6:42), los demonios le gritaban: "Déjanos; ¿qué tienes con
nosotros, Jesús nazareno? ¿Has venido para destruirnos? Yo te conozco quién eres, el Santo de Dios"
(Lucas 4:34).
Nos asombra el hecho de que todas estas fuerzas de maldad fuesen expulsadas, retiradas y
derrotadas, mientras que los cojos pudieron caminar, los ciegos vieron, los sordos oyeron y los
paralíticos se mantuvieron en pie. De hecho, nos asombran todos y cada uno de estos momentos, tal y
como debe haberse asombrado cada generación desde Adán hasta el fin del mundo. Para mí no hay
mayor asombro ni desafío personal que cuando, tras la angustia en Getsemaní, tras haber sido
ridiculizado, golpeado y azotado, Jesús se tambalea bajo Su carga en la cima del Calvario y dice:
"Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lucas 23:34).
Si hay un momento en el que estoy profundamente asombrado, es ése, pues se trata de un
asombro diferente. Gran parte del misterio de Su poder y ministerio lucha con mi mente. Las
circunstancias de Su nacimiento, la amplitud y variedad de Su ministerio y milagros, el poder de la
resurrección que residía en Él, todas estas cosas me asombran y digo: "¿Cómo lo hizo?". Con
discípulos que lo abandonaron en Su momento de mayor necesidad, desmayado bajo el peso de Su
cruz y de los pecados de toda la humanidad que habían sido transferidos al madero, traspasado por los
clavos en Sus manos, muñecas y pies. Aquí el sufrimiento no desgarra mi mente sino mi corazón, y no
me pregunto "como lo hizo", sino "por qué lo hizo". Cuando comparo mi vida, no con lo milagroso de
la Suya, sino con Su misericordia, descubro lo muy lejos que me encuentro de emular al Maestro.
Para mí, éste es un orden más elevado de asombro. Estoy muy sorprendido por Su habilidad
para sanar a los enfermos y levantar a los muertos, aunque he tenido algunas experiencias semejantes
pero de forma limitada, al igual que muchos otros. Somos vasos menores y sin duda alguna, indignos

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COMO EN EL CIELO, ASÍ TAMBIÉN EN LA TIERRA

