You are on page 1of 9

Significantes y Significados en el Discurso Poético

(La otra Babel)

Vasilis Vitsaxis
Universidad de Atenas
Universidad de Stockton

Parafraseando a Heráclito, aquel enigmático sabio efesio, se podría decir


que la poesía “ni dice ni oculta, sino significa” (literalmente “indica por
signos”).
¡Cuántos malentendidos y cuántas críticas injustas se habría evitado la
poesía, si hubieran resultado comprensibles, en toda su dimensión, las
verdades que expresan estas pocas palabras!
La Poesía, forma del discurso, del oral sobre todo pero también del
escrito, utiliza la lengua, por un lado, para crear, esto es, para materializar, un
“momento interior inmaterial”, que sin que sepamos muy bien qué es,
llamamos “inspiración”, y, por otro lado, para provocar una reacción estética,
en algún espacio psíquico personal o colectivo, que la justifica socialmente y
la consagra.
La lengua es uno de los más antiguos e importantes símbolos inventados
por el hombre en el curso de su desarrollo espiritual. Dentro de este mundo de
símbolos verbales vive y existe y actúa desde su nacimiento hasta su muerte.

1
Como dijo el gran poeta simbolista francés Charles Baudelaire en su poema
Correspondances:

“El hombre pasa a través de bosques de símbolos


que lo observan con miradas familiares...”.

Bien por imitación de los “sonidos físicos”, bien por un contrato social
tácito, como consideran diversas teorías que, sin embargo, debido a lo
extremadamente simplificado de su acercamiento al complejo fenómeno
lingüístico han comenzado, sin que hayan sido abandonadas del todo, a ser
revisadas de forma gradual, bien desde el ángulo óptico del filosofo alemán
contemporáneo E. Cassirer, pero también desde el más antiguo de M. Müller
que ven en la lengua la fuente del proceso de creación mítica del habla
primitiva, ésta, la lengua, o mejor dicho, las palabras son los símbolos
acústicos que, tal vez más que otros, permitieron y facilitaron, desde la noche
de los tiempos, el intercambio espiritual interhumano.
Junto a esta afirmación que parece responder a la realidad histórica, otra
razón, que a primera vista parece ser una paradoja pero que expresa
igualmente otra verdad, viene, considero, a completar la imagen de la
peripecia verbal de la sociedad humana: “¡las palabras –se ha dicho con cierta
disposición burlona, pero también con una clara dosis de amargura- son los
instrumentos que inventó el hombre para no entenderse!”.
¿Cuál es entonces la verdad?

2
La respuesta a esta cuestión, como se comprende fácilmente, no puede
ser ni una aceptación sin reservas ni un rechazo explícito de una u otra
postura. Puede derivar, en cambio, de forma relativamente satisfactoria, en un
intento de comprensión de los diferentes acercamientos al problema que se
encuentran en la base de esta discusión.
Hemos apuntado ya que la lengua es un “símbolo”, es decir, que
constituye una referencia por medio de un objeto “palpable” o de una
representación material, una forma, un sonido, un movimiento, etc. (es decir,
de algo que pertenece al mundo de los sentidos) a algún otro, imaginario éste,
que está almacenado en la memoria, ya sea éste un objeto, un concepto o un
sentimiento. De esta naturaleza simbólica, referencial, esto es, transformativa,
de la lengua, de cualquier lengua, y de las palabras que la constituyen, pero
también de su empleo interpretativo -que constituye una transformación
añadida- por el receptor del “mensaje” al que se refieren éstas, deriva tanto su
útil funcionamiento comunicativo, como también los peligros que se generan
por la debilidad, debida a estas transformaciones, de una absoluta casualidad,
entre el significante referencial y el significado, es decir, aquello a lo que se
comprende que se refieren.
Las palabras “montaña”, “bosque”, “alegría”, “justicia”, etc. son, en
realidad, sonidos, que componen los correspondientes fonemas articulados, o
las formas de las letras del alfabeto con las que se escriben estas palabras, que
sencillamente simbolizan algunos objetos, sentimientos o conceptos, a los que

