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Acompañar es activar experiencias

Definimos el acompañamiento como el servicio de personalización de los procesos


formativos, un servicio de autoapropiación. Y sostenemos que el contenido de la
formación son las experiencias. Pero hacemos esto en un mundo en el que la
experiencia auténtica se evita. ¿Qué significa todo esto?

En este horizonte cultural


Es casi un lugar común referirse a nuestros días como un tiempo en el que la
experiencia ha sido imposibilitada. Así lo expresa, por ejemplo, Giorgio Agamben: “En
la actualidad, cualquier discurso sobre la experiencia debe partir de la constatación de
que ya no es algo realizable. Pues así como fue privado de su biografía, al hombre
contemporáneo se le ha expropiado su experiencia: más bien la incapacidad de tener y
transmitir experiencias, quizás sea uno de los pocos datos de que dispone sobre sí
mismo.” (Agamben, 2004: 7). Por ese motivo, es bueno que comencemos tratando de
comprender qué podemos esperar de nuestra idea en esta situación cultural.
Walter Benjamin ha sido, tal vez, el primero en alertar sobre esta situación en dos
escritos suyos que han venido a ser como clásicos sobre el asunto: “Pobreza y
experiencia” en 19331 y “El narrador” en 19362. Se refiere él a la incapacidad de la
generación que volvió de la Guerra Europea para comunicar lo que había vivido en el
campo de batalla y para comprender cómo cambió el mundo en el decenio siguiente. En
lugar de unas palabras que pudieran dar cuenta de lo vivido y aprendido, una avalancha
de sentidos clausurados fueron colocados en su lugar. Y junto con los discursos, el
complemento de la vida confortable que no deja de crecer (como apropiada o como
soñada), reduciendo cada vez más los márgenes posibles de la experiencia y
suplantándola con información fragmentaria e inabarcable, sensaciones groseras y
aisladas, simulacros de realidad… y el consecuente esfuerzo para conseguirlos.
En la película de Gregory Chujrai, La balada del soldado, de 1959, asistimos a una
escena terrible. Aliocha, el soldado puesto como ejemplo de la conducta soviética
heroica, visita al padre de otro soldado desconocido quien le pidió que llevara saludos
suyos al pasar por su pueblo. Preguntado por el anciano herido en un bombardeo sobre
la situación del hijo, al no conocerlo verdaderamente, Aliocha cuenta una serie de
retazos de un discurso heroico que no son ciertos. Son los que la película le está
adjudicando a él, pero tampoco son ciertos en su caso.
La vida se ha vuelto opaca. Hay poco qué decir sobre ella, poco que aprender de lo
cotidiano. Nos cuesta ser concientes de lo que vivimos y considerarlo valioso.
Terminamos el día cansados, llenos de cosas que hemos hecho, pero que difícilmente
pueden transformarse en experiencias. La vida no nos enriquece sino que nos
empobrece. No hay, en la vida diaria, elementos cuya densidad sea tal, que generen una
autoridad suficiente como para basarnos en ellos.
Muchas veces nos vemos tentados a pensar que esto es algo que se da en los jóvenes. Lo
vivimos a diario en nuestras aulas y en los barrios en los que vivimos. La película de
Gus Van Sant Mi propio Idaho (1991) nos deja ver las idas y venidas de Mike, un joven
prostituido que sufre de narcolepsia. Él y otros muchachos caídos en la prostitución se
constituyen en un poderoso icono de una generación obligada a vender su humillación
para poder vivir. Mike y su enfermedad del sueño es la imagen de esta incapacidad de
1
Publicado en Discursos interrumpidos I. Madrid. Taurus. 1982.
2
Publicado en Iluminaciones IV. Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Madrid. Taurus. 1998.

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conciencia, de esta huida ante la experiencia. Porque, en cierto modo, como dice
Agamben, “tal vez, en el fondo de ese rechazo en apariencia demente, se esconda un
germen de sabiduría” (Id.: 10). Pero no es algo que simplemente le sucede a la nueva
generación.
Ya nos lo había evidenciado Luis Buñuel en El discreto encanto de la burguesía (1972)
con ese grupo de adultos, sacerdote incluido, que camina sin ir a ningún lado y que no
puede completar ninguna acción.
La imagen de muchos de nosotros ante un televisor o una computadora, haciendo
zapping o navegando por la Web, en la noche, al terminar el día, dice mucho de este
vacío de experiencia. El silencio se nos ha vuelto amenazante; necesitamos llenarlo de
música y noticias, de novelas y de novedades. La verdad y el valor no son algo que
podamos destilar de la meditación cotidiana. Vivimos animados por eslóganes y por
imágenes.
Tal vez podríamos poner en conexión esta imposibilitación de la experiencia en nuestro
tiempo con la proliferación de los no lugares trabajados por Mar Augé (1992).

¿Qué son las experiencias?


