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conciencia, de esta huida ante la experiencia. Porque, en cierto modo, como dice
Agamben, “tal vez, en el fondo de ese rechazo en apariencia demente, se esconda un
germen de sabiduría” (Id.: 10). Pero no es algo que simplemente le sucede a la nueva
generación.
Ya nos lo había evidenciado Luis Buñuel en El discreto encanto de la burguesía (1972)
con ese grupo de adultos, sacerdote incluido, que camina sin ir a ningún lado y que no
puede completar ninguna acción.
La imagen de muchos de nosotros ante un televisor o una computadora, haciendo
zapping o navegando por la Web, en la noche, al terminar el día, dice mucho de este
vacío de experiencia. El silencio se nos ha vuelto amenazante; necesitamos llenarlo de
música y noticias, de novelas y de novedades. La verdad y el valor no son algo que
podamos destilar de la meditación cotidiana. Vivimos animados por eslóganes y por
imágenes.
Tal vez podríamos poner en conexión esta imposibilitación de la experiencia en nuestro
tiempo con la proliferación de los no lugares trabajados por Mar Augé (1992).
Algo sucede y tiene el poder suficiente como para captar nuestra sensibilidad. Hay en
esa sensibilidad ya una serie de elementos culturales que nos median la percepción y,
sin embargo, hay una posibilidad de in-fancia, de sensibilidad sin palabra antes de
pronunciarnos sobre el sentido o la significación de algo que pasa.
De todos modos, no basta con el primer impacto. Para que algo que pasa se traduzca en
experiencia, necesitamos recordarlo suficientemente como para que se pueda abrir un
espacio de reflexión interpretativa. Nuevamente hay mediaciones culturales que nos
llevarán a completar los recuerdos, a hacerlo con determinadas bases técnicas y
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lingüísticas. Pero sólo así podremos pensarlo. Pensar es lo que abrirá lo vivido hacia
alguna significación que pueda incluirse con sentido en la trama de lo que venimos
viviendo. Y el pensarlo y poderlo comprender también está marcado por elementos de
nuestra cultura.
Finalmente, la interpretación que hacemos de lo vivido, para transformarse en
experiencia, para que podamos aprender de ello, deberá poder juzgar éticamente lo que
hemos comprendido. Evidentemente, también aquí los marcos valorativos son recibidos
y negociados culturalmente.
Desde este esquema, podemos subrayar algunos elementos importantes de la
experiencia:
La apertura. Ser humano implica una vivencia de lo que acontece como abierto
al sentido, es decir, como no clausurado sobre un sentido predeterminado, como
un vivir que no es fijo, errante. La posibilidad de hacer experiencia tiene que ver
con esta situación de in-definición de lo humano. El hombre es ser de
experiencia porque nada viene dado para él de modo inexorable.
El tanteo. Esta apertura lo lleva a buscar el sentido y el valor sin saber de
antemano dónde están. Justamente, como dijimos anteriormente, la pretensión
de señalar dónde reside el significado y el valor es un modo de obturar la
experiencia.
La distancia. No hay posibilidad de experiencia sin mediaciones. Las
mediaciones se interponen justamente cuando hay distancia. Si viviéramos
totalmente identificados con lo que sucede no podríamos hacer experiencia, lo
nuestro sería el puro vivir sin conciencia. La distancia viene de esta capacidad de
darnos cuenta de lo vivido, de recordarlo y de abrirlo a sus posibles significados
y valores. Pero es posible fusionarnos y dejarnos vivir, dejarnos llevar por el
flujo de lo que va pasando, sin detenernos. Porque la distancia no es algo
permanente. Su espontaneidad es visible en los niños pequeños que empiezan a
hacerse preguntas sobre lo que viven. Pero esa espontaneidad requiere
educación. Evitar la distancia es otro modo de obturarla.
