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VI
José Marín R.
La verdad es que buscar una fecha precisa es irrelevante frente a lo que realmente
sucedió: un proceso gradual de cambio, sin alteraciones bruscas, y con matices
distintivos según el lugar y la época que se estudie. Durante este proceso no es
posible hablar de una ruptura total entre el Mundo Antiguo y la Edad Media, ya
que ésta conservó buena parte del legado de aquél, y tampoco de una continuidad
total, puesto que, a pesar de las permanencias, hubo cambios importantes y
significativos. Por ejemplo, la lengua latina puede ser un factor de continuidad,
pero el latín medieval sufrió cambios semánticos y fonológicos -entre otros-, que lo
distinguen claramente, y tales cambios no son sino una expresión de un proceso a
mayor escala, y que abarca desde el campo institucional hasta el nivel de las
mentalidades. Ni ruptura ni cambio, sino encuentro fecundo de tradiciones
culturales diversas que, en ciertas concepciones fundamentales, están en una
verdadera consonancia histórica, lo que permite que el proceso de cambio sea
paulatino y provechoso, y no violento y destructivo. En el fin del Mundo Antiguo
está la simiente del Mundo Medieval.
LA CRISIS DEL IMPERIO ROMANO
a. Visión de Conjunto
b. El Cristianismo y el Imperio
a. VISIÓN DE CONJUNTO
Entre los siglos III y V, el Imperio Romano, que había llevado sus conquistas desde
las Columnas de Hércules hasta los ríos Tigris y Eufrates y, en sentido norte-sur,
desde los ríos Rhin y Danubio hasta el norte de África, convirtiendo al Mar
Mediterráneo en un "lago romano", entró en un período de agudas crisis que,
finalmente, llevaron a su decadencia y caída. Conviene que nos detengamos un
momento en el tema de la crisis del Mundo Antiguo, puesto que es una crisis
originante, de manera que el fin es, al mismo tiempo, un comienzo, gracias a la
lucidez de los protagonistas de aquella época, que supieron rescatar lo mejor del
mundo que terminaba para fundar otro. Como sabemos, las crisis en sí no son
negativas, si se encuentran las respuestas históricas apropiadas; no obstante,
cuando ello no ocurre, se acumula una crisis detrás de otra, agravando cada vez
más la situación, llevando finalmente al colapso. Eso fue lo que, de una u otra
manera, aconteció con el Imperio Romano.
La crisis de Roma puede ser catalogada como una crisis total, por cuanto abarcó
prácticamente todos los niveles de existencia histórica. El fin del expansionismo
romano, por ejemplo, afectará a distintos ámbitos del Imperio; de algún modo,
significaba pasar del plano del ideal -la conquista del mundo, dada la vocación
universal de Roma-, al de la realidad -no es posible continuar expandiéndose más
allá de las fronteras, estabilizadas desde el s. III- y al de la ficción -esto es, se sigue
actuando como si el ideal ecuménico continuase vigente-. Sin conquistas, ya no
habrá botín, y, en consecuencia, faltará una importante fuente de recursos para el
estado así como un incentivo para el ejército. Éste, por su parte, no contaba con el
número suficiente de efectivos para defender las extensas fronteras, lo que obligó a
contratar bárbaros, especialmente germanos, tantos que, para el siglo IV, miles
(soldado) era sinónimo de bárbaro. Además, el ejército no estaba en buenas
condiciones para hacer frente a las acometidas -cada vez más numerosas- de los
bárbaros en las fronteras: a la indisciplina y falta de recursos y entrenamiento, hay
que agregar el hecho de que no se hicieron las innovaciones técnicas adecuadas
para enfrentar a los enemigos externos del Imperio. Contrasta este hieratismo
romano con el caso del Imperio Chino en el siglo II a.C., cuando, enfrentado a la
amenaza de los Hiung-nu (antepasados de los hunos), caballeros armados, se
cambió la táctica de guerra adoptando el sistema de caballería y repeliendo así en
forma exitosa a las hordas bárbaras. Roma, no obstante, siguió confiando en la
legión que había hecho grande al Imperio. Un ejército gravoso y poco efectivo
implicará que el imperio no es capaz de garantizar la paz dentro de sus fronteras,
lo que genera una inseguridad generalizada; algunos hombres poderosos
contratarán, en consecuencia, mercenarios a su servicio, los buccellarii, situación
anómala y que combatirá el Imperio -puesto que no se puede aceptar la existencia
de ejércitos privados dentro del estado-, aunque finalmente sin éxito.
Esto último, la crisis y decaimiento del espíritu militar, estará, pues, en directa
relación con el debilitamiento del espíritu cívico, público, que lleva a que la
ciudadanía ya no considere los cargos públicos como un honor sino como una
pesada carga. Un ejemplo es el de los curiales, funcionarios encargados de
recaudar los impuestos; una ley del año 396 prohibía a los curiales abandonar sus
puestos, por mostrarse impíos hacia la patria. Para evitar que los funcionarios o
los soldados dejasen sus puestos, el Imperio aplicó un sistema de fijación social: las
personas debían permanecer en sus ocupaciones y en sus lugares de nacimiento de
por vida, lo mismo que sus hijos. Ello implicaba, no obstante, una pérdida de
libertad del hombre, no ya un ciudadano, sino un súbdito de la Majestad Imperial.
Ésta, influida por las formas políticas orientales, especialmente de Persia, había
entrado en un proceso de absolutización y sacralización del poder, proceso que
alcanzará una acabada expresión con Diocleciano (284-305), emperador que aplicó
una serie de reformas que vinieron a dar un respiro a la agotada maquinaria
imperial; sin embargo, se trataba de medidas de alcance solamente temporal, que
no servirán para salvar Roma, aunque algunas de las reformas tendrán una
amplia repercusión en tiempos posteriores. Es, pues, con este emperador, que el
Imperio se convierte en una suerte de Monarquía Absoluta, en la cual el
emperador es un dios, cuya palabra tiene fuerza de ley, ante el cual hay que hacer
una profunda reverencia hasta caer postrado, llamada proskynesis; el culto
imperial se transforma en religión oficial del estado; es la época del Dominado,
porque el emperador es el "señor" (dominus). Entre otras medidas tomadas por
Diocleciano podemos nombrar la reforma monetaria, orientada a detener el
proceso inflacionario, la heredabilidad obligatoria de los oficios, el famoso Edicto
de Precios Máximos para combatir la carestía y la inflación, la descentralización de
la administración con el sistema de la Tetrarquía.