Cuando la filosofía reflexiona sobre la experiencia, nos dice que es el modo
específicamente humano de vivir. Tiene que ver con un encontrarnos abiertos a la
realidad percibiéndola como tal y articulándola en unidades significativas.
La palabra experiencia viene del latín experior, probar, que comparte la raíz con peritia,
peritus y periculum. Ella está combinando el riesgo y el saber, un saber que implica
arrojo, constancia ante la adversidad. El sufijo ex habla del origen de este saber. Es un
saber que tiene su carta de origen en esa peritia. La autoridad viene de este sufrimiento
que ha constituido a alguien como peritus.
De modo que la experiencia es algo que te pasa y algo que hacés con lo que te pasa. Una
experiencia no se tiene, no se planifica, se hace cuando a uno le pasa. Tiene siempre
elementos de pasividad y elementos de actividad. Reduciéndola a un esquema, podemos
intentar lo siguiente:
Algo que pasa Recuerdo de lo Comprensión de lo Valoración de lo
acontecido recordado comprendido
Atención Comprensión Valoración
Percepción-memoria inteligente ética
Sensibilidad Interpretación
mediaciones culturales-mediaciones culturales-mediaciones culturales-mediaciones

Algo sucede y tiene el poder suficiente como para captar nuestra sensibilidad. Hay en
esa sensibilidad ya una serie de elementos culturales que nos median la percepción y,
sin embargo, hay una posibilidad de in-fancia, de sensibilidad sin palabra antes de
pronunciarnos sobre el sentido o la significación de algo que pasa.
De todos modos, no basta con el primer impacto. Para que algo que pasa se traduzca en
experiencia, necesitamos recordarlo suficientemente como para que se pueda abrir un
espacio de reflexión interpretativa. Nuevamente hay mediaciones culturales que nos
llevarán a completar los recuerdos, a hacerlo con determinadas bases técnicas y

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lingüísticas. Pero sólo así podremos pensarlo. Pensar es lo que abrirá lo vivido hacia
alguna significación que pueda incluirse con sentido en la trama de lo que venimos
viviendo. Y el pensarlo y poderlo comprender también está marcado por elementos de
nuestra cultura.
Finalmente, la interpretación que hacemos de lo vivido, para transformarse en
experiencia, para que podamos aprender de ello, deberá poder juzgar éticamente lo que
hemos comprendido. Evidentemente, también aquí los marcos valorativos son recibidos
y negociados culturalmente.
Desde este esquema, podemos subrayar algunos elementos importantes de la
experiencia:
 La apertura. Ser humano implica una vivencia de lo que acontece como abierto
al sentido, es decir, como no clausurado sobre un sentido predeterminado, como
un vivir que no es fijo, errante. La posibilidad de hacer experiencia tiene que ver
con esta situación de in-definición de lo humano. El hombre es ser de
experiencia porque nada viene dado para él de modo inexorable.
 El tanteo. Esta apertura lo lleva a buscar el sentido y el valor sin saber de
antemano dónde están. Justamente, como dijimos anteriormente, la pretensión
de señalar dónde reside el significado y el valor es un modo de obturar la
experiencia.
 La distancia. No hay posibilidad de experiencia sin mediaciones. Las
mediaciones se interponen justamente cuando hay distancia. Si viviéramos
totalmente identificados con lo que sucede no podríamos hacer experiencia, lo
nuestro sería el puro vivir sin conciencia. La distancia viene de esta capacidad de
darnos cuenta de lo vivido, de recordarlo y de abrirlo a sus posibles significados
y valores. Pero es posible fusionarnos y dejarnos vivir, dejarnos llevar por el
flujo de lo que va pasando, sin detenernos. Porque la distancia no es algo
permanente. Su espontaneidad es visible en los niños pequeños que empiezan a
hacerse preguntas sobre lo que viven. Pero esa espontaneidad requiere
educación. Evitar la distancia es otro modo de obturarla.
 Mediación cultural. La cultura es, precisamente, fruto de la experiencia humana
acumulada por milenios. En la base de las mediaciones está el lenguaje. El modo
de enriquecer la experiencia tiene que ver con el enriquecimiento cultural. Pero
también hay allí un riesgo de obturación, cuando todo nuevo aprendizaje queda
abolido por suponerse que las elaboraciones ya hechas tienen respuesta para
todo. Necesitamos de las mediaciones para crear y hacer consistente la distancia
ante lo que vivimos. Necesitamos mediaciones para nombrar lo que pasa, para
poner de relieve algo de lo que nos pasa y recordarlo, para recortarlo sobre el
continuo de los recuerdos, para estructurar sus significados posibles y para
valorarlo.
 Significado y valor estructurados. Es necesario que lo que interpretamos de lo
que vivimos pueda estructurarse en unidades mayores que el episodio, unidades
complejas, dinámicas, sincrónicas o diacrónicas, pero en posibilidad de dialogar
con otras experiencias estructuradas por nosotros y por otros.
En la película Diario de un cura rural, de Robert Bresson (1950), incluso tal vez mejor
que en la novela de Bernanos sobre la que está hecha la adaptación, podemos atisbar el
proceso de experiencia del P. Torcy ante todas las adversidades físicas, espirituales y

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sociales de esta primera parroquia. El diario, la conversación con otro párroco o con un
antiguo sacerdote y la carta final, se tornan espacios de memoria y comprensión, de
interpretación religiosa que requiere de la escritura o del diálogo, de la mediación
ligüística que permita salvar la distancia, apropiarse de lo vivido, aprender de ello.