3
se refieren. Pero en ningún caso estas palabras son por sí mismas la
“montaña”, el “río”, el “sentimiento de alegría”, la “justicia”, etc.
En la otra orilla de la comunicación, el receptor, interlocutor-lector,
acepta este símbolo acústico u óptico, y lo interpreta, conforme a algún código
comúnmente aceptado en el que se hace la referencia, buscando en su
memoria la relación entre el símbolo y la imagen correspondiente que ha
sacado de la experiencia.
De este breve análisis, en un lento tiempo ficticio, del funcionamiento de
los medios verbales, resulta evidente no sólo el procedimiento de la
comunicación lingüística, sino también los peligros de alteración que corre
éste debidos a la intervención de diversas transformaciones e interpretaciones,
que hace ineludible la naturaleza dualística del símbolo, de cualquier símbolo,
a causa de su participación tanto en el mundo exterior de la materia (sonido,
forma, movimiento, etc.) como también en el mundo interior del intelecto.
El resultado de esta naturaleza dual del símbolo que se apoya en dos
orillas, esto es, en la material, la de la realidad palpable, y en la inmaterial del
proceso intelectual, es el hecho de que las palabras, como además sucede con
cualquier símbolo, “descubren cubriendo y cubren descubriendo”, según el
dicho de Gurvitch, un pensador francés contemporáneo.
Si bien es verdad que en la prosa se dan casos de discordancia entre el
significante y el significado, aunque frecuentemente sean indistinguibles y
menos perjudiciales debido al papel expresivo dominante que juega aquí la
frase, con el mensaje completo que contiene, por el contrario en la poesía, la

4
omnipotencia de la palabra, y el menor o mayor grado de ambigüedad que
acarrea el peculiar uso de la lengua aquí, lleva al grado máximo la distancia
entre el significante y el significado, tanto como para que la última constituya
muy frecuentemente la regla.
Pero no es sólo la naturaleza dual de los símbolos verbales lo que
provoca e intensifica este fenómeno en el discurso poético. A ésta vienen a
añadirse también otros parámetros que están relacionados con el uso de la
palabra en la poesía, un uso que es completamente diferente del que tiene
lugar en el habla diaria.
Al respecto apunta también S. Gocharenko: “si no tomamos conciencia
de que el discurso poético se encuentra directamente en el antípoda del habla
común, no nos será posible comprender nunca nada relativo a la poesía”.Por
lo demás es conocidísimo el dicho de St. Mallarmé de que “la poesía no se
escribe con ideas sino con palabras”, con todos los ecos despreciativos que la
frase contiene a primera vista, expresa en el fondo otra verdad que la
investigación estética del fenómeno poético tiene estudiada y reconocida sin
que quepa ninguna duda. “El poeta”, escribe K. Palamás (poeta nacional de
Grecia) “quiere palabras, palabras, palabras; atesorar palabras y derrochar
palabras”. También el esteta francés M. Thiry apunta de forma epigramática:
“Sólo existe poesía dentro de las palabras”.
La palabra es el “primer material”, el material básico del arte del poeta;
no lo es tanto como portadora del significado sino como portadora de
experiencia, reales, pero sobre todo emocionales, con las que ésta está cargada

5
y que son almacenadas en la memoria. “Palabras vividas” (mots vécus)
denomina muy acertadamente G. Bachelard estas palabras, y esto es
exactamente lo que las hace aquí únicas. Porque esas vivencias con las que
están entretejidas son únicas para cada hombre, y las asociaciones de ideas de
la memoria, a través de las cuales aquélla surge son igualmente irrepetibles.
Si, no obstante, el contenido noemático de la palabra es “casi el mismo” para
cuantos hablan la misma lengua, su carga sentimental y las asociaciones de
ideas que estimula ésta en el recuerdo son -y no pueden ser de otra forma sino-
completamente diferentes, cuando se utiliza, se oye o se lee, en la
“embriaguez” y en la “relajación” de la razón” que, en todos sus estadios,
caracteriza al gusto estético.
En el habla diario la palabra “río” se refiere al “río”, a un río concreto y
epónimo. En la poesía es “mi río” y “tu río”. Con esto se mezcla nuestro
primer o en cierto modo más intenso recuerdo de las apresuradas, turbias o
mansas aguas suyas. Están asociados los juegos que jugamos en sus orillas, los
miedos que nos provocaban las sombras de los frondosos arbustos de sus
bordes, e incluso es probable que nuestro primer beso que dimos ocultos tras
las boscosas ramas del mimbre en sus orillas...”.
Se puede decir, por tanto, que mientras la palabra en el habla cotidiana
“narra” un hecho o un suceso real, ¡en la poesía “narra” (recompone) un
sueño! La distancia que existe entre el primero y el último se hace evidente si
se intenta reflexionar y experimentar interiormente ambos casos: la diferencia
que se sentirá entonces es aquella que separa tanto en la prosa como en la