Característico de esta época es, pues, el desequilibrio, entre la resistencia del limes
(frontera) y la presión de los bárbaros, entre el costo de la guerra y los recursos del
Imperio, entre producción y consumo, entre la atracción de la ciudad y la del
ámbito rural, entre la autoridad senatorial y la imperial, etc.
Además, se irá acentuando cada vez más la diferencia entre la Parte Occidental y
la Oriental del Imperio, ya dividido desde el año 395, a la muerte del emperador
Teodosio el Grande (379-395). El Occidente, eminentemente latino, empobrecido,
ruralizado, contrasta con el Oriente, esencialmente helénico, rico, con una
economía monetaria sólida, de carácter urbano y mejor defendido. A la larga, será
precisamente el Imperio Romano de Oriente el que logrará sobreponerse a las
adversidades, prolongando la historia de Roma por todo un milenio: es lo que
conocemos como Imperio Bizantino o Imperio Griego Medieval, que sólo caerá en
manos de los turcos en 1453. Occidente, agobiado por los problemas, morirá en 476
de enfermedad interna -algunos de cuyos síntomas hemos explicado brevemente-;
las invasiones bárbaras jugaron un rol importante en el proceso, es cierto, pero no
lo explican por completo.
b. EL CRISTIANISMO Y EL IMPERIO
No obstante la grave situación de Roma, en su seno anidaban fuerzas capaces de
sobrevivir al colapso y, aún más, proyectarse como pilares fundamentales del
mundo que surgiría de las ruinas de la Antigüedad. La lengua latina y la poderosa
cultura que traía aparejada, el sentido jurídico de la existencia y el orden que
descansa sobre él, son rasgos sobresalientes de la Civilización Grecorromana que
encontraremos también en la época Medieval. Pero será en el plano espiritual
donde se operarán transformaciones capaces de cambiar por completo el sentido
de la existencia.
De las otras innovaciones llevadas a cabo por Constantino, hay que recordar, por
una parte, la reforma monetaria con la creación del solidus, moneda de oro de 4,55
grs. y que dará un pequeño respiro a la alicaída economía imperial. Pero será en la
parte oriental del Imperio donde esta reforma tendrá una más amplia repercusión:
durante más de ocho siglos, hasta fines del siglo XI -hecho inédito en la historia-,
esta moneda mantedrá su valor como instrumento de cambio, llegando a ser
llamada por historiadores contemporáneos, el "dólar bizantino". Y esto nos lleva a
la otra medida exitosa tomada por el citado emperador, la creación de la Nueva
Roma, llamada Constantinopla en honor a su fundador, establecida en el sitio que
ocupaba la antigua Bizancio, y llamada a ser capital de uno de los imperios más
originales de la historia, el Imperio Bizantino, y cuya vida se prolongó por 1123
años, desde el 330 hasta 1453. Es interesante hacer notar que, justo en el momento
en que la Iglesia Católica es reconocida y, por tanto, adquiere importancia la
ciudad de Roma como sede del Sumo Pontífice, Constantino toma la decisión de
trasladarse a una nueva capital del Imperio, Constantinopla, lo que constituye la
promoción política, militar y económica del Oriente; no obstante, la Iglesia de
Roma se verá a la larga beneficiada al estar lejos de un poder que habría podido
intentar controlarla y someterla -como a veces sucedió en el Imperio Bizantino-,
esto es, Occidente ganaba en libertad frente al Oriente, que mantendría una rígida
organización heredada de la institucionalidad del Bajo Imperio. En este caso,
estamos frente a la promoción sacral de Roma. Se ha dicho muchas veces que el
emperador quiso fundar una nueva capital enteramente cristiana desde sus
cimientos, cuestión dudosa, al menos dadas las evidencias históricas, especialmente
arqueológicas (existencia de templos paganos en época temprana); es más real ver
en tal decisión el ponderado análisis del político que comprendió, primero, la
ubicación privilegiada de Bizancio, a medio camino entre Oriente y Occidente y
controlando también las rutas entre el Mediterráneo Oriental, el Mar Negro y la
estepa rusa, como también su fácil defensa frente a las acometidas bárbaras, al
mismo tiempo que la sólida situación política, social, económica y militar de la
Pars Orientalis del Imperio Romano.
José Marín R.
La tensión entre Civilización y Barbarie, entre centro -donde transcurre y se hace
la Historia- y periferia -al margen de la corriente histórica-, acompaña al mundo
romano desde su misma formación; de hecho, la obra histórica de Roma se realiza
históricamente sobre territorio bárbaro, el cual es incorporado mediante la
Romanización, esto es, la integración al ser histórico latino. Así será, al menos,
hasta el momento en que el Imperio no pueda continuar su expansión, cosa que
ocurre en el s. III como ya dijimos. El contacto con la barbarie, pues, constituye un
problema secular de Roma y, en cierta manera, consustancial a su historia; por
tanto, no debemos considerar las llamadas "invasiones" de los siglos cuarto y
quinto como un capítulo aislado, y menos como un hecho sin precedentes.
a. Barbarie Interna
a. BARBARIE INTERNA
No sólo hay que tener en cuenta la barbarie externa, sino tamnbién la interna, tal
vez de una presencia histórica menos llamativa, pero no despreciable, toda vez que
contribuye a explicar la idea del "encuentro de tradiciones". En efecto, podemos
hablar en el Bajo Imperio Romano de una "barbarie soterrada", latente,
especialmente en las provincias y que se hace sentir en la medida que el poder
central decae, manifestándose como un retroceso de la Romanidad. Es el caso, por
ejemplo, de las Galias en los siglos IV y V, desde la época de Juliano (361-363)
hasta los inicios del Reino Visigodo de Aquitania (418), o el de las provincias
africanas cuya población presencia, dada la ruptura de las comunicaciones y el
aislamiento, un rebrote de berberismo y nomadismo. El repliegue de la vida
urbana frente a la creciente ruralización de la sociedad, puede entenderse en la
misma óptica. Se puede decir que el retroceso de la Civilización implica un retorno
a los orígenes, al espíritu privado y primitivo. Veíamos este fenómeno en el caso de
los ejércitos privados; podemos agregar ahora la "barbarie soterrada", la
ruralización, la regresión económica, e incluso el Derecho llamado "vulgar", de
carácter localista, provincial, casuístico y que apela a la costumbre.
