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Un analizante

que dice leer


en Nietzsche
Marcelo Percia

En: Actas de las Jornadas Nietzsche


“Nietzsche, entrecruzamientos culturales”
Buenos Aires, 1998
Me interesa en su escritura la desgarradura. La convicción de que
cualquier certeza puede volverlo loco. Trabaja en su pensamiento para
librarse de un sí mismo que habla el lenguaje de la culpa, el pesimismo,
la opresión moral, el repudio del cuerpo. Me hago la pregunta que
Nietzsche se formula sobre Shakespeare: ¿cuánto tiene que haber
sufrido para poder escribir así?

Me cuenta un analizante que no puede abismarse en lo que se


escucha decir. Aunque, a veces, una extraña lucidez lo golpea en la
cabeza, en el estómago, en los ojos, y siente crecer orejas en sus pala-
bras.

Tal vez lo profundo no sea algo que se extiende hacia abajo, una
hondura del alma, un fondo, una cavidad interior en la que hacen pie
nuestras sombras. Quizá lo profundo sea un instante. La ilusión de ese
instante. Un estado de intensidad en el que se hace escuchar algo que
en seguida se rompe. Nietzsche se jacta de tener antenas para palpar lo
invisible y aletas de pez para andar ligero sobre la superficie de las
cosas.

Me cuenta un analizante que, de pronto, advierte una inesperada


rugosidad en una palabra. Es una sensación en la boca y en el aire. O
que siente que la lengua se le parte y que por la hendidura sale un
pensamiento, a medio vestir, que le habla dividido.

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Me dice que siente que Nietzsche trata de hablar, hablar, hablar,
hasta vaciarse de pensamientos. Un punto impreciso en el que las
imágenes arden y las palabras hacen silencio.

No piensa que el análisis sea cosa exclusiva de consultorios. Me


dice que, por momentos, Nietzsche parece un analizante. Me explica
que no espera sólo curarse con palabras. No cree que hablar y ser
escuchado siempre consuele, calme u ofrezca mejoría. A veces el verbo
parece un impulso que patalea en el vacío. Dice que al hablar se libra
de sí mismo y se encuentra. Escucha algo que quiere y que no quiere,
que sabe y que no sabe, que entiende y que no entiende. Me dice que en
ese arco vacilante, sin embargo, se decide y se afirma. No sabe explicar
por qué.

Nietzsche hace de su dolor una aventura personal. En el prefacio


de La gaya ciencia declara la gratitud de un convaleciente que encuen-
tra, por fin, su curación. Una curación hecha de ideas que no rechazan
el dolor.

Me cuenta un analizante que se siente peleado con la expresión.


No sabe cómo decir lo que le pasa. Incluso, mientras lo está diciendo,
estima que no sabe cómo hacerlo o que no termina de lograrlo. Habla
como si aguardara una palabra plena. Como si deseara una desnudez
completa. A veces, cree satisfacerse con una forma, con una anécdota,
con la ilusión de un entendimiento. Otras, quiere romper algo, saltar
una ciénaga, arrancarse la piel.

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Dice que Nietzsche se salva a sí mismo. Como en la escena del ba-
rón de Münchausen, cuando está a punto de hundirse en un pantano,
se rescata tirándose de los pelos con su propia mano. Aunque, Nietzs-
che, no olvida que esa mano que (por pereza) llamamos propia res-
ponde, también, a los otros y al azar, a la sociedad y al universo.1

Dice leer en Nietzsche la canción más solitaria que se ha escrito.


Imagina una habitación bajo la que se extiende una hermosa vista de
Roma. Es la primavera de 1883. Frente a la piazza Barberini. Me pide
que escuche murmurar ese canto: “Es de noche: a esta hora cantan su
canción todas la fuentes. También mi alma es una fuente que canta. Es
de noche: es la hora en que se elevan todas las canciones de amor. Y mi
alma es también una canción de amor. Hay en mi alma algo insatisfe-
cho, algo que no se satisfará nunca; y esto es lo que canta. Hay en mí
un anhelo de amor, que habla el lenguaje del amor.” 2

Me cuenta un analizante que probó leer ese fragmento antes de


dormirse con la esperanza de curarse del vacío y prevenir el insomnio.
Le parece que Nietzsche sabe que no conviene sumar rencor a la
soledad. Me dice que su alma, sola, se lamenta y maltrata. No soporta
entrar en la noche sin el amor de una mujer. Me pregunta si es posible
curarse de la falta de ese amor.