de este privilegio, pero hemos visto los milagros del Señor repetidos en nuestras propias vidas, en
nuestros propios hogares y con nuestra propia porción del sacerdocio. Pero, ¿y la misericordia, el
perdón, la Expiación, la reconciliación? Con demasiada frecuencia ése es un asunto diferente.
¿Cómo pudo perdonar a Sus torturadores en ese momento? Con todo ese dolor, con la sangre
habiéndole caído de cada poro, seguro que ahora no tenía que estar pensando en los demás, ¿verdad?
De seguro que no tiene que pensar en los demás a cada minuto, y mucho menos en esta jauría de
chacales que se están riendo, le escupen, y le arrancan las ropas, Sus derechos y Su dignidad. ¿O se
trata de una evidencia más sorprendente de que realmente era perfecto y espera que también nosotros
lo seamos? ¿Es una mera coincidencia — o algo completamente intencional — que en el Sermón del
Monte, y como un último requisito previo al fijar la perfección como nuestra meta, Él nos recuerde:
"Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad
por los que os ultrajan y os persiguen" (Mateo 5:44).
Prefiero levantar a los muertos, restaurar la vista y curar a un paralítico o cualquier otra cosa,
antes que amar a mis enemigos y perdonar a los que me han herido o han herido a los hijos de mis
hijos, especialmente a aquéllos que se ríen y se deleitan en la brutalidad de estos hechos.
"Entonces [Pilato] les soltó a Barrabás; y habiendo azotado a Jesús, le entregó para ser
crucificado. Entonces los soldados del gobernador llevaron a Jesús al pretorio, y reunieron alrededor
de él a toda la compañía; y desnudándole, le echaron encima un manto de escarlata, y pusieron sobre
su cabeza una corona tejida de espinas, y una caña en su mano derecha; e hincando la rodilla delante
de él, le escarnecían diciendo: ¡Salve, Rey de los judíos! Y escupiéndole, tomaban la caña y le
golpeaban en la cabeza. Después de haberle escarnecido, le quitaron el manto, le pusieron sus vestidos,
y le llevaron para crucificarle" (Mateo 27:26-31).
"Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen". ¡A quién le importa si saben o no lo que
hacen! Ésta es una injusticia cruel, bárbara e insultante a la vida más pura y perfecta jamás vivida.
Aquí está la única persona en todo el mundo, desde Adán hasta este momento, que merece adoración,
respeto, admiración y amor. Y lo merece porque "tan sólo Él fue digno de / efectuar la Expiación. / Él
nos abrió la puerta / hacia la exaltación" ("En un lejano cerro fue", Himnos, 1992, número 119). ¿Y
esto es lo que recibe a cambio?
¿No hay justicia? ¿No debería gritar: "¡Iros!", como lo hizo con los otros demonios? ¿No
debiera condenarlos y hacer que descendieran las legiones de ángeles que estaban siempre aguardando
Sus órdenes?
Toda generación, toda dispensación del mundo, ha tenido sus propias multitudes alrededor de la
cruz, riéndose, burlándose, quebrantando los mandamientos y abusando los convenios. Hay más
culpables que este puñado de personas en el meridiano de los tiempos. Lo son la mayoría de las
personas, en la mayoría de los lugares, la mayoría del tiempo, incluyendo a aquellos de nosotros que
debiéramos haber actuado mejor.
¿Qué es lo que le lleva a hacerlo, y qué lección podemos aprender de ello? Debemos acudir al
principio mismo.
Tras la experiencia de Adán y Eva en el Jardín de Edén y su consiguiente expulsión de él,
"Adán empezó a cultivar la tierra, y a ejercer dominio sobre todas las bestias del campo, y a comer su
pan con el sudor de su rostro, como yo, el Señor, le había mandado; y Eva, su esposa, también se
afanaba con él...
"Y Adán y Eva, su esposa, invocaron el nombre del Señor, y oyeron la voz del Señor que les
hablaba en dirección del Jardín de Edén, y no lo vieron, porque se encontraban excluidos de Su
presencia. Y les dio mandamientos de que adorasen al Señor su Dios y ofreciesen las primicias de sus
rebaños como ofrenda al Señor. Y Adán fue obediente a los mandamientos del Señor.
"Y después de muchos días, un ángel del Señor se apareció a Adán y le dijo: ¿Por qué ofreces
sacrificios al Señor? Y Adán le contestó: No sé, sino que el Señor me lo mandó.
"Entonces el ángel le habló diciendo: Esto es una semejanza del sacrificio del Unigénito del
Padre, el cual es lleno de gracia y verdad. Por consiguiente, harás todo cuanto hicieres en el nombre
del hijo, y te arrepentirás e invocarás a Dios en el nombre del Hijo para siempre jamás" (Moisés 5:1,

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COMO EN EL CIELO, ASÍ TAMBIÉN EN LA TIERRA