También en el arte se observarán cambios que dicen relación con este proceso; la
aparición del "arte plebeyo", marginal en sus orígenes pero expresión ya de un
"nuevo gusto" en los siglos III y IV, un arte no oficial sino privado, se
caracterizará por alejarse de las formas "clásicas", recurriendo a soluciones
estéticas como la frontalidad rigurosa y selectiva, proporciones jerarquizadas (los
elementos o personajes más importantes de la obra son más grandes que el resto,
una "aparente" desproporción), la "desrealización" temporal y espacial,
representación de escenas de la vida cotidiana, lenguaje simbólico y abstracción.
Todas estas son, así, acarcterísticas del primitivismo interior que emerge y que nos
dice que había ciertos niveles en que romanos y bárbaros, los de fuera del limes,
podrían llegar a un entendimiento, esto es, a encontrarse culturalmente. De hecho
este mundo romanop parece estar más cerca, o anunciarla, de la Edad Media que
de la época clásica.
Los germanos -indoeuropeos como los latinos-, que hoy vemos como una gran
comunidad lingüística y étnica, estaban formados en realidad por una gran
cantidad de pueblos, y nunca se reconocieron como una unidad o llegaron a formar
una surte de confederación. Anglos, jutos y sajones en la actual Dinamarca,
visigodos y ostrogodos, al norte del río Danubio, suevos y vándalos, al este del Rhin
superior, o francos al oriente del Rhin inferior, comparten rasgos esenciales, pero
también poseían peculiaridades que, de una u otra manera, marcarán su vida
histórica cuando se funden los primeros reinos romano-germánicos. La mejor
fuente que poseemos para conocer a los germanos en su estadio primitivo es la
Germania, pequeño opúsculo escrito por Tácito hacia el año 98 d.C. Nos habla este
autor de pueblos de vida agrícola y pastoril, con una economía natural, de vida
seminomádica y de un carácter fundamentalmente guerrero, como que toda su
organización se basa en la actividad bélica. Tácito describe una institución, notable
por sus repercusiones históricas, propia de los germanos, y que llama comitatus,
que podemos traducir como "comitiva", entendida como el grupo de hombres que
"acompañan". Dice el autor latino que, cuando los jóvenes de una tribu han
alcanzado la pubertad, se les hace entrega de las armas, después de los cual cada
uno elige libremente a un caudillo o príncipe renombrado (por sus méritos o su
estirpe), para militar junto a él jurándole fidelidad y lealtad. El valor en el
combate distinguirá a los guerreros: los más destacados estarán más cerca del jefe,
lo que implicaba una gran emulación entre los miembros de la banda guerrera.
Estamos, así, frente a una organización de ejércitos privados donde la fidelidad, el
honor, la valentía, son valores esenciales; una sociedad "heroica". Andando el
tiempo, y con diversas transformaciones e influencias, veremos en el caudillo o
príoncipe al señor feudal, al vasallo en sus guerreros, y el juramento de fidelidad
tomará forma del homenaje feudal.
También nos dice Tácito que los germanos componían cánticos a modo de
memorias y anales, en los cuales se ensalzaban las gestas de los héroes míticos e
históricos del pueblo, como nos relata también Jordanes. Dicho de otra manera, los
germanos tenían una poesía épica; no conocemos sin embargo sus cantos
primitivos, pero gracias a testimonios posteriores -San Isidoro de Sevilla en el s.
VII o Eginhardo en el IX, por ejemplo-, sabemos que durante la Edad Media se
siguió cultivando esta tradición poética, hasta llegar a su culminación en los siglos
XII y XIII con el Poema de Mío Cid y la Chanson de Roland. No se puede negar la
influencia que tuvo la épica clásica antigua y el espíritu cristiano que le fue
incorporado, pero tampoco se puede hacer caso omiso de las profundas raíces
germánicas de la épica medieval.
Los germanos, pues, eran unos rudos guerreros, pero no carentes de una cultura
propia y peculiar, la que, como hemos visto, se constituirá en un aporte de gran
trascendencia en la formación del Occidente Cristiano- Fue con esos "bárbaros" -y
no debemos emplear entonces este término en un tono demasiado despectivo- que
el Imperio Romano tuvo que combatir, comerciar y, finalmente, convivir.
De entre las numerosas embajadas, vale la pena destacar una enviada desde
Constantinopla, por el emperador Constancio (337-361), el año 341, y dirigida al
pueblo de los godos instalado en el norte del Mar Negro desde hacía más de un
siglo. Formaba parte de la legación el obispo Wulfilas (311-382), de origen
germano, el "apóstol de los godos", quien predicó el cristianismo -en su versión
arriana, herejía que niega la divinidad de Cristo- entre los godos de Crimea entre
los años 341 y 348. Se preocupó Wulfilas de traducir las Escrituras al gótico para
poder llevar a los germanos la Palabra, inventando para tal efecto un alfabeto
apropiado; en la ciudad de Upsala se conservaba hasta hace algunos años la
llamada Biblia de Wulfilas -una copia tardía en realidad- o Codex Argenteus,
porque está escrito con tinta de plata, primer testimonio escrito de la antigua
lengua germánica. Si bien la obra de Wulfilas, la evangelización de los godos, no
prosperó en lo inmediato, sí lo hizo en el largo plazo, ya que a la larga los godos se
convirtieron al arrianismo, un arrianismo militante, de carácter "nacional", para
marcar una diferencia frente al catolicismo romano-latino, hecho que afectó el
proceso de integración romano germánico.