1 Me dice que Nietzsche alude a este mismo cuento para discutir con los que sostienen
que todo depende de la propia voluntad. Pero que, en seguida, previene de lo contrario:
el fatalismo de la determinación, el lamento de las voluntades débiles. Más allá del bien
y del mal, 21.
2Me aclara que prefiere leer este texto de La canción de la noche en la versión de
Eduardo Ovejero y Maury. Así habló Zaratustra. Aguilar, 1974. Buenos Aires.

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Dice leer en Nietzsche que la enfermedad es destierro y es desier-
to. Un lugar en el que no brota nada. Prematuro secado del alma. Caída
en un vacío, en un agotamiento, en una incredulidad. Tiranía del dolor
y suplicio del orgullo que rechaza las consecuencias de ese dolor. Dice
leer en Nietzsche3 (bajo la pregunta ¿Dónde están los médicos del
alma?.) que la peor enfermedad de las personas proviene de los modos
de luchar contra la enfermedad. Entiende que las culpas y autorrepro-
ches del enfermo añaden otro dolor, quizá más cruel, al dolor. Propone
tranquilizar la imaginación del enfermo, para que, al menos, no sufra
de pensamientos sobrantes. Le parece recordar que exclama: ¡cuántas
crueldades innecesarias, cuántos martirios producen las religiones que
inventaron el pecado!

Me cuenta un analizante que no quiere regodearse en la aflicción.


Teme relamerse en la desdicha. Siente, en ocasiones, que otra alma se
frota las manos en su pesar o que un doble contento habita en su
desgracia. Incluso se da cuenta que los mismos pensamientos que se
levantan contra la injusticia de su vida lastimada, al cabo, también, se
inclinan complacientes.

Con Nietzsche la angustia se pone a filosofar. No repara en sepa-


raciones. No hace caso de fronteras o divisiones entre cuerpo y alma, o
entre alma, cuerpo y pensamiento. Dice leer en Nietzsche4 que no
somos ranas pensantes. Aparatos objetivos o máquinas registradoras
con las entrañas congeladas. Dice que parimos ideas con dolor. Que los

3 Aurora 52, 53, 54.


4 La gaya ciencia, prefacio mencionado.

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pensamientos se hacen de nosotros mismos: con nuestra sangre,
nuestro corazón, nuestro fuego, nuestra alegría, nuestra pasión,
nuestro tormento, nuestra conciencia, nuestra fatalidad. Que la vida
consiste en transformar todo lo que somos y todo lo que nos toca en
claridad y en llama. Que un gran dolor, lento y perezoso, en el que nos
consumimos como leños verdes, nos obliga a descender hasta nuestras
últimas profundidades. A desprendernos de la ilusión de un bienestar
puro. Incluso cree recordar que Nietzsche dice: “Dudo mucho de que
semejante dolor nos haga mejores, pero sé que nos hace más profun-
dos”.

Dice leer en Nietzsche que el dolor despierta a la bestia glotona.


Que la felicidad es una espera que viaja sin olvidar que más allá del
horizonte está la muerte.5

Me cuenta un analizante que la angustia hace del dolor una resi-


dencia indiscriminada e infinita. Confiesa que, a veces, se siente harto.
Cansado de oír, una y mil veces, lo mismo. Relata un sueño en el que
Nietzsche vocifera que es amarga la obstinación que no logra despren-
derse de lo que no quiere escuchar.

Dice encontrar en Nietzsche un mensaje en el uso de la palabra


quizá. Me hace escuchar un fragmento tal como lo recuerda en ese
momento: “Dispuesta está la barca. Quizá, navegando hacia la otra

5 Me propone que busque en la traducción de Ecce homo de Andrés Sánchez Pascual


esta cita: “La enfermedad me proporcionó asimismo un derecho a dar toda la vuelta a
mis hábitos: me permitió olvidar, me ordenó olvidar; me hizo el regalo de obligarme a
la quietud, al ocio, a esperar, a ser paciente...”.