4-8).
¿Invocar a Dios para qué? ¿Cuál es la naturaleza de esta primera instrucción a la familia
humana? ¿Por qué tienen que invocar a Dios? ¿Es ésta una visita social? ¿Es una conversación
amistosa entre vecinos? No, es una petición de auxilio desde el mundo triste y solitario, desde la
antesala de la desesperación. "Te arrepentirás e invocarás a Dios en el nombre del Hijo para siempre
jamás". Es una llamada desde la prisión personal de un corazón pecador. Una llamada al perdón de los
pecados.
Y así, el Dios y Padre de todos nosotros estableció con esos primeros padres, en la primera
generación del tiempo, ciertos principios y ordenanzas diseñados para expresar cómo se ha de llevar a
cabo el perdón de los pecados. Junto con todo lo demás que tiene sentido e importancia en nuestra
vida, el perdón vendría mediante el sacrificio y el ejemplo de Su Hijo Unigénito, quien es lleno de
gracia y verdad.
A modo de recordatorio constante de la humillación y del sufrimiento que el Hijo pagaría por
nuestro rescate, como recordatorio constante de que no abriría Su boca y sería llevado como cordero al
matadero (véase Mosíah 14:7), como recordatorio constante de la mansedumbre, misericordia y
dulzura, sí, el perdón que iba a marcar toda vida cristiana; por todas esas razones y más, los primeros
corderos, limpios y sin mancha, perfectos en todo aspecto, eran ofrecidos sobre esos altares de piedra
año tras año y generación tras generación, simbolizando para nosotros al gran Cordero de Dios, Su
Hijo Unigénito, Su Primogénito, perfecto y sin mancha.
Al ofrecer nuestro simbólico pero más modesto sacrificio en cualquier dispensación, aquél que
refleja nuestro corazón quebrantado y nuestro espíritu contrito (véase D&C 59:8), prometemos
"recordarle siempre, y... guardar siempre sus mandamientos... para que siempre [podamos] tener su
Espíritu [con nosotros]" (D&C 20:77). Los símbolos de Su sacrificio, tanto en la época de Adán como
en la nuestra, tenían el propósito de ayudarnos a recordar que debemos vivir de manera pacífica,
obediente y misericordiosa. Y, como resultado de estas ordenanzas, se esperaba que el Evangelio de
Jesucristo se viese reflejado en nuestra longanimidad y amabilidad humana los unos por los otros,
como Él nos enseñó estando en la cruz.
Pero con el transcurso de los siglos se ha visto que no ha funcionado de esa manera, al menos no
con bastante frecuencia. A Caín no le llevó mucho tiempo errar. Tal y como dijo el profeta José Smith:
"Dios... preparó un sacrificio en el don de Su propio Hijo, el cual sería enviado a Su debido tiempo,
para preparar el camino, o abrir una puerta mediante la cual el hombre pudiera entrar en la presencia
del Señor, de donde había sido expulsado a causa de la desobediencia... Mediante la fe en esta
expiación o plan de redención, Abel ofreció a Dios un sacrificio que fue aceptado y que consistía de
las primicias de sus rebaños. Caín ofreció del fruto de la tierra y no fue aceptado porque... no podía
ejercer una fe contraria al plan de redención, y sin el derramamiento de sangre no había remisión; y
debido a que el sacrificio fue instituido como un símbolo, mediante el cual el hombre podría discernir
el gran Sacrificio que Dios había preparado, ofrecer un sacrificio contrario a ello impediría el ejercicio
de la fe, porque la redención no se alcanza de esa manera, ni el poder de la Expiación ha sido
instituido tras ese orden... Ciertamente, el derramamiento de sangre de una bestia no puede ser de
beneficio para ningún hombre, excepto que se efectúe a modo de imitación, como un símbolo o
explicación de lo que iba a ser ofrecido mediante el don de Dios mismo; y todo esto se hizo con la
mira puesta en la fe del poder del gran Sacrificio para la remisión de los pecados" (History of the
Church 2:15-16).
Algunos de nosotros, en cada época y estación, un poco como Caín, recién llegados a casa tras
nuestras ofrendas matutinas, le gritamos a nuestro cónyuge, hundimos en la tristeza a un hijo, le damos
un puntapié al perro, o simplemente mentimos y engañamos un poco, y cavamos la tumba de nuestro
vecino. El momento de atención que hemos prestado hacia nuestras ordenanzas de salvación a lo largo
de las dispensaciones, haría que, en comparación, los preescolares pareciesen graduados de
universidad. Con demasiada frecuencia nos olvidamos del porqué antes incluso de que se seque la
sangre del altar, de que las bandejas sacramentales regresen a la mesa, o de que hayamos doblado y
guardado las ropas del santo sacerdocio hasta la próxima sesión.

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COMO EN EL CIELO, ASÍ TAMBIÉN EN LA TIERRA