El Imperio Romano poco o nada pudo hacer frente al incontenible avance de los
bárbaros; finalmente, uno de ellos, Odoacro, despojará en el año 476 a Rómulo
Augústulo de sus insignias imperiales enviándoselas a Zenón (474-491), emperador
en Constantinopla. En Occidente, el Imperio Romano ha dejado de existir.
Las obras de Paulo Orosio, Salviano de Marsella, Hidacio o San Agustín, entre
otros, nos hablan del pesimismo, el dolor y la angustia que se apoderó de la
sociedad romana, al mismo tiempo que son capaces de vislumbrar una luz, una
esperanza, que sólo se puede explicar providencialmente: estos bárbaros no
carecen de valores ni cultura, y son además cristianos -arrianos herejes, pero
cristianos al fin-; es, pues, posible construir con ellos un nuevo mundo. Si los
romanos veían en los bárbaros la ruina del Imperio dentro de una concepción
cíclica del tiempo, los cristianos incorporan una dimensión histórica, lineal, donde
existe un futuro por edificar. San Agustín (354-430), la mente más preclara de la
época, advierte que la caída de Roma no es más que el fin de una forma histórica,
no necesariamente el fin del mundo, y que, en definitiva, el desenlace de los
acontecimientos que se viven sólo Dios lo conoce. Frente al misterio y a la
incertidumbre está la esperanza y la posibilidad de proyectarse al futuro sin el
pesimismo fatalista de los paganos. Es éste uno de los grandes aportes del
cristianismo: la visión optimista y positiva del decurso histórico en el marco de un
Plan Providencial. La Iglesia Católica será, consecuentemente, la única institución
universal que se proyectará históricamente tras el colapso de Roma, y sus hombres
más connotados, los obispos -especialmente el de Roma-, los únicos garantes de un
orden futuro.
José Marín R.
a. El Rol Histórico de los Pueblos Estepáricos
San Ambrosio (c.340-397), obispo de Milán, escribía a fines del s. IV: "Los hunos se
han precipitado sobre los alanos, los alanos sobre los godos, los godos sobre los
taifas y sármatas; los godos, arrojados de su patria, nos han rechazado a su vez en
Iliria, ¡y éto no ha terminado todavía!" Palabras llenas de clarividencia; en efecto,
el movimiento de los pueblos bárbaros fue una verdadera "reacción en cadena"
cuyo origen último se encuentra en el fondo de la estepa euroasiática, verdadero
corredor cultural que comunica Europa y Asia, Occidente y Oriente, y por el cual
transitarán diversos pueblos dejando su impronta, más o menos duradera, al
relacionarse, desde su mundo nomádico, con las civilizaciones sedentarias (Europa,
Bizancio, Persia, India, China), llevando y trayendo influencias de uno a otro
extremo del mundo. También acierta San Ambrosio cuando señala que tal
fenómeno no ha cesado: a los hunos (que relevan a escitas y sármatas), seguirán los
ávaros en el siglo VI, serbios, croatas y búlgaros en el siguiente, los húngaros en el
s. IX, y podemos continuar esta enumeración con los kházaros, petchenegos,
cumanos, mongoles, etc., hasta fines de la Edad media con los turcos selyuquíes,
primero, y otomanos después. Estamos frente a un fenómeno de larga duración
que abarca, pues, más de un milenio.
Fue, grosso modo, de esa manera que los pueblos germánicos, especialmente los
que estaban más al oriente (visigodos y ostrogodos), entraron en relación con las
hordas esteparias, recibiendo un significativo aporte, directamente de estos
pueblos o, a través de ellos, de Persia o de China. No nos podríamos explicar el
surgimiento de la caballería pesada en Occidente en el siglo VIII, si no
consideramos estas influencias (es preciso destacar que el testimonio más antiguo
del uso del estribo en Occidente, data del siglo VI, cuando los ávaros se instalan en
la Panonia). Un símbolo político tan importante como lo es la corona, tan
típicamente "medieval", recibió en su largo proceso de elaboración, influencias
persas o, aun, chinas, como se desprende del estudio de los pendientes de las
coronas. El arte propio de las estepas, con su tendencia a la abstracción y la
estilización de formas animalísticas, también tuvo acogida entre los germanos, toda
vez que en algunos aspectos coincidían con sus propias concepciones estéticas (y
recordemos que el arte romano plebeyo avanzaba en parecida dirección). Las
construcciones civiles y religiosas, especialmente las iglesias, se cubrieron
interiormente de mosaicos o frescos que, al modo de los tapices bordados de las
tiendas, creaban un espacio interior hóspito frente al mundo hostil del exterior,
aunque abordando el problema desde una óptica espiritual: cada iglesia así
ornamentada se constituye en un verdadero microcosmos que prefigura la
Jerusalén Celeste.
Los años que corren entre los siglos IV al VI y hasta comienzos del VII, constituyen
un período que podemos llamar de transición desde un universalismo romano a un
ecumenismo "bizantino", esto es, el paso desde el Imperio Romano Antiguo al
Imperio Griego Medieval.