Por una posible tipología de experiencias humanas


Experiencias categoriales y experiencia trascendental
Si consideramos los caminos de apertura de lo humano, podemos básicamente pensar en
tres grandes ámbitos: el mundo, la interioridad y los otros. Si quisiéramos llamarlos con
Emmanuel Mounier, cuya antropología está a la base de documentos claves de nuestra
tradición congregacional como la Declaración o la misma Regla, diríamos encarnación,
vocación y comunión, que han sido traducidos, reduciendo lo humano a nuestra vida
concreta, como misión, consagración y comunidad, que en la versión para los seglares
o, incluso los alumnos y exalumnos, traducimos como servicio, fe y comunidad. Estos
tres ámbitos de apertura o dimensiones de lo humano, de nuestra vida, deben ser
pensados sin dualismos ni monismos, en una interrelación profunda, dialogal, tensional,
de unidad en la diferencia.
Podríamos intentar la siguiente tipología a partir de estas tres aperturas ambitales. Como
ámbitos humanos que son, las presentamos como tensiones bipolares entre las que
debemos vivirlas. Ningún ámbito es reducible a uno de sus polos a condición de no
destruirlo. Los polos no nombran la experiencia en cuanto a percepción sensible sino su
interpretación, es decir su momento de verdad y de valor. Y la nombran epocalmente, de
manera siempre provisoria.
1. Tipos básicos de experiencia de la encarnación en el mundo
1.1. inmersión/distancia: nuestra estar en el mundo como presencia humana implica
la experiencia de encontrarnos plenamente en él con la posibilidad de
trascenderlo. De ahí la necesidad de este juego estructurante de estar sin
fundirnos con el mundo en el que vivimos.
1.2. objetividad/hermenéutica: una primera trascendencia ante este mundo en el que
estamos encarnados es la cognitiva, la que nos permite establecer una serie de
objtetivaciones que juzgamos verdaderas sobre lo que acontece. Pueden ser
verdades de experiencia personal, verdades científicas, verdades técnicas. Pero
estas objetivaciones siempre son interpretaciones que no terminan de ajustarse,
que siempre pueden reformularse, que están abiertas a nuevos datos, que
implican un diálogo de interpretación constante.
1.3. facticidad/proceso: el mundo en el que estamos encarnados se nos presenta
como un hecho, tanto en lo que tiene que ver con su espacialidad (Factum)
como en lo relativo al tiempo (Fatum). En el momento en que vivimos, todo
parece estar cerrado, cuajado, determinado. Pero los procesos conmueven los
espacios y los tiempos. Todo está en devenir, todo cambia, aunque no lo
percibamos así. Y estos procesos son siempre complejos, interrelacionados e
indeterminados. Mantener unidos los dos polos nos torna personas capaces de
aceptación, actitud fundamental en esta vida con sus límites e, incluso, ante el
mal inocente.
1.4. dominación/pequeñez: el mundo se nos abre como un inmenso reservorio que
puede ser visto como puro medio para unos fines que le podríamos imponer de

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acuerdo a nuestras necesidades. Y esto es parcialmente cierto pero peligroso sin
el polo de la pequeñez humana ante el mundo. El cultivo de ambos valores es
imprescindible ya que juntos configuran esa conciencia ecológica sin el cual no
podemos estar en este mundo con futuro.
1.5. diferencia/comunión: ante el mundo, la actitud básica se refiere a nuestra
diferencia. No somos animales, no somos plantas, no somos cosas. Pero hay en
el ser una comunalidad profunda de la que debemos hacernos concientes. La
posibilidad de trascender este mundo hunde sus raíces en esta maravilla.
1.6. materialidad/trascendencia: somos seres corporales, materiales, y nuestra
comunión con todo lo que existe es profunda, pero somos los únicos seres que
podemos ir más allá, que podemos salir del límite material para trascenderlo en
la verdad, en el valor, en la belleza y en el amor por los demás y por Dios.
Desde la perspectiva de la posibilidad de la experiencia de Dios, la integración
tensional cuerpo/espíritu es fundamental. Toda una nueva educación ascética
necesita ser pensada desde la experiencia del cuerpo que hoy es posible, de una
corporalidad/espiritualidad cuidada como mediación de una vida mejor.
2. Tipos básicos de experiencia de la vocación o de la interioridad
2.1. mismidad/ipseidad: en la experiencia de nuestra propia subjetividad, nos
interpretamos como continuidad, como estables en nuestra identidad. Pero en
tanto que narraciones de nuestra propia vida, experimentamos otro polo que
más que una identidad es una promesa, un inacabamiento, una fluidez, una
apuesta. Este segundo polo, al que los filósofos llaman ipseidad, está a la base
de esa vivencia fragmentada o de múltiples apelaciones que tenemos. Entre
ambos polos, nuestra identidad narrativa.
2.2. realización/labilidad: nos vivimos como promesa posible de ser y como una
certeza, un poder de llegar a ser. Pero, a la vez, sabemos de nuestras propias
cobardías, de nuestros arrepentimientos, de nuestros sabotajes, de nuestras
traiciones, de nuestros pecados. Nuestro proyecto personal se juega en esta
polaridad con la dinámica de la conversión permanente.
2.3. aceptación/decisión: es la contratara subjetiva de la tensión facticidad/proceso.
Tiene que ver con el descubrimiento del sentido del proyecto personal como
una posibilidad situada. El ámbito de las necesidades y pulsiones forma parte
del campo de la aceptación.
2.4. teoría/patética: somos capaces de trascendencia cognitiva y desarrollamos
nuestro saber sobre nosotros y sobre el mundo y los demás haciendo teorías,
desplegando saberes explicativos e, incluso, predictivos. Pero esta no es toda la
sabiduría que explica la vida. También debemos cultivar nuestra trascendencia
estética y dramática desde una patética de la experiencia, es decir, desde los
elementos no racionales que dan cuenta de la vida de otro modo que la
explicación causal, argumentativa.
3. Tipos básicos de experiencia de la comunión con los otros
3.1. diferencia/semejanza: cuando nos enfrentamos al rostro del otro, a la piel del
otro, somos afectados por su presencia. Unas veces por su maravillosa
semejanza; otras, por su aterradora diferencia. Y al revés. Unas veces la
semejanza nos asusta y la diferencia nos atrae. La comunidad humana vive en
esta polaridad.