Mediación cultural. La cultura es, precisamente, fruto de la experiencia humana
acumulada por milenios. En la base de las mediaciones está el lenguaje. El modo
de enriquecer la experiencia tiene que ver con el enriquecimiento cultural. Pero
también hay allí un riesgo de obturación, cuando todo nuevo aprendizaje queda
abolido por suponerse que las elaboraciones ya hechas tienen respuesta para
todo. Necesitamos de las mediaciones para crear y hacer consistente la distancia
ante lo que vivimos. Necesitamos mediaciones para nombrar lo que pasa, para
poner de relieve algo de lo que nos pasa y recordarlo, para recortarlo sobre el
continuo de los recuerdos, para estructurar sus significados posibles y para
valorarlo.
Significado y valor estructurados. Es necesario que lo que interpretamos de lo
que vivimos pueda estructurarse en unidades mayores que el episodio, unidades
complejas, dinámicas, sincrónicas o diacrónicas, pero en posibilidad de dialogar
con otras experiencias estructuradas por nosotros y por otros.
En la película Diario de un cura rural, de Robert Bresson (1950), incluso tal vez mejor
que en la novela de Bernanos sobre la que está hecha la adaptación, podemos atisbar el
proceso de experiencia del P. Torcy ante todas las adversidades físicas, espirituales y
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sociales de esta primera parroquia. El diario, la conversación con otro párroco o con un
antiguo sacerdote y la carta final, se tornan espacios de memoria y comprensión, de
interpretación religiosa que requiere de la escritura o del diálogo, de la mediación
ligüística que permita salvar la distancia, apropiarse de lo vivido, aprender de ello.
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acuerdo a nuestras necesidades. Y esto es parcialmente cierto pero peligroso sin
el polo de la pequeñez humana ante el mundo. El cultivo de ambos valores es
imprescindible ya que juntos configuran esa conciencia ecológica sin el cual no
podemos estar en este mundo con futuro.
1.5. diferencia/comunión: ante el mundo, la actitud básica se refiere a nuestra
diferencia. No somos animales, no somos plantas, no somos cosas. Pero hay en
el ser una comunalidad profunda de la que debemos hacernos concientes. La
posibilidad de trascender este mundo hunde sus raíces en esta maravilla.
1.6. materialidad/trascendencia: somos seres corporales, materiales, y nuestra
comunión con todo lo que existe es profunda, pero somos los únicos seres que
podemos ir más allá, que podemos salir del límite material para trascenderlo en
la verdad, en el valor, en la belleza y en el amor por los demás y por Dios.
Desde la perspectiva de la posibilidad de la experiencia de Dios, la integración
tensional cuerpo/espíritu es fundamental. Toda una nueva educación ascética
necesita ser pensada desde la experiencia del cuerpo que hoy es posible, de una
corporalidad/espiritualidad cuidada como mediación de una vida mejor.
2. Tipos básicos de experiencia de la vocación o de la interioridad
2.1. mismidad/ipseidad: en la experiencia de nuestra propia subjetividad, nos
interpretamos como continuidad, como estables en nuestra identidad. Pero en
tanto que narraciones de nuestra propia vida, experimentamos otro polo que
más que una identidad es una promesa, un inacabamiento, una fluidez, una
apuesta. Este segundo polo, al que los filósofos llaman ipseidad, está a la base
de esa vivencia fragmentada o de múltiples apelaciones que tenemos. Entre
ambos polos, nuestra identidad narrativa.
2.2. realización/labilidad: nos vivimos como promesa posible de ser y como una
certeza, un poder de llegar a ser. Pero, a la vez, sabemos de nuestras propias
cobardías, de nuestros arrepentimientos, de nuestros sabotajes, de nuestras
traiciones, de nuestros pecados. Nuestro proyecto personal se juega en esta
polaridad con la dinámica de la conversión permanente.
2.3. aceptación/decisión: es la contratara subjetiva de la tensión facticidad/proceso.
Tiene que ver con el descubrimiento del sentido del proyecto personal como
una posibilidad situada. El ámbito de las necesidades y pulsiones forma parte
del campo de la aceptación.
