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Enrique Leff*
Desde los orígenes de la civilización occidental, la disyunción del ser y el ente que opera el
pensamiento metafísico preparó el camino para la objetivación del mundo. La economía
afirma el sentido del mundo en la producción; la naturaleza es cosificada, desnaturalizada
de su complejidad ecológica y convertida en materia prima de un proceso económico; los
recursos naturales se vuelven simples objetos para la explotación del capital. En la era de la
economía ecologizada la naturaleza deja de ser un objeto del proceso de trabajo para ser
codificada en términos del capital. Mas ello no le devuelve el ser a la naturaleza, sino que la
transmuta en una forma del capital –capital natural– generalizando y ampliando las formas
de valorización económica de la naturaleza (O´Connor, 1993). Es en este sentido que, junto
con las formas ancestrales de explotación intensiva que caracterizaron al “pillaje del tercer
mundo” (Jalée, 1968), hoy se promueve una explotación “conservacionista” de la
naturaleza. La biodiversidad aparece no sólo como una multiplicidad de formas de vida,
sino como zonas de reservas de naturaleza –territorios y hábitat de esa diversidad biológica
y cultural–, que hoy están siendo valorizados por su riqueza genética, sus recursos
ecoturísticos y su función como colectores de carbono.
En este sentido las políticas recientes en torno a la biodiversidad no responden tan sólo a
una preocupación por la pérdida de especies biológicas y por su importante papel en el
equilibrio ecológico del planeta. La biodiversidad se ha revelado como un enorme banco de
recursos genéticos que son la materia prima de los grandes consorcios de las industrias
farmacéuticas y de alimentos, cuyo valor económico supera ya el de los consorcios
petroleros. Por su parte, para los países y los pueblos donde se encuentran localizadas las
áreas de mayor biodiversidad, ésta representa, por una parte, el referente de significaciones
y sentidos culturales que son trastocados cuando son transformados en valores económicos;
por otra parte, la biodiversidad es la expresión del potencial productivo de un ecosistema,
ante el cual se plantean las estrategias posibles de su manejo sustentable, así como las
formas de apropiación cultural y económica de sus recursos.
Más allá de los intentos de los negociadores de algunos países por abrir las agendas hacia
temas controversiales sustantivos, en la práctica, estos instrumentos se establecen sobre
principios de orden más pragmático: reglas de procedimiento, cuestiones de financiamiento,
indicadores mesurables. Las consideraciones éticas y filosóficas, las controversias políticas
en torno a valores e intereses que definen las alternativas del desarrollo sustentable, y que
no son traducibles al patrón común de la valorización económica, son desplazados de estos
niveles de la diplomacia internacional hacia el campo de la ecología política, donde se
genera la fuerza social para la apertura de las agendas globales. Es en este plano en el que
se expresan los intereses por la diversidad biológica y cultural frente a la homogeneidad del
mercado y las estrategias de la globalización económica. No es de sorprenderse que buena
parte de las causas que han retardado los acuerdos y la implementación de estos
mecanismos de gobernabilidad global, sean las controversias en torno a asuntos
relacionados con el comercio: la mercantilización de los bienes naturales y la evaluación
económica de los riesgos ambientales.
Las dificultades para la puesta en vigor y la efectiva implementación de los AMAs ponen
de manifiesto las resistencias del orden económico para internalizar los costos ambientales
y acomodarse a las normas de la sustentabilidad ecológica. Ejemplo de ello son los
obstáculos interpuestos para el cumplimiento de los acuerdos de Río –ie para limitar las
emisiones de gases de efecto invernadero y frenar el avance del calentamiento global del
planeta. Al mismo tiempo, la OMC ha venido diseñando sus propios regímenes ambientales
bajo el predominio de las reglas del mercado y los derechos de propiedad intelectual. Si
bien se han logrado avances en los AMAs como la reciente firma del Protocolo de Kyoto
sobre Cambio Climático, estos son acordados bajo el principio de un mínimo común
denominador que logre concertar voluntades de los gobiernos, pero que reduce sus alcances
y diluye sus objetivos. Así, las cláusulas sobre el comercio de permisos de emisiones de
gases de efecto invernadero no aseguran que cada país o cada industria limite al máximo
sus emisiones; al contrario, ese objetivo se pervierte ante la posibilidad de que los países
que se excedan de sus cuotas, las transfieran a otros países, o que las compensen cubriendo
el valor ficticio de su captura por parte de los países ricos en biodiversidad.