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3.2. tradición/innovación: el encuentro con los otros no se refiere sólo a las
relaciones cortas, cara a cara. También se extiende con la sociedad más anónima
y su continuidad en el tiempo. Todos vivimos de la experiencia consolidada y
heredada. Estamos sostenidos por una tradición. Pero la presencia humana en
ella es innovación posible. Eso es la pertenencia.
3.3. cultura/valor: en la pertenencia a una sociedad particular, en un momento dado
de la historia de esta tradición concreta, hay un conjunto de elementos
consolidados que llamamos cultura. Estos han llegado a ser tal cosa porque se
los supone aptos para cobijar significados y valores que la tradición atesoró.
Pero es posible que esos significados y valores estén en disonancia con los
elementos culturales que se suponen los cuidan y potencian. La consideración
del valor en sí puede estallar las formas culturales que los encierran y
esterilizan. Esto es la capacidad crítica como experiencia.
Más allá de estas experiencias típicas que podríamos llamar categoriales, Karl Rahner,
en su clásico Curso fundamental sobre la fe (1981), reconoce una experiencia
trascendental, condición de toda posibilidad de cualquier otra experiencia. Es la
experiencia de la trascendencia, experiencia del conocer, del querer y del decidir
trascendentales, es decir, una experiencia que no tiene un objeto particular sino la
misma experiencia en cuanto conciente. Si las experiencias categoriales tienden a
objetos determinados y, por lo tanto tienen una capacidad de denotación reducida, la
experiencia trascendental, en cambio, es atemática y tiene una capacidad de denotación
irrestricta.

Experiencia de Dios
Todas estas experiencias son un camino posible para la experiencia de Dios, ya que esta
es siempre concomitante a otra, en tanto trascendencia religiosa de una experiencia
inmanente que ha sido trascendida cognitiva, ética o estéticamente.
La experiencia de Dios requiere de unos ojos propios que se consiguen en el silencio de
la oración. Son los ojos de la fe, ya que la experiencia de Dios es siempre un acto de fe.
La mediación particular de la experiencia de fe, particularmente, simbólica. Esta
mediación se inserta en un sistema de creencias propio de una tradición religiosa. Entre
el símbolo y las tradiciones hay un juego dialéctico. Lo mismo sucede entre la
experiencia particular de Dios y el sistema religioso en cuyo marco se hace.
Como insiste el P. Garrido (Cf. 1996: 39) estamos convencidos de que el lugar
privilegiado para la experiencia de Dios son los ámbitos culturales secularizados. Allí
vivimos. Allí nos sentimos permanentemente desafiados. El P. Garrido habla de la
experiencia de Dios como experiencia teologal, queriendo señalar con esta expresión,
que, en esta experiencia, Dios es percibido “de un modo real e inmediato, pero no
objetivable” (Ibíd.). De este modo, se coloca en las huellas de Rahner con su modo de
entender la experiencia trascendental como condición de toda experiencia de Dios.
En esta experiencia Dios se muestra sin imágenes, como alguien que pasa por nuestra
vida y deja una huella de ausencia. Es alguien que se nos da sin que lo podamos poseer.
Y su paso genera más la experiencia de lo absoluto, de lo incondicional a quien se debe
obedecer y adorar, que la percepción verificable o el consuelo fácil. Es una experiencia
que requiere fe, no tanto un saber que controle y dispone. Justamente nuestra cultura
secular, con todas las denuncias de sospecha sobre la religión, nos pone en mejor
situación para una experiencia auténticamente teologal.