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orilla, se vaya hacia la gran nada. Pero, ¿quién quiere aventurarse en
ese quizá? ¡Nadie quiere subirse en la barca de la muerte!”.6. Me dice
que, en la vida, aventurarse al quizá, tal vez, es desafiar el propio
miedo, el propio cansancio. Y menciona otro lugar7 en el que dice leer
que conviene dudar de todas las cosas. Que lo bueno y lo malo nos
habita entreverado en un mundo en el que vacilan las identidades. Y,
que por eso, no se puede hacer otra cosa que transitar por el peligroso
quizá.

Me cuenta un analizante que no sabe cuándo comenzó con el ad-


verbio de la duda. Al principio lo hizo por pudor o vergüenza. Una
manera de afirmar algo simulando la posibilidad de otras razones. Una
fórmula de cortesía para no desestimar de entrada la opinión ajena.
Con el tiempo, el quizá, se trasformó en un vicio del habla. Una muleti-
lla. Me aclara (por si pensara en decírselo) que reconoce que, en él, ese
automatismo dudoso es un disfraz. Un modo de evitar el peligro. Un
gesto para protegerse del desamparo.

Un analizante me cuenta que vive convaleciente. Relata, justa-


mente, un episodio el que Zaratustra salta de su lecho como loco. Grita,
se grita. Hace gestos como si en su cama, todavía, su cuerpo se negara a
levantarse o no tuviera fuerzas. Se demanda, espera, no sabe cómo
escuchar un pensamiento abismal que surge de las profundidades de
su ser.

6Me aclara que volverá a leer el punto 17 De las tablas viejas y nuevas, en Así habló
Zaratustra para revisar si omite algo en la cita.
7 Más allá del bien y del mal, 2.

8
Me dice que sus taras neuróticas (esos nudos en los que trama sus
dominios la angustia) son, también, preguntas para su vida. Incluso
sabe que sus síntomas engordan con la creencia de que, gracias a ellos,
se protege de algo peor. Dice que le cuesta creer que esas extrañezas,
que tanto lo hacen sufrir, le pertenezcan.

Recuerda que Zaratustra se dice en “El convaleciente”, como si


hablara con otro dormido, que es el momento de despertar. Destaparse
los oídos y desatar su posibilidad de entendimiento. Necesita oírse.
Siente que un abismo habla en él. Está dispuesto a girar con todas sus
sombras hasta dar con ese murmullo oscuro en el que arden las
palabras deseosas de ser escuchadas.

Cuenta un analizante que Lautréamont camina sobre las aguas.


Me lee un canto que imagina hubiera gustado a Nietzsche: “Viejo
océano, los hombres, pese a la excelencia de sus métodos, todavía no
han logrado, con ayuda de los procedimientos de investigación de la
ciencia, medir la profundidad vertiginosa de tus abismos, algunos de
los cuales hasta las sondas más largas y pesadas han reconocido
inaccesibles. A los peces... les está permitido; no ha los hombres.
Muchas veces me he preguntado si será más fácil de reconocer la
profundidad del océano que la profundidad del corazón humano”.

Me dice un analizante que, tal vez, abismarse sea confiarse al


hablar de las palabras. Que las palabras hablan diferentes en distintas
lenguas y en distintos oídos. Piensa al psicoanálisis como un ensayis-
mo de un hablante que tienta diferencias. Un hablante que vive en la

9
tentación de sentirse otro y, a la vez, intenta hospedarse siendo extran-
jero.8 Me aclara lo que sigue: “A veces, cuando me escucho contar mis
historias de dolor, la corriente del habla me arrastra hasta arrojarme
en otra orilla. En el trayecto, no sé bien por qué, algo se suelta. Enton-
ces siento que una intensidad flotante prueba hablar entre las cosas.”