Saúl, rey de Israel, fue ejemplo de este problema. En clara contradicción a las instrucciones del
Señor, se trajo de la lucha con los amalecitas "lo mejor de las ovejas y de las vacas, para sacrificarlas a
Jehová [su] Dios". Samuel, profundamente angustiado, exclamó: "¿Se complace Jehová tanto en los
holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es
mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros. Porque como pecado de
adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación. Por cuanto tú desechaste la palabra
de Jehová, él también te ha desechado para que no seas rey" (1 Samuel 15:15, 22-23).
¿Por qué es la rebelión (o la obstinación, o la desobediencia a las ordenanzas) semejante a la
adivinación? Porque demuestra nuestra lealtad y nuestro entendimiento de cómo es Dios y lo que en
realidad quiere. Tanto Saúl, que entendía el método pero no el significado de su sacrificio, como el
Santo de los Últimos Días que asiste fielmente a la reunión sacramental, pero que no es más
misericordioso, paciente o compasivo como consecuencia de ello, son semejantes a la bruja o al
idólatra. Realizan las ordenanzas en su debida forma pero sin la lealtad ni el entendimiento de los
motivos por los cuales se establecieron esas ordenanzas: obediencia, mansedumbre y amabilidad
amorosa durante la búsqueda del perdón de nuestros pecados.
Las ordenanzas efectuadas erróneamente y con su significado alterado señalan a un sacerdocio
apóstata y a una nación idólatra. Tal y como nos enseñó el profeta José Smith, podemos descansar con
la certeza de que Dios no está interesado en la muerte de animalitos inocentes, a menos que el
significado de esos altares cambie verdaderamente la naturaleza de nuestra vida.
En un momento particularmente bajo de la historia israelita, el Señor exclamó a Sus hijos:
"Aborrecí, abominé vuestras solemnidades... Y si me ofreciereis vuestros holocaustos y vuestras
ofrendas, no los recibiré, ni miraré las ofrendas de paz de vuestros animales engordados. Quita de mí
la multitud de tus cantares, pues no escucharé las salmodias de tus instrumentos. Pero corra el juicio
como las aguas y la justicia como impetuoso arroyo" (Amos 5:21-24).
Y así fue durante gran parte del tiempo hasta que llegamos a esta parábola final:
"Hubo un hombre, padre de familia, el cual plantó una viña, la cercó de vallado, cavó en ella un
lagar, edificó una torre, y se la arrendó a unos labradores, y se fue lejos. Y cuando se acercó el tiempo
de los frutos, envió a sus siervos a los labradores, para que recibiesen los frutos. Mas los labradores,
tomando a los siervos, a uno golpearon, a otro mataron, y a otro apedrearon.
"Envió de nuevo otros siervos, más que los primeros; e hicieron con ellos de la misma manera.
Finalmente les envió su hijo, diciendo: Tendrán respeto de mi hijo.
"Mas los labradores, cuando vieron al hijo, dijeron entre sí:
Éste es el heredero; venid, matémosle, y apoderémonos de su heredad. Y tomándole, le echaron
fuera de la viña, y le mataron" (Mateo 21:33-39).
Ése es el momento en que nos hallamos en la cumbre del Gólgota. No es un relato agradable. A
través de una paciencia que parece excesivamente generosa, el Padre y el Hijo han esperado,
contemplado y trabajado en esta viña para que la misericordia corra como las aguas y la rectitud como
impetuoso arroyo. Pero la misericordia y la rectitud no han corrido. No sólo los profetas y los fieles
han sido muertos, sino que ahora también va a serlo el Señor de la viña. Está a punto de pagarse un
precio terrible e incalculable, y el corazón humano sufre al contarlo. En medio del sudor y la saliva,
las espinas y las amenazas, el ridículo y el rasgar de Sus ropas, añadido todo ello al aplastante peso de
Su propio cuerpo en busca del descanso en los clavos mismos de las manos y los pies; con los amigos
huyendo y con enemigos hasta donde alcanza la vista, en ese momento ocurre lo inesperado, se
representa la peor escena posible de este drama divino.
Quizás la más breve de las indicaciones respecto a las terribles emociones y fuerzas que están
ahora en juego se nos da cuando leemos las líneas que han sido intencionadamente preservadas para
nosotros en el arameo original: "Eli, Eli, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has desamparado?" (Mateo 27:46).
Hay solamente una cosa de la que este Hijo Unigénito tiene certeza: el amor, el compañerismo y
el apoyo constante de Su Padre. Consideren los siguientes pasajes tomados casi aleatoriamente del
Evangelio de Juan, pues evocan un tema que está presente en todo ese libro.

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COMO EN EL CIELO, ASÍ TAMBIÉN EN LA TIERRA