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Experiencia fundante, una emergencia de proceso lento
Entre las experiencias de Dios a lo largo de la vida, reviste una importancia mayor la
llamada experiencia fundante.
Primera etapa, último período de la adolescencia
En la comprensión que el P. Garrido tiene del asunto, el proceso de personalización no
puede comenzar antes de los 18 años o 20 años, cuando el adolescente ha terminado de
“equiparse”. Sólo entonces puede comenzar un lento trabajo de definición de su
proyecto de vida y de construcción de subjetividad en la que confrontará el ideal del yo
con el yo real. Esta crisis de autoimagen será su primer umbral de personalización.
El equipamiento inicial del que habla Garrido se refiere tanto a la estructuración
psicológica integrada, como a un sentido incondicional de la existencia que incluya, al
menos, una apertura a lo religioso. Entre los 18 y los 25 los ideales relativos a este
equipamiento se combinan con una cierta estabilidad emocional que permite a la
persona comenzar a desarrollar relaciones de intimidad que son compatibles con sus
inquietudes sociales. La pregunta de quien continúa creciendo tiene que ver con el
sentido global de su vida en tanto que identidad, no sólo en cuanto a ocupación o
compañía y con el proceso de tomar su propia vida en las manos. Eso es la
personalización.
La experiencia clave, propia de este momento de la vida, tiene que ver con la crisis de
autoimagen, es decir, con la puesta en cuestión de los ideales del yo en función del yo
real, de las condiciones de la libertad, de la distancia ante las expectativas sociales, de la
voluntad de Dios descubierta. Esto es lo que conducirá a la auténtica personalización,
libre de idealizaciones e ideologizaciones. Las mediaciones propuestas en la formación
de esta persona no deberán reforzar los ideales del yo sino confrontarlo con el principio
de realidad, aunque sin producir confusiones ni forzar otras fuerzas inconcientes que
podrían dañar a la persona.
Sólo cuando la personalización sea algo encaminado -ciertamente no antes de los 25
años- podrá comenzar la etapa inicial que puede conducir a la llamada experiencia
fundante.
Segunda etapa, la adultez joven
Entre los 25 y los 40 ó 45, la persona que va madurando vive su compromiso con todo
entusiasmo en medio de una serie de tensiones. Sin embargo, en medio de estos años,
surge imperceptiblemente una nueva crisis, la crisis del realismo. El mundo no cede tan
fácilmente al entusiasmo. Los demás no son tan fieles como pensábamos. Nosotros
mismos tampoco. El proyecto que tenemos tampoco parece del todo viable. La
tentación fuerte es la de cinismo, la del arrepentimiento, la de cambiar todo el proyecto
porque parece equivocado.
Este es el momento propicio para la experiencia teologal, para un nuevo tipo de amor
que nos lleve a ir mucho más allá de lo pensado. Es en este tiempo en que, realmente,
culmina la iniciación de la persona a su vida espiritual si la tentación del cinismo es
vencida. Hay, a partir de aquí, un primado de la voluntad de Dios, que genera en
nosotros una actitud de indiferencia ante lo que la vida propone. Hay, también, una
comprensión más aguda de la salvación y de la vida de fe, más allá de la justificiación
por las obras y los méritos. Una nueva imagen de Dios va emergiendo, menos drástica,
más integradora de los conflictos vitales, más cristológica. Es la gracia que va tomando

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nuestra vida en sus manos. Esta es la experiencia fundante que se da en nosotros
inicialmente. Pero no podrá consolidarse sino hasta mucho después.
Esta experiencia funda nuestra fe adulta. Y esto es básico para nuestra configuración
como cristianos, como quienes queremos vivir de la fe, del espíritu de fe. No se puede
pedagogizar –es decir, poner en términos de objetivos, programas, plazos- porque es
puro don de Dios en el diálogo inmediato con el hombre; no se puede, tampoco,
localizar puntualmente estableciendo cómo se produjo, porque es atemática. Pero todos
sabemos cuándo hemos pasado por ahí y los demás también podemos percibirlo en
otros. Es una experiencia que da sentido al sinsentido, que libera la libertad, que rompe
las clausuras hacia lo infinito, lo impensado, lo incondicional. Esta fe funda nuestra vida
en un amor que está más allá de nosotros, siempre primero y nos hace descubrir –como
al P. Torcy en el Diario de un cura rural- que todo es gracia.
Esta experiencia teologal se puede captar por la transformación que se realiza en la
persona, en su capacidad de aceptación confiada, en su forma de encarar el tiempo, en
su modo de relación de encuentro y unión cada vez más irrestricta. Es eso que en la
tradición cristiana llamamos fe, esperanza y caridad. Es la actividad del Espíritu en
nosotros. Esta experiencia de Dios tiene también su contratara en la experiencia del mal,
el mal culpable y el mal inocente.
Pero esta experiencia fundante no se da de modo directo -ya que es atemática e
inmediata- sino en el seno de lo que Garrido llama experiencias configuradoras. Son
experiencias que se dan en situaciones históricas localizables, ámbitos diríamos
nosotros, dentro de las cuales se da la conversión personal. Para La Salle, por ejemplo,
estas experiencias configuradoras fueron el encuentro con Nyel, el convivir con los
maestros, el descubrir de cerca las necesidades de los pobres, junto a las noches de
oración y las conversaciones con sus directores espirituales. Allí, en el seno de estas
experiencias que van madurando a la persona, emerge la experiencia fundante.
Estas situaciones o ámbitos particulares son más susceptibles de ser organizados, pero
siempre dentro del respeto por la acción de la gracia y la libertad que tienen su diálogo
del todo particular.
Tercera etapa, la segunda edad
A partir de los 40 ó 45 y hasta los 65, aproximadamente, corremos sobre un terreno
conocido, pero con la certeza cada vez más clara de que no queda mucho tiempo para
cumplir con lo que esperamos de nosotros o lo que los demás pensamos que esperan.
Empezamos incluso a sentir que lo que proponemos ya no tiene tantos resultados como
antes. Experimentamos ciertos fracasos.
Al mismo tiempo, empezamos a sentir una nueva lucidez sobre las cosas. Conquistamos
nuestra propia voz, nuestras propias palabras. Estamos en condiciones de hacer aportes
que son verdaderamente propios. Parece que por fin estamos entendiendo cómo es todo.
Entendemos que se trata más de aceptar que de transformar.
En medio de esto puede surgir la llamada crisis de reducción, es decir, esas podas que la
vida produce en nosotros y que son, obra de Dios.
Podemos vivir esto con un desánimo que nos lleva al arrepentimiento del proyecto
vivido y a la no resignación ante cualquier nuevo proyecto que parece sacarnos de la
tranquilidad conquistada. Nos contentamos con lo logrado y cínicamente decimos que
no hay más. Empezamos a vivir del pasado.