Se debe a Teodosio II (408-450), en 425, aunque existía ya una Escuela fundada por
Constantino, la creación de la llamada "Universidad" de Constantinopla -en
Occidente habrá que esperar siete siglos (!) para ver algo similar-, destinada a
formar funcionarios idóneos para el Imperio; esta institución era, en palabras de
Charles Diehl, un verdadero seminario de la cultura antigua. Rápidamente se
impuso el griego como lengua de la enseñanza. Allí se realizaban estudios de
gramática, retórica, dialéctica, derecho, filosofía, aritmética, música, geometría,
medicina y física. Existían, además, otras Escuelas de Estudios Superiores en el
Imperio, como las de Antioquía y Edessa, dedicadas especialmente a los estudios de
teología; la de Beiruth, donde se estudiaba el derecho; las de Alejandría y Atenas,
verdaderas capitales de la filosofía. Si bien esta última fue clausurada en el año 529
por un Decreto Imperial -a fin de terminar con la enseñanza pagana-, la filosofía
griega continuó estudiándose en Bizancio, como algo propio y necesario, incluso
por hombres de Iglesia. La importancia de la "Universidad" de Constantinopla
queda de manifiesto al evocar la figura del armenio Mesrop (s.IV-V), quien
aprendió el griego y la cultura helénica en sus aulas para después crear un alfabeto
armenio que le permitiera traducir obras griegas a su lengua materna. La
literatura armenia, pues, tiene su origen en las aulas de esta institución de estudios
superiores.
También en los niños la educación era esencialmente helénica. A los seis años se
iniciaban los cursos de gramática griega leyendo y comentando a los clásicos; entre
estos, se atribuía primerísima importancia a Homero, cuyos versos eran
aprendidos de memoria. Miguel Psellós (s.XI), uno de los pensadores más
importantes de la historia bizantina, se jactaba diciendo que a los catorce años
podía recitar la Ilíada de memoria. A pesar de la distancia temporal, Homero sigue
siendo "el educador de la Hélade", pues Bizancio es parte y continuación natural
de ella. Pero, junto a Homero, no hay que olvidar la Biblia, también aprendida de
memoria; en ella los cristianos encontraban enseñanzas morales, toda una filosofía
de vida y, lo que explica algunos episodios decisivos de la Historia del Imperio, una
respuesta trascendente frente a un mundo que en muchas ocasiones mostraba en
forma dramática su caducidad.
En esta primera época se destacan figuras de gran valor intelectual, como, por
ejemplo, el neoplatónico Synésios de Cirene (370-415); el patriarca Juan
Crisóstomo (398-404), destacado orador -su nombre significa "boca de oro"-, que
escribe en un griego casi clásico; la emperatriz Athenais-Eudoxia, humanista y
poeta, entre otros. Entre los últimos representantes de este brillante período no se
puede dejar de nombrar al patriarca Sergio, en el siglo VII, quien estudió la
historia y la filosofía antiguas estableciendo una relación de continuidad entre la
época clásica y la suya. Todos ellos -y muchos otros- estudiaron las obras griegas
antiguas, se preocuparon de escribir como sus antiguos maestros y, hecho de gran
relevancia, comenzaron en Bizancio la labor de recopilación y copia de los
manuscritos antiguos, conservando y difundiendo la herencia helénica.
Al finalizar este período, a principios del siglo VII, ya estamos frente a un Imperio
griego y cristiano, hecho que quedó plasmado en el título imperial que adoptó en
629 el emperador Heraclio (610-641): "Basiléus Roméion Pistós en Christo",
"Emperador de los Romanos fiel en Cristo". Fue bajo el gobierno de este
emperador que Bizancio vivió algunos de sus momentos más críticos, asediado por
ávaros y eslavos en el oeste y por persas en el este. El año 626 es especialmente
significativo, puesto que -estando el basileus ocupado en el frente oriental- ávaros,
eslavos y persas lanzaron un ataque concertado contra Constantinopla, cuya
defensa, en ausencia del emperador, fue asumida por el patriarca Sergio. Ello nos
habla de la estrecha unión que existía entre el patriarca y el emperador, y el
desenlace de estos acontecimientos, de la vitalidad del Imperio: los ávaros y
eslavos, derrotados, dejaron de constituir una amenaza, y los persas, después de
sucesivas campañas, son también definitivamente vencidos el año 629,
recuperándose la Santa Cruz -la reliquia más venerada de la cristiandad- que los
persas habían sustrído de Jerusalén, donde la llevará de vuelta Heraclio -los
contemporáneos, como el poeta Jorge Pisides, lo verán como un Nuevo david, ya
que como aquel llevó el Arca de la Alianza al templo, éste hacía lo propio con la
Santa Cruz; la posteridad reconocerá en Heraclio al "Primer Cruzado" y su
nombre y hazañas entrarán en la literatura épica bizantina-.
El antiguo Irán (Persia) es un mundo que se debate entre dos polos. La región del
suroeste, la Mesopotamia, es un espacio acogedor donde abundan las tierras
fértiles que posibilitan un desarrollo agrícola y el establecimiento de centros
urbanos; los antiguos Aqueménidas, precisamente, se ubicaban en este tipo de
espacio, que contrasta con el noreste, estepa estéril donde la caza y el nomadismo
se constituyen en el modo de vida habitual. Si la Mesopotamia limita con el Mundo
Grecorromano -igualmente urbano y sedentario-, la región que abarca la zona
comprendida entre el Mar Caspio y las inmediaciones del Oxus hasta la cuenca del
Pamir, está abierta al influjo de la estepa euroasiática, de donde provenían,
precisamente, los Parthos, sucesores de los Seléucidas y que se rebelan contra el
poder establecido a partir de una resistencia desde una región que podríamos
llamar "marginal". Los Parthos conservaron la herencia del Asia Central, como se
aprecia en el uso de la caballería pesada que incorpora la coraza para el jinete.
Esta herencia será transmitida a los Sassánidas.
Tal como se deduce de los títulos reales citados, los Sassánidas impulsaron un
procesop de unificación que no desconocía la existencia de numerosos reinos
autónomos, pero que debían jurar fidelidad al Sha. Era, pues, una suerte de
"monarquía feudal" que, con una clara orientación hacia la centralización del
poder, se apoyaba en la antigua aristocracia terrateniente, verdaderos príncipes
"vasallos". La organización imperial contemplaba una amplia burocracia civil y
militar donde destacaban el Gran Visir, que dirigía la administración central, el
Eran Spahbadh, ministro de guerra, y el Eran Dibherbadh, una suerte de primer
ministro que tenía autoridad sobre todos los "secretarios de estado". Dentro de la
burocracia imperial ocuparán un lugar destacado los sumos sacerdotes de la
religión de Zoroastro, culto oficial del Imperio -otra manifestación de la renovada
vigencia de las tradiciones aqueménidas-, especialmente el Gran Mobedh, de
poderosa influencia religiosa y política.