Dice encontrar en Nietzsche un elogio de las palabras pronuncia-


das para otro. Cree entender que cuando el hablar hace escuchar su
potencia, el desierto del mundo se extiende como un jardín.9

Me cuenta un analizante que, a pesar de todo, tiene la ilusión de


que se puede curar, salvar de lo ingobernable, de lo incontrolable, de
su fogosa fragilidad de domador de fieras. Conjetura que los accidentes
sexuales que sufre desde la adolescencia son anuncios prematuros de
la presencia de la muerte en su vida. Dice: “muerte de una posibilidad,
torcedura de un deseo, incendio en la sala de proyecciones”. Piensa que
la muerte habla el lenguaje de las imperfecciones. Sugiero que la
angustia es una sombra que busca un cuerpo. Me pregunta de dónde le
viene su sombra de angustia. (Me digo, ahora mientras escribo, que no
sé de dónde vienen esas sombras). Concluye que su cuerpo nace a la

8 Para que entienda lo que dice encontrar en Nietzsche me acerca esta cita: “Un nuevo
género de filósofos está apareciendo en el horizonte: yo me atrevo a bautizarlos con un
nombre no exento de peligros. Tal como yo los adivino, tal como ellos se dejan adivinar
–pues forma parte de su naturaleza el querer seguir siendo enigmas en un punto–, esos
filósofos del futuro podrían ser llamados, acaso también sin razón, tentadores. Este
nombre mismo es, en última instancia, sólo una tentativa y, si se quiere, una tentación”.
Más allá del bien y del mal, 42. Traducción de Andrés Sánchez Pascual. Alianza
Editorial. Madrid, 1997.
9 “El convaleciente”, en Así habló Zaratustra.

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vida besado por una angustia y que, a veces, esa sombra anda con los
dientes afilados.

Encuentra este fragmento en Nietzsche “Qué agradable es que


existan palabras y sonidos: ¿palabras y sonidos no son acaso arcos iris
y puentes ilusorios tendidos entre lo eternamente separado?”.10. Me
dice que gusta imaginar esos puentes tendidos entre distancias que no
se acortan, entre orillas que no se tocan, entre vecindades que nunca se
alcanzan.

Me cuenta un analizante que cuando se escucha hablar tiene la


sensación de un relato agujereado. Siente su historia comida por las
polillas. Tirado sobre el diván pone en marcha un reflejo de hilador:
une hilachas o las estira, hasta que las palabras tropiezan o se enredan.
Piensa que cuando pierde el hilo, tal vez, comienza la sesión.

Me pregunta: “¿Sabe cuál es la diferencia entre verdad y mentira?”


Responde: “la mentira es una verdad a la que se le nota el velo”.

Dice leer en Nietzsche una advertencia sobre lo que parece


próximo. “A cada alma le pertenece un mundo distinto; para cada alma
es toda otra alma un trasmundo. Entre las cosas más semejantes es

10“El convaleciente”, en Así habló Zaratustra. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.


Alianza Editorial, Madrid, 1997.

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precisamente donde la ilusión miente del modo más hermoso; pues el
abismo más pequeño es más difícil de salvar”.11

Me cuenta un analizante que le duelen las mordeduras familiares.


Sufre cuando la comunicación estalla en su casa, y todos (incluso él
mismo) parecen bestias desconocidas. Se pregunta por qué el entendi-
miento siempre anda en la cornisa. Recuerda una imagen de Magritte,
cree que el cuadro se llama Los amantes. Una pareja trata de besarse
con sus cabezas envueltas en dos gruesas telas blancas. Es imposible
que esos labios se toquen y, sin embargo, se besan.

Dice encontrar en Nietzsche un modo de hablar que puede curar-


nos del mundo. “¿No se les han regalado acaso a las cosas nombres y
sonidos para que el hombre se reconforte en las cosas? Una hermosa
locura, eso es hablar. Por ella bailamos por encima de todas las co-
sas”.12

Me cuenta un analizante que cuando no toma en serio sus pala-


bras, ni persigue la última razón, ni busca trasparencias en su desgra-
cia, o cuando se abandona a lo que está por venir sin la impaciencia
por decirlo todo; entonces comienza a hablar un idioma extranjero que
escucha sin entender. Un hablar desprendido de la comprensión y de la
experiencia. Un hablar incompleto, incluso incoherente y desarticula-
do. Un hablar errático que traza su recorrido (como un segmento que

11 “El convaleciente”, en Así habló Zaratustra, trad. cit.


12Me advierte que se permite un cambio, en esta cita, también de “El convaleciente”,
respecto a la versión de Andrés Sánchez Pascual.