2.4. teoría/patética: somos capaces de trascendencia cognitiva y desarrollamos
nuestro saber sobre nosotros y sobre el mundo y los demás haciendo teorías,
desplegando saberes explicativos e, incluso, predictivos. Pero esta no es toda la
sabiduría que explica la vida. También debemos cultivar nuestra trascendencia
estética y dramática desde una patética de la experiencia, es decir, desde los
elementos no racionales que dan cuenta de la vida de otro modo que la
explicación causal, argumentativa.
3. Tipos básicos de experiencia de la comunión con los otros
3.1. diferencia/semejanza: cuando nos enfrentamos al rostro del otro, a la piel del
otro, somos afectados por su presencia. Unas veces por su maravillosa
semejanza; otras, por su aterradora diferencia. Y al revés. Unas veces la
semejanza nos asusta y la diferencia nos atrae. La comunidad humana vive en
esta polaridad.
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3.2. tradición/innovación: el encuentro con los otros no se refiere sólo a las
relaciones cortas, cara a cara. También se extiende con la sociedad más anónima
y su continuidad en el tiempo. Todos vivimos de la experiencia consolidada y
heredada. Estamos sostenidos por una tradición. Pero la presencia humana en
ella es innovación posible. Eso es la pertenencia.
3.3. cultura/valor: en la pertenencia a una sociedad particular, en un momento dado
de la historia de esta tradición concreta, hay un conjunto de elementos
consolidados que llamamos cultura. Estos han llegado a ser tal cosa porque se
los supone aptos para cobijar significados y valores que la tradición atesoró.
Pero es posible que esos significados y valores estén en disonancia con los
elementos culturales que se suponen los cuidan y potencian. La consideración
del valor en sí puede estallar las formas culturales que los encierran y
esterilizan. Esto es la capacidad crítica como experiencia.
Más allá de estas experiencias típicas que podríamos llamar categoriales, Karl Rahner,
en su clásico Curso fundamental sobre la fe (1981), reconoce una experiencia
trascendental, condición de toda posibilidad de cualquier otra experiencia. Es la
experiencia de la trascendencia, experiencia del conocer, del querer y del decidir
trascendentales, es decir, una experiencia que no tiene un objeto particular sino la
misma experiencia en cuanto conciente. Si las experiencias categoriales tienden a
objetos determinados y, por lo tanto tienen una capacidad de denotación reducida, la
experiencia trascendental, en cambio, es atemática y tiene una capacidad de denotación
irrestricta.
Experiencia de Dios
Todas estas experiencias son un camino posible para la experiencia de Dios, ya que esta
es siempre concomitante a otra, en tanto trascendencia religiosa de una experiencia
inmanente que ha sido trascendida cognitiva, ética o estéticamente.
La experiencia de Dios requiere de unos ojos propios que se consiguen en el silencio de
la oración. Son los ojos de la fe, ya que la experiencia de Dios es siempre un acto de fe.
La mediación particular de la experiencia de fe, particularmente, simbólica. Esta
mediación se inserta en un sistema de creencias propio de una tradición religiosa. Entre
el símbolo y las tradiciones hay un juego dialéctico. Lo mismo sucede entre la
experiencia particular de Dios y el sistema religioso en cuyo marco se hace.
Como insiste el P. Garrido (Cf. 1996: 39) estamos convencidos de que el lugar
privilegiado para la experiencia de Dios son los ámbitos culturales secularizados. Allí
vivimos. Allí nos sentimos permanentemente desafiados. El P. Garrido habla de la
experiencia de Dios como experiencia teologal, queriendo señalar con esta expresión,
que, en esta experiencia, Dios es percibido “de un modo real e inmediato, pero no
objetivable” (Ibíd.). De este modo, se coloca en las huellas de Rahner con su modo de
entender la experiencia trascendental como condición de toda experiencia de Dios.
En esta experiencia Dios se muestra sin imágenes, como alguien que pasa por nuestra
vida y deja una huella de ausencia. Es alguien que se nos da sin que lo podamos poseer.