"No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre... Porque el Padre ama
al Hijo, y le muestra todas las cosas que él hace" (Juan 5:19-20).
"Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la del que me envió" 0uan
6:38).
"No he venido de mí mismo, pero el que me envió es verdadero, a quien vosotros no conocéis.
Pero yo le conozco" (Juan 7:28-29).
"El Padre que me envió da testimonio de mí... Si a mí me conocieseis, también a mi Padre
conoceríais" 0uan 8:18-19).
"Él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar" (Juan 12:49).
"He aquí, la hora viene, y ha venido ya, en que seréis esparcidos cada uno por su lado, y me
dejaréis solo; mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo" 0uan 16:32).
Y luego viene lo que quizás sea la declaración más dolorosa de todas: "Porque no soy yo sólo,
sino yo y el que me envió, el Padre... No me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le
agrada" (Juan 8:16, 29).
Ése es el hilo constante de doctrina y creencia, la certeza que Él tenía a pesar de lo que pudiera
acontecer entre sus amigos y enemigos mortales: "No me ha dejado solo [mi] Padre, porque yo hago
siempre lo que le agrada".
Y ahora: "Eli, Eli, ¿lama sabactani?... Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?".
Quisiera compartir algo que el élder Melvin J. Ballard escribió hace muchos años.
"Les pregunto: ¿Qué padre y madre puede escuchar el llanto de sus hijos en peligro... y no
prestarles ayuda? He oído de madres que, sin saber nadar, se han arrojado en arroyos impetuosos para
salvar a sus hijos de ahogarse, [he oído de padres] que han entrado en casas envueltas en llamas
[poniendo en peligro sus propias vidas] para rescatar a aquéllos a quienes amaban.
"No podemos escuchar esos llantos sin que nos lleguen al corazón... Él tenía el poder para
salvar, amaba a Su Hijo y podría haberlo salvado. Podría haberlo librado del insulto de las multitudes,
de la corona de espinas que le fue puesta en la cabeza, podría haberlo rescatado cuando el Hijo,
colgado entre dos ladrones, fue escarnecido al decirle: 'Sálvate a ti mismo y desciende de la cruz. A
otros salvó y a sí mismo no se puede salvar'. Tuvo que escuchar todo esto. Vio a ese Hijo condenado,
le vio llevar la cruz por las calles de Jerusalén y desmayar bajo su peso. Vio finalmente al Hijo sobre
el Calvario; vio Su cuerpo extendido sobre la cruz de madera; vio los malvados clavos atravesando
Sus manos y Sus pies, los golpes que desgarraban su piel, que le arrancaban la carne y que hacían
correr la sangre de la vida de Su Hijo [Unigénito]...
"Contempló con gran dolor y agonía cómo le hacían estas cosas a Su [Hijo] Amado, hasta que
parece haber llegado un momento en el que nuestro Salvador gritó de desesperación: 'Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has desamparado?'.
"Creo que en ese momento puedo ver a nuestro querido Padre tras el velo, contemplando estas
mortíferas dificultades... con Su gran corazón casi quebrantado por el amor que tenía hacia Su Hijo.
Oh, y en ese momento en que podría haber salvado a Su Hijo, le agradezco y alabo el que no nos
fallara... Me regocijo en que no interfiriera, en que Su amor por nosotros hiciera posible que
perseverara para contemplar los sufrimientos de Su [Unigénito] y nos entregara finalmente a nuestro
Salvador y Redentor. Sin Él, sin Su sacrificio, habríamos permanecido como estamos y nunca
seríamos glorificados en Su presencia...
"Esto es, en parte, lo que le costó a nuestro Padre Celestial dar el don de Su Hijo a los
hombres...
"Nuestro Dios es un Dios celoso; celoso de que [podamos llegar a] pasar por alto u olvidar
ligeramente el mayor de Sus dones para todos nosotros": la vida de Su hijo Primogénito (Melvin J.
Bailará, Crusader for Righteousness [Salt Lake City: Bookcraft, 1966], págs. 136-138).
Entonces, ¿cómo podemos asegurarnos de que nunca llegaremos a "pasar por alto u olvidar
ligeramente" el mayor don que nos ha dado?
Lo hacemos al mostrar el deseo de la remisión de nuestros pecados y nuestra gratitud eterna por
la más valiente de las oraciones: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lucas 23:34).

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Hacemos esto al embarcarnos en la obra de perdonar pecados.