Siendo la agricultura la base económica del Imperio, éste es eminentemente
urbano, rasgo que se evidencia en la preocupación de los emperadores Sassánidas
por fundar ciudades (sólo Ardechir fundó ocho): es el suroeste agrícola, urbano y
sedentario que reemerge con gran vitalidad. Una poderosa marina, junto con una
sólida moneda de plata, el direm, son los pilares de un activo comercio
internacional que, en los mercados orientales, rivalizaba con Bizancio. Sociedad
eminentemente aristocrática, con profundas desigualdades sociales, debió
enfrentar revueltas religiosasa, como la rebelión mazdekí -se trata de una herejía
dualista-, en abierta oposición a la religión oficial y, por consiguiente, al Imperio.
Para hacer frente a estos hechos que amenazaban la estabilidad del reino,
Anushirván (531-579) reorganizó social y territorialmente el Imperio, al mismo
tiempo que creaba un ejército de base "feudal". La época de Anushirván es el
período más brillante del Imperio, no sólo por sus reformas tributarias o
administrativas, sino también por el esplendor artístico de las grandes
construcciones, como el Iwan, edificio abovedado (tal vez inspirado en las tiendas
de los antepasados parthos nómadas), o los grandes palacios en general, los relieves
rupestres monumentales que exaltan la figura del Sha, como los de Naqsh-i-
Rustam que retratan a Bahram II (276-293); así también las artes menores como la
orfebrería, tejidos de seda, etc. En la corte de Anushirván los sabios persas
trabajaban junto a otros de origen cristiano, en un clima de gran tolerancia,
estudiándose a los filósofos griegos o los secretos de la medicina, saberes que
heredarán los musulmanes más tarde.
A fines del siglo VI y comienzos del siguiente, el poder del Sha se verá amenazado
por generales poderosos al mismo tiempo que, en el plano exterior, el Imperio
Bizantino golpeará mortalmente el reino de los Sassánidas infringiéndole sendas
derrotas en los años 624 (destrucción del templo de Gandzak), 627 (batalla de
Nínive) y 628 (toma del Palacio de Dastgard). Los últimos reyes Sassánidas apenas
si ostentan el título; el Imperio debilitado por las duras guerras contra Bizancio no
podrá hacer frente a los árabes musulmanes que, en 634, llegan hasta Ctesifonte, la
capital imperial. Pocos años después, la caída de Kabul y Kandahar, en 655,
quedaba definitivamente sellada la suerte del Imperio Persa.
Entre los siglos III y VI, así, se operan en Persia una serie de cambios de gran
importancia, en los cuales juegan un rol destacable tanto los pueblos nómadas de la
estepa como las influencias recibidas desde el mundo romano o bizantino,
influencias todas que se entretejerán con las antiguas tradiciones propiamente
iráneas. El Imperio Sassánida es un mundo aristocrático y "caballeresco" (gran
relevanci tiene la caza, el torneo; existe una caballerís pesada), una "monarquía
feudal" como ya indicamos donde la tierra implica un lazo moral con el Sha que la
otorga; también reconocemos una iglesia oficial junto con una clara concepción de
ortodoxia frente a corrientes heréticas, todo lo cual prefigura o adelanta rasgos
típicos de lo que denominamos corrientemente como "medieval". De allí la
particular importancia que los estudiosos han asignado al poderío persa Sassánida.
José Marín R.
ISLAM, GUERRA Y JIHAD
A comienzos del siglo VII en Arabia, una región marginal a las grandes corrientes
históricas de la época y que identificamos con la Persia Sassánida y el Imperio
Bizantino, un hombre iluminado, el Profeta Mahoma (c.570-632), comenzó a recibir
una serie de Revelaciones que constituirán la base no sólo de una nueva religión, sino
de toda una Civilización. Rescatando algunos elementos de las tradiciones preislámicas,
pero aportando también con aspectos novedosos, se dio forma a una nueva creencia que
habría de tener un gran protagonismo en la Historia del Mediterráneo, desde entonces y
hasta hoy en día.
Difícil es entrar al tema de la vida de Mahoma, ya que en el relato que de ella elaboró la
tradición musulmana, se mezclan datos históricos y legendarios; las biografías del
Profeta se escriben en forma tardía, destacándose en ese género, la Sirat al-Rasul de Ibn
Hisham, del siglo IX. Sabemos que Mahoma nació en La Meca, y que descendía de la
tribu de los Quraysíes, y del clan de los Hassemitas. Huérfano a temprana edad, fue
criado por su tío Abu-Talib, y más tarde se empleó a las órdenes de Jadicha, una viuda
rica que tenía intereses en el comercio caravanero, casándose luego con ella. Con fama
de hombre piadoso, Mahoma realizaba retiros espirituales (tahannut) en el monte Hira.
Hacia el año 610, en uno de esos retiros, se le apareció al Arcángel Gabriel, quien le
transmitió por vez primera la voluntad de Dios (Alá). Guardó Mahoma en secreto esta
Revelación, confiándosela sólo a sus más cercanos: Jadicha, Abu Talib, Abu Bakr y
Utmán, entre otros. Hacia el año 612 las Revelaciones se reanudaron y Mahoma
comenzó a predicar la palabra que Dios había hecho descender desde lo Alto.