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Pero podemos vivirlo como noches que llevan al amanecer. Podemos descubrir que la
dinámica de la vida nos ofrece nuevos roles, nuevos modos, nuevas experiencias. Este
es el momento en que la experiencia fundante, si se dio, se consolida. Y la persona
puede empezar a vivir de su fe madura, unificando cada vez más su personalidad en
torno a Dios. En este tiempo es, entonces, necesario que se produzca en el creyente una
nueva conversión, que nos conduce a una mayor unificación
Cuarta etapa, la tercera edad
A partir de los 65 comienza, socialmente hablando, con la jubilación, la tercera edad.
Comienzan también los primeros llamados de atención serios sobre nuestra salud. El
tiempo vivido es claramente más largo que el que queda por vivir, hay que calcular las
fuerzas al comenzar algo nuevo. La muerte no es ya un fantasma sino algo que se
empieza a acercar, comenzando con los amigos y compañeros. Es tiempo propicio para
experiencias radicales, profundamente religiosas, relativas a lo auténticamente último.

Figuras posibles de la iniciación: itinerario, traducción,


narración
Itinerario
Es común hablar de la formación cristiana como un Itinerario Catequístico Permanente.
De hecho ha sido la opción, teórica al menos, de los obispos argentinos. Se trata de un
proceso permanente de iniciación, es decir, de inserción en la comunidad. No se trata,
en este itinerario, de una pertenencia que es cada vez más plena, sino de una conciencia
de pertenencia que es cada vez más plena.
Todos conocemos a muchas personas cuya conciencia de pertenecer al Instituto, de estar
vinculado a la iglesia, no se modifica durante toda la vida y permanece en la conciencia
de ser alguien que desempeña una tarea o, incluso menos, como alguien que solo
frecuenta un espacio. Y en esto puede haber muchísima fidelidad y sentido.
La iniciación cristiana es un proceso inicial de inserción comunitaria. El itinerario
permanente pone el acento en que la conciencia tiene que seguir creciendo después de la
última iniciación sacramental, la de la confirmación.
Un buen “formador” o “catequista” es un caminante que es conciente de su recorrido y
del nivel de conciencia en el que vive.

Narratividad
La segunda figura que podemos tomar para pensar la catequesis es la de la narración, la
vida como narración. Son muchas las fuentes sobre este aspecto que pueden señalarse,
pero sobresale la noción de identidad narrativa trabajada por Paul Ricoeur.
Vivir la vida humanamente, ya lo decía Platón, es vivir una vida que se piensa a sí
misma, una vida que puede ser contada. Pasar de las meras vivencias a las experiencias
requiere narrarlas. Narrarlas es el primer paso para interpretarlas o, mejor dicho, es ya
un comienzo de interpretación, un modo de comprenderlas y valorarlas. Pero esta
narración no es nunca solitaria. Está, primeramente, mediada por las narraciones que
hemos escuchado, leído, visionado y contado desde que éramos niños. Y, además, está
sujeta a toda posible intertextualidad con otras narraciones futuras que podremos
escuchar, leer, visionar o contar. Desde la perspectiva de la fe, las narraciones bíblicas
son símbolos poderosos para nuestra propia formación como narradores. En cierto
modo, podemos decir que sólo en el diálogo y la intertextualidad que nos proporciona la

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lectura o el visionado de películas, podemos pensarnos narrativamente, podemos
construir nuestras identidades.
Un buen “formador” o “catequista” es un buen narrador de su propia experiencia.

Traducir
Podemos pensar una tercer figura para pensar la iniciación cristiana. Es la figura de la
formación como traducción. Básicamente se postulan tres modelos de traducción:
1. El modelo literalista toma el texto extranjero desde la lengua propia y fuerza la
lengua propia para copiar lo extraño aunque ambos salgan perdiendo en
claridad.
2. El modelo paródico toma el texto extranjero y adapta formas y contenidos desde
el mundo propio, pretendiendo que el gusto y la comprensión del lector queden
confortados. Es una traducción profundamente etnocéntrica.
3. El modelo de la traducción flexible toma el texto extranjero y renuncia a lo
propio para crear algo nuevo, para lo cual tiene que forzar la propia lengua y,
sobre todo, requerir que el lector se adapte y forme su propio gusto ante lo
nuevo.
Podemos pensar que la catequesis se da en un diálogo entre lo propio y lo ajeno, y que
es como un fenómeno que se da entre lenguas extrañas o, al menos, diferentes. Que
cuando la tradición dice una palabra, escuchamos algo que no nos es comprensible en
primer término y que tendemos a apropiarnos de él en alguno de los tres modos
señalados.
La experiencia es justamente eso mismo: el encuentro con una alteridad que resiste a ser
incorporada, que cuestiona lo que creíamos, sabíamos, teníamos como seguro. Y la
experiencia puede ser encarada en cualquiera de estos tres modelos. Sólo alguien
inquietamente satisfecho puede moverse en un esquema de experiencia que se
corresponda con el tercer modelo de traducción y con unos procesos formativos
análogos. Los otros representan la actitud de personas cerradas que, o bien repetirán a la
letra las nuevas consignas sin que eso modifique nada, o bien las homogeneizarán hasta
hacer desaparecer cualquier amenaza.
De aquí la importancia de la mediación, la colaboración del traductor. Un buen
traductor, un buen “formador”, es un lector que puede guiar en una lengua extranjera.