Y su paso genera más la experiencia de lo absoluto, de lo incondicional a quien se debe
obedecer y adorar, que la percepción verificable o el consuelo fácil. Es una experiencia
que requiere fe, no tanto un saber que controle y dispone. Justamente nuestra cultura
secular, con todas las denuncias de sospecha sobre la religión, nos pone en mejor
situación para una experiencia auténticamente teologal.
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Experiencia fundante, una emergencia de proceso lento
Entre las experiencias de Dios a lo largo de la vida, reviste una importancia mayor la
llamada experiencia fundante.
Primera etapa, último período de la adolescencia
En la comprensión que el P. Garrido tiene del asunto, el proceso de personalización no
puede comenzar antes de los 18 años o 20 años, cuando el adolescente ha terminado de
“equiparse”. Sólo entonces puede comenzar un lento trabajo de definición de su
proyecto de vida y de construcción de subjetividad en la que confrontará el ideal del yo
con el yo real. Esta crisis de autoimagen será su primer umbral de personalización.
El equipamiento inicial del que habla Garrido se refiere tanto a la estructuración
psicológica integrada, como a un sentido incondicional de la existencia que incluya, al
menos, una apertura a lo religioso. Entre los 18 y los 25 los ideales relativos a este
equipamiento se combinan con una cierta estabilidad emocional que permite a la
persona comenzar a desarrollar relaciones de intimidad que son compatibles con sus
inquietudes sociales. La pregunta de quien continúa creciendo tiene que ver con el
sentido global de su vida en tanto que identidad, no sólo en cuanto a ocupación o
compañía y con el proceso de tomar su propia vida en las manos. Eso es la
personalización.
La experiencia clave, propia de este momento de la vida, tiene que ver con la crisis de
autoimagen, es decir, con la puesta en cuestión de los ideales del yo en función del yo
real, de las condiciones de la libertad, de la distancia ante las expectativas sociales, de la
voluntad de Dios descubierta. Esto es lo que conducirá a la auténtica personalización,
libre de idealizaciones e ideologizaciones. Las mediaciones propuestas en la formación
de esta persona no deberán reforzar los ideales del yo sino confrontarlo con el principio
de realidad, aunque sin producir confusiones ni forzar otras fuerzas inconcientes que
podrían dañar a la persona.
Sólo cuando la personalización sea algo encaminado -ciertamente no antes de los 25
años- podrá comenzar la etapa inicial que puede conducir a la llamada experiencia
fundante.
Segunda etapa, la adultez joven
Entre los 25 y los 40 ó 45, la persona que va madurando vive su compromiso con todo
entusiasmo en medio de una serie de tensiones. Sin embargo, en medio de estos años,
surge imperceptiblemente una nueva crisis, la crisis del realismo. El mundo no cede tan
fácilmente al entusiasmo. Los demás no son tan fieles como pensábamos. Nosotros
mismos tampoco. El proyecto que tenemos tampoco parece del todo viable. La
tentación fuerte es la de cinismo, la del arrepentimiento, la de cambiar todo el proyecto
porque parece equivocado.
Este es el momento propicio para la experiencia teologal, para un nuevo tipo de amor
que nos lleve a ir mucho más allá de lo pensado. Es en este tiempo en que, realmente,
culmina la iniciación de la persona a su vida espiritual si la tentación del cinismo es
vencida. Hay, a partir de aquí, un primado de la voluntad de Dios, que genera en
nosotros una actitud de indiferencia ante lo que la vida propone. Hay, también, una
comprensión más aguda de la salvación y de la vida de fe, más allá de la justificiación
por las obras y los méritos. Una nueva imagen de Dios va emergiendo, menos drástica,
más integradora de los conflictos vitales, más cristológica. Es la gracia que va tomando
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nuestra vida en sus manos. Esta es la experiencia fundante que se da en nosotros
inicialmente. Pero no podrá consolidarse sino hasta mucho después.