El Corán y la Sunna, pues, son las fuentes de la ley (shari'a); a partir de ambos los
juristas musulmanes establecen y estudian la jurisprudencia (fikh), recurriendo al
consenso o a la deducción analógica, según la época, lugar de procedencia o escuela
teológica en la cual se inscriba el estudioso del derecho. El buen musulmán debe
observar escrupulosamente las reglas del fikh, partiendo por lo que se conoce como "los
pilares de la fe" (arkan al-islam), los deberes respecto a Dios, que expresan lo más
propio del Islam, esto es, la fe y la sumisión completa a su voluntad. Los pilares
corresponden a las prescripciones de culto (ibadat), y son: la shahada, "testimonio", o
profesión de Fe; la salat, u oración ritual; el zakat o limosna legal; el sawn, ayuno del
Mes de Ramadán; y el hadjdj, la peregrinación a La Meca, que se debe hacer al menos
una vez en la vida, y siempre que no haya impedimento justificado. Algunos juristas
musulmanes incluyen el jihad entre los pilares del islam; más adelante volveremos
sobre este concepto, central para nuestro análisis.
b. De La Meca a Medina
c. Guerra y Jihad.
Sería, justamente, en el período medinés cuando el Profeta habría recibido las primeras
revelaciones que hacen lícita la guerra en defensa de la fe, lo que dice relación con la
precaria condición de la naciente comunidad islámica. Muchos autores han visto en la
Batalla de Badr (624) el inicio del primer jihad; en efecto, tal batalla fue el gran
acontecimiento de la primera comunidad musulmana, y se entiende como una
continuación de la ghazawat o razzia que, dadas las circunstancias, se transforma en la
primera victoria contra los infieles, con la intervención de ángeles enviados por Dios;
así, el ataque contra una caravana de La Meca, se transforma en una guerra de los fieles
contra los infieles, en la cual triunfaron los primeros gracias a una intervención divina.
También la conquista de La Meca en el año 630 se verá revestida de un aspecto
religioso. Para algunos las guerras del Profeta son las únicas y verdaderas "guerras
santas" del islam.
Es preciso desmitificar aquella idea según la cual la "guerra santa" cristiana tiene su
origen en el jihad musulmán, esto es, que los cristianos elaboran una idea de "guerra
santa" cuando se sienten amenazados por los musulmanes, especialmente en la
Península Ibérica. Tampoco es acertado señalar lo contrario, es decir, que en el Mundo
Islámico se concibe el jihad como respuesta a la amenaza de las Cruzadas; es cierto que
en el siglo XII se avivan los sentimientos religiosos respecto de la guerra, pero las raíces
del jihad son mucho más profundas y complejas.
"He aquí que volvemos del jihad menor. Nos queda entregarnos al jihad
mayor, el de las almas".
Quien combate en la vía de Alá es el muyahid, "el que se esfuerza", "el combatiente" (en
la vía de Alá), y si muere en esta acción, se transforma en un shahid, "testigo", "mártir",
ya que la muerte en el combate borra las faltas y abre las puertas del paraíso, según un
conocido hadit:
De allí, pues, que el jihad, como "guerra santa" adquiera un carácter más total y
absoluto. Por cierto que la aplicación del concepto corresponde a un uso post-coránico,
más bien tardío en relación con los juristas clásicos. Mair Ali, desafía a cualquier
intelectual -en una página web- a encontrar en el Corán o en los hadices, la palabra
jihad significando "guerra santa", expresión que en árabe se traduciría como al-harbu
al-muqaddasatu. El problema, pues, y sólo en el ámbito conceptual es muy complejo al
referirse a la realidad islámica respecto de la guerra. No obstante, debemos aceptar el
hecho de que la palabra jihad ha sido la que ha gozado de mayor recepción en el público
-erudito o no- para describir lo que denominamos una "guerra santa" musulmana.
d. Recapitulación final.
Si aceptamos que una "guerra santa" se define por el martirio, y que en Occidente la
encontramos ya en el s. IX, es evidente que su origen es independiente del jihad, y que
la "guerra santa" del siglo XI en adelante, sea en España o en el Cercano Oriente, no es
una reacción frente al Islam, sino la culminación de un largo proceso que involucra las
nociones de guerra justa y guerra "de religión". Las relaciones entre jihad y "guerra
santa" hay que buscarlas en profundas raíces semíticas, que en el caso cristiano
corresponden al Antiguo Testamento, mientras que en el caso musulmán, además, están
muy vivas y cercanas, adaptándose al espíritu de conquista universal que busca una
conversión y dominación también universales.
El jihad musulmán, entendido como "el esfuerzo en el camino de Alá", puede llegar a
constituirse en una "guerra santa", y comparte así ciertos elementos con el cristianismo,
pero tiene un origen diferente, influido por la experiencia semítica hebrea y árabe
preislámica. Se funda, desde el origen del Islam, en una concepción misional y
universal de la fe, cuyos fundamentos se encuentran en el Corán, los hadices y la
jurisprudencia islámica.
Después de recorrer el Imperio de un extremo a otro, los visigodos firmaron un
foedus con Roma, instalándose en Aquitania, donde se formó el primer reino
germánico en suelo imperial: el Reino Visigodo de Tolosa (418-507). Los éxitos
militares de los primeros reyes –que combatían a otros bárbaros en nombre de
Roma- fueron acrecentando su prestigio y consolidando su poder, mientras el
Imperio declinaba irremediablemente. Con Eurico (466-484) el reino llegó a su
apogeo; no sólo de su época data la expansión hacia la Tarraconense sino, más
relevante aún, comenzó una labor legislativa, en latín, que, teniendo su punto de
partida en el llamado Código de Eurico (c.476), se prolongó a través de toda la
historia visigoda, culminando en la promulgación del Liber Iudicum o Fuero Juzgo
en el siglo VII, base de la legislación hispánica. Los visigodos, así, asumieron el
legado jurídico de la Roma del Bajo Imperio, creando un derecho con
personalidad y rasgos propios, tanto por su contenido como por su construcción. El
reino de Tolosa significó estabilidad en la sucesión real basada en el principio
hereditario, la existencia de una corte real fastuosa, sedentarización definitiva y
profundización en el proceso de romanización. El año 507, con el desastre de
Vouillé, marcó el fin de la etapa tolosana y el comienzo de la toledana.