Quizá, o la imposibilidad de pedagogizar la experiencia


Cualquiera de las tres figuras parece poderlo mostrar, al menos insinuarlo.
La vida como camino. La vida como relato. La vida como diálogo con traductor.
Cualquiera de estas formas está dotada de un dinamismo que hace imposible prever
desde un comienzo cómo viene lo siguiente. Es la experiencia lasallana: Dios que quería
comprometer al Señor de La Salle con la obra de las escuelas lo hizo de un modo
imperceptible y en mucho tiempo, de compromiso en compromiso, sin que él pudiera
preverlo desde un principio.
Esto nos tiene que hacer pensar en que, como decía Derrida, no hay categoría más justa
para el porvenir que la del quizá. Hablar de formación no es hablar de fabricación.
Fabricar algo es hacer que lo posible devenga un objeto real, concreto. Formar no tiene
que ver con esta manipulación. Formar tiene relación con un proceso orgánico y
milagroso por el que lo imposible se hace verdadero.

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Quizá, etimológicamente, ¿quién sabe? Puede ser. Puede que se dé. En el no saber y el
no poder, tal vez, se dé algo. Algo nuevo, algo que interrumpe el puro devenir.
Si todo fuera pedagogizable, es decir, plausible de colocar en un plan preciso, no habría
interrupción sino una reproducción absolutamente normal de lo vigente. Pero esto no es
así.
En la formación, entregamos una vida que no será la nuestra ni la continuación de la
nuestra. Entregamos un tiempo que no será nuestro tiempo ni la continuación de nuestro
tiempo. Entregamos una palabra que no será nuestra palabra ni la continuación de
nuestra palabra. Entregamos un pensamiento que no será nuestro pensamiento ni la
continuación de nuestro pensamiento. Entregamos unos sentimientos que no serán
nuestros sentimientos ni la continuación de nuestros sentimientos. Entregamos unos
valores que no serán nuestros valores ni la continuación de nuestros valores.
Porque serán la vida, el tiempo, las palabras, los sentimientos, los valores y los
pensamientos de otros. Vida, tiempo, palabras, sentimientos, valores y pensamientos
otros. Vida, tiempo, palabras, sentimientos, valores y pensamientos por venir.
Y sin embargo, eso otro, la nueva vida, el nuevo tiempo, las nuevas palabras, los nuevos
sentimientos, los nuevos valores y los nuevos pensamientos, no podrán darse si hoy no
entregamos lo nuestro. Entregamos una vida que no podremos poseer. Entregamos un
tiempo en el que no podremos permanecer. Entregamos unas palabras y unos
pensamientos que no comprenderemos. Entregamos unos sentimientos y unos valores
que nos resultarán extraños. Eso es mediar, posibilitar la alteridad, la alter-nativa, el
nacimiento de lo otro.

Criterios para pensar las experiencias como contenidos de la


formación (el acompañamiento o la catequesis)
Simplemente los enumeramos.
 Si no hay experiencias, la formación se vacía y es pura formalidad
 Cada uno hace un camino propio
 Las experiencias no se montan desde fuera, se hacen personalmente
 Las experiencias necesitan acompañamiento para traducir las vivencias en tales
 Las experiencias necesitan mediaciones para que puedan hacerse
 Diseñar los trayectos implica pensar una dinámica de experiencias posibles
 Invertir tiempo y esfuerzo en las mediaciones vale más que hacerlo en construir
los ámbitos, ya que sin mediaciones, los ámbitos por sí mismos ofrecerán pocas
posibilidades de hacer experiencia
 Seleccionar los ámbitos direcciona las experiencias configuradoras
 Lo humano y lo espiritual se integran tensionalmente en su diferencia, por lo que
la pedagogía de la fe es simultánea con la maduración humana
 La vida teologal emerge lentamente a lo largo de nuestra vida,
concomitantemente con nuestra madurez humana, nuestra capacidad de
experiencia y las mediaciones disponibles

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 Lo “sobrenatural” se revela, fenomenológicamente, de modo indirecto en el
ámbito de lo “natural”
 Lo afectivo es un lugar privilegiado de esa manifestación
 Los procesos formativos tienen que ser personalizados

Las mediaciones, condición de posibilidad de la


experiencia
Como hemos explicitado ya, la experiencia no se da espontáneamente sino que requiere
de mediaciones en todos sus momentos, mediaciones que pueden entenderse de
distintos modos. Hay mediaciones estructurales, que no son propias del momento de la
experiencia sino que forman parte del equipamiento que la persona tiene para poder
vivir haciendo experiencia. Hay otras mediaciones que no vienen de los procesos
formativos o autoeducativos, sino que vienen de Dios, que se nos ofrecen gratuitamente
cuando elegimos vivir nuestro cristianismo de un modo más activo. Finalmente, nos
referiremos a un tipo especial de mediaciones que organizamos con la finalidad de
facilitar la experiencia fundante, las llamadas mediaciones configuradoras.