" 'Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo' [nos manda Pablo]
(Gálatas 6:2). La ley de Cristo, la cual tenemos el deber de cumplir, consiste en llevar nuestra propia
cruz. La carga que debo llevar de mi hermano no es solamente su suerte [o su circunstancia] externa...
sino, más literalmente, su pecado. Y la única manera de llevar el pecado es perdonándole mediante el
poder de la cruz de Cristo que ahora [nosotros] compartimos. Por tanto, el llamado a seguir a Cristo es
siempre un llamado a embarcarse [en] la obra de perdonar a los hombres sus pecados. El perdón es el
sufrimiento de Cristo que todo cristiano tiene el deber de llevar" (Dietrich Bonhoeffer, The Cost of
Discipleship, segunda edición [Nueva York: Macmillan, 1959], pág. 100).
Seguramente la razón por la que Cristo dijo en la cruz, "Padre, perdónalos", fue que aun en
aquella hora de abandono y terrible dificultad a la que hacía frente, sabía que ése era el mensaje que
había venido a traer a través de toda la eternidad. Todo el significado y la majestuosidad de todas las
dispensaciones, de hecho todo el plan de salvación, se habría perdido si Él hubiese olvidado que no a
yesar de la injusticia, la brutalidad, la aspereza y la desobediencia, sino precisamente a causa de todo
ello había venido a conceder el perdón a toda la familia humana. Cualquiera puede ser agradable,
paciente y misericordioso en un día bueno. Un cristiano tiene que ser agradable, paciente y
misericordioso todos los días. Es el momento más puro de Su ministerio, tan perfecto en ejemplo
como doloroso de soportar.
¿Hay alguien que pueda necesitar el perdón? ¿Hay alguien en nuestro hogar, alguien de nuestra
familia, de nuestro vecindario que haya hecho algo injusto, despiadado o poco cristiano? Todos somos
culpables de tales transgresiones, así que seguro que hay alguien que necesita nuestro perdón.
Y por favor, no pregunten si es justo que el ofendido deba llevar la carga de perdonar al ofensor.
No pregunten si la "justicia" no demanda que sea al contrario. No, hagamos lo que hagamos, no
debemos pedir justicia. Sabemos que lo que debemos suplicar es la misericordia, y eso es lo que
debemos estar dispuestos a dar.
¿Podemos ver la trágica y definitiva ironía de no conceder a los demás aquello que nosotros
mismos necesitamos de manera tan desesperada? Quizás el acto de purificación más puro y sagrado
sería decirle a la cara a toda esa crueldad e injusticia que amamos aún más a nuestros enemigos y que
bendecimos a los que nos maldicen, que hacemos bien a los que nos odian y que oramos por los que
nos ultrajan y nos persiguen. Ése es el duro camino de la perfección.
Un maravilloso ministro religioso escocés escribió una vez:
"Ningún hombre que no perdone a su prójimo puede creer que Dios está dispuesto, e incluso
que desea, perdonarle a él... Si Dios dijera "te perdono" a un hombre que odie a su hermano y (aunque
es imposible) la voz del perdón llegara hasta dicho hombre, ¿qué sentido tendría para él? ¿Significaría
para él 'adelante, puedes seguir odiando, no me importa. Realmente te han provocado y tu odio es
justificado'? "No hay duda de que Dios toma en cuenta las equivocaciones y las provocaciones que
hayan existido, pero cuanta más provocación, cuanta más excusa podamos hallar para el odio, mayor
razón... para que el que odia [perdone y] sea librado del infierno de su [ira]" (George MacDonald, An
Anthology, ed. C. S. Lewis [Nueva York: Macmillan, 1947], págs. 6-7).
Recuerdo hace varios años ser testigo de un drama ocurrido en el aeropuerto de Salt Lake. En
aquel día en concreto bajaba yo de un avión y caminaba hacia la terminal, y era muy obvio que había
un misionero que regresaba a casa, porque todo el aeropuerto estaba atestado de amigos y familiares
del misionero.
Intenté descubrir quién era la familia del misionero. Había un padre que no parecía sentirse muy
cómodo dentro un traje de hechura un tanto extraña y ligeramente pasado de moda. Parecía ser un
hombre del campo, con la tez quemada por el sol y manos grandes y marcadas por el trabajo. La
camisa blanca estaba un poco desgastada y probablemente no se la ponía nunca, excepto los
domingos.
Había una madre bastante delgada, que tenía el aspecto de haber trabajado muy duro toda su
vida. Llevaba un pañuelo en la mano, el cual parecía que en un tiempo fuese de lino, pero que ahora
parecía hecho de papel, el cual estaba completamente deshilachado a causa de los nervios que sólo la

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madre de un ex misionero puede sentir.