En la segunda mitad del siglo VII el reino se vio enfrentado a problemas de índole
religiosa, particularismos regionales, un proceso de protofeudalización que
promovió lealtades personales y no institucionales, catástrofes naturales hacia el
fin de la centuria y comienzos de la siguiente que afectaron las cosechas, y los
permanentes problemas de sucesión, todo lo cual nos lleva a considerar que la
unidad completa del reino fue más bien una aspiración que una sólida conquista.
Así, cuando los musulmanes llegan a la Península (711), no encuentran gran
resistencia y, en pocos años, se hacen con el poder . Muchos visigodos huyeron
hacia el norte, donde se formarán los primeros reinos hispánicos (Asturias, León);
otros, llegaron incluso al Reino Franco, donde encontraron acogida y un suelo
fértil para que su acervo cultural diera allí sus frutos.
El Reino Franco tiene a su haber el mérito de haber formado una entidad política
y cultural que, hundiendo sus raíces en los siglos V y VI, se proyecta
históricamente hasta hoy en Francia. Su fundador fue Clodoveo (Clovis, Luis;
Clodwig, Ludwig), de quien traza un cuadro elocuente –aunque plagado de
retórica- Gregorio de Tours (538-595), el primer historiador de los francos.
Clodoveo (481-511), de la dinastía merovingia, tras una serie de campañas
militares, logró unificar el reino –casi el mismo territorio de la Francia histórica- y
fundar sólidamente su poder. El hecho más notorio fue su conversión al catolicismo
–y con él la de todo su pueblo-, en una fecha cercana al año 496 ó 500, fundándose
así la primera monarquía germana católica, sin mediar una etapa arriana. Este rey
era violento e inescrupuloso –nada raro en la época-, pero con un claro sentido
político, logrando unificar las Galias del norte y del sur, una más urbanizada y
romanizada que la otra, más germánica y rural, y además, por su conversión,
comenzaron a estrecharse los lazos con la Roma Pontifical, cuestión clave para el
futuro del reino y de Occidente. A su muerte, y siguiendo una costumbre ancestral,
Clodoveo dividió el reino entre sus cuatro hijos, comenzando una oscura etapa
marcada por las guerras de sucesión. No obstante, en algunos momentos el reino
logró reunificarse, demostración patente de que su obra logró proyectarse en el
tiempo.
La dinastía merovingia gobernó hasta mediados del siglo VIII; empero, desde
mucho antes se había debilitado ostensiblemente. Dagoberto I (629-639) marca el
punto más alto –o tal vez el menos bajo, como dijera un conspicuo historiador
francés- de la época merovingia. Fue éste, tal vez, el último rey que ejerció
efectivamente el poder personal; en su época el reino pudo gozar de un período de
paz y estabilidad que los biógrafos del rey –monjes de la abadía de Saint Denis- se
encargaron de exaltar. Además, fue una época de bonanza climática y buenas
cosechas, a diferencia de los años que le precedieron.
Durante los siglo VII y VIII dos situaciones marcan profundamente al reino: el
paulatino declinar de los merovingios y el ascenso de los pipínidas, más tarde
conocidos como carolingios. La realeza merovingia se debilitó económica y
políticamente, mientras que, a partir del fundamento de las clientelas
galorromanas y del comitatus germánico, se iba avanzando hacia una sociedad de
características feudales en la que los protagonistas son los grandes señores de la
aristocracia terrateniente, que van concentrando las fidelidades y el servicio
militar antes debidos al soberano. Los reyes merovingios terminaron ostentando
un poder prácticamente nominal con limitadas funciones: convocar al ejército,
presidir la asamblea anual, atender las súplicas de los súbditos o firmar
documentos reales. El resto de la administración del reino descansaba en manos
del Mayordomo de Palacio, una suerte de "Primer Ministro". Así, los reyes
merovingios pasarán a la historia como los "reyes holgazanes" o "rois fainéants",
los reyes que no hacen nada, imagen explotada después por los carolingios. El
ascenso de los Mayordomos de Palacio –hombres poderosos frente a una
monarquía debilitada- constituye uno de los fenómenos esenciales y decisivos de las
instituciones merovingias.
A Carlos Martel le sucedieron sus hijos Pipino y Carlomán, retirándose éste último
a un monasterio en el año 747 y dejando las riendas del reino en manos de su
hermano. Pipino el Breve (741/747-768), fue elevado al trono en el año 751,
marcando el fin de la dinastía merovingia, cuyo último rey, Childerico III, fue
confinado en un monasterio. En 750 los francos enviaron una embajada al Papa
Zacarías (741-752) para consultarle acerca del problema que les afectaba: había
reyes que sólo tenían el nombre de tales, pero otros gobernaban. Zacarías
respondió que debe ser rey quien ejerce el poder, pues de otro modo se perturba el
orden que debe reinar por mandato divino en el mundo, según los principios
agustinianos. Así, con un fundamento teórico y jurídico emanado de la autoridad
pontificia, Pipino fue proclamado y ungido como rey de los francos. La unción
regia –que ya se conocía entre los visigodos- le otorgó un principio de legitimidad
nueva: la sacralidad del rey –del cargo se entiende-, y especialmente de uno que no
podía reclamar legitimidad dinástica, que sí tenían los merovingios, lo que explica
que se hayan mantenido en el poder tanto tiempo, aun sin gobernar. En 754,
agobiado por sus problemas con los lombardos y necesitado de un brazo secular
que lo defendiera, el Papa Esteban II (752-757) se encaminó al Reino Franco,
donde confirmó la unción de Pipino, al tiempo que ungió también, como rey y
patricio, a cada uno de sus hijos, uno de los cuales era Carlomagno (768-814),
futuro emperador. Así, la legitimidad alcanzaba ahora a todo el linaje: una nueva
dinastía había sido consagrada. Quedaba sellada una alianza definitiva entre
Roma y los francos, cuyos reyes constituían el único poder firmemente asentado en
Occidente, cerrándose de tal manera un proceso que había comenzado en la
segunda mitad del siglo VII y que, según Pirenne, marca el fin de la Antigüedad.