Mediaciones estructurales
Todo aquello que fortalezca las operaciones que integran el proceso de la experiencia:
percibir, recordar, comprender, valorar, decidir.
Y todo aquello que fortalezca la autoconciencia, la intersubjetividad, el trabajo, la
inserción activa en contextos socioculturales y el mundo simbólico.
Todas estas mediaciones contribuyen a construir una persona capaz de experiencia.

Una serie de mediaciones estructurales básicas


 La vida ordinaria como el lugar complejo en el que todo se cruza e integra y
donde, especialmente, se manejan y producen las experiencias
 La autoconciencia como mediación trascendental y espiritual que posibilita toda
experiencia y nos media la autoestima, el yo real, la armonía interior, la
reflexión existencial, la fidelidad
 La soledad, el silencio, que permiten que la vivencia se traduzca en experiencia
 La escritura y la lectura como compañeras básicas para la comprensión y la
valoración de lo que vivimos y recordamos. Principalmente, la lectura de la
Palabra de Dios.
 La comunidad como mediación interpersonal y teologal, cuando podemos vivir
el amor oblativo y servicial, unificando nuestra identidad, el encuentro con los
demás y el amor a Dios
 El trabajo pastoral como mediación teologal. Lo que llamamos pasar del empleo
al ministerio, que no se da sin un serio trabajo en el empleo. Y lo mismo vale
para muchos otros empleos auténticamente humanos.
 La ascética personal como mediación: sin autonegación no hay experiencias,
pero no toda autonegación prepara para experiencias cristianas. Toda ascética
tiene que conducir al amor.

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 Los sacramentos como mediaciones cuando no cosifican la gracia sino que son
expresión de la vida interior de la comunidad a la que pertenecemos, vida en el
Espíritu de Jesucristo.

El acompañamiento como mediación estructural de personalización


de la experiencia
Definimos el acompañamiento como la mediación que personaliza los procesos
formativos. Personalización significa una experiencia de la subjetividad en la que éste
se hace sujeto de su propia transformación. Es un proceso que se realiza sobre un fondo
atemático, con una búsqueda intuitiva de lo que aún no se es. Esta búsqueda no parte de
definiciones idealistas sino que procede en la progresiva y provisoria integración de los
elementos sobre los que va tomando conciencia y creando subjetividad. Es una tarea
ética por la que captamos que la responsabilidad acerca de lo que somos y podemos ser,
es intransferiblemente nuestra.
Para la persona madura, el acompañamiento es necesario complemento del
discernimiento espiritual, por el que la persona vive desde dentro de su subjetividad en
obediencia a la manifestación del Espíritu en su vida ordinaria.

Mediaciones escatológicas
La tarea de la formación de un adolescente cristiano no es un esfuerzo humano
unilateral. En realidad, no lo es en el caso de ningún hombre. Hay una serie de
mediaciones que vienen ofrecidas por Dios en Jesucristo por el Espíritu en el ministerio
de la Iglesia. Es el régimen de gracia en el que vivimos y que debemos siempre dar por
supuesto como operante. Las mediaciones estructurales se encaminan a la apertura de la
libertad, a la subjetivación responsable, para recibir este don y hacerlo fecundo. Entre
estas mediaciones podemos citar: la comunidad, el Instituto, nuestro Fundador y el
testimonio de nuestros Hermanos santos, el sentido de fe del Pueblo de Dios, la Iglesia,
el Magisterio, los Ministerios, la Palabra de Dios en la Biblia y la Tradición, la liturgia y
los sacramentos…

Mediaciones configuradoras
Un tipo de mediación compleja merece ser destacado. Muchas veces podrían pensarse
como ámbitos. Son aquellas dentro de las que podemos producir esas experiencias
configuradoras de las que hablamos anteriormente. Como esas experiencias tienen que
ver con la experiencia fundante, no son experiencias pedagogizables en el sentido de
que pueden programarse para que la produzcan, pero sí pueden predisponernos a la
experiencia de fe. Debemos cuidarlas al construirlas, pero hacerlo de un modo en que
comprendamos que todo depende de Dios.
En definitiva, la experiencia configuradora principal será siempre la oración. La oración
no es una mediación configuradora en sí misma, sino que es creadora de una relación
permanente que facilitará la experiencia teologal cuando pueda darse.
Ciertos retiros o sesiones de formación prolongada que se ofrecen en algunos momentos
de la vida considerados clave –como los retiros de 30 días o encuentros de varios
meses- deberían ser experiencias configuradoras. Sin embargo, muchas veces fallan
porque no hay una persona con una relación que pueda producir una experiencia
teologal. Otras veces fallan, porque esta intencionalidad no viene suficientemente tenida
en cuenta en las actividades preparadas, que son pensadas desde criterios academicistas
o técnicos exclusivamente.

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