Esta experiencia funda nuestra fe adulta. Y esto es básico para nuestra configuración
como cristianos, como quienes queremos vivir de la fe, del espíritu de fe. No se puede
pedagogizar –es decir, poner en términos de objetivos, programas, plazos- porque es
puro don de Dios en el diálogo inmediato con el hombre; no se puede, tampoco,
localizar puntualmente estableciendo cómo se produjo, porque es atemática. Pero todos
sabemos cuándo hemos pasado por ahí y los demás también podemos percibirlo en
otros. Es una experiencia que da sentido al sinsentido, que libera la libertad, que rompe
las clausuras hacia lo infinito, lo impensado, lo incondicional. Esta fe funda nuestra vida
en un amor que está más allá de nosotros, siempre primero y nos hace descubrir –como
al P. Torcy en el Diario de un cura rural- que todo es gracia.
Esta experiencia teologal se puede captar por la transformación que se realiza en la
persona, en su capacidad de aceptación confiada, en su forma de encarar el tiempo, en
su modo de relación de encuentro y unión cada vez más irrestricta. Es eso que en la
tradición cristiana llamamos fe, esperanza y caridad. Es la actividad del Espíritu en
nosotros. Esta experiencia de Dios tiene también su contratara en la experiencia del mal,
el mal culpable y el mal inocente.
Pero esta experiencia fundante no se da de modo directo -ya que es atemática e
inmediata- sino en el seno de lo que Garrido llama experiencias configuradoras. Son
experiencias que se dan en situaciones históricas localizables, ámbitos diríamos
nosotros, dentro de las cuales se da la conversión personal. Para La Salle, por ejemplo,
estas experiencias configuradoras fueron el encuentro con Nyel, el convivir con los
maestros, el descubrir de cerca las necesidades de los pobres, junto a las noches de
oración y las conversaciones con sus directores espirituales. Allí, en el seno de estas
experiencias que van madurando a la persona, emerge la experiencia fundante.
Estas situaciones o ámbitos particulares son más susceptibles de ser organizados, pero
siempre dentro del respeto por la acción de la gracia y la libertad que tienen su diálogo
del todo particular.
Tercera etapa, la segunda edad
A partir de los 40 ó 45 y hasta los 65, aproximadamente, corremos sobre un terreno
conocido, pero con la certeza cada vez más clara de que no queda mucho tiempo para
cumplir con lo que esperamos de nosotros o lo que los demás pensamos que esperan.
Empezamos incluso a sentir que lo que proponemos ya no tiene tantos resultados como
antes. Experimentamos ciertos fracasos.
Al mismo tiempo, empezamos a sentir una nueva lucidez sobre las cosas. Conquistamos
nuestra propia voz, nuestras propias palabras. Estamos en condiciones de hacer aportes
que son verdaderamente propios. Parece que por fin estamos entendiendo cómo es todo.
Entendemos que se trata más de aceptar que de transformar.
En medio de esto puede surgir la llamada crisis de reducción, es decir, esas podas que la
vida produce en nosotros y que son, obra de Dios.
Podemos vivir esto con un desánimo que nos lleva al arrepentimiento del proyecto
vivido y a la no resignación ante cualquier nuevo proyecto que parece sacarnos de la
tranquilidad conquistada. Nos contentamos con lo logrado y cínicamente decimos que
no hay más. Empezamos a vivir del pasado.
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Pero podemos vivirlo como noches que llevan al amanecer. Podemos descubrir que la
dinámica de la vida nos ofrece nuevos roles, nuevos modos, nuevas experiencias. Este
es el momento en que la experiencia fundante, si se dio, se consolida. Y la persona
puede empezar a vivir de su fe madura, unificando cada vez más su personalidad en
torno a Dios. En este tiempo es, entonces, necesario que se produzca en el creyente una
nueva conversión, que nos conduce a una mayor unificación
Cuarta etapa, la tercera edad
A partir de los 65 comienza, socialmente hablando, con la jubilación, la tercera edad.
Comienzan también los primeros llamados de atención serios sobre nuestra salud. El
tiempo vivido es claramente más largo que el que queda por vivir, hay que calcular las
fuerzas al comenzar algo nuevo. La muerte no es ya un fantasma sino algo que se
empieza a acercar, comenzando con los amigos y compañeros. Es tiempo propicio para
experiencias radicales, profundamente religiosas, relativas a lo auténticamente último.