12
ni siquiera es un segmento) en el infinito hablante que es su pequeño
mundo.

Dice leer en Nietzsche13 que trata de comunicar estados y tensio-


nes, por medio de signos y de ritmos de esos signos. Dice que encuen-
tra multiplicidad de estados en él, pero aclara que no cree en la comu-
nicación en sí. La expresión no se realiza si otros oídos faltan a la cita.

Me cuenta un analizante que a veces se escucha hablar con una


insistencia monótona y boba. Como el tráfico de una avenida que
reitera los mismos embotellamientos. Dice que no cree en la palabra
sola, ni en la autonomía del hablar. Me explica que su análisis comien-
za como un relato para otro, aunque después, mucho después, termina
por aceptar que ese otro que nunca se alcanza vive en él mismo.14

Dice leer en Nietzsche15 que si fuera supersticioso diría que en


estado de inspiración es encarnación, instrumento sonoro o médium
de fuerzas poderosas. Apela a la idea de revelación para explicar que,
de repente, algo, con indecible seguridad y precisión, se hace ver y oír.
Dice que ese arrebato lo conmueve y lo trastorna. Escucha llegar lo que
no busca, recibe lo que no sabe quién da. Un pensamiento, que se
piensa en él, resplandece ajeno como un rayo que no vacila. A veces, en

13 En Ecce homo.
14Antes de retirarse lee un fragmento que está en “Del espíritu de la pesadez”, de la
versión mencionada de Así habló Zaratustra. Dice: “El hombre es difícil de descubrir, y
descubrirse uno a sí mismo es lo más difícil de todo; a menudo el espíritu miente a
propósito del alma”.
15 En Ecce homo.

13
esa tremenda tensión, se desata un torrente de lágrimas y llora como si
muchos, otros, lloraran en él. Tiene la conciencia de infinitos estreme-
cimientos que le llegan hasta los dedos de los pies. Se siente rociado
por un abismo de felicidad no exento de dolor y de sombras. Dice que
ese estar–fuera–de–sí acontece de manera involuntaria. Como si se
desatara una tormenta de sentimientos en la que los cuerpos y las
almas se mezclan.

Me dice que cualquier psicoanalista estaría encantado con ese tex-


to. Quizá por el orgullo de encontrar la idea de inconsciente haciéndo-
se anunciar. A su criterio Nietzsche sabe caminar con los pies bien
apoyados sobre un piso que no es firme. Incluso su estado de inspira-
ción sabe convivir con la soledad, el vacío, la angustia.

Me cuenta un analizante que la locura impulsiva le viene cuando


algo hace tambalear el orden con que cree sostener su vida. Un cambio
imprevisto, un agujero en el día, un desarreglo, una distracción que lo
golpea, un recuerdo, una añoranza. Como si, en su abarrotada ciudad,
ocurriera un apagón y sus habitantes se lanzaran, como criaturas
desesperadas, unos sobre otros. O como si otro corazón, junto a su
corazón, latiera acelerado y fuera de control. Me dice que su locura
impulsiva arrastra excitación, y que la excitación funde su fuerza en el
impulso, y que, entonces, el impulso renovado arrastra más excitación,
y que así (más o menos, según cree) crece en él un muñeco ingoberna-
do. Me explica que en pleno ataque impulsivo llegan sus ingenieros con
volquetes llenos. Se proponen, si los cálculos no fallan, tapar el boquete
e incluso sostener un edificio sobre ese vacío. Pero los cálculos fallan y

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después de la locura consumada, reaparece la sombra de la angustia. Y
la conciencia, otra vez, no sabe qué hacer con ese abismo.

Me cuenta un analizante que el psicoanálisis tampoco sabe. Dice


que imagina el diálogo psicoanalítico como uno que no entiende y
quiere entender; que no sabe y quiere saber, que no puede y quiere
poder; y otro que no entiende, que no sabe, no puede y, sin embargo,
no desespera.

Me entrega, antes de partir, un glosario (de sólo tres palabras)


que dice leer en Nietzsche. Singularidad.: huella evanescente en el alma.
Alma.: invención para imaginar la superficie ofrecida a una huella
evanescente. Superficie.: licencia literaria para soportar la instantánea
marca de lo inefable.

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