A través del MDL se vienen introduciendo cambios en el uso del suelo y formas de cultivo,
como la siembra directa, mediante la cual se pretende reducir las emisiones de gases y la
aplicación de agroquímicos, al tiempo que se implantan cultivos transgénicos, cuyos
riesgos ecológicos y a la salud están lejos de poder ser evaluados y menos aún
cuantificados. Así, entre los AMAs, no sólo no se generan sinergias, sino que funcionan
como velos que encubren y escudos que sirven de parapeto a los procesos de “reconversión
ecológica”, que bajo su protección y legitimación se ejecutan en favor del “desarrollo
sostenible”. En este sentido es cuestionable la efectividad del Protocolo de Kyoto, ya que el
“valor de uso sumidero” de la biodiversidad seguramente no habrá de reducir
sustancialmente las emisiones de gases de efecto invernadero que seguirá generando el
imperio de la racionalidad económica, debilitándose las acciones de mitigación a través del
MDL y el uso de tecnologías limpias. Como resultado, el calentamiento global seguirá
agravándose.
En el fondo de los debates en torno a estos AMAs y los disensos para su aprobación y
aplicación están la controversia entre la racionalidad ecológica y la ética que subyacen a las
normas ambientales, y los principios y reglas de la racionalidad económica. Sus
incompatibilidades no sólo se expresan en la resistencia de gobiernos como los de Estados
Unidos y Japón a firmar y ratificar los AMAs; al mismo tiempo, la OMC ha venido
generando sus propios regímenes ambientales sometidos a la supremacía de los intereses y
mecanismos económicos. De esta manera, los Acuerdos sobre Aspectos de los Derechos de
Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC) buscan legitimar y legalizar
los derechos de las empresas por encima de las provisiones a los derechos de indígenas,
campesinos y agricultores en la CDB y el Tratado Internacional sobre Recursos Genéticos
para la Alimentación y la Agricultura.
Frente al proceso de globalización regido por la racionalidad económica y las leyes del
mercado, y junto con los movimientos “globalifóbicos”, está emergiendo una política del
lugar, del espacio y del tiempo (Leff, 2001c) movilizada por los nuevos derechos a la
identidad cultural de los pueblos (CNDH, 1999; Sandoval y García, 1999), legitimando
reglas más plurales y democráticas de convivencia social. La reafirmación de la identidad
es también la manifestación de lo real y de lo verdadero frente a la lógica económica que se
ha constituido en el más alto grado de racionalidad del ser humano, ignorando a la
naturaleza y a la cultura, generando un proceso de degradación socioambiental que afecta
las condiciones de sustentabilidad y el sentido de la existencia humana.
Una nueva política del lugar y de la diferencia está siendo construida a partir del sentido del
tiempo en las luchas actuales por la identidad, por la autonomía y por el territorio. Lo que
subyace al clamor por el reconocimiento de los derechos a la supervivencia, a la diversidad
cultural y la calidad de vida de los pueblos, es una política del ser; es una política del
devenir y la transformación, que valoriza el significado de la utopía como el derecho de
cada individuo y cada comunidad para forjar su propio futuro. Los territorios culturales
están siendo fertilizados por un tiempo que recrea las estrategias productivas y los sentidos
existenciales. No es sólo la reivindicación de los derechos culturales que incluyen la
preservación de los usos y costumbres de sus lenguas autóctonas y sus prácticas
tradicionales, sino una política cultural para la reconstrucción de identidades, para
proyectar sus seres colectivos trascendiendo un futuro prefijado y excluyente; es resistencia
a la hegemonía homogeneizante de la globalización económica y afirmación de la
diversidad creativa de la vida, construida desde la heterogénesis cultural-ecológica.