Narratividad
La segunda figura que podemos tomar para pensar la catequesis es la de la narración, la
vida como narración. Son muchas las fuentes sobre este aspecto que pueden señalarse,
pero sobresale la noción de identidad narrativa trabajada por Paul Ricoeur.
Vivir la vida humanamente, ya lo decía Platón, es vivir una vida que se piensa a sí
misma, una vida que puede ser contada. Pasar de las meras vivencias a las experiencias
requiere narrarlas. Narrarlas es el primer paso para interpretarlas o, mejor dicho, es ya
un comienzo de interpretación, un modo de comprenderlas y valorarlas. Pero esta
narración no es nunca solitaria. Está, primeramente, mediada por las narraciones que
hemos escuchado, leído, visionado y contado desde que éramos niños. Y, además, está
sujeta a toda posible intertextualidad con otras narraciones futuras que podremos
escuchar, leer, visionar o contar. Desde la perspectiva de la fe, las narraciones bíblicas
son símbolos poderosos para nuestra propia formación como narradores. En cierto
modo, podemos decir que sólo en el diálogo y la intertextualidad que nos proporciona la
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lectura o el visionado de películas, podemos pensarnos narrativamente, podemos
construir nuestras identidades.
Un buen “formador” o “catequista” es un buen narrador de su propia experiencia.
Traducir
Podemos pensar una tercer figura para pensar la iniciación cristiana. Es la figura de la
formación como traducción. Básicamente se postulan tres modelos de traducción:
1. El modelo literalista toma el texto extranjero desde la lengua propia y fuerza la
lengua propia para copiar lo extraño aunque ambos salgan perdiendo en
claridad.
2. El modelo paródico toma el texto extranjero y adapta formas y contenidos desde
el mundo propio, pretendiendo que el gusto y la comprensión del lector queden
confortados. Es una traducción profundamente etnocéntrica.
3. El modelo de la traducción flexible toma el texto extranjero y renuncia a lo
propio para crear algo nuevo, para lo cual tiene que forzar la propia lengua y,
sobre todo, requerir que el lector se adapte y forme su propio gusto ante lo
nuevo.
Podemos pensar que la catequesis se da en un diálogo entre lo propio y lo ajeno, y que
es como un fenómeno que se da entre lenguas extrañas o, al menos, diferentes. Que
cuando la tradición dice una palabra, escuchamos algo que no nos es comprensible en
primer término y que tendemos a apropiarnos de él en alguno de los tres modos
señalados.
La experiencia es justamente eso mismo: el encuentro con una alteridad que resiste a ser
incorporada, que cuestiona lo que creíamos, sabíamos, teníamos como seguro. Y la
experiencia puede ser encarada en cualquiera de estos tres modelos. Sólo alguien
inquietamente satisfecho puede moverse en un esquema de experiencia que se
corresponda con el tercer modelo de traducción y con unos procesos formativos
análogos. Los otros representan la actitud de personas cerradas que, o bien repetirán a la
letra las nuevas consignas sin que eso modifique nada, o bien las homogeneizarán hasta
hacer desaparecer cualquier amenaza.
De aquí la importancia de la mediación, la colaboración del traductor. Un buen
traductor, un buen “formador”, es un lector que puede guiar en una lengua extranjera.
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Quizá, etimológicamente, ¿quién sabe? Puede ser. Puede que se dé. En el no saber y el
no poder, tal vez, se dé algo. Algo nuevo, algo que interrumpe el puro devenir.
Si todo fuera pedagogizable, es decir, plausible de colocar en un plan preciso, no habría
interrupción sino una reproducción absolutamente normal de lo vigente. Pero esto no es
así.
En la formación, entregamos una vida que no será la nuestra ni la continuación de la
nuestra. Entregamos un tiempo que no será nuestro tiempo ni la continuación de nuestro
tiempo. Entregamos una palabra que no será nuestra palabra ni la continuación de
nuestra palabra. Entregamos un pensamiento que no será nuestro pensamiento ni la
continuación de nuestro pensamiento. Entregamos unos sentimientos que no serán
nuestros sentimientos ni la continuación de nuestros sentimientos. Entregamos unos
valores que no serán nuestros valores ni la continuación de nuestros valores.