Había una joven hermosa que, bueno, ya saben lo que pasa con las jóvenes y los misioneros que
regresan. Parecía que le iba a dar un paro cardíaco. Yo pensé que si el joven no venía pronto, ella no
podría aguantar más sin oxígeno.
Había dos o tres hermanas y hermanos pequeños corriendo por allí, sin importarles demasiado la
escena que estaba teniendo lugar.
Pasé de largo y me dirigí hacia la terminal y pensé para mí: "Éste es uno de los dramas humanos
especiales de nuestra vida. Quédate por aquí y disfrútalo". Así que me detuve y me deslicé por entre la
multitud para esperar y mirar. Los misioneros estaban comenzando a descender del avión.
Empecé a tratar de averiguar quién daría el primer paso. Pensé que probablemente la novia
tendría muchas ganas de darlo, pero era indudable que estaba luchando por ser discreta. Dos años es
mucho tiempo, y quizás uno no debiera parecer demasiado impaciente. Mas un vistazo al pañuelo me
convenció de que seguramente el primer paso lo daría la madre. Era obvio que necesitaba aferrarse a
algo, por lo que el hijo al que había llevado consigo y nutrido, y por el cual se había sacrificado tanto,
sería lo que realmente necesitaba. Puede que el primer paso lo diese el ruidoso hermanito, si tan sólo
levantara la vista durante el tiempo suficiente como para ver que el avión ya había llegado.
Mientras estaba allí sentado sopesando las posibilidades, vi al misionero descender por la
escalerilla. Supe que era él por el grito de la gente. Tenía la apariencia del capitán Moroni: aseado,
apuesto y firme. Sin duda alguna conocía el sacrificio que esta misión había supuesto para sus padres y
ello le había convertido exactamente en el misionero que parecía ser. Se había cortado el cabello para
el viaje de regreso a casa, el traje estaba gastado pero limpio y un abrigo ligeramente andrajoso
todavía le protegía del frío del que su madre le había advertido con frecuencia.
Llegó al final de los peldaños y comenzó a cruzar la pista hacia el edificio en que nos
encontrábamos; y para entonces, seguro que alguien no iba a aguantar más. No fue la madre, ni la
novia, ni el alborotado hermanito. Aquel padre grande y algo desgarbado, aquel tranquilo y bronceado
gigante de hombre, se llevó por delante a una azafata, se puso a correr hacia la pista y estrechó a su
hijo entre los brazos.
El oxígeno que habría necesitado la novia hubiera estado mejor dirigirlo ahora hacia el
misionero. Aquel gran oso que era el padre lo levantó del suelo y lo abrazó durante largo tiempo, sin
decir nada. El joven soltó su bolsa, echó los brazos alrededor de su padre y se dieron un fuerte abrazo.
Parecía como si toda la eternidad se hubiese detenido, y durante ese preciado momento, el aeropuerto
de Salt Lake fue el centro del universo. Era como si el mundo se hubiese callado en señal de respeto
por un momento tan sagrado.
Entonces pensé en Dios, el Padre Eterno, contemplando cómo Su Hijo salía a servir, a
sacrificarse cuando no tenía que hacerlo, a pagar a Su manera, por así decirlo, dando todo lo que había
estado ahorrando durante toda su vida. En ese preciado momento no resultó difícil imaginar a ese
padre hablando emocionado a quienes le escuchaban: "Éste es mi hijo amado, en quien tengo
complacencia". Y también era posible imaginar al triunfante hijo que regresaba, diciendo: "Está
terminado. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu".
Desconozco el tipo de botas de siete leguas que utiliza un padre para atravesar el espacio de la
eternidad, pero aun con lo limitado de mi imaginación puedo ver ese encuentro en los cielos, y es mi
oración que haya uno para ustedes y para mí. Oro por la reconciliación y el perdón, por la
misericordia, por el crecimiento y por el carácter cristiano que debemos desarrollar si vamos a
disfrutar plenamente de ese momento.
Asombro me da que para un hombre como yo, lleno de egoísmo, de transgresión, de intolerancia
e impaciencia, haya una oportunidad. Pero, si he oído correctamente las "buenas nuevas", sí hay una
oportunidad para mí, para ustedes y para todos los que estén dispuestos a mantener la esperanza, a
seguir intentándolo y a garantizar el mismo privilegio a los demás.
Me cuesta entender que quisiera Jesús bajar
Del trono divino para mi alma rescatar...
Comprendo que Él en la cruz se dejó clavar.

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COMO EN EL CIELO, ASÍ TAMBIÉN EN LA TIERRA

Pagó mi rescate; no lo podré olvidar.


Por siempre jamás al Señor agradeceré;
Mi vida y cuanto yo tengo a él daré...
Cuán asombroso es lo que dio por mí.

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