6
poesía, el significante “palabra” del significado. Más pequeña en el lenguaje
cotidiano, y mucho más amplia en la poesía, esta diferencia existe siempre.
Incluso me atrevería entonces a afirmar que ésta, tan intensa como es aquí, se
encuentra en la base estética del fenómeno poético.
Sin embargo la palabra, como “significante”, tan sólo dista del
significado en la aventura poética por su naturaleza como símbolo, a la que
nos hemos referido, o incluso por el hecho de que es portadora de carga
emocional de experiencias singulares, profundamente personales, tanto del
poeta como de su receptor, oyente, lector; y también porque allí tiene lugar el
uso de otras características suyas que permanecen en gran medida al margen
del habla diaria.
En la poesía la palabra no sirve sólo como un símbolo referencial
noemático, ni siquiera sólo como arca de recuerdos, sino que cambia de
empleo, diría más bien que cambia de naturaleza literalmente, y se vuelve
también “materia” genuina. Una materia que produce sonido, que late con
ritmo y hace brotar tonos melódicos. Así, la poesía no utiliza la palabra sólo
por lo que puede significar, ni para provocar un estímulo mediante la
reformación asociativa de vivencias, sino también como material de
construcción de la metáfora poética o incluso de la embriaguez estética.
Recordemos aquí el papel “descriptivo” al que apuntan las asonancias y
las aliteraciones de las diversas consonantes “fuertes” y “débiles”, al que se
refirió en tiempos antiguos Platón, en su “etimología musical” en el Crátilo y
el ritmo silábico de los antiguos, o tónico de los más recientes versos, que

7
produce la unidad palabra dentro del verso, incluso el eco melódico del
regreso a la “dominante” que ocasiona el homoteleuton, como denominaban la
rima en Bizancio, y también las homofonías (el acuerdo de los sonidos de los
vocablos terminales) de toda clase, que constituyen una peculiar
“musicalización” del lenguaje.
Es posible que se escriban tomos enteros, con reflexiones y análisis sobre
la modificación de la palabra, por el discurso poético en objeto material sin
que el tema se agote. Sin embargo, también los escasos dichos al respecto de
nuestros estéticos contemporáneos son suficientes para hacer comprensible el
papel del sonido de la palabra en su uso poético. Cuando la poesía pierde su
musicalidad, ha dicho un gran poeta contemporáneo (G. Apollinaire), tiende
hacia la pintura y esto es una señal de debilidad. Un pensador francés añade:
La poesía es un compromiso de juego con las palabras y con los sonidos. Y yo
añadiría y con los silencios., con esos “sonidos” secretos, esas palabras
“mudas” de las que se vale el poeta para hablar a aquellos que no sólo se
limitan a oír o leer su canción, sino que saben escuchar con atención su
mensaje místico. Escribe P. Claudel en su quinta Oda: Que esté yo entre los
hombres como alguien sin rostro, y que sea mi habla hacia ellos sin sonido,
un sembrador de silencio Y el filósofo J. Onimus añade: ¡En la poesía las
isletas de las palabras sirven para cercar los sonidos!
Todo esto, no obstante, es posible que nos lleve a problemas que
pertenecen a otros terrenos de reflexión más generales, lejos del limitado y
concreto objeto de este pequeño ensayo con lo que he intentado mostrar que la

8
naturaleza dual del símbolo verbal del significante, por un lado su carga
emocional, que sobrepasa su papel noemático, y por otro su funcionamiento
acústico-material, me atrevería incluso a llamarlo “mecánico”, crean
realmente condiciones babélicas en la comunicación poética porque lo
distancian del significado en un punto tal que muchas veces se dificulta
incluso su gusto estético.
He hablado del gusto de la poesía utilizando una metáfora que se refiere
al conocimiento indirecto, es decir, a aquel que no pasa por el intelecto, sino
que resulta comprensible sin él, como es el gusto de lo amargo o de lo dulce,
sobre los cuales nadie se ha quejado nunca de que no los “entiende”, como
sucede tan a menudo por el contrario con la poesía. Sin embargo, la última,
como he apuntado al comienzo, no busca decir, sino significar, y esto con el
sentido que dio a sus palabras aquel antiguo sabio de Éfeso, es decir, el de
remitir al éxtasis y a la medio diáfana neblina del sueño.

You might also like