Esto lleva a repensar el sentido mismo de la geopolítica. Las geografías, como marcas
dejadas por las civilizaciones en la tierra, son el locus, el hábitat en el que se asienta un
mundo que ha sido trastocado por la globalización, que desplaza el lugar de su lugar, que
hace prevalecer la globalidad de una razón única, universal, dominante. Pero es también la
escritura que van dejando en la naturaleza los nuevos movimientos sociales de
reapropiación de la naturaleza (Gonçalves, 2001). De esta manera, las poblaciones
indígenas están afirmando sus derechos culturales para recuperar el control sobre su
territorio como un espacio ecológico, productivo y cultural para reapropiarse un patrimonio
de recursos naturales y significados culturales. La racionalidad ambiental está siendo
internalizada por nuevos actores sociales, expresándose como una demanda política que
guía nuevos principios para la valorización del ambiente y para la reapropiación de la
naturaleza, arraigándose en nuevos territorios y nuevas identidades.
Bibliografía
CNDH (1999), “El Derecho a la Identidad Cultural”, Gaceta, No. 103 (México, Comisión
Nacional de Derechos Humanos).
Leff, Enrique 1995, Green Production. Towards an Environmental Rationality (New York:
Guilford Press)
Leff, Enrique 2001a, Epistemología Ambiental, (Sao Paulo, Cortez Editora) (tercera
edición, 2003).
Leff, Enrique (coordinador) 2001b, “Los Derechos del Ser Colectivo y la Reapropiación
Social de la Naturaleza: A Guisa de Prólogo”, en Leff, Enrique (Coordinador),
Justicia Ambiental. Construcción y Defensa de los Nuevos Derechos Ambientales,
Culturales y Colectivos en América Latina, Red de Formación Ambiental para
América Latina y el Caribe, Serie Foros y Debates Ambientales No. 1 (México:
PNUMA/CEIICH-UNAM).
O'Connor, Martin 1993, “On the Misadventures of Capitalist Nature”, Capitalism, Nature,
Socialism 4(3):7-40.
* Coordinador, Red de Formación Ambiental para América Latina y el Caribe, Programa de las Naciones
Unidas para el Medio Ambiente.
1
Economistas ecológicos como René Passet, Herman Daly y Joan Martínez Alier han argumentado sobre las
limitaciones del mercado para regular efectivamente los equilibrios ecológicos y su capacidad para
internalizar los costos ambientales a través de un sistema de normas legales; sugieren que la economía debe
constreñirse a los límites de expansión que asegure la reproducción de las condiciones ecológicas de una
producción sustentable y de regeneración del capital natural. Sin embargo, la economía (la racionalidad
económica, el proceso económico) carece de flexibilidad y maleabilidad para ajustarse a las condiciones de la
sustentabilidad ecológica. El debate político se ha enriquecido con los aportes de la ciencia sobre la
insustentabilidad creciente del planeta y los riesgos ecológicos que la amenazan, pero no ha logrado
desujetarse de las razones de fuerza mayor del mercado. La ley de la entropía, preconizada por Georgescu-
Roegen (1971) como la ley límite del crecimiento económico, aparece como la negatividad negada por la
teoría y las políticas económicas sobre su vínculo con la naturaleza. Mas la teoría crítica de la economía
basada en la ley de la entropía, antes de haber llegado a fundar la positividad de un nuevo paradigma
económico (de una economía ecológica), ha abierto las compuertas de una ecología política donde el debate
científico se desplaza hacia el campo político; la cuestión de la sustentabilidad se inscribe en las luchas
sociales contra la globalización y por la reapropiación de la naturaleza, desplazando el discurso y la acción al
campo de la desconstrucción de la lógica económica y la construcción de una racionalidad ambiental (Leff,
1998, 2001a)