Porque serán la vida, el tiempo, las palabras, los sentimientos, los valores y los
pensamientos de otros. Vida, tiempo, palabras, sentimientos, valores y pensamientos
otros. Vida, tiempo, palabras, sentimientos, valores y pensamientos por venir.
Y sin embargo, eso otro, la nueva vida, el nuevo tiempo, las nuevas palabras, los nuevos
sentimientos, los nuevos valores y los nuevos pensamientos, no podrán darse si hoy no
entregamos lo nuestro. Entregamos una vida que no podremos poseer. Entregamos un
tiempo en el que no podremos permanecer. Entregamos unas palabras y unos
pensamientos que no comprenderemos. Entregamos unos sentimientos y unos valores
que nos resultarán extraños. Eso es mediar, posibilitar la alteridad, la alter-nativa, el
nacimiento de lo otro.
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Lo “sobrenatural” se revela, fenomenológicamente, de modo indirecto en el
ámbito de lo “natural”
Lo afectivo es un lugar privilegiado de esa manifestación
Los procesos formativos tienen que ser personalizados
Mediaciones estructurales
Todo aquello que fortalezca las operaciones que integran el proceso de la experiencia:
percibir, recordar, comprender, valorar, decidir.
Y todo aquello que fortalezca la autoconciencia, la intersubjetividad, el trabajo, la
inserción activa en contextos socioculturales y el mundo simbólico.
Todas estas mediaciones contribuyen a construir una persona capaz de experiencia.
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Los sacramentos como mediaciones cuando no cosifican la gracia sino que son
expresión de la vida interior de la comunidad a la que pertenecemos, vida en el
Espíritu de Jesucristo.
Mediaciones escatológicas
La tarea de la formación de un adolescente cristiano no es un esfuerzo humano
unilateral. En realidad, no lo es en el caso de ningún hombre. Hay una serie de
mediaciones que vienen ofrecidas por Dios en Jesucristo por el Espíritu en el ministerio
de la Iglesia. Es el régimen de gracia en el que vivimos y que debemos siempre dar por
supuesto como operante. Las mediaciones estructurales se encaminan a la apertura de la
libertad, a la subjetivación responsable, para recibir este don y hacerlo fecundo. Entre
estas mediaciones podemos citar: la comunidad, el Instituto, nuestro Fundador y el
testimonio de nuestros Hermanos santos, el sentido de fe del Pueblo de Dios, la Iglesia,
el Magisterio, los Ministerios, la Palabra de Dios en la Biblia y la Tradición, la liturgia y
los sacramentos…
Mediaciones configuradoras
Un tipo de mediación compleja merece ser destacado. Muchas veces podrían pensarse
como ámbitos. Son aquellas dentro de las que podemos producir esas experiencias
configuradoras de las que hablamos anteriormente. Como esas experiencias tienen que
ver con la experiencia fundante, no son experiencias pedagogizables en el sentido de
que pueden programarse para que la produzcan, pero sí pueden predisponernos a la
experiencia de fe. Debemos cuidarlas al construirlas, pero hacerlo de un modo en que
comprendamos que todo depende de Dios.
En definitiva, la experiencia configuradora principal será siempre la oración. La oración
no es una mediación configuradora en sí misma, sino que es creadora de una relación
permanente que facilitará la experiencia teologal cuando pueda darse.
Ciertos retiros o sesiones de formación prolongada que se ofrecen en algunos momentos
de la vida considerados clave –como los retiros de 30 días o encuentros de varios
meses- deberían ser experiencias configuradoras. Sin embargo, muchas veces fallan
porque no hay una persona con una relación que pueda producir una experiencia
teologal. Otras veces fallan, porque esta intencionalidad no viene suficientemente tenida
en cuenta en las actividades preparadas, que son pensadas desde criterios academicistas
o técnicos exclusivamente.
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